Un espacio para lo genuino

«Es la novela de un poeta”. Esta expresión, casi un cliché para ciertos críticos, suele utilizarse para desdeñar, de forma más o menos velada, la mayoría de los textos narrativos escritos por autores que hasta ese momento se habían dedicado exclusivamente a la poesía lírica, como si escribir poemas implicase de alguna forma una irresponsabilidad inmanente, una propensión a los arranques emocionales y, en definitiva, la incapacidad para elaborar estructuras vastas y rigurosas que se desplieguen a lo largo de centenares de páginas. Es como si dijeran: “Todo eso está muy bien, pero en realidad no pueden narrar”. 

Como es natural, semejante argumentación adolece de una estupidez supina: en la historia de la literatura occidental hay ejemplos suficientes para articular una refutación inapelable. Sin embargo, este lamentable lugar común continúa ejerciendo cierta influencia, incluso sobre críticos bastante sofisticados. En la tradición anglonorteamericana en particular parece tratarse de un prejuicio inamovible, lo que quizás explique la escasez de autores que se hayan atrevido a abordar ambos géneros. Thomas Hardy es uno de las grandes excepciones y acaso el único que triunfó como poeta y novelista (aunque en su caso la narrativa fue lo primero).

En nuestra época las cosas no parecen haber cambiado mucho y es precisamente por eso que resulta sorprendente la irrupción, brillante e intempestiva, de un escritor como Ben Lerner, que tras una trayectoria bastante distinguida como poeta, ha publicado dos novelas que lo sitúan en la vanguardia de la narrativa norteamericana contemporánea.

En el primero de estos libros, Dejando la estación de Atocha (Random House Mondadori, 2013), Adam Gordon, un poeta norteamericano que ha obtenido una beca de creación literaria en Madrid, narra con una ironía no exenta de asombro sus extravagantes peripecias en la capital española, marcadas por la simulación, los malentendidos y su ignorancia (al menos en los primeros meses) del idioma. 

Si es cierto que, como escribió Borges en su artículo sobre Evelyn Waugh, “uno de los rasgos diferenciales de la novela picaresca es que su héroe suele no ser un pícaro sino un joven candoroso y apasionado que el azar arroja entre pícaros y que acaba por habituarse a las prácticas de la infamia”, entonces la novela de Lerner (que a su manera también se inserta en esa tipología narrativa) invierte este paradigma. En efecto, Adam Gordon no tiene nada de inocente y sí mucho de pícaro consumado: ha conseguido hacerle creer a una fundación española que es un poeta de considerable prestigio en los Estados Unidos y que, con su conocimiento casi perfecto del castellano (otra mentira flagrante), es el candidato más indicado para recibir la beca otorgada por esta institución. Su proyecto declarado es escribir una meditación poética sobre la Guerra Civil Española, pero tras meses en Madrid no tiene nada que mostrar a sus benévolos supervisores. 

Si esto fuera todo entonces estaríamos ante la enésima narración que sigue las aventuras más o menos grotescas de un “tipo listo”, protocolo narrativo bastante gastado y que a estas alturas parece corresponder menos a la literatura que a ciertas películas francamente deleznables. Pero las cosas no son tan sencillas: a pesar de ser mucho menos conocido de lo que ha dado a entender, Adam es un verdadero poeta, alguien obsesionado por los procedimientos verbales y (sobre todo) por ese curioso fenómeno que algunos pensadores han llamado “la pérdida del aura”. Así, en las páginas iniciales de la novela, visita el Museo del Prado para contemplar un cuadro del pintor flamenco Van Weyden y se encuentra con una situación inesperada: su puesto frente a la pintura ha sido ocupado por otro visitante que parece extasiarse ante la grandeza de la obra. Un claro homenaje intertextual a una escena similar en Maestros Antiguos, de Thomas Bernhard, esa otra novela que reflexiona sobre los límites del arte.

Y aquí se produce uno de esos momentos típicos de Lerner, que parece poseer como nadie el secreto de combinar inextricablemente una comicidad desopilante y la más rigurosa reflexión teórica: Adam, que ha dejado de creer en la posibilidad misma de experimentar “una profunda experiencia del arte”, contempla con curiosidad al extraño visitante que ha usurpado su posición habitual (el tipo está en una especie de trance frente al cuadro y parece a punto de llorar), elaborando diversas conjeturas sobre el significado de este evento: ¿se trata de alguien genuinamente sensible a la grandeza estética, de alguien que (como Stendhal en su primera visita a Florencia), no puede soportar tanto esplendor y está a punto de colapsar… o de un maníaco que se dispone a destrozar los cuadros? 

