Algo así…
Un amigo me recomienda que hable de sexo. Lo dice como lector y como escritor. Temáticamente, el dispositivo pornográfico le ha dado buen resultado. A mí, desde hace mucho me interesa más el sexo como proceso de seducción y ritual de apareamiento fetichista, que como literatura. Me interesa cómo se instaura el sexo en WhatsApp o en Messenger, y en la vida experimento el amor con la lengua de mi novia.
El amigo me dice: “En Hypermedia Magazine todos son machos, mira a ver…”.
Hasta que él no me lo dice, no me cercioro de que es así; no soy consciente de esa escena pueril: una mano para cada hombre, la boca, las orejas, los pies, el ombligo, la nariz, las tetas, las rodillas, los codos, las axilas, la vagina y el ano, ¿serán suficientes para complacerlos a todos?, ¿resistiré al pie del cañón?, ¿se activará el mecanismo?, ¿algo se romperá?
Estoy segura de que no existe una maquinaria más sexual que la palabra “pucheros”, así que voy a dejarme tentar por lo que un puchero activa en mí.
Me mojo los dedos con saliva para el punto de arranque, para este puchero masturbatorio, cuando me pregunto: “¿Dónde termina el acontecimiento y comienza la obscenidad o la pornografía?”. Todo esto va más allá del sexo, se supone. Me toco, siempre me ha gustado tocarme e ir un poco más allá.
Uno de los grandes debates del arte y la moralidad ha comenzado, sin lugar a dudas, con aquella pregunta por el acontecimiento. La respuesta para mí fue la boca de Chloë Sevigny en el pene de Vincent Gallo, en The Brown Bunny (2003).
Ese límite intimista y onírico, una boca, su boca, la boca de la mujer que no está, que ha desaparecido, se recrea en una habitación de hotel. Si antes había estado obsesionada con la lectura provocadora de Calvert Casey a D.H. Lawrence (véase Calvert Casey: “Notas sobre pornografía”, en Memorias de una isla, Ediciones R, La Habana, 1964), ahora estaba dominada por la irrupción de la felación en la actuación. Esta aparición de la belleza me conmueve, porque va más allá de la radicalización entre conservadurismo y mercado que implicó el estreno de Deep Throat en 1972.
Según Susan Sontag (Contra la interpretación y otros ensayos, Seix Barral, 1984): “en esta noción de la aniquilación del contenido tenemos quizás el único criterio serio para distinguir qué literatura, qué cine o qué pintura eróticos serán arte y qué (a falta de una palabra mejor) deberá recibir la denominación de pornografía. La pornografía tiene ‘un contenido’ y tiene por finalidad hacernos conectar (con disgusto, con deseo) con ese contenido. Es un sucedáneo de la vida. En cambio, el arte no excita; o, si lo hace, la excitación se apacigua dentro de los términos de la experiencia estética. Todo gran arte induce a la contemplación, a una contemplación dinámica.
“Todo esto va más allá de un buen palo”, me dijo un día una mujer que, borracha en un bar, le apretaba el pene con las uñas a un extranjero bobo. Era una especie de bruja y yo quería tomar nota de todo lo que decía, aprender de su gran arte: el gran arte de cautivar con las uñas postizas.
“Singar es un trámite”, me dijo, “un arañazo, un rasponazo”. Aquella mujer era arte verdadero. Hace mucho tiempo detesto cualquier decisión de clausurar el arte a algo “definitivo”.
Es sencillo: domesticarme, irme a un cuarto con espejos, resbalar del asiento del almendrón y clavarme los cambios de velocidades, irme contigo a un cachumbambé y quedarme abajo, restregarme con el hierro aunque me duela la oxidación de la superficie, imperceptible el movimiento que hacen mis caderas.
Te erotizas rápido: tú encima, levitando, toda la fuerza la hago yo, ahí, en la puntica del cachumbambé, abriéndome la saya en un parque vacío, quemándome hasta que el chorro moja el hierro del aparato y dejo que tú bajes.
