2020: año bisiesto, año atroz. En Cuba no solo será recordado como el año del coronavirus y su fatídica larga marcha: estela de contagios, muertes, colas y delirante subida de precios. Aunque no los aniquilara la COVID-19, será difícil olvidar el año en que murieron Sigfredo Ariel, Yolo Bonilla, el Dani, Eusebio Leal, Roberto Chorens y Lázaro Barredo.
Año impío, cual bisiesto que se respete. La Muerte no contempló oficios, filias, fobias. La guadaña cortó bien abajo. El 2020 está haciendo zafra. Porque además se llevó por delante a Rosita Fornés.
Pero esta temporada también será recordada como la de los muros y el mar.
Muros levantados sin un ápice de sentido común, y pasándose por el forro el urbanismo, la belleza. La muralla del Paseo Marítimo de 1ra y 70 se iba a tragar progresivamente la línea de arrecife y erizos, más el infinito azul que moja el dienteperro. Brutalidad instaurada, que no Brutalismo; ideología del cuartón, del cuartel, o del corral.
La ciudad y el país se han ido llenando de cercas y muros cada vez más altos. La Habana de los años 70 e inicios de los 80 no era así. Al menos, no era así en Altahabana.
Tras la crisis de los 90 y la reconfiguración del mapa de la violencia, la pobreza y la estratificación, las empalizadas fueron ganando altura. Para la protección y la toma de distancia. Y para el camuflaje.
El muro del Paseo Marítimo no resistió la presión de quienes lo consideraron, con razón, una afrenta a la ciudad, a los ciudadanos. No solo físicamente se va a la costa. Hay otro desplazamiento posible: el mental; se produce cuando se mira al mar desde cierta distancia.
Otro muro recién levantado es el de las tiendas en dólares y los “productos de alta gama”. Precios la mar de altos. Valla infranqueable para muchos.
Al muro del Malecón quizás le doblen la altura. Doblar la altura es una manera de decir. Será mucho más alto; cada año sube el nivel del mar y el proyecto forma parte de la “Tarea Vida”.
Quien no puede comprar en las tiendas donde únicamente se transa con dólares, no tendrá ya la ilusión de no estar, de no pertenecer, de sentirse ido del mundo sobre el muro del Malecón, mirando al mar, al celaje: esa falsa noción de pirarse del todo sin haberse ido, o de amar u olvidar en solitario. Ese sujeto sin dólares estará sintiendo en carne propia lo que habrá sido vivir en La Habana de intramuros cuando cerraban la muralla a las nueve de la noche.
En su muro de Facebook, el fotógrafo cubano Gabriel Guerra Bianchini aportó lo suyo a la “Tarea Vida”. Lo hizo antes de producirse la dramática subida del mar, mientras la marea de comentarios sube y baja en las redes. Al parecer, la altura del muro fue aumentada con Photoshop.
Son tres fotos; cada una intenta condensar lo que suele verse en el Malecón. Paseantes, una pareja, el pescador, alguien a solas de cara al atardecer. El Morro, el cielo, las nubes.
No es lo mismo llamar al demonio que verlo llegar. Estas fotos son una manera de “bajarlo”, de tenerlo entre nosotros. Porque en las fotografías de Bianchini (en cuyo encuadre aparece, de manera ascendente: un trozo de asfalto, la acera, el muro y el cielo como telón de fondo) no se ve el mar.
El Caribe que arriba al arrecife, violento o en calma, ha sido abducido del plano visual. No por el fotógrafo, sino por el demonio. Es decir: el muro.
¿Qué hacer ante el calentamiento global? Mientras se piensa en la respuesta, un buen o mal acicate sería la manera en que, para el transeúnte, quedará a la vista el Castillo de los Tres Reyes del Morro. Bianchini le puso forma y color: se vería solo la mitad del faro y parte de los techos de la fortaleza.
Un alto muro para evitar la entrada del mar. Para que no revuelva la mierda. Al menos, no demasiado.
El paseante solo tendrá la inmunda masa arquitectónica donde ha podido más la desidia, el salitre, la lluvia, la pobreza, y la fatiga del acero. La tarde vomita sobre La Habana una luz más amable, la cubre con ese ilusorio velo dorado. Entonces se pone en marcha el engranaje, y de súbito la ciudad se vuelve maravilla.
Bella para quien la recorre con el ánimo del arqueólogo, o con el del turista de izquierda solazado en el caos de pop upsde la maquinaria ideológica del PCC y de carteles lumínicos a la entrada de bares y restaurantes privados, o el de quienes insisten en fotografiar viejos autos americanos convoyados con negros y mulatos en diferentes estadios de la pobreza.
La Habana, sin su conde y protector Eusebio Leal, parece tener reservada una noción de futuro con la forma y el sentido del corral, el cuartón, el cuartel. El cantón viciado, más o menos hi-tech, y vaciado de verdaderas tradiciones, hábitos, sentidos.
¿Quedará Facebook como único reducto y campo de batalla para todo aquel dispuesto a plantarse en favor del buen gusto, de la belleza?
