Mi copa menstrual y yo

Yo también asumía que la copa menstrual me molestaría. En Cuba, que es el país con los baños más puercos del mundo, la lógica indicaba que si se me ocurría usar una copa menstrual, no iba a poder salir de mi casa.

En la puesta en escena de mi cabeza me veía entrando al baño de una cafetería y provocando una explosión de sangre más parecida a una escena de Carrie que a la capacidad humana de menstruar. Pensaba que la copa me inmovilizaría y aprisionaría, un poquito más de lo que ya una se siente aprisionada en el país de los baños puerquísimos.

Sin embargo, mi relación con la copa es de enamoramiento absoluto.

En febrero leí el artículo “Copas menstruales en Cuba, ¿para chicas cool?”, que introduce algunas problemáticas sobre su uso en la Isla. Me pareció acertadísimo abrir esa conversación sobre los altos costos de la copa y tratar los prejuicios en torno a su uso.

Por esos días también me encantó una campaña de Luteal en la que se muestra a hombres trans y a personas no binarias menstruando: People Have Periods. Imagen bellísima que se adelanta a tanto de lo que tendrán que aprender muchxs ginecólogxs y que, necesariamente, deberá integrarse en cualquier debate sobre salud, sanidad y educación.

Para colmo, el segundo capítulo de We are who we are, la serie de HBO creada por Luca Guadagnino, me trasladó a un espacio tan sensorial como tierno: cuando Caitlin tiene su primer período.



Caitlin, en We Are Who We Are.


Escribo esta columna porque no puedo salir de casa. En el edificio de “los muchos” hay un foco de Covid y la decisión fue cerrar la calle para controlar el contagio. Dos barreras de metal nos aíslan un poco más del mundo. Cada casa tiene una tarjeta para comprar la comida racionada.

De esto no quiero hablar mucho, la verdad. He vivido unos días normales, y cuando escribo “normal” pienso en una bomba alucinógena y estridente de color caca marrón.

El encierro me cogió con la copa menstrual en la mochila; no sé qué me hubiera hecho sin ella. Por eso, en cuanto me cayó la primera gota, recordé que le debía a Samantha Olazábal un testimonio sobre el vínculo con un objeto tan personal. Fue gracias a ella, a su proyecto Uve y a lxs donantes, que me hice de mi primera copa.

Las ocasiones en las que visité una farmacia internacional con la intención de comprarme una, yo hacía cuentas mentales: los 25 euros se aprovecharían bien en un par de zapatos para mi hermana, así que la balanza se inclinaba por los zapatos. Muchas amigas ya me habían insistido: que si la copa duraba ocho años, que si 25 euros no eran nada comparado con todo lo que me ahorraría… Pero una siempre piensa en gastos contingentes, en lo íntimo como un gusto, y en la supervivencia como determinante. Nada más.

Recuerdo que la tarde de las donaciones andaba acompañada de Nara Mansur Cao. Tampoco le conté a ella sobre la primera vez que la usé: mi temor era manchar el blúmer, la cama y todos los cojines de la tierra. Con ahínco dramático, imaginaba que iba verterse de un momento a otro, y que el derramamiento de sangre serviría para una representación de teatro romano.


“Soy una muchacha de seno húmedo
y vientre húmedo, echada boca arriba
que se pone a soñar con refajos
de tela basta…. Y la cabeza rodando
de Marat
cuando menstrúo mi muerte”.
Nara Mansur Cao (Carlota Corday, en Mañana es cuando estoy despierta).


Yo solita me autodiagnostiqué menorragia. Un poco porque mi período menstrual dura tan solo tres días, y es abundante. Uno de los aprendizajes ha sido constatar que esa abundancia no es tanta como creía.

Mi primera vez con la copa, la removía cada media hora y la olía, como para saber quién era yo realmente. Si una escucha demasiado el afuera, a veces parece que está forzada a asquearse de sí misma. Pero no sentí asco. Probé muchas formas de doblarla, aplastarla, convertirla en flecha. Hice todo eso, pero nunca sentí asco.

El segundo mes cogí un poco más de confianza y me la dejaba puesta como una hora. No solo la olía y la tocaba con curiosidad: la removía dentro, jugaba. Descubrí que después de una ducha, agachada, la colocaba mejor.

Al tercer mes, me relajé del todo. La copa en mí desaparece. Desaparece.

Lo que más me extraña es el olor. La verdad es que la menstruación tiene un olor exquisito, pero eso es ahora: antes le sentía un vaho rarísimo. Esto tiene que ver con muchas violencias simbólicas asociadas al período menstrual; también con la química de los productos de la mal llamada “higiene femenina”. Mal llamada, porque menstrúa mucha más gente que lo que concibe una visión binaria y cis del mundo.

