En el embate de mi segundo mes en Miami Beach decidí desparasitarme del todo. Debía aguantar la respiración, tragar en seco y olvidar, sobre todo, la peor parte de Cuba: la enfermedad, lo enfermizo. Quise además extirparme de mi cabeza los remanentes del agente transmisor.
En las arenas de la punta roma y sur de la isla a la que había arribado, justo en el lado derecho de la caseta del salvavidas, hice un pacto conmigo mismo: arrancarme lo que fuera necesario, dejar casi todo atrás.
El área de la nostalgia sería lo suficientemente pequeña, y a la vez espaciosa, para reunir allí cuatro gatos y dos o tres recuerdos: familia, amigos, poco más.
La caseta del salvavidas se instauraba cual objeto metafórico. En caso de riesgo, de no dar pie y hundirme, podía patalear, boquear y berrear, aunque fuera lo menos aconsejable; “el firme” era puro cieno, arenas movedizas. Alguien vendría a socorrerme, pensé, o llamarían al lifeguard o al nine one one.
Fría la duna detrás de la vegetación costera, medio salvaje el mar, un enorme crucero de un millón de habitaciones entraba al canal y al puerto.
Si todo aquel paisaje me resultaba extraño, devenía entonces contexto ideal para la desterritorialización de la lengua y la desparasitación del cuerpo. Vivir en otra lengua española irradiada por el inglés, o viceversa, da igual.
“No puede ser demasiado difícil”, me dije, y con el lenguaje de la introspección balbuceé mi statement, mi objetivo y propósitos.
“¿Por qué podía resultar difícil si ya en el 2023 a Cuba, como concepto, la habían vuelto un recipiente vaciado de sentido? Si acaso, lo que dejé atrás solo tenía orden: el orden de fierro impuesto por las instituciones represivas”.
Repito para mí: “en el 2023 ya Cuba se había acabado”.
Balde vacío de casi todo, o estrecho y largo animal metafórico y asolado por una caterva de sujetos que lo han estado aniquilando sistemáticamente. Cuba cual hospedero. Parásitos.
Quise apelar a la jerga del odio para elegir un sustantivo (des)calificador. Apelé a la jerga de los parásitos, a su odio. Odio y jerga inoculados en varias generaciones desde los tempranos 60 para tener asegurado un coro, figurantes; yo entre ellos, tú entre todos nosotros. Cine serie Z. Cuba contagiada. Zombis.
Pienso, sin duda, en la elocuente película Juan de los muertos (2011) del cineasta cubano Alejandro Brugués. No hay alegoría peor para los tiempos que corren en la Cuba vaciada en balde, por terquedad, por los cojones de una caterva de parásitos. Y puesto que la metáfora cinematográfica es atroz, cumplió entonces en la pantalla su cometido.
¿El arte se adelanta a la realidad tal como se adelantan las manecillas del reloj?
El filme narró el porvenir, aunque ese porvenir ya estaba aconteciendo a ras de calle. El Capitolio y su cúpula dorada todavía permanecen en pie. Sin embargo, a pocos metros estalló el Hotel Saratoga y los derrumbes a cada rato se suceden.
Ya no puedo recordar el orden de los sucesos. Tampoco deseo googlear. En el motor del buscador reventará la base de súper tanqueros de Matanzas y morirán, incinerados, varios bomberos muy jóvenes, cuando teclees las palabras correctas en la casilla vacía de Google.
Por sobre la pantalla de tu móvil o el ordenador verás ascender la negra y tóxica columna de humo. Vuelvo a toser. Vuelvo a cerrar las ventanas de mi casa allá en mi memoria, y también cierro las ventanas y puertas de la memoria, pues no deseo recordar.
Entre la obscenidad y la terquedad de una épica falsa operan los parásitos y allí, en el país asolado, yacen los huesos de los bomberos muertos y de quienes sucumbieron en el estallido y colapso del Saratoga.
