Trágica que soy

Ahora que ya sé pedalear, puedo escribir de Si esto es una tragedia yo soy una bicicleta, de Legna Rodríguez Iglesias. 

En 2016, cuando Legna gana el Premio Casa de las Américas con su primera obra de teatro conocida, yo creí que había sucedido algo improbable. 

Improbable no quiere decir imposible. Teatro quiere decir poesía. Me parece lamentable que existan dudas sobre estas dos verdades irrefutables. 

La respuesta es un gesto que sé hacer. 
Una conmoción bajo la lengua.[1]

Si esto es una tragedia… es una de esas escrituras para el teatro que se concentran en la palabra como performance poético. Los personajes y situaciones ofrecen una suerte de estados-diálogos, fatigosos y desgarrados, que vocean el porqué de una tragedia en el cuerpo. 

Hablo de una máquina poética que se ocupa del amor clínico, a veces “enfermo experimentado”, descrito como “enfermedades, más o menos graves y gravísimas”, “enfermedades incurables”, “diletantismo en materia de enfermedad”.

Es el mismo artificio del amor romántico entre dos mujeres ciclistas, algo que sucede como “una conmoción bajo la lengua”. Presentándose en la enfermedad y el azar que versa: “Bicicleta va a llorar. / Bicicleta va a rodar. / Bicicleta va a chocar.”[2]

Por supuesto: están los pedales y el rumor (me interesa mucho el rumor), las novias, el perro, los deseos de una escritora por montar una obra de teatro cuando acota y describe una “acción escénica”. Está lo político en los fluidos, la lepra, la sífilis, los hijos, los abortos y las bocas. Está el misticismo de Legna en su teatro. La tragicidad acercándose a la nariz.

¿Doctor, qué hace así, desnudito? Falta poco, dijo el Doctor. ¿Cómo poco? Pues sí, falta tan poco que me quiero ir con ustedes.[3]


Yo nunca tuve bicicleta cuando niña; mis padres sí. En una foto en el Zoológico de 26 aparecen mis padres bien flaquitos sentados en la hierba. Por ese entonces yo también era flaca; al parecer era tan flaca que tenía las piernas viradas, gambadas y flojas. Dicho con precisión, piernas: “Cada vez más flacas, cadavéricas”.[4]

Recuerdo preguntarle a mis padres por qué estaban tan raquíticos, y también recuerdo la cara de mi madre respondiéndome socarrona: “¿Por qué va a ser?, por la bicicleta”.

Entendamos que la bicicleta era un heterónimo del hambre.

Hace ya algún tiempo leí un texto de Abraham Jiménez Enoa sobre la bicicleta: además de repasar esa memoria histórica de los años noventa “bicicleteados”, hacía referencia a una cicatriz en su pie. Me toqué la cicatriz en mi pie derecho, que debe ser idéntica a la suya y a la de muchas infancias accidentadas tres décadas atrás. Pensé fotografiar las heridas de los que llevamos esa misma marca noventera, porque un accidente es lo más común del mundo y nuestros pies, que quedaban colgando de la parrilla como péndulos, a veces caían donde no tenían que caer, y sangraban; se ahuecaban y sangraban. 

Pienso en una larga fila de irrecordables enredos en biela (como lo dice Jacobo Londres), un chorro de sangre y una parrilla artesanal de madera. Los personajes de Si esto es una tragedia… tienen esa misma cicatriz: la Ciclista y la Novia de la Ciclista, una en el pie derecho, la otra en el izquierdo. Ambas, como mis padres, andan en BMX.

A veces doblo la pierna derecha y dejo caer el peso de mi cuerpo sobre ella, así la circulación hace lo suyo: músculos y tendones y huesos y várices se acalambran. Con esa sensación me acaricio la cicatriz; justo cuando ya no puedo moverla, yo voy y la toco. 

¿Qué es lo que toco? ¿La memoria? ¿La llaga? ¿El rumor de la herida? ¿La tragedia?

La cicatriz se convierte en un heterónimo de las heridas que no recuerdo con precisión.

La cicatriz me excita, pero es el tipo de excitación imprecisa que una siente cuando se hace una selfie para alguien que le gusta mucho. La misma selfie que usarás para deleitarte. 

