Dicen que como naciste en Puriales de Caujerí vas a estar marcada de por vida.
Dicen que te va a perseguir tu geología aborigen, tu abolengo autóctono, tu materia hembra-monte.
Dicen que no vas a ganar nada por el caminito fácil, que vas a pedalear y a rodar y machucarte, vas a destornillarte contra el mundo, contra los que te amen, contra aquellos que serán usados por ti como juguetería, contra los que te juzguen por mujercita, por hembrita, por tortillerita, por negrita, por gordita, por flaquita, por putica, por rapada, por mandona, por inteligente, por tartamuda, por rebelde, por no ser ni esto ni aquello.
Esas voces dicen: te lo buscaste tú solita, tú solita lo vas a pagar, eres la niña de la casa, la mujer de sus ojos, la reina de todo esto, la princesita, la damisela, la pata dura, la calcañal.
Dicen que tu mamá es una loca, que tu papá es un grande, que tu hermana está dura, que te iría mejor si mantienes tu tonito serio, formal, tu análisis con proteína, con terminologías y citas filosóficas mordaces, alemanas, siempre alemanas o francesas.
Dicen que para hablar de ti tienes que conocerte, y tú no te conoces.
Dicen que tengas cuidado, que lo del activismo no ha llegado a Cuba y que no va a llegar porque cada lugar es consecuente con sus cimientos, y aquí el mundo se activa con un batá, pero nunca con un levantamiento de conciencia.
Dicen que aquí la palabra militante está contaminada. Dicen que tu militancia es el guayo.
Dicen que te calles, que te pongas frenos, que puedes partirte la quijada. Cuando te agarren por detrás y te la metan en seco, de seguro vas a partirte la quijada. Vas a reventarte la quijada contra un muro de cemento salpicado; vas a rallarte la cara y vas a desfigurarte para siempre.
Esas voces no saben lo que dicen, pero te lo dicen mirándote a los ojos. Basta de escucharlas, te repites, basta de aguantar, porque si naciste en Puriales de Caujerí no es para que vengan a domesticarte, ni a usarte, ni a machacarte.
Pero esas voces violentas se manifiestan en ti desde antes, desde ayer, desde que te inscribieron al nacer en un lugar recóndito de una isla recóndita.
En el preuniversitario eres jefa de escuela y usas la saya 5 centímetros por encima de la rodilla y andas quitando pases y mandando a callar en el matutino. Se arma una huelga tumultuaria, gritas, gritas muy alto, alzas los brazos y te pones dominante, dictatorial, presidenta de todo esto, presidenta de todas esas almas que son tan cabras como tú, porque así lo dice el horóscopo chino: quien nació en el año 1991, es cabra y es lo que es.
La huelga termina; gracias a tu heroísmo, te dices, gracias a tus trompas de jefa de escuela, a esa dimensión sobrenatural que te da ser la jefa de todo esto.
Le meten el tubo de una litera a un muchacho, las novias lloran, todos se alarman; tú eres fría, serena, tu pragmática es la de seguir al pie de la letra el Manual de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media (FEEM). Te sientas con el “agresor” en la Dirección y le haces preguntas psicológicas; haces bien, construyes tu interrogatorio formativo, tu madurez de líder estudiantil con futuro, tu escucha sincera ante el acto criminal de un niño medio hosco, medio solo y medio bestia.
Tienen un diálogo de niña modelo y niño agresor. No tienes idea de quién es Lacan, pero tu pregunta lacaniana, tu tono de sabiduría profunda, también deudora de la gramática del Chismógrafo, te hacen creer que eres fuerte.
Le hablas en tono condescendiente; deben arderle esas palabras rebuscadas en los oídos. Él tiene manchado el uniforme de sangre y todavía puede rajarte la cabeza a ti también. Por un segundo, no mueres en la oficina de la Dirección con toda esa filosofía agresiva de “querer comprender al otro”.
Bajas y subes las escaleras de los albergues de los varones; allá arriba le están dando golpes a uno, al flojo, como le dicen, al que es tu amigo, con el que eres uña y churre desde la primaria. Los profesores van detrás, a paso lento, escalón por escalón, con calma, la cosa no es con ellos y la guardia no es para apagar ningún fuego, ninguna bronquita por pajarería.
Tú subes de primera. Alguien escupió la baranda de la escalera; pasas la mano por el gargajo verde, vomitas al instante; eres sensible con los fluidos. Y con el buche de vómito ardiendo aún en tu boca, y los maestros que van a paso leve, escalón por escalón, salpicados de tu vómito, entras al albergue.
Rescatas al débil del preuniversitario, al que todos agreden, al único que ha mostrado ser una persona con alma en Melena del Sur, y al que lamentarás perder de tu vida.
Tienes ganas de dar golpes, te entrenas, recibes clases de boxeo. Le pones rostro al criminal, le metes una patada y sientes que lo agarras en un semáforo y lo bajas del carro con tu fuerza sobrehumana.
El criminal es el hombre que te tocó los muslos en el asiento delantero de su carro. Te tuviste que lanzar en medio de la calle Zapata, porque el peligro de esa mano torpe y dura ya era suficiente amenaza como para no partirte la rodilla y el hombro derechos.
