Temples Of The Otherness (2024) de Lucía Maman, curada por Luna Palazzolo.
Como digno figurante, he estado más de una vez al interior de un bodegón: la escena viva de una naturaleza muerta con objetos cotidianos. Entre Morandi y Chirico, da igual cualquiera de los Giorgio, iluminado por el fiero sol de Miami o bajo la llovizna en un día de verano, me he filtrado en el corazón de la anomalía o el “templo de la otredad”.
He terminado el párrafo con la traducción del título de una exposición de pinturas en gran formato de la artista visual y licenciada en filosofía Lucía Maman (Buenos Aires, Argentina, 1988): Temples Of The Otherness, curada por Luna Palazzolo. Invitado por un matrimonio de amigos fui a la galería Maman Fine Arts, en Wynwood, a la inauguración de la muestra. Caminé a lo largo de los blancos salones sobrecogido por cuanto se alzaba ante mí, pero ya mi cabeza se había estremecido tras ver, no más entrar, el enorme óleo sobre tela The Ascension Of The Liminal Theater (2022).
Son nueve los cuerpos en un escenario; sin embargo, tal parece que hay solo uno, justo al centro: una mujer sin piernas. Vestida de negro, montada en cuatro largas prótesis rojas se alza por encima del resto. Como una de las arañas de Louise Bourgeois, encaja la mirada en el piso.
Trato de imaginar la tensión en sus músculos y tendones mientras consigue o intenta comodidad y equilibrio. Le cuelga el tirante del sujetador. En su cara creo leer un convencimiento, una aceptación: está inmersa en la soledad, pero el vacío es aparente.
Cual espectros la rodean ocho figuras. Algunas caminan, otras permanecen de pie. Frente al óleo, desde el salón “ascendí” al escenario del teatro liminal recreado en la tela.
Pude haber escrito: fui por un instante el noveno “ectoplasma” en The Ascension Of The Liminal Theater; a mi lado vi cuerpos con prótesis en una o ambas piernas, rostros medio desdibujados, ausencia casi total de cualquier detalle revelador de identidades, como le sucede al que aguarda a la derecha de la “mujer-araña”. De súbito, imaginé la posible biografía extrema de ese cuerpo (des)dibujado en alto contraste, y de paso pensé en la exclusión como variante atroz del ejercicio de la violencia.
Ejecutando un lento travelling en el mismo sentido, el siguiente cuerpo es el de una chica de gris, blanco y corsé. Le sostiene la mirada al que se sitúe frente a la obra. No puedo sino contrastar la impavidez de su rostro con la certeza del dolor, la incomodidad, el escozor. Casi pronuncié el nombre de Frida Kahlo, aunque no viniera a cuento.
Hay otro espectro en el lado contrario de “la araña”. La niña lleva prótesis en las extremidades inferiores. De los supuestos fantasmas es el único que se me antoja vivo.
“Trabajo con estas nociones de diferencia por la potencialidad subversiva que entrañan al alejarse de la norma, y porque creo que son importantes a la hora de desarmar conceptos establecidos como el de capacitismo, y todos aquellos relativos a la discriminación. Y principalmente, porque lo diferente me resulta fascinante e increíblemente bello y porque creo que la sociedad es responsable de lograr igualdad de género, igualdad racial, y también igualdad genética”, dijo Lucía en una entrevista para Infobae.
Solo, o acompañado por mi esposa, he visto en primera fila a una gavilla de hombres y mujeres “alejados de la norma”. ¿Ese distanciamiento o exclusión de la norma o “lo normal” los emparenta con la experiencia de vida de los sujetos recreados por Lucía Maman en su serie Temples Of The Otherness?
Hablo, sí, del fuego de la locura, la desesperante calma del homeless. En Saint Patrick Church y en Calvary Chapel he escuchado la lengua franca del exiliado, la del emigrado, y la del dreamer y el loser. He visto la vejez, la soledad y la antesala de la muerte en la caída de un viejo fundido por el unánime calor.
La mayoría solo tiene al hambre, la ilusión y el estrés como único patrimonio. El resto, que no son pocos, además acumula en su capital retales y descartes metidos a presión en maletas, mochilas, jabas.
Nada más parecido al tapiz Desamparo con alevosía (2024) de la artista cubana Sandra Ceballos (Guantánamo, 1961) confeccionado con vestidos, sábanas, algodón, guata, medias, sostenedor, cabellos sintéticos y bolsas plásticas, perteneciente a la serie La expresión sicógena (1995-2024).
La expresión sicógena (1995-2024) de Sandra Ceballos.
Nada tan elocuente como la muñeca sin cabeza, de pubis falso, confinada y simulando una caída libre dentro del bulto atado con cuerdas blancas y pulcras.