Si esto es una tragedia… es una obra sobre el deleite y la maldición del amor, que no puede diagnosticarse o plebiscitarse. La cicatriz y la enfermedad están siempre emparentadas con el amor, con el derecho de amar y destruir todos los estándares y rigores que el mundo ha dictado sobre cómo debe el amor “producirse”, cuál es su “duración”. 

En esta obra de teatro, cuya eficacia mayor es el lenguaje poético, ciertas formas dramáticas deben ser siempre interpretadas como “otra cosa”. La Ciclista y la Novia de la Ciclista son capaces de ser otra cosa: Torre, Árbol, Antropólogo. El Doctor puede ser (secretamente) Thomas Bernhard. 

Deleitarse en la otredad, las formas simbólicas del duelo o el cuidado del enfermo, la poca velocidad de un encuentro cíclico entre dos ciclistas que se aman trágicamente…

Otra cosa sería hablar de la fotografía de Bernhard montando bicicleta, suponer que semejante trivialidad es necesaria para traducir esta experimentación de lenguaje. En El sobrino de Wittgenstein, el autor austríaco decía:

“Paul solo tenía su locura y existía a partir de esa locura, yo tenía, además de mi locura, la tuberculosis y exploté las dos, la locura tanto como la tuberculosis: hice de ellas un día, en un abrir y cerrar de ojos, mi fuente existencial para toda la vida”. 

Si esto es una tragedia… hace una declaración de amor a partir de las imposibilidades y los recónditos lugares en los que probablemente el cáncer (nos) ataque; y lo consigue porque presume de un lenguaje autárquico, donde lo vital son los órganos y el enamoramiento entre ambas ciclistas, la voz de Nina Simone y la maldición.

Porque vendrá una ballena.
Se enamorará de ti.
Y tú de ella.
Y se besarán.[5]


Una de las cosas que me dejó la bicicleta fue la muerte de un pez. 

En la casa de mi infancia había una pecera. El pez que más me importaba era un goldfish naranja de belleza clásica. Era un pez hambriento. A veces no le alcanzaba con las calandracas y se comía las piedras. Se embutía las piedrecitas mohosas en su boca grande y las defecaba como si nada: salían expulsadas de su cuerpo perfectamente idénticas a como eran antes.

Estoy segura de que comía y cagaba varias veces la misma piedra. Estoy segura de que se daba cuenta de lo inútil que era eso.

Un día mi papá le dio un golpe a la pecera con la bicicleta. Se hizo añicos al instante. El pez se quedó en el suelo quieto: agonizaba con una calma tenebrosa, sin saltar, sin hacer los típicos movimiento del pez fuera del agua. Mi papá fue corriendo a buscar una palangana para salvar los peces que pudieran ser salvados de la tragedia. A mí el único que me importaba salvar era ese goldfish

Me acerqué a él, evadiendo los cristales o encajándome algunos, asustada, sin hacer nada, porque me daba miedo tocarlo. Lo miré fijo. Fue así que lo escuché decirme bajito: “Tú me gustas más que el futuro”.[6]

Ese goldfish sabía de la pandemia, sabía del hambre, sabía de la anagnórisis y la catarsis; quería alertarme con acciones tan precisas como teatrales: una piedra puede lo mismo que una bicicleta, el teatro puede lo mismo que un gobierno, una obra de teatro puede ser tan íntima como el sexo. 

Otra cosa sería pretender que todos los incidentes, imaginarios y factuales, autorreferenciales y autotextuales, no pueden ser entendidos como una práctica consciente de admiración ante una escritora

Otra cosa sería decir que Si esto es una tragedia… no supone el ingreso hospitalario, la consulta médica y la caída, con una paz semejante a la del pez. 

En realidad, no es eso lo trágico. Lo trágico es el tratamiento que tiene el amor en la obra.

El goldfish de esta historia personal puede ser el testigo obligatorio que Legna Rodríguez concibe en la mirada de un perro.[7]

Trágico es contar estos sucesos intrascendentes, tan intrascendentes como mi mamá escuchando la cara A del casette de Roberto Carlos. Pero son tragedias personales emparentadas con las bicicletas y con la obra de Legna. 


