La angustia del stripper

Con su segundo largometraje de ficción, Las doce sillas (1962), Tomás Gutiérrez Alea, no solo aprovechó el referente literario soviético —la novela homónima, publicada por Iliá Ilf y Yevgueni Petrov en 1928— sino que tuvo la capacidad y el atrevimiento de adaptarlo al cine, estableciendo una inmediata analogía con la realidad cubana de inicios de la Revolución.

En este sentido, la película describe el caos social desatado tras la nacionalización de las compañías extranjeras y la confiscación de los bienes privados de la aristocracia, despojada de toda su fortuna y obligada a abandonar el país.

En medio de ese hervidero de reformas y pugna de clases, Hipólito Garrigó (ex latifundista, interpretado por Enrique Santiesteban), regresa a su antigua mansión para recuperar el tesoro familiar —después de que su suegra le contara en el lecho de muerte sobre los diamantes que había escondido en una de las doce sillas del comedor—; aventura que emprende junto su ex chofer Oscar (Reinaldo Miravalles), quien trabaja aún en dicha propiedad, ahora convertida en asilo de ancianos.

En una de las primeras escenas del filme vemos a dos señoras —con cinta métrica en la mano— tomándole medidas a un cañón de guerra encontrado en el jardín de la casona expropiada a Hipólito, quizás como parte del mismo inventario que lleva a cabo el Ministerio de Recuperación de Valores.

No obstante, la acción de medir el cañón, más allá de ser un chiste pasajero —recordemos que esta película es una sátira implacable— se me antoja como un posible cuestionamiento de la firmeza y la virilidad del “hombre nuevo”, así como del proyecto ideológico en ciernes, amparado por la sombra cultural del falo.

En varios momentos de la trama nos percatamos de la omnipresencia militar (volvemos aquí a la plaza sitiada). Estos caballeros vestidos de uniforme —presumiblemente de color verde olivo, a pesar del uso del blanco y negro— encarnan una tipología de personaje inaugurada por Titón en Historias de la Revolución (1960): aparecen custodiando la entrada de instituciones y organismos del Estado, siempre armados de fusiles como estoicos “hombres-pene”, o celosos guardianes de vulvas misteriosas.

Una vez allí, no solo representan la imagen del control y de la burocracia (obstáculo principal para encontrar la silla), sino un poder que es constantemente burlado por los protagonistas; al tiempo que nos sugiere la naturaleza balbuceante y risible del nuevo gobierno en acción.

Pero esa ambigüedad se hace más explícita cuando Hipólito roba una de las sillas que había ido a parar al circo y es sorprendido por una “mujer barbuda”, a la que él confundió con un “rebelde”.

La duda latente en estos gags humorísticos pudiera estar determinada por el extrañamiento de la sociedad cubana de la época ante un cambio de paradigma tan abrupto. Pero al hacer semejante comparación, no cabe duda de que Gutiérrez Alea ve también a la figura del “miliciano” como una atracción de feria.

Él tenía ese don especial para generar subtextos mordaces, hacer crítica social y, al mismo tiempo, burlar la censura; usando los viejos recursos de la comedia.

Pero el verdadero motivo de este análisis es reclamar el crédito de Las doce sillas como el largometraje de ficción producido por el ICAIC y dirigido por un realizador cubano con el primer desnudo masculino en la historia de la cinematografía nacional revolucionaria.

Oscar le había seguido la pista a un matrimonio que, al divorciarse, cada cónyuge conservó una de las dos sillas adquiridas en subasta. Al llegar al edificio donde vive el ex marido (personaje secundario, interpretado por Idalberto Delgado), el visitante se encuentra con un panorama singular.

Al pobre hombre se le había ido el agua mientras tomaba una ducha, por lo que salió al pasillo enjabonado y envuelto en una toalla para preguntarle al encargado la razón de la avería.

Justo en ese instante la puerta del apartamento se cierra —este es uno de los pasajes más hilarantes de la cinta—, así que después de bajar dos pisos y ver que se aproximaba alguien, huye asustado dejando caer la toalla en la escalera, quedando totalmente expuesto en el pasillo.

Al confrontar su desnudez, una señora vestida de negro que iba entrando al edificio comienza a pedir auxilio, dando lugar al malentendido.

A propósito de esta situación embarazosa, los rumores se esparcen como pólvora entre los vecinos. Una mujer le pregunta a la otra: “Ven acá, chica, ¿qué pasó?”. “Un hombre desnudo. ¡Corre!”, le contesta en tono alarmante, a lo que la primera responde con desinterés: “¡Ah, chica!”.

Según los diálogos, podemos apreciar que mientras los hombres del edificio se arman de palos para combatir al supuesto masturbador, exhibicionista o stripper (para decirlo con sarcasmo), los otros no le dan importancia a lo sucedido y continúan con su rutina habitual.

Esta observación nos confirma que los juicios morales en torno a la desnudez son particularmente subjetivos. Ya sabemos que lo que puede resultar escandaloso para algunos es intrascendente para el resto, y viceversa.

