Fantasías de un nudópata

Venirse de corazón

Hace varios días, algún que otro amigo bombardeaba las redes sociales celebrando el Día Mundial del Teatro. 

Este año yo no felicité ni a un solo actor o dramaturgo, teatrólogo o director de escena de Miami o de La Habana. Descarté la efeméride casi por completo. 

Efeméride y efímero pertenecen al mismo grupo etimológico. Un día al año no alcanza. No da tiempo para festejar una tradición tan arcaica y gloriosa. Tal vez por eso me negué a dejar mi aplauso virtual en alguno de esos muros llenos de máscaras.

Sin embargo, cerré mis ojos y pude recordar a aquel tramoyista del piercing en la lengua.

Me acordé de él por dos razones. La primera, por rendirle tributo a su oficio, poco más que invisible. La segunda —que debía ser la primera, pero no sería políticamente correcto— por su piercing, claro, y su poderosa lengua de doberman, que era como una lanza.

Aquella madrugada de 2006 que pasé con él y con su piercing en un sofá, fue la primera vez que supe lo que era “venirse de corazón”. 

Nunca le conté eso a nadie y la frase tampoco existía. Me la inventé esa misma noche. 

Ahora les cuento cómo llegué a esa conclusión. 

Recién había terminado de leer El erotismo, de Georges Bataille. En ese libro, el filósofo francés especulaba sobre la experiencia del orgasmo como límite, como acabamiento. Se refería al acto de venirse como algo sagrado, en el que rozamos por un instante la muerte.

Tal juicio pudiera parecer básico, pero la belleza con que él lo describía me cambió la vida. Aquellas páginas alteraron mi idea sobre cómo aprovechar el sexo, desde el más salvaje hasta el más tibio.

Bataille defendía con fruición el concepto de la petite mort o pequeña muerte, ese desmayo que te lleva a un estado de melancolía o sensación de trascendencia.

En sus propias palabras sería así: “Los momentos posteriores a un orgasmo le dan a cada uno de los dos seres perturbados una visión temporal de la naturaleza del cosmos”.

Eso asusta un poco al principio, pero no me pueden negar que está de pinga.

Estoy seguro de que si mi profesora de biología del preuniversitario —una vieja con cara de ameba, que siempre tenía borra de café en las grietas de los calcañales— leyera esto, me diría: “Rubidio, si te dan fatigas después de copular es porque consumiste todo el trifosfato de adenosina (ATP), o simplemente porque estás fuera de caldero”.

Esa señora era demasiado práctica, demasiado científica para mi gusto. Está bueno para dejarla en time out con su paja molecular mientras yo gozo mi romanticismo. 

Cierro los ojos de nuevo y sigo la voz de Bataille en la oscuridad: 

“Entre un ser y otro ser hay un abismo, una discontinuidad. […] Ese abismo es, en cierto sentido, la muerte, y la muerte es vertiginosa, es fascinante. […] Toda la operación erótica tiene como principio una destrucción de la estructura de ser cerrado que es, en su estado normal, cada uno de los participantes del juego. […] Mientras que el fin del acoplamiento sexual es alcanzar al ser en lo más íntimo, hasta el punto del desfallecimiento; sustituir el aislamiento del ser —su discontinuidad— por un sentimiento de profunda continuidad”.

“Venirse de corazón” sería mi traducción criolla y personal de la petite mort, el acto más humano y más sincero que pueda uno imaginar. Es cuando sobrevives a esa madrugada después de un empalamiento casi gótico y sientes cómo tu cuerpo entero se deshace, llora; como si un disparo de semen fuera desde el ventrículo izquierdo hasta el lagrimal con la fuerza de un meteorito, pero en slow motion.

En ese momento tu cuerpo se une al del otro. Ambos se funden. Se diluyen como una bolsa de té en agua hirviendo. Y te queda ese saborcillo sublime, como un debilitamiento de la conciencia, una felicidad mortífera.

Seguramente han escuchado, leído o dicho ustedes mismos, expresiones como: “¡Ay, que me voy!”, o “¡Ay, que me vengo!”.