De un día para otro, ya no había bicicletas en mi casa. No sé si las robaron, si las vendieron, si se rompieron…

Paradójicamente, fue lo mismo que me sucedió a mí: de un día para otro me dio hambre, y nunca más se me quitó. De un día para otro me enamoré de una mujer, y nunca más se me quitó. 

Dejé de ser una escuálida de piernas gambadas para convertirme en una gordita. Dejé de tener un cerebro heterosexual. 

Otra cosa: a mí nadie me enseñó a montar bicicleta porque yo tenía unos patines lineales que me había ganado en un concurso de dibujo en el programa Dando vueltas. Sí, esa era yo, la niña del segundo lugar. La del primer lugar se ganó la bicicleta; de seguro aprendió a pedalearla, o la vendió, o dejó que se oxidara, o se convirtió en ciclista, o se enamoró de Legna en La Habana.

Mi dibujo premiado era sobre El flautista de Hamelin. Recuerdo que dibujé a cientos de ratas cayéndole atrás al músico. Fui clarividente cuando esbocé el muslo de pollo que las ratas arrastraban o dejaban atrás para seguir el sonido. Todo muy dramático y clásico y naif.

Si hay algo que provoca en la obra de Legna es la intención “desdramatizada” (para decirlo como Nara Mansur Cao) de parodiar o abordar la tragedia, el pathos clásico en el amor y la enfermedad, que se imagina con Simone al piano, o como esa Enfermera que como un mensajero de tragedia griega, aclara: “Permiso. / Vengo para darte una pastilla. / Tienes que tomártela. / Y tú también”.[8]

Quizás pienso en todo esto porque Thomas Bernhard consideraba que la mejor ópera era La flauta mágica. Quizás porque alguna vez escribí unas notas de dirección sobre Si esto es una tragedia…, con la intención de estrenarla en el Complejo Cultural Bertolt Brecht. Quizás porque nunca aprendí a montar bicicleta; o por la cicatriz en mi pie derecho, que parece un planeta; o por las últimas palabras del pez que comía piedras, y por el cáncer, por la homofobia de la ciudad y del país. 

Quizás sea todo esto lo que no me deja otra alternativa que creer en la belleza de Si esto es una tragedia yo soy una bicicleta.

Mi comprensión es una cauterización.
Vámonos de aquí.[9]


Mientras aprendía a montar bicicleta, notaba que la ciudad y sus marcas guardaban una relación con el objeto en movimiento. El equilibrio entre el cuerpo y el manubrio como el equilibrio entre el asfalto y las ruedas, como la vulva y la molestia. Fue justo entonces que pensé en cómo el equilibrio es un elemento fundamental en Si esto es una tragedia…

Quizás porque no importaba cuánto me esforzara en avanzar con los pedales: mostraba cierta incapacidad para aprender. Esa incapacidad o suerte de (des)equilibrio es lo que me interesa en la dramaturgia escrita por mujeres cubanas como Nara Mansur Cao, Alessandra Santiesteban, Agnieska Hernández, Taimi Diéguez Mallo y Laura Liz Gil Echenique. Me refiero a un aprendizaje permanente, a una autoexploración del movimiento, la marcha y el habla.

Las claves para buscar esa armazón “(des)equilibrada” en Si esto es una tragedia… me las dio Francisco Arrieta. 

Francisco es un artista interdisciplinar que sabe mucho del cuerpo y de la ciudad, que sudó más en La Habana que en cualquier otro lugar del mundo. Francisco me preguntaba por un gesto, por el futuro, por los sonidos; me inspiraba a leer Si esto es una tragedia… de manera menos convencional. 

Volvía de Centro Habana cuando Francisco me envió un mensaje de voz. Hablaba sobre el laboratorio La ciudad a lo lejos, que organizaba desde el Semillero de Artes Vivas, Pachuca. En la mochila yo llevaba la edición de Casa de las Américas de Si esto es una tragedia…, ilustrada con obras de Elizabeth Cerviño. 

Me detuve en la Avenida de los Presidentes para escuchar. Junto a los mensajes de voz, que conceptualizaban la dinámica del taller, Francisco me envió una captura de pantalla con las páginas de un libro de Jean Luc Nancy. 

