Paseando en Uber con Mariela Castro

Se trató de un sueño. ¿Un mal sueño en una lluviosa noche de mayo? Supongo que no.

Tanto en mi sueño, como en el viejo Ford Crown Victoria, iba Orlando Luis Pardo Lazo al volante. El escritor, el fotógrafo, el activista.

En los Estados Unidos, el rol del Crown Victoria es equivalente al que todavía tiene el Lada 2107 en Cuba. Esta comparación no está interesada en las dimensiones, la comodidad o las prestaciones, sino en los usos y en la gente que viajan en el asiento trasero de ambos autos. 

Flotas de Lada 2107 y Ford Crown Victoria han circulado, calle arriba y calle abajo, en formato patrulla y en modo taxi amarillo. 

Por alguna razón solo justificada por lo onírico (o por las segundas lecturas que de un sueño o un artículo pueden propiciar un psiquiatra y un escritor), Orlando Luis Pardo Lazo iba al mando de un carro de segunda o tercera mano, otrora taxi o patrulla.

Orlando manejaba atornillado al asiento. Lo supe cuando Mariela Castro Espín, con un par de señas, me conminó a mirar por entre los barrotes. Las barras de acero nos separaban del habitáculo reservado al chofer (y a un supuesto copiloto, si aquel viejo carro hubiera sido una patrulla).

Estábamos en Saint Louis, Missouri, a la salida del gran arco, las ventanillas del Ford bajadas y un calor cabrón.

A estas alturas no logro extraer del sueño, es decir, de los fragmentos del sueño que aún puedo recordar, por qué Mariela Castro Espín y yo viajábamos en un mismo taxi. Tampoco podía explicarme la presencia de un Orlando Luis Pardo Lazo atornillado a una variante de silla eléctrica y con las manos encadenadas al volante.

¿Manejaba así a causa del empingue de muchos lectores con su libro Espantado de todo me refugio en Trump

Si OLPL condujera alguna variante de Uber en Cuba, quizás estaría clavado a una silla de madera con el cuello apresado en el mecanismo del garrote. Llevaría la mano derecha esposada a la palanca del Lada, y la izquierda amarrada al timón con un alambre.

Justo cuando el sol colgaba de su punto más alto, me vi sentado en el meridiano del Arco de San Luis. 

En un sueño cumples un doble rol: el del narrador y el del personaje. 

Narras el sueño como si no fueras parte de él, pero estando en él. Te ves y de súbito estás en ti y ves cuanto te rodea. 

Entonces: era el mediodía y yo padecía el resistero sobre el techo del arco, no dentro del mirador refrigerado; sin embargo el escenario de lo que acontecía dentro de mi cabeza no era el exactamente St. Louis.

Allá abajo no había rastros del downtown. Donde debían estar los rascacielos ahora se destacaban, cual pústulas entre los cañaverales, las barracas de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción.

Demasiado el sofoco, calor de horno a vapor. Demasiada humedad y nada de brisa. Con la pulsión del suicida, o la de quien sabe que el único modo de bajar es lanzarse y planear como un ladrillo, yo sacaba medio cuerpo al vacío. Para calcular, para decidirme. 

Debía lanzarme si quería abandonar la soledad del pensador de fondo. Porque otra cosa no debía estar haciendo yo en la coronilla del arco, sin nasobuco, sin la COVID-19 rodeándolo todo como un cáncer

Me sentía solo como carajo. Una sensación similar padecí ciertas noches en Miami, Washington DC, Nueva York. Una soledad similar me ha corroído en La Habana, Cienfuegos, Matanzas, Santiago.

―The United Solitude of América ―dije, y no pensaba solamente en Estados Unidos. 

En un sueño, arrojarse al vacío y no llegar al piso es un lugar común. Y de mi lugar común, la estación siguiente fue despertar con el corazón pateando a mil, azorado, intentando asociaciones en el trayecto de la cama al baño. Trataba de encontrar pistas mientras descargaba la vejiga sentado en la taza (para no mear los bordes: así ordena y manda mi mujer).

No hay peor noche que aquella donde empatas un sueño en el que te lanzas al vacío. Pero no hay mejor noche que aquella donde te encuentras por segunda vez en un sueño con alguien entrañable, aunque hayas decidido desafiar a la gravedad. 

Por si fuera poco, cuando me volví a dormir, Mariela Castro Espín todavía estaba allí.

Volvimos a coincidir dentro del Uber, los dos sin nasobucos. Es decir, los tres, porque OLPL seguía atornillado al asiento y encadenado al volante. 