Hay que desestigmatizar la menstruación. No basta con repetir que no todas las mujeres menstrúan: hombres trans, personas no binarias, intersexuales, cuerpxs que franquean discriminaciones y exclusión, viven situaciones que redefinen nuestra comprensión del período. El énfasis está en aprender que nuestras vivencias con la menstruación no son verdades absolutas, escuchar las voces y las resignificaciones diversas; no tomar, en esa desestigmatización, la palabra por todxs.

Siempre que veo un diseño sobre la menstruación me encuentro con mujeres cis. No es una sospecha: es que la publicidad, los eslóganes, y hasta las madres, todavía repiten aquello de “hacerse señorita”.

En mi experiencia, la copa lo cambió todo. Mis fluidos eran otra cosa, siempre otra cosa jugosa y novedosa… El dedo y el sangramiento, el color, la textura, el modo en el que los coágulos se deslizan, todo eso constituye mi microlaboratorio. Yo, que no sé nada de hormonas esteroideas, lo sé casi todo del universo cada 28 días. Un universo rojo que gotea.

El 27 de noviembre de 2020 tenía “la regla” (nunca me ha gustado usar este símbolo de medida, que parece más una corrección “fecundativa”), y fue la única vez que la copa adquirió mal olor. Estuve más de ocho horas sin cambiarla, y esto no debo hacerlo porque, como dije, es algo abundante.

Me fui y la retiré, para volver nuevamente a las puertas del MINCULT. Me di cuenta de que iba tan imbricada en mí que no la recordaba. Quizás la euforia, o los nervios por lo que estaba viviendo, adormecían un poco al cuerpo, paralizando todo lo innecesario que ocurría dentro de él.

Para retirar el olor extraño de mi copa apliqué un remedio que encontré en Internet: la dejé toda la noche en agua con unas gotas de cloro, y a la mañana siguiente la puse a hervir durante tres minutos. Clínicamente testada, mi copa lucía como nueva.



“Escribir con la lengua”, Martica Minipunto.


A mí me gusta mucho tener sexo con menstruación. Fue una casualidad que descubriera el placer en ese momento: algo de densidad y calidez que estremece, al mismo tiempo que se suda y se vibra de un modo menos predecible.

La copa menstrual garantiza libertad para el sexo oral, libertad para nadar, libertad para no contaminar.

Las almohadillas sanitarias y los tampones son supercontaminantes. Tengo la imagen de recoger, en mi beca de Melena del Sur, cientos y cientos de íntimas lanzadas desde la ventana a los aleros y a la parte de atrás de los dormitorios. Aunque no es muy común, el tampón puede provocar un síndrome de shock tóxico (SST). Pienso en todas las almohadillas y tampones que no tiré a la basura desde que la copa llegó a mi vida, y me tranquilizo.

Algo no menos importante es que ahorro muchísimo dinero y me olvido de una vez de las Mariposas, que son bastante malas, y que deberían ser gratuitas…

Háganle llegar el mensaje a la Federación de Mujeres Cubanas, al CENESEX, a quien corresponda. En las farmacias tenemos acceso a las Mariposas, pero ¿qué pasa cuando no alcanzan (que casi nunca alcanzan), cuando se atrasan, cuando se deshacen, cuando el pegamento viene adherido a la tela fina? La terminación de estas almohadillas sanitarias es un culto al descuido y habla muchísimo del contexto, del irrespeto y la ignominia con la que se fabrican.

¿Menstruación digna? ¡Claro! A mí me tocó descubrirla a mis 29 años, pero porque vivo en La Habana y tengo Instagram. Vamos a ver quiénes más la descubren, a lo largo y ancho del archipiélago. La menstruación digna es un privilegio. Tener una copa lo es.

La menstruación es un tema de derechos humanos. Los grados de vulnerabilidad son desiguales a nivel mundial, y van siempre asociados a la violencia de género y a formas de violencia contra las mujeres y las niñas. Falta mucho para construir una cultura del cuidado que no se base en mitos o tabúes, sino en políticas y derechos. En este tema, creo que los feminismos ocupan un lugar central.

Es por ello que, desde la óptica de los derechos humanos, como desarrolla la académica norteamericana Inga T. Winkler, se evidencian desigualdades en una lucha por políticas que se traduzcan en marcos legislativos sobre la salud menstrual, la autonomía corporal y la libertad de religión, en las experiencias de refugiadxs, personas sin hogar, trabajadoras sexuales, etc.



La ciénaga (fotograma).


Una nunca se siente igual, la verdad. Casi puedo trazar una cronología de mi vida a partir de la menstruación. Llegan la pubertad y el amor a los recovecos de mi memoria, y pienso en La ciénaga,de Lucrecia Martel. En mi trasiego, voy de vuelta a aquellas primeras manchas de sangre, cuando tenía 9 años: la menarca. Pienso en Lucrecia, y en la mancha carmelita que no me supe explicar a mí misma, sentada en el suelo de un edificio de microbrigada en Guantánamo, rodeada de niñxs y extraños.