Otro aspecto interesante es el contraste entre el sujeto masculino desnudo, vulnerable y solitario ante la multitud indignada y cubierta de ropa, que aspira a darle un escarmiento.

Aquí se manifiesta, otra vez, el fantasma ético de Palabras a los intelectuales: “Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución, nada.” Por lo que el personaje de Idalberto Delgado, desnudo por accidente ante el escrutinio público, deviene en caballo de Troya, ese enemigo silencioso que pondrá en peligro la moral y las buenas costumbres de un pueblo vigilante y combativo ante lo mal hecho.

Esto es lo que hablan los dos personajes cuando se encuentran:

—Pero señor, ¿qué hace usted dándose un baño en el pasillo?

—Es que se me cerró —le dice señalando a la puerta de su apartamento.

[Oscar hace una maniobra en la cerradura y ayuda al infeliz a resguardarse de sus verdugos].

—Me ha salvado usted la honra.

—Sí, sí, no es para tanto.

—Me ha salvado usted la vida. Óigame, yo soy una persona decente. Usted no piense que yo me dedico a hacer estas cosas.

—No, no, de ninguna manera.

—Me estaba tomando un baño y no sé ni como ocurrieron las cosas ya.

—Oiga, ¿por qué no se tranquiliza y se toma un poquito de agua?

—¿Agua? No, mucha gracias.

—No sé cómo agradecerle. Pídame lo que quiera.

—A propósito, yo necesito una silla como esta. Se la compro.

—No, no, se la regalo. Llévesela.

—Ah, muy bien. Muchas gracias.

—Gracias a usted.

Esta secuencia de desnudo es la más extensa de toda la década del sesenta; tiene una duración aproximada de cuatro minutos. Quiere decir que Titón se regodeó bastante en ella. No en vano escogió para desempeñar ese rol a Idalberto Delgado, uno de los mejores actores cómicos de nuestro país. Muchos lo recordarán por su desempeño posterior en El bautismo (1968), Vals de La Habana Vieja (1983), en la voz estelar de Paco del programa radial Alegrías de sobremesa y como protagonista de la serie televisiva Tito el taxista.

Aunque la desnudez del personaje y sus distintos grados de visibilidad cambian constantemente, debido a su cadena de acciones físicas —digamos, por ejemplo, que va del desnudo parcial (sugerido), por el uso de la toalla que cubre los genitales, hasta el desnudo integral (estratégico), por el tipo de encuadre fotográfico de vocación metonímica—, por breves segundos llega a ser un desnudo explícito: justo antes de que se cubra, esta vez con un par de cojines.

Pero, en realidad, la percepción de su estado no rebasa, en la mente del espectador contemporáneo, la naturaleza del desnudo como equívoco o travesura de sesgo humorístico.

Podemos afirmar entonces que, desde un punto de vista dramático, el desnudo masculino en Las doce sillas, lejos de propiciar una situación erótica, se refiere a una circunstancia inocente, accidental y simpática; relacionada únicamente con la higiene personal y la intimidad del baño, más allá de las peripecias y reacciones adversas del prójimo.

Aunque yo no perdería de vista que el origen de tan inesperado evento doméstico fue producido por una “tubería disfuncional”, encargada de proveer agua de manera eficiente: regresa el símbolo fálico como exponente de un poder vertical dislocado, inoperante; aludido nuevamente por un compañero de la zafra azucarera, quien le dice a Oscar (en forma de consignas revolucionarias, cuando corta el último tallo de caña): “¿Y qué, te rajaste?”, reclamando su compromiso social, o cuando le indica: “Abajo y de un solo tajo”, filosofía extendida sobre la acometividad y el arrojo masculino en este tipo de labores durante los años de la epopeya.

A todas luces, la libido revolucionaria de esos primeros días, experimentada como euforia colectiva, convirtió tanto el lenguaje como el deseo carnal en otra utopía socialista, en frustración platónica.

Esto se corrobora en la escena final, cuando los protagonistas descubren que el dinero obtenido por los diamantes de la silla fue usado para construir un círculo infantil. Entonces Hipólito, decepcionado, se pierde en el horizonte como símbolo de una clase defenestrada, mientras Oscar decide unirse a un improvisado juego de pelota en el campo.

En conclusión, la supuesta potencia de la gesta revolucionaria es asumida en Las doce sillas como flacidez de una ideología en trance —desde una pasarela eminentemente lúdica—, ridiculizada por ese desnudo masculino como signo de fracaso.


Galería


* Fragmento del libro inédito El imperio del sudor. Para una interpretación cultural del desnudo en el cine cubano (1959-2019).




Los amantes del Drive-In: cine, horror y sexo - Rubens Riol

Los amantes del Drive-In: cine, horror y sexo

Rubens Riol

Kato es descendiente de miccosukee con un putón ruso. Extravagancias de Miami. Hey buddy, what are you up to? En casa. Estudiando. Loco por romper esta inercia. Sextea. Recibo una selfie de muchas pulgadas. El vitíligo hace un efecto lindísimo en sus genitales. Algo así como un camuflaje.