Los amores de un pez perro

El buzo me saca del fondo de la lava (esa agua sucia de costa sur).

—Tú estás vivo gracias a este buzo —le gustaba repetir a mi padre. Como si yo no me acordara.

Mi papá y el buzo siempre se daban un abrazo.

Un abrazo largo.

Recuerdo el día en que el buzo me pasó por delante en una bicicleta y me saludó por mi nombre. Movió también una mano por arriba de su cabeza. Ese día estuve feliz.

A veces me parecía que el buzo se olvidaba de quién era yo. Tal vez sacarme del agua no había sido gran cosa para él.

Recuerdo otro día que mi papá, borracho como un perro, en una de esas fiestas para pescadores que se hacían en El Recodo (un bajareque a pocos metros de la playa), le dio uno de sus abrazos al buzo y gritó que apagaran la música: acababa de entrar el hombre que había salvado a su único hijo de morir ahogado en medio del mar. Ese día mi papá tenía ganas de hacer otra vez el cuento, y me haló a su lado.

En el pueblo todo el mundo se sabía al dedillo el cuento mío y del buzo: que yo era un chiquillo que sabía nadar muy bien, pero por estar comiendo mierda por poco me ahogo, cabeza abajo, y con el agua justo al pecho. Mi papá dejó caer el brazo alrededor de los hombros del buzo, y el buzo puso la mano en mi cabeza y la movió desde la frente hasta el cuello. Dejó la mano ahí un rato. Como una herradura. Para que yo no me echara a correr de la pena.

—Mucha gente que estaba en la playa ese día pensó que mi chama no abriría más los ojos. Pero gracias a este hombre aquí presente, que le dio sus buenos boca a boca al chama, todos respiramos otra vez. ¿Cuántos boca a boca fueron? ¿Cinco? ¿Siete?—dice mi padre, preguntándole al buzo en su cara.

Me quedo mirando las chancletas mías y las del buzo. Vuelven a poner la música. Hoy mi padre no ha estirado mucho el cuento, la verdad. No sigue con el cuento. Está muy borracho.

—Oye, que este hombre nunca nos va a dejar tranquilos—me dice el buzo. Su sonrisa burlona. Empuja a mi padre con el hombro. Un saludo cariñoso. A mí me suelta la nuca. Me hace ese gesto con el puño cerrado y el pulgar para arriba. Eso significa que todo está en talla, que todo está OK.


Hoy la playa es otra. No es la playa de aquella tarde, cuando el buzo me sacó del agua.

Antes, los cuatro trampolines estaban completos. Podías correr por encima de las lajas de madera de cualquier trampolín y tirarte al final de la última escalera. De cabeza. Donde era imposible que dieras pie. Los trampolines eran largos. Tenían dos escaleras por los lados, y la tercera al fondo.

Después de tremendo ciclón (Marianne, creo que se llamaba), casi todas las escaleras de los trampolines amanecieron flotando, y nunca más se clavaron. Pocos meses después de la reparación, era como si ninguna escalera estuviera bien clavada. Solo quedaron algunos pilotes alrededor y al final de los trampolines, recordándote que allí había escalones bajo del agua.

Después, demasiado pronto, vino otro ciclón (Nuria, se llamaba). Ahí si no quedó ningún trampolín en pie. Hacía muchos años que no pasaba un ciclón por la playa, y ya eran dos ciclones. Es por eso que hoy no se puede precisar con exactitud dónde quedaban las escaleras, porque casi no se puede precisar dónde quedaban los trampolines.

Hay unos pocos pilotes salteados a lo largo de la playa. Pero todavía la gente se refiere a los primeros troncos que sobresalen del agua, allá en la entrada, como “El primer trampolín”.


Yo casi siempre jugaba solo en el agua. Afuera del agua también. Pero en el agua, aún más solo. A mí nunca se me vio mucho chapoteando en la playa con otro niño. Ni jugando mucho arriba de los trampolines. A no ser que se estuviera jugando a Los Barcos. Y ese era un juego casi por obligación. No jugabas y quedabas muy dichavao.

El juego arriba de los trampolines siempre era ese, siempre el mismo: Los Barcos. Los mataperros eran quienes más querían jugar a Los Barcos. Para jugar no se podía coger el nombre de ninguno de los botes de la playa. Tú eras un barco y otro niño era otro barco. Tú eras un barco: El Ballenero Asesino. Y otro niño era otro barco: El Arpón Negro.

Me acuerdo de esos dos nombres porque cada uno era un mataperros. El Ballenero Asesino trataba de tirar a El Arpón Negro para el agua, y El Arpón Negro trataba de empujar a El Ballenero Asesino. Los mentones se clavaban en las clavículas y empezaba el forcejeo. Mientras, los demás barcos gritábamos. Hasta que uno caía al agua.