Para algunos, según su idioma y su cultura, ven(irse) significa un adiós, una despedida, una separación. Mientras que para otros, se trata de un regreso, un aterrizaje forzoso, un quedarse aquí y ahora, como hacer un U-turn dentro de su propio cuerpo.


Fantasías de un nudópata

A inicios de marzo, mi hermana logró enviarme desde La Habana un libro que me tenía guardado desde hacía cinco meses. Esa misma semana, la universidad me pagó un viaje de trabajo a Puerto Rico y el libro se fue conmigo.

Hay libros que viajan más que cualquier ciudadano promedio del Tercer Mundo.

El ejemplar venía dedicado. Quizás para suavizar el hecho de haerme excluido de la antología. 

Al inicio me pareció un complot, un mal chiste, teniendo en cuenta que llevo más de quince años investigando y escribiendo sobre ese mismo tema, dentro y fuera de Cuba. Para colmo, los responsables del volumen son personas cercanas, que han visto crecer mis obsesiones. Pero la memoria es excluyente, selectiva. Es natural que la gente olvide.

Hablo de un libro publicado por Collage Ediciones y Disset Edició, titulado Memoria del desnudo. Ensayos cubanos sobre visualidad corporal; una idea original de Daniel Céspedes con prólogo de Rafael Acosta de Arriba. (Aprovechen este comentario, porque el libro no se deja rastrear en Internet y calculo que solo lo tenemos unas cinco personas en todo el mundo).

Abro mi bolso negro imitación de piel, comprado en una web de artesanos de Corea del Sur, y saco el libro de formato cuadrado, con letras mayúsculas de color rojo, sobre un fondo que es también imitación de piel, en el que puedo contar —uno por uno— los vellos y los poros, gracias a los encantos del Photoshop.

Pongo el libro sobre mis muslos. Lo abro y comienzo a repasar el índice. Cuento nueve ensayos, de los cuales ya conocía al menos tres. Me detengo en las imágenes. Acaricio los desnudos con la mirada y con mi dedo índice. 

Empieza el desfile. Obras de Canova, Da Vinci, Ingres, Moreau, Goya, Eakins y Hokusai; hasta que me tropiezo con el retrato de Automedonte con los caballos, de Aquiles de Henri Regnault, el cual tuve delante en diciembre pasado, cuando visité el Museo de Bellas Artes de Boston. Es una pieza descomunal, de una preciosidad hiriente, sofocante.

Tuve que hacer una pausa.

It’s hot in here —le dije al flight attendant pelirrojo como excusa para que me trajera un Ginger Ale de dieta con hielo.

Seguí hojeando y de pronto me vi sudado entre las mulatas de Carlos Enríquez, los torsos de Servando Cabrera, las tetas de Lili Rentería y las nalgonas de Michael Fassbender.

Cuando vine a darme cuenta, estaba erotizado. Yo que soy medio francotirador, un verdadero nudópata. En ese minuto tuve que empezar a disimular mi erección. 



La señorita que viajaba a mi lado en el avión no se dio cuenta, porque iba distraída contando nimbostratos y cirrocúmulos por la ventanilla. Pero como Jorge Enrique Lage, cuando aprobó esta columna, me pidió selfies para ilustrar los contenidos, se me alumbró el bombillo y tomé las fotos que están mirando ahora.

De todos modos, yo estaba consciente de que escribiría una reseña sobre el libro, de que les narraría este pasaje, y necesitaba tener evidencias para no quedar como un fabulador hiperbólico y cursiñán. Como cuando Fermín Gabor hizo trizas a Rufo Caballero, por contar de un chico que se masturbaba con El nombre de la rosa, de Umberto Eco, en una librería de México D.F. 

Si algo me enseñó el socialismo, fue a ser previsor.


Reporte de lectura

El compendio es de una factura agradable, high quality. Ninguna de sus 148 páginas se deja manchar por mi highlighteramarillo pollito. Las páginas resbalan.

Humedezco el dedo índice con saliva de mi boca en tiempos de coronavirus, qué peligro, y deslizo el dedo baboso por la cartulina brillante para retractarme de mi profanación. El dedo regresa amarillo, como si fuera lubricante a base de mostaza.