Resulta que se ha prolongado una visión del erotismo, de la fragilidad femenina y homoerótica, de la facilidad con la que una vagina o un joven recluta puede ser penetrado, del poder que representa la penetración; se ha construido una mecánica inconsciente del placer pornográfico en el que no se denuncia lo que se mata, el estar dentro de un cuerpo parece un acto imperecedero y es un como eslogan sensiblero de dominación.
La dominante de un agujero necrosexual común (boca, ano, vagina, etc.) en hombres, mujeres, trans, animales, allí donde hay lugar para todo: dilatadores, anestesiantes, drogas, la repetición de la manada en un aletargado consentimiento del sexo como capital.
El capitalismo es como la pornografía; casi todo es como el capitalismo. El negocio redondo de la especulación y el reality como punto álgido de la ficción humana.
La Habana es como la pornografía: una maqueta en la que pones las manos para untar pegamento y jugar a las casitas. Porque un agujero necrosexual es lo que experimentamos a diario en nuestras formas de afecto: algo debe ser rellenado como sea.
Aunque esta relación establece otras tensiones, en tanto, lo contrasexual es un modo de discutir cómo se expande el aburrimiento si no subvertimos el deber-ser de órganos y esquemas:
“En el marco del sistema capitalista heterocentrado, el cuerpo funciona como una prótesis total al servicio de la reproducción sexual y de la producción de placer genital. El cuerpo está organizado en torno a un solo eje semántico-sexual que debe ser excitado mecánicamente una y otra vez. La actividad sexual así entendida, ya sea heterosexual u homosexual, es aburrida y mortífera. La meta de esta práctica contrasexual consiste en aprender a subvertir los órganos sexuales y sus reacciones biopolíticas” (Paul B Preciado: Manifiesto contrasexual, Anagrama, 2011).
Un cuerpo sin lugar para ser penetrado: ese es el cuerpo que imagino mientras me toco.
… como una…
Cuando tienes amigos que usan Grindr y amigos que navegan en la DeepWeb abreviando el instante de la masturbación y el frustrante diálogo amoroso, aceptas que el consumismo sexual de tu época ya no responde únicamente a qué hembra o a qué macho o a qué especie se escoge para qué fantasía, sino en qué agujeros negros dejamos caer el deseo.
El deseo es, cada vez más, una pulsión mercantil. Allí ves animales, lluvias doradas, violaciones, danzas inescrupulosas sobre mierda, cerdos encima de una mujer, perras ovulando, caballos rajando úteros, un calvo metiéndole la cabeza a una rubia, niñas… Una gama extensa de posibilidades para el deseo nunca satisfecho.
Tus amigos quieren ilustrarte en las clasificaciones, porque tú no sabes leer lo pornográfico sin pensar en tu dolor o en el arte o en la liberación femenina que representan las femmes fatales pornógrafas: criterio de niña fetichista en recursiva insatisfacción.
Serías incapaz de olvidar la lectura de Virginie Despentes sobre la pornografía como un espacio de conmoción. Obvio que las élites no se tragarán el furor de democratización del porno como idea, como no se tragan las experiencias vivas en su libro Teoría King Kong: la deconstrucción de la violación y la voz altísima.
La pornografía es para todos; cuando hablamos de pornografía sin victimizar, también aprendemos de la resonancia aludida al sexo tal cual hemos creído que debe ser. El sexo debe ser un agujero potencial, debe ser el meteorito del deseo que raja la tierra en dos.
El mercado del sexo no es tan lucrativo como el mercado de la pornografía. Sin embargo, es una extensión de quienes decidieron vivir del cuerpo, aunque el cuerpo se convierta en un automatismo de cartón. Y aunque el automatismo no suceda para todos, en ese momento desautomatizador surge el verdadero placer, que no es lo mismo que el verdadero arte (aunque pudiera ser igual).