Si ganaba El Ballenero Asesino, significaba que ese barco había hundido al otro. La cosa era que si perdías, no te ibas para el agua solo. El barco ganador se tiraba detrás de ti, y detrás los otros barcos que estuvieran mirando, y todo el mundo se enredaba allá abajo. Había que aplastar muy fuerte al barco hundido en la arena fangosa, para que el barco hundido tocara fondo.

Las pocas veces que jugué, yo siempre perdí. Pero me movía rápido nada más tocar el agua, trataba de nadar debajo del trampolín y salir por el otro lado. A veces, arriba del trampolín, trataba de no forcejear mucho y de lanzarme cerca de las escaleras. Con el agua a la cintura, no tenía ni que hacer mucho esfuerzo por nadar.

Si lograbas que los otros barcos no te cayeran arriba inmediatamente, ya eras un barco libre. Con el agua a la cintura, era poco probable que alguien se tirara detrás de ti. Eras más un barco escorado que un barco hundido. Pero no siempre eras así: el barco ganador igual se podía tirar y empujarte de cabeza, aun cuando el agua estuviera a la cintura, y podían tirarse los otros y tu cabeza podía salir envuelta completamente en aquella arena sucia.

Si una guerra de barcos llegaba hasta la última escalera, y tú eras el barco que perdía, ya era otra cosa. Allí sí tenías que enderezarte rápido debajo del agua. Nadar por debajo. Hacer que los demás perdieran el rumbo. En la playa había un desnivel, como si bajaras un escalón grande de arena. Ningún barco de nuestra edad daba pie allí. El desnivel de la arena estaba justo en el último peldaño de la última escalera.

Muchas veces, jugar a Los Barcos se puso bien feo en esa escalera. El barco que te empujara hacia el final del último trampolín tenía ancla de abusador. Ahora mismo me acuerdo de dos barcos morados de asfixia por esa gracia.

Mis hundimientos fueron nada comparados con los hundimientos de otros barcos. Nunca me quedé sin fuerzas tratando de subir una escalera, ni a nadie le pareció que yo no lograba salir a flote porque estaba tragándome toda el agua de la playa. No hubo que darme galletazos por quedarme con la mirada fija, perdido, aunque respirando. Nunca me quedé a llorando lágrima viva, solo, arriba de un trampolín.


Antes de que el buzo me sacara del agua, pensé en la desesperación que sintieron muchos barcos hundidos luego de caer a empujones desde cualquiera de los cuatro trampolines. Pensé mucho en eso. Llegué a estar convencido que no estaba trabado dentro de aquel salvavidas de mierda. Me habían empujado de un trampolín. Era un barco muy hundido. Pero los otros barcos ya me iban a dejar subir. Faltaba poco.

Me ardían los ojos. Empecé a tragar agua. El agua me entraba por la nariz. El agua se me clavaba con grandes punzadas en el centro de la cabeza. Me parecía que llevaba así toda la vida. A lo mejor ya estaba ahogado y seguía pataleando. Por pensar, pensé hasta en una sirena. El tiempo que estuve allá abajo todo se veía de color verde, aunque el agua de la costa sur desde lejos es gris. Y sumergido en ella, sigue siendo gris. Esa agua terrosa.

Todos los pescadores de la playa se conocen. Todos los hijos de los pescadores se conocen. Arriba de un bote nuevo hay un salvavidas nuevo. Conozco al dueño del bote. Soy amigo del hijo del dueño del bote. Me enteré ayer de que mi papá es muy amigo del dueño del bote. El salvavidas era el más grande que yo había visto en mi vida. Y se ve a la legua, porque es un salvavidas naranja. El hueco del salvavidas era inmenso.

Cogí el salvavidas y lo dejé flotando. Mi cuerpo entraba y salía del salvavidas como si nada. Encajé el salvavidas en un garfio del bote, para que no se moviera tanto, para que no se me fuera hacia la orilla con las olas. La marea estaba muy alta. El agua me llegaba casi por el pecho en una altura de la playa donde el agua nunca te toca las tetillas.

Seguí entrando y saliendo del hueco naranja. A contar cuántas veces podía hacer eso. Hasta que me quedé bocabajo. Pataleando. Sin entender por qué no podía subir. ¿Con qué me he trabado? ¿Ya estoy a punto de ahogarme? ¿Los pies se mueven como se mueven las manos para pedir auxilio?

Seguía y seguía con las preguntas: ¿Por qué yo no sé qué existen unos peces que se llaman peces perros? Entonces me rendí.

Cuando paré de hacerme preguntas, hizo su entrada el buzo.


Marcos fue la novedad ese verano.

Marcos tiene mi edad.

Marcos no vive en Cuba.