Es la existencia y el ser más allá de las redes sociales.
Estos sujetos negros, mulatos, blancos huelen bastante mal. Hambrientos, comparten la espera con quienes todavía tienen asegurado el techo, gente como yo, mujeres y hombres situados en una suerte de limbo. En fila esperamos por una bolsa de comida cruda o cocinada, la elección depende del estado de vulnerabilidad. Sin importar demasiado en cuál bando estamos, muchos hacemos el camino de ida y vuelta en el mismo transporte público.
Como figurante de este drama en el cual a un mismo tiempo soy protagonista, la frontera de mi burbuja existencial se intersecta con la de los otros. Quizá exagero, pero he estado ahí. Seguiré saliendo y entrando, todavía soy parte del bodegón.
Si me apropiara de los paradigmas de Sandra vería la zona más sucia y descarnada cual “expresión sicógena” de un relato político. Mientras, con Lucía, ejecuto una suerte de traducción que transita de lo clínico a lo metafísico. Entre ambas, la belleza de lo sórdido se mueve en las antípodas. Sí, me deslizo en esas dos aguas.
Visto así, quienes estamos en la fila aguardando un turno para recibir esos productos descartados o donados por The Fresh Market, Trader Joe´s, Publix y Whole Foods Market, nos volvemos un enorme cuerpo de rostro y biografía múltiples.
De súbito, dejo caer el telón de mis ojos y enciendo la luz cenital de la memoria. Entre las paredes de mi cabeza se instauran la iglesia, las tarimas repletas de provisiones, feligreses que trabajan como voluntarios, y, por supuesto, la fila donde me veo y los veo, y donde los escucho y me escucho. Hablamos. En los rostros advierto los trazos de Sandra en Self Made Woman, No More (2019) y los de Lucía en Carer (2017), The Mother, The Son And The Wingless Spirit (2022).
En la fila, tras el reconocimiento, puede establecerse una red de apoyo más o menos firme parecida a la amistad, a la cofradía, o cada cual certifica cuán perdido anda el otro y toma distancia. Hay quien prefiere aguardar su turno en silencio. Se ven, nos vemos, cada lunes, jueves, y sábado. Sí, como tener un part-time. Con el paso del tiempo algunos quizá prosperemos y no regresemos, o enloqueceremos del todo o moriremos. Se sumarán nuevas caras a las filas.
La muda voz del pensamiento me dice “coge calma, jíbaro, aquí no solo vienes a matar jugada”. No estar ahí es lo ideal, la ecuación de la vida y el destino debería excluir tal variable. He echado mano de una metáfora conectada a las Matemáticas para entender, describir y calcular un tránsito, una cultura, una fuga, una respuesta, una supuesta adaptación al medio. Dentro de la ecuación he experimentado una suerte de vida sobre lienzo en gran formato.
“Trabajo con temáticas de la otredad, puntualmente con anomalías genéticas dentro de la especie humana. En estas imágenes, que obtengo de archivos médicos, el sujeto se vuelve objeto de investigación, pierde identidad. Se convierte en un mero elemento informativo que expone su patología en pos de ser clasificado o de ayudar a establecer una clasificación”, dijo Lucía.
¿Soy un mero elemento informativo que expongo patologías en pos de ser clasificado y de paso huir de la etiqueta con la que me confino y confirmo?
A propósito de las definiciones, así se describió Sandra en uno de sus posts de Instagram: “Mi envoltorio cárnico y también de masa ósea después de 8 horas sin luz en la postura del mecanismo, Cuba/Experimento de supervivencia; un ejemplo para el mundo de una nueva especie humana mutando para vivir en una sociedad esclavista, sin luz, sin agua y sin alimentos, en medio del Siglo XXI”.
Apropiándome de “la jerga” de Sandra además (me) pregunto: ¿cuál postura asumirían mis mecanismos físicos y defensivos en esta nueva realidad, tumbado a la sombra, desnudo, las piernas subidas y apoyadas sobre el espaldar de un sofá?
Me he visto sitiado por las intensidades de las obras de ambas artistas en el saloncito a veces fresco, otras tórrido, de los trolleys que cubren el circuito South, North, Middle y Collins de Miami Beach. Lo he tenido delante y detrás de mí en el largo cubículo refrigerado de los ómnibus New Flayer de las rutas 79 y 100. A través de la ventanilla del van del tipo que me empleó y embaucó lo vi a los pies de un par de puentes en la 79 Street. A todo lo anterior le he tomado fotos.