El relato de resistencia está reservado únicamente para quienes deben permanecer enterrados o atornillados a los pies de la tribuna, bajo el sol de una Plaza que aparenta todavía simbolizar o resumir un país, que es una provincia, un municipio, que es una calle devorada por la basura, el mosquerío, y mal resguardada por un millar y tanto de árboles mal podados o talados, sitiada por enfermedades y puedes morir en el salón de operaciones o tendido sobre la cama de recuperación en medio de la falta de electricidad y medicamentos, se ha disparado la violencia, es vivir y padecer dentro de la masa arquitectónica cariada o transformada en la peor versión de un barrio, un municipio, una ciudad y un país con su arquitectura que ya no es tal, como tampoco su urbanismo, ni los sistemas de agua potable y alcantarillado, ni el alumbrado público, que solo funciona a lo largo de toda la noche en muy pocos lugares, como en la antigua Plaza Cívica, la Plaza, donde a fuerza de varias décadas se ha intentado simbolizar o resumir en una imagen a todo un país y a todo un pueblo, una explanada de asfalto alegóricamente sumergida bajo el agua tras un temporal en 2023 o 2024, algo inédito creo yo, con lo cual la Plaza de la Revolución, la del contexto de “Lo Real”, emulaba a la anegada en la obra Absolut Revolution (2002-2012) de los artistas visuales cubanos Liudmila Velazco y Nelson Ramírez de Arellano.
¿El arte se adelanta a la realidad tal como se adelantan las manecillas del reloj?
Tras el cierre del signo de interrogación, una larga bocanada de aire.
Y seguir:
Del otro lado de la tribuna se yergue la obscenidad del discurso falsamente épico, más la deslealtad del pelotón de obesos ante un gentío, donde la mayoría despierta y se acuesta pensando en qué pondrá sobre la mesa en al menos dos de las tres comidas diarias de las cinco recomendadas por especialistas en nutrición.
Del otro lado de la tribuna, en la pantalla de la TV, la prensa y las redes sociales, se constata, además, la falta de empatía de parásitos y secuaces.
Me prometí una desconexión casi súbita porque, a fin de cuentas, ya en el 2023 vivía en un animal enfermo, un balde vaciado, un país al que han herido a palos. ¿Debería mencionar el embargo o bloqueo o embargo…?
Música de feria, casita de los horrores, salón de espejos que lo deforman todo.
Un país al que sistemáticamente le arrancan las partes, y si acaso las sustituyen por las peores piezas, no da otra cosa que un erial o parque temático para una pandilla que se ha atornillado a sí misma dentro de un libro de gruesas tapas.
Solo en la cubierta y la contracubierta aparece cincelada la palabra marxismo o izquierda. Falsos profetas.
Bajo el lomo y entre las tapas insonorizadas del mamotreto corre el alcohol, toneladas de comida, música, fluidos, ríos de tinta, se alternan en salones de charlas y conferencias machihembrados con trending topics concebidos para congresos.
Sí, modelos para armar una corrección política. No hay peor astilla que la del mismo garrote. Y después se preguntan por qué las campanas han doblado por Trump.
Más de una vez quise entender la verdadera utilidad de la Torre K en un país sin soberanía energética, cuyo Sistema Energético Nacional, una década antes de ser horadado el primer agujero en los terrenos dispuestos para la “Kafka Tower”, era ya una bomba de tiempo.
“Yo no puedo olvidar nada. Dicen que ese es mi problema”, dijo Auxilio Lacouture en Los detectives salvajes del chileno Roberto Bolaño.
Pero va y me equivoco y la frase es mía, y me la repito en este preciso instante mientras rememoro la polémica de varios arquitectos cubanos, a propósito de un edificio que además desentonaría con el entorno.
Esa torre obscena se levanta no solo sobre la ciudad. Raja la piel del sentido común y sigue hacia arriba. Desde la azotea se podría advertir cómo se extiende un terreno largo y estrecho rodeado por agua salada, un pedazo de tierra que los parásitos han vuelto poco propicio para la fruta al por mayor, la carne al por mayor, la niñez y la juventud al por mayor, la economía al por mayor y al por menor, y para la ilusión extendida y prendida al paisaje de la vida como la yerba fresca.
La Torre K, a pocos metros de la estatua del Quijote en El Vedado, es el panóptico que certifica una “modernidad inmersiva” o injertada en una realidad totalmente disfuncional.