El criminal es el tipo que te lleva en un Lada blanco a un cuarto de renta; tú estás inconsciente porque bebiste mucho en el cumpleaños de un amigo. Después te saca de ahí para una gasolinera, casualmente la de Zapata y 4, y en eso llegan dos amigos de él.
Los amigos se asoman a través de la ventanilla del carro, uno te mueve la cabeza como péndulo, te dice: “¿A ti te gusta nadar?, ¿te gusta la arena?, ahora nos vamos a ir los cuatro para la playa”.
En el Instituto Superior de Arte comprabas, con una ponina colectiva, el ron de Polifemo. Cuando despiertas estás en las ruinas de la Facultad de Circo con dos amigos, cada uno se agarra la pinga y te mira desvanecerte.
Saliste huyendo, rodaste, caíste en el río, reaccionaste por la contaminación, por la peste del Quibú, que es la peste de las entrañas de una ciudad.
La imagen de los amigos es borrosa. El vaho de la noche, más borroso aún.
Despertaste al día siguiente en el cuarto de una amiga en la beca. Allí estaban esos dos amigos, preocupados. Decían, repetían: qué mal estabas ayer, pobrecita, no sabe beber, ese Polifemo nos va a envenenar un día…
Aquella mañana no quedaba rastro de nada.
En Manrique, una mujer que trabaja en una panadería le abre el vientre al marido y lo deja desangrarse en el cuartico de su casa. Ella había sido rajada, poquito a poquito, desde que el edificio de 1913 tiene memoria. Y desde que ese hombre decidió que ella era un objeto más entre sus pertenencias, la mujer afilaba el cuchillo para responder del único modo en que podía responder.
El tipo se hace una paja al lado tuyo en el almendrón.
La paja es algo coyuntural, común; su paja matutina diseñada para ti. ¿Por qué tendrías que molestarte?
El gremio de machos que se apoyan y se dan palmaditas en los hombros, te miran y te dicen: “oh, qué niñita es, qué bonita, qué cosita, qué palabritas…”.
Tú no te atrevas a meter un frenazo y patearle el almendrón recién tapizado.
Tú no te atrevas a quitarle el hombro al intelectual machongo que quiere verte de rodillas, con la boca abierta, tragando ausencia.
Dicen que te quemaste, que te tufaste, que te fuiste huyendo del país.
Dicen que renunciaste, que fuiste cínica, que fuiste torpe, que te buscaste el dolor haciendo daño a quien más te amaba.
Dicen que te olvidarán, que te esfumarás; serás el aliento recursivo de la mujer que aguanta y que repite el modelito, la tecnología de violencia en la que manos, muslos y barbillas empiezan a padecer desde antes de nacer.
Dicen que las mujeres en México salieron a la calle, que fueron violentas; dicen que tú no eres ni mexicana ni te tiñes el pelo como La Diosa.
Dicen que las mujeres en Ecuador fueron las dueñas de la revolución.
Dicen que a ti se te van a caer los dientes por lesbiana, por negra, por loca, por honesta, por traviesa, por no querer hijos.
Dicen que nunca vas a dar el primer golpe, que Puriales de Caujerí te pujó, y de pujarte, saliste con esa picazón naturalizada para el enfrentamiento.
Dicen que en Cuba las mujeres prefieren posar desnudas y sonreír. Pero tú no eres mujer. ¿Qué sabe lo biológico si una es mujer o si es un pujo de la tierra?
Dicen que no debes hablar de gestos maniatados y vengativos; dicen que debes responder con un abrazo si aquel que te viola, te viola porque la sociedad lo ha convertido en un violador.
Dicen que debes sanar y tener esos hijos ya muertos y esperar en tu cuarto de Manrique a que llegue tu marido y te reviente los sesos contra el lavamanos.
Dicen que es la lógica, que nadie va a apagar el fuego de tu testimonio blando, porque la verdad es que a nadie le importa.
Dicen que es valioso ser una madre con vocación doméstica, que debes usar vestiditos y que, sobre todas las cosas, no puedes hablarle de tú a tú a alguien que tiene el poder.
Dicen que resolverás con una sonrisita, con un vago coqueteo caribeño.
Dicen que tienes que ser feminista, pero de dónde viene y hacia dónde va eso en un país sin anarquismos, sin feminismos, un país poblado de cochambre sin alma.
Dicen que vas a arrepentirte de decir la verdad y de usar la fuerza, que es el momento de compartir cadenas de amor y challenges a favor del medioambiente.
Dicen que tú, aún tuerta o coja o proletaria o jefa de departamento o dirigente de la Asociación Hermanos Saíz o disidente o maricona o prostituta trans desnuda sobre una patrulla policial, dicen que tú, aún no estás lista para darle una patada a todo esto.
Lester es más importante que el teatro
Decir que hago teatro es un privilegio. Decir que nunca he limpiado casas para sobrevivir es una arrogancia tremenda. Yo no sé de qué voy a vivir en los próximos diez años; probablemente debí ser informática, o rapera, dedicarme en serio a la música y dar conciertos. Estoy segura de que la tristeza no me va a dejar prosperar.