Respeto el sexo transaccional, respeto el oficio. Me hubiera encantado que, después de la ejemplarizante Garganta profunda, el marido de Linda Lovelace no hubiera cobrado el trabajo por ella. Podría sentir empatía, de seguro, por los derechos del sindicato de actrices o actores porno honrados.
Me interesa la película documental que protagoniza la artista Liz Rosenfeld: When We Are Together We Can Be Everywhere (Marit Östberg, 2015). Ella y su obesidad, el cuerpo desplomándose sobre otro cuerpo en el baño de un bar sucio, unas manos marcándole la espalda, y el proyecto de un porno futurista como forma de presentación. Es ahí donde me suceden cosas. Voy adentrándome en un calentamiento mental que proviene del tacto indecible, radical.
Que la pornografía nunca termina con un embarazo puede ser la gran osadía política de la pornografía. Que la pornografía no implique necesariamente amor o matrimonio va más allá de las lecturas románticas del primerísimo plano en el que el pene sale de la vagina y penetra el ano: “he ahí un acto amoroso”, diría una amiga; se trata de pura consumación reproductiva, pura negación antisistema.
En el porno aparece todo el cliché que nos ha alimentado por décadas el inconsciente cotidiano: la cama, el sofá, el escritorio, el baño, la colegiala, el viejo, el maestro, la meseta de la cocina, el negro, la latina, los enanos…
La buena noticia, consumidores: no están enamorados, no van a casarse, no tendrán hijos, no son revolucionarios ni gusanos, no tienen una filiación política, son tan solo cuerpos retumbando. Pero, ¿quién es únicamente un cuerpo? Reciben honorarios por este trabajo; en los mejores casos, reciben un cheque u obtienen un premio por su desempeño. En las productoras más serias tienen hasta derecho a un seguro médico.
Todo ello no deja de ser la prueba rotunda de que:
“Los cambios de lenguaje, de la representación y de la pornografía han transformado nuestros modos de desear y amar. Aunque el feminismo y los movimientos de minorías sexuales han cuestionado el imaginario sexual moderno dominante, su representación de un cuerpo blanco, sano, válido, delgado, activo, autónomo y reproductivo ha contribuido también a eclipsar otras formas de opresión sexual” (Paul B Preciado: Un apartamento en Urano, Anagrama, 2019).
En un gimnasio pulcro, un hombre masajea a una mujer; es el mismo lugar en el que una mujer masajea a otra: aceites que resbalan encima de esa mujer, que parece la misma pero no lo es.
Cuando miras el porno en HD cambia tu percepción: extrañas los pendejos, el aliento de las tetas caídas, el ambiente quieto en el que todavía no es tarde para sentir algo “real”. Porque, de algún modo, lo real pornográfico vive del acto voyeur; por ello proliferan las habitaciones en vivo y el cash de lo verosímil en Internet, esa es la nueva tendencia: ir a la habitación de una rusa de 21 años que juega con dildos y que usa lencería barata.
… sex tape…
La primera vez que yo vi un porno fue en la secundaria. Metieron el casete VHS en lugar de la teleclase, y la magia se hizo.
Juro que me puse nerviosa. La risita crecía por contagio. En la clase se destapó lo excitante oculto en lo prohibido; éramos unos niños aprendiendo tempranamente cómo debe sonar y cómo debe ser el placer: la taxonomía opresiva del deseo sexual como producto diseñado para falocéntricas acciones entre hombres y mujeres, punto.
Todos nuestros sentidos tomaron nota; glotis y rodillas fijaron posturas, los ojos marcaron miradas. El recuerdo de esa película permanece intacto en mi memoria. Sin una depuración sensible, aquella tarde aprendimos que el sexo era un relato coreografiado: aprende a gemir, a tragar, a fruncir el ceño, a entornar la vista; abre más la boca, túmbate hacia atrás…
Y es así de simple: si te calientas con la imagen pueril y libidinosa del videoclip sexista que transmiten en la televisión, si te funciona el pensamiento cuadrado del “deseo como reproducción infinita”, entonces deberías ver más el Discovery Channel, acercarte al coito como acto exponencial de lo que se ha llamado “fecundar”, y aceptar que no hay nada que caliente más que dos perros pegados en la calle.