La Habana estaba vacía, como deshabitada; los colores del parque imitaban los restos en las ilustraciones de Cerviño. Saqué el libro de Legna y lo puse en el banco. Sentada, sin hacer nada más, leí en la pantalla: 

“El sentido francés de ‘rumor’ (inglés: rumor) se perdió en el sentido italiano de rumore, que designa ruido. Pero en francés rumeur designa también el susurro o el murmullo”.[10]

A la única persona que vi por todo eso fue a una señora de más de setenta años montando bicicleta. La vi alejarse, perderse en la Avenida de los Presidentes. Lo que quedaba tras su paso era el rumor. 

Empecé a asociar Si esto es una tragedia… con los rumores de la caminata y el encierro, con las paredes carcomidas y los pasos. 

Detalles de bocas, hombros, lenguas, tendones. Detalles de mujeres que se aman las unas a las otras. Detalles de hospitales, máquinas, muertes, derrumbes. Detalles triviales de sonidos y voces en los parques vacíos y fantasmagóricos. Detalles públicos, metódicos, tragiquísimos, lejanos de la fantasía típica del amor. Detalles sudorosos por el futuro de dos ciclistas que se aman, a pesar de todo.

La pieza sucede en los detalles. En el “escenario/velódromo” propuesto por Legna, los personajes están en el rumor, hablan de algo clínico o diagnosticable, de una melancolía del deseo y la espera, del cuidado (nada más político ahora que el cuidado). En esa sucesión del rumor “respecto al tiempo y a la importancia narrativa del acontecimiento”,[11]excepto la Enfermera, todo lo demás rehúye de la verosimilitud tosca para ocuparse de la poesía. 

Es lo rumoroso sexo-disidente, donde se construye la posibilidad de un amor ante el poder abyecto. Es ese tiempo dilatado del cuidar(se), donde se detalla la inoculación del amor en puro acontecimiento.

En los dos tiempos/espacios que la dramaturga concibe en paralelo (el de las consultas médicas y el del romance), algo también evoca a El ignorante y el demente, de Bernhard. Por una parte, debido a la relación constante con el lenguaje científico-clínico de dicha pieza, escrita en 1972,[12] que es un detonante permanente en acotaciones y ubicaciones. Y en otro sentido, por esa composición centrífuga, gozosa, que busca un efecto más allá del artificio teatral. 

Cuando Legna escribe: “Hazme el favor de virarte de espalda y rebobinarte. / Y decirme qué debo hacer cuando termine esta historia”,[13] Thomas Bernhard recrea: “[…] le propusimos que, para terminar, imitase su propia voz, nos dijo que eso no sabía hacerlo”.[14]


Mis primeras notas sobre esta obra de Legna fueron con motivo de una presentación que hicimos Laura Liz Gil Echenique y yo. Aquella lectura fue de esas acciones fugaces que se construyen como prueba, ensayo y error. Invitamos a las ciclistas del taller de 21 y L, pero llegaron tarde, así que no pudieron presentar las labores que hacían en ese taller de mujeres, no hablaron con los espectadores de la mecánica de la reparación y la grasa. Y esa participación era lo más importante.

Hay un video en Internet de ese performance. Estaban las señoras que practicaban Wushu, las dos niñas danzarinas, y estábamos Laura Liz y yo: las ciclistas enamoradas que leíamos esquizoides, arrítmicas, que nos queríamos enamorar sin tobilleras o cascos.

En algunas de las notas rescatadas de ese proceso, mi primera intención era hablar de lo corpóreo; escribía: “los cortejos y planes y fracasos que son comunes en el amor, en los sanatorios y en las enfermedades terminales, la idea de la curación o la devastación, la idea de la posesión, del ser para la otra y la idea de chupar lo enfermo del cuerpo de alguien”. 

Hablo de Elfriede Jelinek y de Paul B. Preciado. Digo que el teatro de Legna es un teatro en pedales: no se frena con los pies, se frena pedaleando. 

Esas notas, como mis recuerdos, son tan solo el rumor desde el que me aproximo ahora a este texto. Ahora que ya sé pedalear.