Alguna vez me gustaría contarle a la cineasta argentina de los inventos que hacía mi madre para que alcanzaran las íntimas. Me gustaría contarle de las gasas, de los algodones que se quedaban pegados y deshilachados; le hablaría como si fuera un relato de la ciencia ficción de la desesperanza que a veces habitaba la casa. Aquello de colocar la plancha caliente sobre una toalla para aliviar…

En mi casa manchábamos de sangre el mundo, al unísono: la gata, mi madre, mi hermana y yo. Tomé aquello como una señal del destino que compartíamos, una vida de complicidad fisiológica. Las infecundadas. Las flores del mal. Las desfloradas. Las columnas dobladas. Casi siempre nos duelen la columna y las rodillas.

¿Cuántas violencias y atropellos en nombre de la menstruación? Símbolos que van desde la toxicidad hasta la peligrosidad de la sangre menstrual, asociados a comunidades específicas, a prácticas religiosas, a la identidad de género. (Recomiendo la lectura del artículo “Significados y prácticas culturales de la menstruación en mujeres aymaras del norte de Chile. Un aporte desde el género a los estudios antropológicos de la sangre menstrual”, de María Belén Vásquez Santibáñez y Ana María Carrasco Gutiérrez).

Yo nunca padecí dolores extremos. Tengo amigas que no pueden levantarse de la cama: se quedan inmóviles, en autoaislamiento, deprimidas. Qué duro sospechar que la menstruación se asocia a la impureza, y que también va inscrita a un designio violento sobre el cuerpo. En una sociedad machista como Cuba, me han dicho mil veces que cuando “para”, la menstruación “se corregirá”. Se trata de un remedio local: según las abuelas, las amigas, los doctores, aquí cualquier trastorno menstrual se cura con un parto.

Ahora leería un poema de Jamila Medina Ríos. Escojo un fragmento:

“Con las castañas de los dientes
con el pulso muerto
extirpas            el ramillete de sangre
¿qué mayor importancia lleva un coágulo?”.
(Traffic Jam, editorial Atarraya Cartonera, Puerto Rico, 2015, p. 26)

La sangre es una obsesión; la gestación, la maternidad, eso que sacude en Sanguínea (2019), de Gabriela Ponce. La intimidad atravesada por las sensaciones. La sexualidad, el embarazo, el parto y el puerperio; unos patines, una cabeza y un amor, o un amor que es deseo acechante. Sueño con re-presentar esta obra dramatúrgica de Gabriela, decir en alta voz un fragmento que me devuelva a la primera vez:

“Ha salido y yo he sentido que todo el rojo de adentro se me salía por la vagina y dejaba una mancha en la pared, pero en realidad ha sido poca sangre y ha caído sobre la baldosa blanca, el himen y un trocito de sangre semisólida”. (Gabriela Ponce, Corro, acelero el paso hacia el flanco fantasma del arupo y aparece nuestra casa (el cielo se cae en veintiún partes), editorial La caída, Quito, p. 45).



Quizás no escribo esta columna por mi copa menstrual, como tampoco la escribo por el encierro, o por la tristeza honda. La escribo cuando me pregunto a solas:

¿Por qué esconder mi sangre? ¿De quién la escondo?

¿A quién no quiero hablarle de mi menstruación?

¿Un cuerpo empoderado, resiliente, un cuerpo que sangra?

¿Un cuerpo que celebra la menstruación?

¿Un cuerpo que detesta la menstruación? ¿Un cuerpo al que la menstruación le duele, le lacera, le enferma?

¿La copa es una excusa para celebrar cada mes en el que no espero otra cosa que las gotas de sangre, porque nada crece dentro de mí?

¿Soy capaz de leer mi futuro en “la sangre derramada”?

Hurgo. Palpo. Sangro. Los días pasan y espero algo que no sé qué es. Siguen las barandas metálicas en cada esquina. Sigo aquí.

Ahí está mi copa en su bolsita de hilo, mi pequeña copa que facilita todo. Más ahora que, al hurgar, al palpar, al sangrar, también siento que todo va incesantemente abocado hacia lo extraño.




martica minipunto

‘Yo soy’, de Miguel Alejandro Machado

Martica Minipunto

He escuchado a Miguel Alejandro Machado (Pinar del Río, 1990) hablar de su obra miles de veces. Adopta posturas muy desaliñadas, no se explica ni se empeña en demostrar “contemporaneidad”, tan solo pronuncia: ese paisaje es un estado mental, esa batalla es el fin del mundo, esa es la locura en la que ando.