Hace mucho tiempo que lo biológico no afecta únicamente nuestra identidad de género, así como la revoltura de la pornografía en tanto sistema de pensamiento no transforma al mundo. Vivimos en la evidencia de un universo opresivo; todos los códigos permanecen inalterables en el porno de la escuela, en el porno artístico y en el porno socialista.
La televisión cubana, en su extenso empoderamiento con la masificación de la cultura y el control, es un aparato pornógrafo aniquilante. También es una máquina cínica: no puedes ver las escenas sexuales reeditadas y censuradas en la película del sábado, sin embargo es crucial el momento en el que la novia de Jacob Forever lo perdona porque toca a su puerta con un peluche en la mano.
En este condicionamiento juzgante, ¿quién ha decidido dónde comienza la obscenidad o dónde termina la pornografía? ¿Quién ha concebido este mundo con sus malos encuadres y su opresión para domesticarme?
¿Quién va a parar toda esta felación noticiosa, el ejercicio de ocultamiento del Noticiero Nacional, de los maniquíes —más pésimos actores que los actores porno— que actúan una telenovela obscenamente mediocre?
¿Quién va a parar esta educación grosera en la que prevalece el mal gusto, el churre, una relación hipócrita y cínica con el reguetón?
¿Quién va a decirle a los que copian series y películas que el hentai no es un muñequito para adolescentes?
¿Quién concibe el verdadero arte como la boca de Chloë Sevigny: su boca de blanquita rubia chupándosela a un tipo que también es blanquito, cierto; pero su boca, su boca que es puro acontecimiento?
Yo quiero conocer a quienes conciban un arte así.
El porno que se me quedó resonando, como enseñanza, desde séptimo grado, nunca se adormeció del todo. No hay nada más absurdo que acostarte con alguien que palidece en el peor momento, secuencia por secuencia, como si se tratara de un rodaje XXX. Para mí es sumamente melancólico asistir a ese tipo de espectáculo en el que una persona ha sido tan borrada por el inconsciente pornográfico que es incapaz de sentir.
No miento cuando digo que la pornografía sirvió para mi educación sentimental. No recuerdo el nombre de la actriz porno, murió muy joven; ella sacudía las nalgas con un vaivén duro y yo imitaba como podía, con mi novio adolescente, aquel contoneo rítmico. A partir de esa imitación vacía, mi novio se enamoró más de mí y yo me enorgullecí de mi herencia paterna.
Cuando estudiaba Historia del Teatro, un profesor dijo una vez: “El problema de Fausto es que no singa”. Lo repetía como pieza clave para el análisis teatrológico que debíamos hacer. Pero ese no es el problema, le respondo. El problema es la soledad de Fausto.
El momento más absurdo de mi vida es aquel en el que me quedé dormida teniendo sexo y mi pareja de entonces me despertó molesto: “Has traicionado a mi pinga, al gran proyecto social de mi penetración”.
A veces el sexo pornográfico es anestesia: te hace gemir falsamente, tragar falsamente, sigues el paso a paso, dices cochinadas, gritas, ocasionalmente usas frases en inglés, no puedes evitar separarte de ti y analizar el constructo de tu eyaculación. Eso es lo que he aprendido, amigos, y eso es lo que no soporto.
Creo que un nicho importante en Cuba para un negocio podría ser la fundación de “la primera línea caliente”. Me han dicho que tengo una voz muy sensual, sigo perfectamente el hilo de seducción femenino, podría ayudar a quienes lo necesiten. No estaría nada mal montarme algo así, tan psicoanalítico como una buena paja telepática, y usando a ETECSA como plataforma. Creo que clasificaría como “economía del bien común”.