Estamos, en definitiva, ante una novela eminentemente posmoderna.

En principio no hay forma de saberlo y tanto Adam como los guardias del museo respiran aliviados cuando el inquietante individuo abandona finalmente la sala. 

Este magnífico pasaje (al que evidentemente no he hecho justicia: es preciso leer la novela para apreciar la riqueza de las meditaciones que este incidente provoca en el narrador) es solo el primero en una lista casi interminable de situaciones análogas donde el más refinado e ingenioso discurso teórico se mezcla con los incesantes equívocos provocados por el comportamiento insensato del joven protagonista. 

Nos encontramos ante un dispositivo narrativo de extremada rareza: una novela ensayística que consigue ser entretenida, un relato de gran sutileza completamente exento de pedantería. Se trata de un logro considerable: en rigor de verdad no hay muchas novelas que consigan articular un discurso teórico de este nivel y mantener al mismo tiempo un tono desenfadado, ligero, casi displicente (y el único texto que se acerca a lo que Lerner consigue en este libro no es una novela sino el Diario de Witold Gombrowicz, con su mezcla incomparable de sofisticada teoría, payasadas grotescas y anécdotas sobre los cenáculos artísticos y literarios). 

Ahora bien, como ya he comentado, Adam es un poeta que ha perdido la fe en la capacidad del arte para conmovernos y en alguna medida es este escepticismo esencial en cuestiones estéticas el que lo convierte en un pensador inusualmente agudo. Pero junto a sus innegables dotes para la teoría, el joven esteta posee un talento poco común para la simulación y el engaño: miente a sus supervisores en la fundación, a su novia, a sus padres, a su traductora y en definitiva a casi todas las personas con las que se encuentra, como si vivir en un país extranjero y expresarse en una lengua que a pesar de sus esfuerzos no consigue dominar lo predispusieran a desdoblarse y crear una identidad ficticia para afrontar la extrañeza de lo real. 

Sin embargo, como el núcleo de esta identidad gira alrededor de su supuesta maestría como poeta, no le queda otra alternativa que adentrarse cada vez más en una densa urdimbre de mentiras y equívocos pues, como es natural, allí donde se ha abandonado toda confianza en la posibilidad de experimentar el éxtasis estético solo queda una alternativa para el que pretenda dedicarse a la literatura: fingir que se cree, actuar como si nada hubiera cambiado y diseñar estrategias para preservar al menos un vestigio de todo ese esplendor perdido. De ahí la importancia de la simulación y la interesante idea de Adam sobre la superioridad de lo virtual: la idea del poema es siempre más sublime, superior al poema mismo: curioso platonismo que se convierte en el fundamento de su compleja doctrina estética. 

Esta preferencia de la posibilidad sobre su concreción, del concepto sobre la práctica poética, conduce a un profundo pesimismo epistemológico: no se trata solamente de que el poema no sea, no pueda ser ya un medio privilegiado de conocimiento y placer intelectual, sino que (bajo la gran sombra de John Ashbery, gurú de la poesía contemporánea en lengua inglesa y mentor espiritual del narrador) se pone en duda la conveniencia de que la escritura aluda a un referente situado fuera de sí misma (“los poemas no son sobre algo”, replica el enardecido protagonista a una insistente pregunta sobre los temas de su poesía). 

Estamos, en definitiva, ante una novela eminentemente posmoderna que por momentos se plantea la posibilidad del fin de la literatura aunque, irónicamente, su propia contundencia estética es una refutación aplastante de lo mismo que parece afirmar.

La idea de la fragilidad del arte ante la crudeza de la realidad es ciertamente una de las obsesiones recurrentes de Lerner.