Pero el de Facebook no sería el único muro para estampar cuanto se piense. El alto muro del Malecón podría ser otra alternativa. En las fotos de Bianchini hay grafitis más o menos cándidos: los mueve el amor, y el demonio del amor.
Largo y alto pizarrón de concreto para un Banksy real o un Banksy falso que estampe, cuando nadie lo vea: Actually I´m Banksy. Actually and I’m in Havana. O para un Yulier PC, que transitaría de la pintada in situ, con el mar rompiendo allí donde no se percibe, a la grabación de esa pintada para luego distribuirla en el Paquete Semanal.
El nuevo muro pondría en crisis el escenario post-apocalíptico y distópico de Habana Underguater (Atom Press, 2010), del escritor Erick J. Mota.
Si a pesar del muro de contención, las olas del mar rebasaran el obstáculo y anegaran la isla, pasado el temporal, en la Plaza de la Revolución inundada, veríamos el vuelo de una libélula sobre el calmo espejo de agua salada y detritos. La libélula que aparece en una de las imágenes de Absolut Revolution, serie de Liudmila Velasco & Nelson Ramírez de Arellano. Visto así, el muro “upgradeado” no sería otra cosa que un dique.
La novela de Erick Mota está situada en un futuro escenario post pandémico y post apocalíptico. De aplicársele el mismo cepo narrativo y simbólico a la obra La Isla, de la serie Absolut Revolution, la pieza tendría un nuevo sentido: aguas atrapadas por un dique levantado en un mandato post-Fidel. El dique post castrista.
A la inversa del cáncer líquido que cerca a la isla en el poema de Virgilio Piñera, aquí tendríamos agua inundándolo todo. Sin fluir. Un enorme espejo de agua descomponiendo la materia orgánica, oxidando los metales, ablandando cimientos. Septicemia antes que metástasis.
Muro, dique, muralla. Dentro: una ciudad pudriéndose al sol.
No estaría mal preguntarse qué harían los pescadores, los trompetistas, los jineteros, las putas y los colegiales sempiternamente fugados de las clases, para trepar al muro y acumular altísimas dosis de rayos UVA, mientras transcurre el tiempo en un país que parece detenido en el tiempo.
Y los suicidas también, porque el Malecón tendría ese vacío sobre el arrecife: una alta caída invitando al salto.
¿Cómo burlarían a la Policía Montada Nacional Revolucionaria? (Únicamente a lomo de caballos podrían los policías patrullar a lo largo y a los pies del muro).
Los músicos ambulantes y los vendedores de maní, chicharritas, chicoticos y rositas de maíz, tendrían un handicap. El amor quizás no. Cierta vez vi un video grabado por una cámara de vigilancia: amparada por la madrugada, una pareja fornicaba a lo grande en el muro.
¿Qué hará el curador Juanito Delgado con el nuevo escenario? Reto grande, reto alto para los futuros artistas invitados, en una nueva Bienal La Habana, a la muestra colectiva Detrás del Muro.
La obra Cubo azul, exhibida por la artista Rachel Valdés en la XII Bienal, solo reflejaría la ciudad venida a menos y el oscuro paredón.
Resaca, la playa con tumbonas y sombrillas de guano que Arles del Río instaló a los pies del muro del Malecón, tendría un efecto similar al de tomar el sol en el patio de una cárcel. (Si es que la noción de patio soleado y cárcel fuera un posible lugar común en una oración interesada en el sistema carcelario cubano).
Sweet Emotion, de Alexander Guerra, trípode coronado con la silueta de la mano que simboliza el Like de Facebook, favorecía la interacción de los transeúntes con la pieza, y con el paisaje visto a través de ella. Permitía fotos variadas, según el encuadre elegido y los tipos de públicos. ¿Debería entonces trocarse el símbolo del Like por el pajarito de Twitter?
Salvación, de Duvier del Dago, torre alzada sobre el muro con una suerte de butaca en el extremo superior, remitiría ahora a un tipo de avistamiento, vigilia o mirada en lontananza de un tiempo pasado que no fue mejor.
El Conde Leal, a su modo, defendió y batalló por la belleza de La Habana. No hay obra ni hombre perfecto, pero sin él, el saldo hubiera sido trágico. De concretarse el update del muro, la supuesta Ciudad Maravilla tendrá un encanto menos, de los tantos que ya ha perdido.Lo único cierto es ese mar penetrando y destrozando Habana adentro, una y otra vez, con cada Norte endemoniado. Podría haber un Plan B. Quizá cueste un poco más, o mucho más. Pero valdría el dinero y la pena.
Empujar cuesta arriba una enorme bola de mierda
A pocos metros del glamur de los hoteles Manzana Kempinski y Packard, se extiende una ciudad desvencijada, con aguas pútridas en mil y un lugares, vertederos… Casi toda la capital es como un basurero enorme con vista al mar, un garbageland. Sus fronterasse han ido extendiendo con el tiempo, y ni siquiera las frena el litoral.