Una llamada a la línea caliente Pucheros a cambio de una recarga.
Podría ser un método de supervivencia, un tú a tú con el verdadero arte de “la luchita”, un homenaje a aquella mujer que en el bar repetía: “singar es un trámite”.
La ideología del consumo y del polo turístico, pero no la ideología y el respeto al puto y la puta, al jinetero, al chulo, al bugarrón. La cacería de brujas al artista y al sobaco del artista, pero no la destitución de las vacas sagradas pornógrafas que chupan directamente de la institución.
La simulación procede, y se permite la documentación del churre, de la miseria, del hambre vieja; hacen dinero con un documentalón sobre Cuba. La pornomiseria siempre a la vanguardia, repiten incansablemente.
Si hay algo que no me excita en el mundo es la pornomiseria. Por ello, me siento provocada a pensar, a reflexionar, a remover la mierda y el basurero en el que la vida toma un curso sin luces frías. Cuando el pensamiento pornográfico lo ha contagiado todo hay que reinventar el paradigma; habrá que reinventarse la boca, la voz, las axilas y el verdadero ejercicio crítico.
Liz Rosenfeld se sienta contigo en el banco de un parque para escribirte una carta de amor con su sudor. Eso produce una revolución bajo vientre.
James Franco se vuelve un muñeco sexual que no puedo pagar, y busco el muñeco en YouTube mientras la webcam me filma desnuda. Finjo estar enamorada de ese tipo, abro la boca, borracha es más fácil; soy simple, soy terriblemente simple.
La escena del cachumbambé funciona mejor si hay una multitud afuera mirándonos. Si el cachumbambé se parte y me pego un golpe en la nariz y me sale un chorro caliente de sangre, tú no te asustas, tú me dejas ahí.
La escena del aula cubana llena de niños sonriendo como marionetas, con el sonido portentoso de una película porno noventera, la repetimos una y otra vez para calmar la solitaria pulsión de usar la 3G y visitar páginas con pornografía gratuita. Les aseguro: perderán sus datos móviles en apenas unos segundos cuando inicien el video con la rusa, y si no pueden pagar, la rusa les va a tumbar el video. Los va a dejar más solos que a Fausto.
… profunda
Hace algún tiempo, con Miguel Abreu, de Ludi Teatro, empezamos la escritura de un texto sobre “los sexos de una isla”. A partir de una idea suya, los actores del grupo redactaron sus biografías sexuales. Mi misión era versionar sus autorretratos y crear una obra teatral. Mediante una reescritura libérrima, yo pensé que tendría sentido generar una “pornografía del alma”.
La sinopsis versaba sobre la fundación de un proyecto independiente: La primera industria porno de Cuba.
La obra, como enunciado, ha sido rechazada en todas partes: fondos, instituciones, etc. Todos dicen que no. Censuran, obviamente, porque la pornografía está prohibida y la ficción de una obra de teatro no puede ir contra las leyes verdaderas de un país.
La obra, que probablemente nunca sucederá, comenzaba con la voz de una virgen llamada Rita Mofongones.