Aunque Dejando la estación de Atocha conoció un éxito considerable, muchos pensaron que se trataba del fenómeno conocido como “suerte del principiante” y que, probablemente, Lerner ya no tenía mucho más que decir en este género (después de todo, los dedos de las manos sobran para contar los poetas norteamericanos que también son narradores exitosos). Sin embargo, con su segunda novela Lerner demostró que había llegado para quedarse, disipando cualquier duda sobre su talento para articular relatos complejos y fascinantes. Se trata de 10:04 (Penguin Random House, 2015), uno de los libros más originales que hayan aparecido en cualquier idioma en estas décadas iniciales del siglo XXI. 

En este singular experimento narrativo, el protagonista y narrador en primera persona es, como en la novela anterior, un álter ego del autor: un joven y sofisticado intelectual de Brooklyn que intenta escribir su segunda novela tras el inesperado éxito de la primera (en cierto sentido, lo que Lerner hace aquí es ficcionalizar las consecuencias de su éxito: cuando tras publicar Dejando la estación de Atocha pasó de ser un poeta relativamente desconocido a convertirse en “la nueva promesa de la joven narrativa norteamericana”).

Pero a diferencia de muchos otros que se limitan a repetir la fórmula que les permitió triunfar, Lerner complejiza la estructura narrativa y nos ofrece un relato de gran densidad conceptual, una novela que capta como pocas el ritmo trepidante de la existencia cotidiana en la mayor ciudad norteamericana. Desde el inicio mismo el protagonista se debate entre la gloria literaria (le han ofrecido una suma sustancial como adelanto por su próximo libro) y la posibilidad de una muerte inminente si se confirma que, como todo parece indicar, tiene una enfermedad cardíaca congénita conocida como síndrome de Marfan. 

Esta tensión de elementos antitéticos en el plano individual refleja lo que, en una escala superior, parece ser la contraposición básica que estructura la novela: por un lado la vida frívola y desenfrenada de los cenáculos artístico-literarios de Manhattan; por la otra la persistencia de un pensamiento casi apocalíptico sobre las consecuencias potencialmente devastadoras del cambio climático, cuya amenaza constante vuelve risible cualquier preocupación estética. 

La idea de la fragilidad del arte ante la crudeza de la realidad es ciertamente una de las obsesiones recurrentes de Lerner: en su primer libro había cuestionado la capacidad de la poesía para confrontar el inmenso sufrimiento engendrado por la Guerra Civil Española y en 10:04 este severo juicio se extiende a la totalidad de las manifestaciones artísticas. Por supuesto, como ya se ha señalado, resulta cuando menos ambiguo expresar estas dudas precisamente en una novela de considerable sofisticación, pero Lerner jamás ha pretendido conciliar lo irreconciliable y ha hecho de esta contradicción insalvable uno de los ejes de su ficción: ante la barbarie combinada de la Historia y de la Naturaleza apuesta por lo que podríamos llamar “el heroísmo del estilo”, es decir, por la perfección de la forma. 

Se trata de afirmar la conmovedora fragilidad del hecho estético incluso cuando nada parece justificarlo: “fracasa otra vez, fracasa mejor”, solía decir Beckett, que de estas cosas algo sabía. De ahí su rigurosa estructura, la incomparable destreza desplegada en la construcción del relato y la proliferación incesante de los más diversos e ingeniosos procedimientos: los cambios de perspectiva narrativa, la multiplicidad de registros estilísticos, la interpolación en la trama central (a la manera de El maestro y Margarita) de un capítulo de la novela que escribe el protagonista (un texto que opera una sutil permutación argumental para ilustrar su teoría sobre la construcción de mundos posibles que es la esencia de la ficción y esbozar un comentario sobre el falso proverbio hasídico que sirve de epígrafe a la novela: “En el tiempo mesiánico todo será como es ahora, solo que ligeramente diferente”. En realidad, la frase pertenece a Walter Benjamin y se relaciona con sus famosas tesis sobre la Historia), la prosa nerviosa y levemente alucinada que transmite el frenesí de la existencia en Nueva York durante las primeras décadas del siglo XXI: rituales apotropaicos, estrategias contra el caos, las únicas al alcance de Ben Lerner, un esteta que, pese a todo, se resiste a perder su fe en la literatura y repite como un mantra los lúcidos versos de Marianne Moore:

Poesía

A mí también me desagrada.
Sin embargo, si la lees con un perfecto desprecio
Puedes descubrir en ella, después de todo,
Un espacio para lo genuino.

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