A bordo de aquel Ford tan viejo como un tren lechero, íbamos atravesando valles camino a Camagüey. Si detrás del arco de St. Louis no estaba el downtown sino una llanura de interminables cañaverales atestada de campamentos cercados con alambre de púas, sistema anti fuga y garitas con soldados, no podía otro ser el destino. Al menos no en mi sueño. 

“El destino travieso me coloca bien lejos de aquí”, cantaba un Silvio Rodríguez comprimido en mp3 desde el estéreo del Uber. 

Y “lejos de aquí” era estar muy lejos de la casa que Orlando comparte con su esposa y su hija, de la casa donde vivo yo con mi esposa, y de (donde quiera que esté y del tamaño que sea) la casita de Mariela y su familia.

Mariela Castro Espín se quitó los espejuelos, sonrió, se ajustó el turbante africano. Por la ventanilla entraba el aire caliente de un Camagüey anterior a la división político-administrativa de 1976. Los vuelos o vueltas de su turbante eran azotados por las ráfagas; subió la ventanilla dejando solo un resquicio entre el marco de la puerta y el cristal, que golpeó varias veces con la uña de su índice:

―¡Mira! ―exclamó― ¡Si es como si fueran a la escuela al campo! ¡Míralos…!

Me volví hacia ella. Me quedé colgando de los puntos suspensivos en espera de escuchar lo que faltaba en la oración.

Mariela viajaba detrás del asiento del copiloto. Y allí, en la zona donde apuntaba el cañón de su índice, ruidoso y sacudiéndose, avanzaba un tren larguísimo con pasajeros y guardias armados.

Estábamos en medio de La Nada con Silvio Rodríguez en mp3. Camagüey era una provincia nueva para mí.

―¿Sabías que en ese tren viajaron los chamacos que fueron a alfabetizar? ―algo así dijo Orlando al volverse hacia atrás, y no sonreía―. Ahora, en el mismo tren, algunos de esos mismo chamacos van para las UMAP.

Lo que ven tus ojos es simultáneo; lo que transcribes, sucesivo. Algo así escribió Borges. ¿“El Aleph”? 

El tren era una simultánea longaniza de metal, donde acontecían varios eventos al mismo tiempo. 

Reflejadas en las ventanillas, vi el alba y la tarde y las noches donde los chamacos, mocha en mano, cortaban bien abajo cañas y tendones. El jugo de la caña y la sangre humedecían la hoja de acero. Y sin conocerlos de nada, es decir, sin que hubiera un encuentro previo entre esos chamacos y yo, vi la cara de Héctor Santiago, la de Benjamín de la Torre, la del Alberto L. González Muñoz, la de Víctor Mozo, la de Félix Luis Viera y la de Jorge Ronet. 

Pensando que era una aura, vi volar sobre el tren una enorme paloma negra.

Fueron tantos los eventos “reflejados” al unísono en aquel Aleph atroz, que debí hacer un punto y aparte para mirar a Mariela Castro. 

¿De verdad se podían comparar 45 días o el mes en la Escuela al Campo, con tres años de Servicio Militar Obligatorio en los campos de trabajo forzado bajo mando militar?

Y yo, que nunca quise, pero tuve que ir a la Escuela al Campo en la otrora Provincia Habana en los años ochenta, hice un recuento de mis jornadas agrícolas, de solaz y de extrañadera, en Güira de Melena, San Antonio y Melena del Sur. 

El bullying brutal que vi en los albergues, letrinas, duchas y campos del Brave New World que la Revolución seguía construyendo, no tenía comparación con la vida en las barracas de las UMAP

¿Mi compañera de viaje se refería acaso a las Escuelas al Campo de finales de los años sesenta y principios de la década siguiente? ¿Acaso porque viajaron en trenes similares, y se alojaron en barracas con literas y la comida era poca y mala y el trabajo agotador, la experiencia debía ser parecida?

Miré primero el turbante africano, después la cara de Mariela, luego el tren. En el largo y opaco Aleph vi el rostro absorto de un muchachito. Orlando, el Taxista Atornillado, se volvió y dijo: 

―Ese es Arturo, La Estrella más Brillante, y no lo dudes porque… 

Dejó la frase en suspenso y yo, entre el zumbido del viento que entraba por la ventanilla a medio abrir y el sonido del tren, escuché una voz en sordina. Era la voz de Reinaldo Arenas, que leía un fragmento de “Arturo, la estrella más brillante”:

“[…] el delirio de la construcción, el hechizo, el goce de la creación, era el poder de hacerlo todo, el poder de participar en todo, el poder de poder zafarse de pronto de la mezquina tradición, de la mezquina maldición, de la miseria de siempre, el rompimiento con esa figura tenebrosa, encorvada, pobre, asustada y esclavizada que había sido él (Que son ellos, los otros, los demás, todos) y ahora, libre, Dios, crear el universo añorado, su universo […]”.