RITA MOFONGONES:
“La cubana es la perla. Ojos, manos, lenguas, tripas, bandoneón. Cintura. Cavidad torácica. Punción. Extensión perfecta de órganos reproductivos. Nacimos con una condición áfrica-torácica, mágico-religiosa. Nacimos descreídos y desmerecidos. Nacimos famélicos y retorciéndonos. La cubana. El cubano. Les cubanes. Soberanos maestros latinoamericanos, tropicales y caribeños del afrodisíaco edén. Visite Cuba. Sabia. Mambo. Reguetón. Calderos llenos de conchas sonrosadas. Cuba viste cándida. Sobresalen sus muslos rimbombantes. Aprieta los glúteos, María Cristina, gobierna los lares proféticos. Son candela, mami, rico, tumba, faro, reverbera. Isla, corriente, naufragio, puerto y fortuna. Nalgas. Órganos. Un mercado de cuerpos exuberantes. Un mercado de miedos epidérmicos. Una rumba y un danzón. Mirar a la cubana. Tocar a la cubana. Babear a la cubana. Welcome. Timbera soberana. Refulgente mango parricida. Perla ovalada. Puntos rojos. El dulzor de los poros sedosos. Arriba, arriba, arriba. Te toco y no te dejas tocar. Bienvenidos. La zafra de los cuerpos. Mataderos limpios y puros. Fiesta innombrable. Orejas, ombligos, farsas, grietas, jóvenes, seniles. Nacimientos prolíferos de plantas, frutas, guanábana y leche descremada. No somos franceses. No tenemos aburrimientos nocturnos ni graves depresiones. Visite Cuba. Un lugar para amar. Un alma históricamente hirviente. Desnuda sobre los caballos. La mujer cubana. Colérica y salvaje. Salvajismos autóctonos. Moler la caña con la misma fuerza con la que se tiempla el acero. Qué hace el cubano que tiempla y no ama, qué tienen sus dedos que tocan indígenamente sin tener una herencia de esos primeros pobladores que probablemente saltaron y gimieron como cocuyos locos y merengueros. Abrázame pueblo. Welcome. Viene el presidente. Viene el teatro. Viene la vida. Sonido preciosista, el de los muelles, el del portal, el del malecón, el del barracón donde nació la cubana. La primera mujer que amó y tocó y bebió y sació hasta la muerte el mórbido salitre que crece en el alma de una mujer que ya no toca, escupe o sangra. Macorina, pin, pon, fuera, no te niegues a ofrecerle al mundo tu sapiencia milenaria. Muéstrate barrigona, histérica, musical, exótica, invernal y proletaria. El sexo, tu más pura vertiente socialista. No reveles nunca tu secreto. Bienvenidos. Facultativos todos, provienen de las llagas de un caimán cojo, las brigadas de tierra colorá en la que la madre bajo vientre de todos los cubanos hizo un juramento eterno. Todo cubano debe saber tirar y tirar bien. Pavorosos objetos, memoriales itálicos y eslovenos que llegan para escuchar, comprar y comercializar con estas joyas primitivas. Con este paso de rumba gallega, hinchados los clítoris y los forúnculos verdosos, de tanto limar y limar la perla. Porque de eso no se habla. Porque eso no se dice, en presencia de tan lujosos invitados, no se debe contar la historia de un alma gozosa, histérica y bubónica, el alma perlada. Nacimos para servir. Qué está pasándonos. Estamos enfermos. Estamos tristes. Estamos solos. Qué cambios para qué costillas partidas en mil pedazos. Los dientes de una perla, cubana. Welcome. Bienvenidos. No sabría decir cuál es el principio o el fin. Columnas, mogotes, gargantillas, riel, molida, al fin, el azúcar, el azúcar moliéndose en ti. Ha llegado un barco. Zarpan los barcos. Se llevan muestras de esta especie descarada, malsana, fogosa, negros, son negros y africanos. Ustedes, son demasiado jóvenes, demasiado viciados, demasiado abandonados. Yo he visto la ameba y el dulzor color marfil, la laguna de hiel exquisita, la lavandería de huesos y vientres y dedos que se llevaron a la boca todos los hombres y todas las mujeres que me amaron. Patria partía. La isla partía por la mitad. La isla partía y vuelta loca. En el platanal de Bartolo”.
Toda la mierda del cielo cae en La Habana
Conozco a alguien a quien le cayó del cielo El Capital de Marx. A mí me cayeron las revistas Mujeres de la década del ochenta que la nieta de una coleccionista estaba tirando de una azotea. No te va a caer un libro de César Aira pero te va a caer papelería sentimental, como cuando me tiraron las fotos de una quinceañera gorda, una quinceañera que pude ser yo.