Marcos vive con su mamá en Argentina.

Marcos llegó a la playa en una camioneta con grandes guardafangos niquelados. Manejaba su papá. Todo el mundo fue a ver la camioneta. La gente pasaba por el frente de la única casa de dos plantas de toda la playa para ver la camioneta detrás del portón del garaje.

El papá de Marcos vivió en la playa de niño. La casa de dos plantas todavía está puesta a su nombre. La construyeron sus padres. Ahora una tía se encarga de la casa. Pero el papá de Marcos, de grande, casi no había regresado a la playa.

—Él antes solo vino un día o dos —me dijo mi padre.

Marcos y yo nos hicimos amigos de la noche a la mañana. Nunca nadie se rio del cantar de Marcos. Ni porque dijera vos esto y vos lo otro. Eso llegó a darle cierta condición de respeto. El chamaquito raro. El chamaquito yuma que hablaba con cierta guapería parecida a la de los mataperros.

Marcos estuvo un mes en la playa. Muchos de esos días, yo almorcé en la casa de dos plantas. No recuerdo qué fue lo primero que hablamos. Creo que algo de los mataperros. Que más que un piquete de cuatro hermanos, eran unos perros abusadores.

—Unos comepingas —decía yo.

Al otro día de entrar la camioneta en la playa, Marcos habló con los mataperros y les dejó claro que nadaba mejor que todos ellos juntos, y que podía nadar igual que ellos: tan lejos como le diera le gana. La diferencia era que él nadaba sin los alaridos de una madre histérica detrás.

La madre de los mataperros a veces les prohibía meterse en el agua durante semanas enteras. El padre de los mataperros era el protagonista de una de las historias de ahogados más famosas de toda la playa.

Marcos me dijo que ellos estaban en la playa porque su papá se andaba escondiendo. Varias veces me dijo que Cuba era el país más feo donde él había estado. Quería saber si en la playa se podían pescar peces perros.

—¿Tú has visto alguna vez un tiburón blanco? —me preguntó.

—¿Y a tu papá quién lo persigue? —preguntaba yo.

La casa de dos plantas era más grande de lo que yo creía. Como los muros eran tan altos, no se podía ver la terraza. Ni los ventanales de cristales del fondo, que daban para la terraza y que envolvían la piscina. Aun sin haber entrado nunca, todo el mundo en la playa decía que la casa del recodo era más linda que muchas casas de la ciudad.

La casa tenía como cincuenta años y, para estar frente al mar, se había conservado bastante bien. Se alquilaba sobre todo en las vacaciones. Tenía dos cuartos abajo y dos arriba. Una vez allá adentro, te parecía que no era el mar lo que te esperaba al salir, sino otra cosa: una calle repleta de carros y con una pila de casas igual a esa. Y en otras cuadras, muy cerca, muchos edificios.

La primera vez que entré a la casa del recodo vi al papá de Marcos de lejos, en la cocina. Movía rápido la mano en una sartén. Un hombre acabado de levantar, encuero, moviendo rápido la mano en una sartén. Un revoltillo, creo. En el pasillo había una trusa roja con dos líneas blancas. Él no se percató de que entramos, ni de que salimos.

Otro día, me sorprendió mucho ver a mi padre en la piscina de la casa. Mi padre y el papá de Marcos. Muertos de risa. Dos borrachos tirándose agua con la boca.

Al día siguiente de ver a mi padre en la piscina, el buzo me sacó del agua verduzca. Y después el tiempo pasó rapidísimo. Y la camioneta de guardafangos niquelados se llevó el bote nuevo con el salvavidas nuevo.

La camioneta ya se ve pequeña. Va a coger la curva. A la salida de la playa. Y yo solo me fijo en aquel círculo naranja. Un punto naranja doblando la curva que separa a esta playa de mierda del resto del mundo.

Hasta hoy.

estamos esperando
esperando a Jaws y Jaws no viene
y no hunde el barco.
RAÚL HERNÁNDEZ NOVÁS


Llegaron al atardecer, en el instante
en que un resplandor cobrizo aquieta el mar,
no lo suficientemente oscuro aún
para ser iluminado por la luna, aún
lo bastante claro para verlos fácilmente. Negro
el aguzado borde de las aletas.
DENISE LEVERTOV


jorge & larry. De la serie: en tono Rastignac (2019).

jorge & larry. De la serie: en tono Rastignac (2019).




Larry J. González

Yo dejé morir a alguien

Larry J. González

Hoy mi exnovio vive en Fort Lauderdale. Mi exnovio no sabe que Rudolph se ha muerto. Hablamos por WhatsApp de esto y de lo otro, pero nunca hemos hablado de Rudolph. Mi exnovio se está enterando, ahora mismo, que Rudolph está muerto. Igual que tú.