Tras la voz de Arenas escuché tres disparos.

Vi estadios de pelota iluminados por reflectores en la alta madrugada, y centenares de chamacos reunidos en el terreno y vigilados por militares con armas largas… Aquellos chamacos que a punta de fusiles serían arreados a una nueva caravana de camiones con destino a los campamentos. 

Vi un corro de muchachos afeminados con un militar al centro. Le llamaban Alférez, y les mechaba el culo con sus múltiples pingas. Ese mismo militar recibía luego un machetazo de un negro al que llamaban Elegguá, quien fue abducido de la prisión del Castillo del Príncipe y reubicado en Camagüey. 

Y también vi y escuché a un corro que se maquillaba el rostro. Muy cerca del grupo, Héctor Santiago explicaba tácticas y estrategias: 

“Un ladrillo molido proveía polvos de distintos tonos ―desde naranjas a colorados―, que al igual que las tierras y las arcillas se podían ligar con aceite creando una pasta, el talco ligado con mercurio cromo servía de colorete para los pómulos, los jugos de algunas flores silvestres servían como pintalabios, para las pestañas se mezclaban el hollín de las velas y del fondo de las cazuelas, ligándolos con sebo o manteca, y el betún de zapatos. Las sombras para los párpados se sacaban del óxido verde del cobre, raspando los espejos y las limallas de los machetes al ser afilados, aplicándolos ligados con grasa. Los rostros de geishas de ʻSayonaraʼ se lograron con loción de calamina y polvos de zinc”.

Vi uniformes entallados en la brigada camino al cañaveral, con sombreros de bordes deshilachados y flores secas cosidas al guano, quillas de telas para agrandar la pata de los pantalones de las damas de compañía en la boda celebrada en una barraca.

Vi mucho más, como el inmenso arco levantado sobre la línea del tren, en cuyo lomo y con letras toscas se podía leer: EL TRABAJO LOS ARA LIBRE. 

El arco era tan alto como el de St. Louis. 

―¿Lo viste, Ahmel Ahmel? ―dijo Orlando― Fíjate bien, mira eso… no es un aura ni una paloma.

A ras del letrero, al arco lo sobrevolaba un zepelín. En él viajaban el mayor Ernesto Casillas y el capitán Quintín Pino Machado.

―En el infierno no todo es infierno ―dijo Orlando volviéndose hacia nosotros; movía los brazos según el grado de libertad permitido por las cadenas―, recuérdalo cuando te llegue la hora de narrar lo que crees que debes narrar.

Mariela Castro, que miraba a Orlando, entrecerró los ojos. Vi en su rostro una leve sonrisa y en su mano un breve abaniqueo. ¿Un gesto de desdén? 

Antes de repantigarse en el asiento, miró por última vez la escena nupcial reflejada en las ventanillas del convoy, y sonrió.

A bordo del Ford Crown Victoria, Mariela Castro se quedó dormida. Al igual que Silvio en el estéreo, tal vez imaginaba cantos, soñaba un porvenir. 

¿Qué cantos? ¿Qué porvenir?

Orlando hizo sonar las cadenas y rogó que no me hiciera más preguntas, porque la iba a despertar ―y señalaba a Mariela―; susurró que del viaje todavía quedaba un tramo demasiado largo y prefería manejar con “esa mujercita bien dormida”.

Cruzamos miradas a través del retrovisor. Él hizo un guiño. Asentí.

Entonces apretó el acelerador.

A través de las ventanillas, el tren, el arco y el zepelín se fueron quedando atrás, muy atrás. A babor y a estribor del Crown Victoria, el paisaje seguía siendo un mar de cañaverales rizados por la brisa, con algunas palmas y árboles destacando sobre el fondo azul moteado en blanco.

―Brand new day… ―dije, para mí, y no dije más.

El Ford se acomodaba bastante bien a la carretera. Tras cada bache chirriaban las cadenas que colgaban entre los brazos y el timón de un OLPL que, mientras conducía, recitaba un largo poema.




Alamar, cenotafio de poetas suicidas - Ahmel Echevarría

Alamar, cenotafio de poetas suicidas

Ahmel Echevarría

La conjunción de la poesía y la estadística de contagios y muertes: ¿una complicidad? Imaginaba el ingreso hospitalario y la atención médica al esquizofrénico y al suicida, y me vi de cara a ese escenario de poesía y delirio en grado sumo, erigido en la ribera opuesta de mi terraza: Alamar.