A propósito de la serie La expresión sicógena nos dice Sandra en el statement:
Me interesa (…) poner en tela de juicio la autosuficiencia de la especie humana al creerse superior a todos los demás seres vivos, sin embargo, un cerebro altamente desarrollado se convierte —en casi todas las personas— en un arma destructiva tan lacerante que genera su propia muerte celular.
La mente enferma al ser humano, la información que reciben las células (…) llega y se mantiene con cargas traumáticas destructivas, generando una acelerada entropía.
Estas obras expresan simbólicamente la fragilidad humana y su inevitable decadencia.
Los elementos que utiliza “son objetos reales” y forman parte de los suministros utilizados “en hospitales o clínicas de sanación: sábanas e instrumental de cirugía, sangre tratada, cabellos humanos, historias clínicas, agujas, jeringuillas, sondas, algodón, gasas, medicamentos.” Además de utilizar objetos elaborados a partir de elementos inorgánicos —plásticos, metales, etc.—, echa mano de compuestos orgánicos como “tierra, cabellos, plantas secas, fluidos humanos, sangre tratada”.
A veces Lucía toma una lija y en el lienzo levanta capas. Este pequeño detalle significativo la aproxima a la visualidad áspera y escatológica de Sandra o la de Louise Bourgeois. Visto así, estamos frente a tres modos diferentes de mostrar el lado más extremo, vulnerable y salvaje de la vida.
Sí: arañar, despellejar, dejar el corpus en carne viva, eliminar lo superfluo de un destartalado universo. En su proceso, Lucía no solo quiere llegar hasta el final, sino hasta el fondo. Bien mirado, Sandra opera en el fondo.
Tras el impacto del primer óleo que vi en Maman Fine Arts, sobrevino la aceptación y la calma, una suerte de comunión entendida como similitud, correspondencia, lazo. Al interior de los lienzos percibí una extraña quietud y una luz muy singular en diálogo con las sombras. A ratos daba de cara con un intenso contraste que situaba a los sujetos, o a los objetos, más allá del expediente clínico o del retrato consumado por un naturalista.
Por aquello de la luz y su misterio, y por la atmósfera de silencio, puede que Lucía transite entre Moranti y Chirico. A riesgo le sumé una imaginaria banda sonora que también podría acompañar a la serie La expresión sicógena: el ruido leve de un sollozo, el suspiro, el eco de un berrido, tal vez el crujido de los huesos o el de una silla al correrla.
Puedo imaginar otros, todos en decibeles muy bajos: el del instrumental médico sobre una bandeja, un bostezo, el renqueo del cojo, gorjeos y balbuceos de quien intenta comunicarse y de paso entender cuanto le rodea. Sonidos de una bestezuela tierna o salvaje matizada / atizada por paradigmas, discriminaciones.
Pienso, además, en silencio que acontece en la enajenación, el sosiego o la resignación.
En la breve escalinata de Saint Patrick o en Calvary Chapel los he visto tragar kilos de comida mientras conversan no sé bien de qué. A veces ríen, otras se embalan en un discurso. Les he ofrecido de mis bolsas de donación cuando no puedo comer lo que llevan dentro. Ahí, en ese instante, aprovecho para mirarles a los ojos, escucharlos. Imagino que han arribado a su propio cese el fuego, al solaz. Quizá se trata de una tregua aparente.
De ellos, un amigo dijo “algunos han decidido no formar parte del sistema y mantenerse al margen; no quieren trabajar, no quieren pagar taxes”. El tapicero que cierta vez me contrató y embaucó, en su van dijo “son unos vagos, viven jalando drogas, tomando alcohol y pidiendo dinero”. Preferí no opinar.
Situados en “normalidades” diferentes, dos personas me explicaban una suerte de anomalía que ya no me resultaba ajena. “En todos los tonos, en broma o en serio, «normal» no deja de ser una palabra de control”, dijo Herta Müller en El tic-tac de la norma (Hambre y seda, Siruela, 2011).
En Maman Fine Arts intenté traducir cuanto podía estar aconteciendo en las cabezas de los individuos retratados por Lucía. Niños, adolescentes, adultos. Lucía no los cataloga como enfermos, sino como identidades bio-neurodivergentes: “Identidades con distintas configuraciones del cuerpo y de la mente que se alejan del estado corporal y mental delimitado por restricciones normativas”. Según la artista, “hay identidad en lo anómalo”, y lo confirmo en la obra Sacra Conversazione (2022).
Vengo de una identidad, y voy y salgo de otra. Eso creo. Casi siempre acontece en Saint Patrick Church y en Calvary Chapel. Allí, esos sujetos “delimitados por restricciones normativas” agradecen a su manera la mierda que les dejo.