Turismo de alto estándar en una ciudad medio vaciada de día y oscura y vaciada de noche. La serpiente que se muerde la cola mientras nos va devorando.
¿Cuánta energía necesita esa torre para prosperar?
¿Cuánta comida habrá de importarse con tal de mantener el ciclo de sujetos que pasearán sus cuerpos por sobre la tristeza y la depresión de millones de personas obligados a planificar no la vida, sino el día, según los ciclos de electricidad, agua, gas y duración de los alimentos?
Y mientras levantaban la Torre, ¿qué más nos colaban por debajo de la Torre o la Constitución?
Kafka Tower, alta torre de tensión y avistamiento erigida en una ciudad posapocalíptica que bien podría ser La Habana narrada por el escritor cubano Jorge Enrique Lage en La autopista: the movie (2014).
La Habana, garbageland, un territorio llevado a la ficción extrema: lo posapocalíptico probable en un futuro lejano o el apocalipsis posible en un presente real.
¿Gobernar es horadar y precarizar la realidad, persistir en un relato de ficción y fricción que a fuerza se torna real, y doloroso y devastador como el cáncer?
Torre K, ingenio o central vertical concebido para la supuesta modernidad de un derechista socialismo de estado, digo yo, temiendo no estar equivocado mientras apelo a binarismos ideológicos o de carnaval. ¿Economía de plantación 3.0?
Me prometí desparasitarme, pero un lunes 11 de noviembre de 2024 en Normandy Isles lloré muchísimo tras escuchar los mensajes de varios amigos cubanos residentes en La Habana, la misma capital narrada por Lage y ya clonada por los parásitos en el contexto de Lo Real.
Habana post huracán Rafael, ciudad y país totalmente colapsados, mucho antes del paso del ciclón.
Padres mentalmente casi colapsados desean que los hijos se larguen del país. Hombres y mujeres más o menos viejos, resignados a quedarse solos, a reencontrarse con la familia o sus restos “de Pascua a San Juan”.
No lloré por los restos que parásitos y secuaces han dejado de eso que llaman Cuba, sino por mis amigos, su familia y la mía, por la vida de todos ellos. Yo, que me prometí desparasitarme, es decir: no llorar.
Pero no se trata de querer, sino de poder.
El interminable proceso de fagocitosis permanece activo, gracias a las prácticas concebidas en la antigua Villa de los Hermanos Maristas, y aplicadas al por mayor y al por menor sobre el tejido social y político.
Ya ni sé lo que digo, pero es así, todos lo saben: “Villa Marista en plata: arte, política, nuevas y viejas tecnologías para la ingeniería social”, digo y parafraseo al escritor cubano Antonio José Ponte.
Y para oscurecer la idea, digo más: si se caldean los ánimos, se le abren las puertas a la jauría. En resumen: vigilancia, control, castigo.
Un Geely, una guagua, una casa cualquiera, la celda de una estación de policías o la antigua Villa de los Hermanos Maristas puede devenir el no-lugar para una detención y una conversación donde monologa, graba y toma notas solo una de las partes.
El auto, el ómnibus y el inmueble se instauran cual forma de construir una narrativa de no ficción: atar cabos e inmovilizar muñecas, poner en pausa cualquier tipo de disensión. Da igual que del otro lado de la pantalla el espectador dude ante la verosimilitud de lo expuesto, lo importante es el mensaje: la letra con sangre entra.
Es tan probable que me haya equivocado tanto al redactar cada línea de este texto bajo el atroz efecto de la tristeza y el llanto, que he terminado con no poco alivio. La magnitud de la última ola migratoria da fe, o bastante fe, de cuán equivocado no estoy.
Es lo que también te muestra el algoritmo en tus redes sociales, los datos que acopias más allá de tu cámara de eco, las noticias contrastadas, las imágenes que ves ahora, donde además se suma una posible enorme ola en sentido contrario, si Trump pone en marcha su plan de deportaciones. Una ola que provocará no pocas fracturas en la ya fracturada familia cubana.
Las academias de música en Cuba
Capítulo del libro ‘Historia de la música popular cubana. De las danzas habaneras a la salsa (1829-1976)’, de Antonio Gómez Sotolongo (Hypermedia, 2024).