En su lugar, hago lunares de tinta verde con mi centropen marca Sharpie, al inicio y al final de las frases que me importan.

Para mí un libro es realmente útil cuando produce materia citable, cuando los tejidos de referencias explotan allí como un campo de minas, alumbrando el camino de mis propias dilucidaciones. Entonces me convierto en un voyeur del texto. Lo desnudo. Lo penetro a trasluz. Le paso la cuenta. Dejo de ser el escritor activo para convertirme en un lector pasivo, pero exigente, feroz, deseante.

Acerca de ese particular, en su libro El placer del texto, Roland Barthes explica que el texto es un fetiche y ese fetiche desea al lector. Prueba de ello es la misma escritura, que vendría a ser el Kamasutra del lenguaje, debido al gusto por la corporeidad de las palabras desnudas, el gozo cifrado en la legibilidad del discurso y la sensación de desgarro emocional.

Luego afirma que, a través del texto, el lector desea al autor y reclama su figura, por lo que podemos aplicar aquí la teoría de Bataille sobre el abismo entre estos dos sujetos, quienes buscan de forma simbólica eliminar su discontinuidad.

Para Barthes la petite mort se explica más allá de la pirotecnia del lecho; según él, somos capaces de experimentar la misma jouissance mientras disfrutamos de una gran literatura, de un buen libro.

Les recuerdo, a propósito, que comencé esta columna hablando del orgasmo e introducía mi frase “venirse de corazón” para establecer una analogía con “el placer de la lectura” que, en mi caso, está vinculado al interés por aprehender, profundizar y reafirmar la consistencia cultural de mi yo, en un mar de referencias, vacíos, y dudas; obras de arte, películas y anotaciones.


Coitus Interruptus

No se imaginan la euforia y el optimismo que sentí al tener en mis manos el primer libro  —de autores cubanos— que desbrozaría un tema tan viejo y arduo como la desnudez; principal motivo de mis desvelos ensayísticos desde que empezara a estudiar en la universidad. Desvelo que se mantiene latente todavía, hasta que logre —por fin— terminar de escribir “mi propia enciclopedia” sobre este asunto, y otras investigaciones afines. 

Aprovecho para decir que el ensayo es, quizás, uno de los géneros literarios más esquivos y demorados, puesto que exige razonamiento con cabeza propia. Nunca partimos de cero. Antes, debemos ser capaces de localizar un sinfín de referencias, generalmente incompletas, para ponerlas en función de nuestra hipótesis como en un gran rompecabezas. Eso es lo más fascinante y valioso, pero consume demasiado tiempo.

Escribir grandes y buenos ensayos requiere de un hábito de investigación casi perpetuo, trabajo de detective. Hurgar en las obras, los hechos, los autores y sus respectivos contextos. Luego, conectar los hilos invisibles. 

Demasiada lectura. Demasiada pincha. 

Como les venía diciendo, albergaba la esperanza de que la intelectualidad cubana hubiese encontrado la aguja en el pajar; que hubiese roto —de una vez y para siempre— la virginidad de un tema como la desnudez en el arte insular, desde una epistemología orgánica, convincente y rentable. 

Pero debo confesar que el libro de marras, aunque aborda dicho fenómeno en los territorios de la poesía, la pintura, la fotografía, la danza, el teatro y el cine —salvo excepciones que mencionaré a continuación—, no sobrepasa esa voluntad epidérmica tan cara al dossier de publicaciones culturales (que los hubo muy dignos, en revistas como Revolución y Cultura, La Gaceta de Cuba, El Cuentero, Enfoco y Upsalón, respecto al debate entre erotismo y pornografía y su repercusión en el arte nacional). 


Coordenadas erógenas

La pieza central del libro, “Cuando el intelecto abriga la desnudez. La mirada martiana al desnudo pictórico”, firmada por Daniel Céspedes (el compilador) —la cual le valiera el Premio Guy Pérez Cisneros de ensayo en 2018—, es el mejor ejemplo de lo que explicaba anteriormente. 