En las donaciones de alimentos no es poca la comida picante, las bombas calóricas, el vendaval de azúcares añadidos, las mezclas y colores estrafalarios, las frutas golpeadas y los productos vencidos junto a otros en verdad valiosos porque son orgánicos y no han pasado la fecha de caducidad.
A los pies de la alta casa de Dios, rodeado e irradiado por los gestos de caridad para conmigo, con muchísima gratitud cojo y escojo.
Lucía rodea lo clásico, o al canon, con el canon otro. Si en algunos lienzos como Sacra Conversazione, Temple Of The Otherness (2020) y los que titula Limbo (2019-2024), recrea entre los sujetos una serie de esculturas que acaso representan la belleza y la armonía entre las distintas partes del cuerpo, o la normalidad tallada en mármol, esas figuras perfectas en contraposición a “los tullidos”, “los lerdos”, “los tuertos”, “los deformes” revelan una operación interesada en la inversión de “la normalidad”, digo yo desde mi nueva identidad intermitente, esa de la que salgo y entro.
La normalidad ahora es lo extraño en el ecosistema de las identidades bio-neurodivergentes. “Esta acción de anteponer lo patológico a lo humano es una metodología que escuda pensamientos o acciones discriminatorias tras fundamentos biologicistas”.
En las obras de Sandra y Lucía vi a la mujer delgada y cubierta con múltiples capas de ropa ajustadísima y zapatos de tacón jorobados que solo dejaba a la vista el rostro mientras recortaba largos jirones de tela para atarlos a sus extremidades. Vi al hombre enjuto acompañado por cuatro perros que cargaba en la cesta de su bicicleta. Vi al esquizofrénico que danzaba en harapos. Vi a la niña autista que pataleaba indomable. Vi a la suramericana de ojos rojísimos, cabello mojado y sucio y un pan en la cartera, que, bajo cuatro potentes capas de ropa de invierno, sin dirigirle la mirada a nadie hacía montones de millas a pie.
He pensado en la quietud de la suramericana y en su mirada. Allí se concentra la densidad de la lava estancada a punto de solidificar. He pensado en los chistes en inglés de un voluntario vestido a lo Carlos Santana que se le acercó demasiado y le regaló una botella de agua más una chambelona, a lo que ella respondió con la locuacidad de la roca.
Escuela metafísica, lugares desiertos y silenciosos, luz onírica, volúmenes sólidos bañados por la luz, se diría de Moranti, y diría yo para hablar de aquello que con probabilidad todavía no entiendo, donde nace o se alberga un relato íntimo, una confidencia nunca revelada del todo, como el iceberg.
¿Estas identidades bioneurodivergentes protegen su propia burbuja existencial? Yo los he visto sulfurarse cuando algún voluntario intenta tocarlos. Latinoamericanos, norteamericanos y euroasiáticos echando mano de algo similar a la cólera del pélida Aquiles.
“Don´t touch me, please! Don´t touch me, man!”, el signo de exclamación al final cual espada o garrote. “Why did you say ʻbe safeʼ? Why do you think I´m not safe?”. El signo de interrogación a manera de guadaña el día en que el encapotado cielo de North Miami Beach anunciaba la cercanía de Milton, un huracán en el tránsito de la categoría 5 a la 4.
De las escenas recreadas en Temples Of The Otherness, entre lo figurativo y lo abstracto, o entre lo real y lo metafísico ya sea en el espacio doméstico, el escenario de un teatro, un salón de enormes ventanales, incluso en una habitación azulejada de un internado o sanatorio veo múltiples manchas.
Advierto velos que se me antojan también ectoplasmas, rectángulos negros sobre los ojos para borrar la identidad. Y recuerdo órganos, miembros ausentes debido a malformaciones congénitas o amputaciones. Más de una vez me he preguntado si exageré al comparar la obra de Lucía y la de Sandra con lo que he visto en las filas para las donaciones de alimentos.
En ellas me he encontrado a más de un cubano. He estrechado amistad con uno. Me contó su historia, me mostró fotos, en un punto de su vida la máquina represiva le puso delante su peor rostro. Este amigo lleva más tiempo que yo en Miami. Diez años, creo.
“En el desconsuelo y la desorientación de la nueva libertad es donde realmente empiezan a verse las huellas del dictador muerto”, dice Herta Müller en el texto Hambre y seda incluido en el libro homónimo. “Se comportan como el eco después de un grito. La miseria del país no se puede eliminar de un día para otro.”
Iluminado por el fiero sol de Miami, sudando a mares en un warehouse bajo el mando del tapicero que me empleó y embaucó, o a punto de tener un par de broncas en inglés con dos sujetos alucinados y violentos, con no poco sosiego he mirado cuanto me rodea, he tomado notas, y me he filtrado en el corazón de la anomalía.
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