Siempre quise escribir sobre esta obra. Me interesaba el curioseo desmedido y transgenérico de la autora en un texto desdramatizado. La potencia de su voz poética me confirmaba un espacio de experimentación. De ahí las primeras preguntas en mis notas de entonces: ¿cómo se ha escrito este teatro?, ¿hay memoria de teatro aquí?, ¿cómo?

Puro rumor en las gomas, las llantas, el sillín clavándose. Se ha escrito teatro como el rumor de una deriva: sin prisas, en un pedaleo leve que remueve lo lúgubre de la muerte y se regodea en las bocas de las ciclistas. La Ciclista y la Novia de la Ciclista están ahí, cuando: 

“Todas las orquídeas que me pones en los bronquios / se adhieren a mis bronquios como un conocimiento. / Así hiedo con verdadero placer. / Alcanzo una iluminación cercana a las orquídeas. / Conozco ambos intersticios. / Tengo sífilis a causa de las flores. Podrán desmayarse mi cerebro y mi ingle. / […] Pero es que te amo porque tienes lo mismo que tienen las orquídeas”.[15]


Desde que aprendí a pedalear, no quiero ser otra cosa que ciclista.

No sé montar bicicleta. Es más: ni monto bicicleta, ni puedo cuidar de La Habana como si fuera mi novia enferma; ni siquiera puedo pagar por las ofertas de velocípedos que venden en Revolico. 

Pero puedo soñar con dirigir esta obra, aunque no se abran más nunca los teatros.

Pareciera que la pecera se ha roto muchas veces. Pareciera que la cicatriz en mi pie derecho se ha abierto otras tantas veces, pensando en el amor. Pareciera que toda pretensión de lectura me lleva al fracaso, a la dispersión.

Cuando veo a mi novia irse en bicicleta y le digo adiós desde el balcón, pienso que Legna Rodríguez ha escrito sobre momentos así: imprecisos, inexactos, rastros que pasarán fácilmente desapercibidos en un país con ulceraciones. 

Cuando veo la cicatriz gigantesca de mi novia, la cicatriz de una peritonitis por la que casi se muere cuando tenía dieciocho años, repito: 

“Le doy casi la vuelta a la ciudad. / Tú eres la ciudad. / Grito porque quiero que vengas a mirarme. / Te enseño una parte de mí que hasta yo desconocía”.[16]

Momentos íntimos perdidos en un chat, túneles largos y silenciosos, amígdalas atrofiadas, grandes ganas de salvar y cuidar y amamantar y vomitar y besar; promesas para que no existan la leucemia ni las atroces maneras de matar que nos persiguen. 

Trágica que soy.


Trágica que soy - Martica Minipunto

Thomas Bernhard en bicicleta.




Notas:
[1] Legna Rodríguez Iglesias. Si esto es una tragedia yo soy una bicicleta. Ed.: Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2016, p. 43.
[2] Ob. Cit., p. 22.
[3] p. 73.
[4] Ibíd.
[5] p. 56.
[6] p. 89.
[7] “Amarrado a la pata del escritorio, un perro dormido, con su correspondiente vasija de agua. El perro es grande y blanco, una mezcla de criollo y pitbull. Su presencia en escena es obligatoria”. Legna Rodríguez Iglesias. Ob. Cit., p. 11.
[8] pp. 46-47.
[9] p. 45.
[10] Jean Luc Nancy. La ciudad a lo lejos. p. 125.
[11] Legna Rodríguez Iglesias. Ob. Cit., p. 101
[12] La obra está plagada de citas textuales al trabajo médico Pathologie Obduktion de Karl von Rokestanski.
[13] Legna Rodríguez Iglesias. Ob. Cit., p. 19.
[14] Thomas Bernard. El imitador de voces. p. 11.
[15] Legna Rodríguez Iglesias. Ob. Cit., pp. 89-90.
[16] Ob. Cit., p. 23.




Yo no tengo dólares - Martica Minipunto

Yo no tengo dólares

Martica Minipunto

Si no eres economista, no opines de las medidas económicas. Levanto la mano: ¿Puedo al menos decir que no tengo dólares? No los tengo, baby, no los tuve. ¿Los necesitas? ¿Qué tú crees? A ver, déjame medir mi respuesta. Si no eres objeto de medición, no opines de ninguna medida política, social, cívica, espacial… Es decir, no opines.