El autor vislumbra un camino poco frecuentado por otras voces, al tiempo que propone un acercamiento novedoso, acompañado de fragmentos oportunos, casi milimétricos, emulando así el oficio y la paciencia de una hilandera de Courbet.

Céspedes parte del rostro como “la primera piel manifiesta”. Luego se cuestiona las definiciones de “desnudo” y “desnudo artístico”, pero sin explotar demasiado las conjeturas de Giorgio Agamben o Kenneth Clark (autoridades en el tema), a quienes cita de pasada. Se concentra más bien en la intermitencia con que el Héroe Nacional discurre sobre determinadas escenas de desnudo en la pintura de su tiempo. Menester que solo le arrancó al Apóstol alguna que otra descripción poética, exenta de valoraciones.

Hay en la antología otros textos de vocación historiográfica que logran acercarnos a la evolución de la desnudez en las artes escénicas y lo hacen de manera sencilla y amena, con ejemplos muy claros. Tal es el caso de “Caribbean Frontal Nude. Desnudo y teatro en Cuba”, de Norge Espinosa: una revisión panorámica, pero informada y elocuente, que abarca desde el areíto como forma preteatral hasta las puestas en escena más recientes de compañías como El Ciervo EncantadoTeatro El Público.

A estos efectos, quiero destacar también “De la barra arropada al escenario desnudo”, de Mayté Madruga, donde la autora analiza brevemente algunas coreografías posmodernas de la danza mundial; ella es la única que se arriesga en interpretar al cuerpo desnudo como símbolo de libertad, como bandera: un recurso para expresar desacuerdos de tipo político y protestar contra el establishment.

Madruga menciona también la desnudez como vestuario y su conexión con lo natural, con esa animalidad primitiva que nos separa del proceso civilizatorio, tan cargado de prejuicios y concepciones morales y religiosos de todo tipo. 

Hay ahí voluntad de teorización, una opinión interesante que aprovecha las posibilidades discursivas del desnudo en el arte, el cual no se supedita —de manera cerrada y única— a la sexualidad, el erotismo, la pornografía, la obscenidad o la escatología. Solo me llama la atención que arribara a esas soluciones sin haber leído los textos capitales de Margo Glantz o Kazimierz Braun, quienes sistematizan herramientas clave, podríamos decir, análogas a las sugeridas por Madruga, aunque desde enfoques más extensos y taxonomías más precisas. 

Por su parte, “De la rumba al coito. Notas para una noción del cuerpo y el sexo en el cine cubano”, de Raydel Araoz, constituyó durante muchos años el primer acercamiento al “desnudo” en el audiovisual (actualizado ahora por encargo para este libro).

En esta nueva versión, Araoz incluye filmes independientes como Mata que Dios perdona (2006) de Ismael Perdomo, Molina’s Feroz (2010) de Jorge MolinaLadridos (2015) de Fernando Fraguela y La obra del siglo (2015) de Carlos Machado Quintela, entre otros, para polemizar sobre la incursión en el sexo grotesco y expresiones poco vistas en el cine del patio como la zoofilia, el abuso infantil y otras “perversiones”.

A pesar de su inmersión casi arqueológica en los antecedentes del cine revolucionario, como los espectáculos pornográficos en vivo del teatro Shanghai o el cine de rumberas, el autor se obsesiona con rastrear esa misma tipología de personaje femenino a lo largo de nuestra cinematografía, enjuiciando el comportamiento de la sexualidad y el erotismo nacionales desde el apretado corsé del folclor, la religión y la brujería. Lo cual le da una impronta superficial, reduccionista y estereotipada a ese recorrido por los últimos sesenta años del cine hecho en Cuba.

Yo había leído y citado este ensayo de Araoz, como fuente bibliográfica, durante las distintas etapas de mi tesis en Historia del Arte sobre la desnudez en los largometrajes de ficción producidos por el ICAIC entre 1959 y 2009. Pero he extendido ese objeto de estudio hasta la actualidad para completar mi libro de ensayos El imperio del sudor, en el que analizo más de un centenar de filmes cubanos dentro y fuera de la industria. 

Desde el año 2004 estoy metido en esa faena tan apasionante y agónica. Cada día se me va pareciendo más a La historia sin fin. Creo que moriré de sobredosis con tanta desnudez cinematográfica para mí solo. 

Tal vez, por esa misma razón, debía ser yo quien reseñara esta antología convocada por Daniel Céspedes. A estas alturas del partido, después de dedicar tantos años a leer teoría, descifrar mamotretos académicos, gestionar películas e imaginar un mundo de desnudeces infinitas, que se multiplica y crece desde la escritura y el pensamiento, puedo afirmar —sin sonrojarme— que me considero, si no un experto, un investigador silencioso y furtivo. 

Por ahí anda publicado, entre otros artículos, mi ensayo “Arqueología para otras Memorias… El valor sentimental del desnudo en la promiscuidad del subdesarrollo”sobre el clásico de Titón, que inspiró una portada de la revista Cine Cubano (No. 203-204) en 2018.


La lengua en pedazos

Si algo me ha devuelto esta lectura son las ganas de sacudir todas mis gavetas, comerme y regurgitar más de 50 pe-de-efes, derrumbar mitos, afirmaciones mentidas y erróneas.

De esta forma, Raydel Araoz no tendría que conformarse con la rumbera, la bailadora de bembé y la puta de solar, ni Frank Padrón defendería como un himno que “el primer desnudo femenino del cine cubano” fue el de Lili Rentería en Tiempo de amar (1983), la película de Enrique Pineda Barnet, según declara en su texto “Como dios los trajo al mundo y lo(a)s cineastas al cine”; un título ingenioso en el que apenas consigue enumeraciones accidentadas y mencionar a tres cineastas: el propio Pineda Barnet, Tomás Piard y Jorge Molina. 

El único avistamiento de profundidad en el artículo de mi querido amigo Frank Padrón es su cita del archiconocido libro Visual Pleasure and Narrative Cinema (1989), de Laura Mulvey, sobre “el placer erótico de la mirada” desde un enfoque feminista y de género. 

Memoria del desnudo tiene acaso el gran mérito de ser un libro pioneril, de haber roto un silencio tan prolongado y específico a nivel editorial sobre la representación del desnudo en el arte cubano y universal con seso criollo. Pero esa misma ventaja es su propio lastre. 

Me atrevo a afirmar esto porque se trata de un volumen reciente, nacido en la era digital, donde hay un acceso sin precedentes a la información. 

No me explico que un solo autor, como el catedrático mexicano Fabián Giménez Gatto —por citar un ejemplo— tenga publicados más de veinte libros relacionados con esta temática —abordada desde tantísimos ángulos—, y que un colectivo de estudiosos en Cuba no logre dar pie con bola. No me explico que mi ex tutor Rafael Acosta de Arriba le atribuya “El desnudo: acción y pasión”, un ensayo primordial del esteta italiano Omar Calabrese, al antropólogo argentino Adolfo Colombres.

Que en la Isla se escriba sobre la desnudez, de espaldas a tantos coloquios, seminarios y congresos internacionales sobre el cuerpo y las corporalidades —desde la psicología, la antropología, la estética, la filosofía, la sociología, la política, la ética y la medicina, todo eso con jugosas implicaciones en la esfera artística—, me parece un fallo inaceptable. Porque es allí donde están las discusiones más candentes y nutritivas. 

Los escritores cubanos deberíamos ser capaces de desbaratar ese axioma tan dañino, heredado de los piropos de Cristóbal Colón, sobre la “mancebía de nuestros aborígenes” y “la fermosura de nuestras mugeres”, lo cual no hizo más que obsesionarnos con nuestra propia imagen, construyendo una identidad sexual basada en el alarde, en la vanidad, en un supuesto alto rendimiento. 

Tal complejo de superioridad y autosuficiencia no deja de ser un espejismo narcisista, una trampa cultural que esconde un provincianismo y una mojigatería ancestrales. Tal vez por eso, cada intento de razonar nuestra corporalidad como expresión de una idiosincrasia —desde las distintas manifestaciones artísticas— deviene en una cacería frustrante, finita, endogámica.

Me temo que faltaron nervios para ajustar la polifonía. La mitad de los textos de Memoria del desnudo son cobardes e imprecisos, diría que ingenuos o improvisados, contradictorios y torpes. Simples amagos, caminos inconclusos, embestidas románticas en un callejón sin salida; intervenciones que denotan, sobre todo, vagancia.

No logro entender por qué la artista y profesora Hilda María Rodríguez Enríquez desperdició la mitad de su artículo “El abrazo de los sentidos. La obra de Servando Cabrera Moreno”, hablando de la pintura de Carlos Enríquez. Ya sé que ambos constituyen hitos en lo concerniente al erotismo en la plástica cubana, pero en todo caso merecían análisis individuales. Estoy seguro de que hay veinte ensayos mejores sobre cada uno de ellos.

(Sin contar el tono del discurso de Rodríguez: prejuiciado y escolar, como si estuviéramos todavía en los años sesenta. Describe la pintura de Servando con nasobuco y guantes de polietileno, como si fuera un apestado, por lo que no le hace ningún tipo de justicia).

Roberto Manzano, por su parte, en su texto “Poesía y desnudo”, después de seducirnos con hondura inspirada y filosófica sobre las conexiones entre estas dos formas de arte, solo menciona de manera sucinta a dos poetas: Carilda Oliver Labra y Rubén Martínez Villena, sin hacer análisis literario de sus obras ni citar fragmentos, lo cual habría sido más que pertinente. Porque, de lo contrario, toda la frondosidad de su discurso se queda coja, a mitad de camino. 

Ya sé que soy un lector desesperado y que juzgo esta antología desde mi urgencia y mi necesidad de ver resuelto un dilema que me ha generado más de un trauma. Pero un libro así exigía nombres como los de Rufo Caballero, Alberto GarrandésAndrés Isaac SantanaGrethel MorellVíctor FowlerAbel SierraGustavo Arcos y Joel del Río, quienes han indagado de forma insistente en las morfologías del cuerpo en el arte, la literatura y el audiovisual cubanos desde enfoques teóricos, estéticos e historiográficos, si no definitivos, por lo menos insoslayables. 

Cómo no echarle mano al ensayo de Rufo Caballero “Erotismo y nación en el cine de Humberto Solás. La construcción de un diálogo”; exhaustivo análisis no solo de las escenas eróticas, sino también de cada situación de desnudos en la filmografía de Solás desde Lucía (1968) hasta Barrio Cuba (2005). La profundidad con que Rufo interpreta los significados de esas imágenes no tiene antecedentes. 

Y podría seguir enumerando ejemplos, pero no terminaría de escribir esta reseña.

Para concluir, entiendo que la dificultad mayor de este libro sobre visualidad corporal radica en la llaneza de sus aproximaciones. De modo que nadie dice la última palabra ni resuelve ningún problema. El coro de voces se da contra el espejo. O, como me gusta decir: no han concebido “textos cabales” que se metan en lo hondo, que perduren, que aguanten una segunda lectura, que modifiquen la percepción sobre el tema.

Para seguir con Barthes: Memoria del desnudo pudiera ser un texto de placer, pero no un texto de gozo. Estaríamos hablando, en todo caso, de un “texto-murmullo”, “un texto con sombras”, y de un placer precario, difuso, precoz, que languidece. 

Aquellas primeras ganas de sentirse bien son revocadas por un sentimiento de deflación, que solo alcanza para cuestionar ese placer como principio crítico.

Es un libro que definitivamente rompe el hielo, pero se nos derrite entre las manos.

Yo quería venirme de corazón, pero solo logré entusiasmarme con las lecturas sobre la desnudez en el teatro y la danza contemporánea.

Y me acordé otra vez del tramoyista. ¿Todavía tendrá su piercing en la lengua? 




El último balsero y un group chat - Rubens Riol

El último balsero y un group chat

Rubens Riol

Brindis por Yemayá en WhatsApp. Conversación con Oscar Ernesto Ortega, codirector de El último balsero(2020), filme independiente cubano estrenado en el 37 Festival de Cine de Miami, y con su protagonista, el conocido actor cubano Héctor Medina.