Cuando un estornino te visita


El último día del estornino (portada), de Gerardo Fernández Fe.



“¿Sabes, inocente muchacho, que todo esto es un delirio, 
un delirio absurdo, porque aquí hay una tragedia?”,
preguntó Dimitri Fiodorovich Karamázov.
Exergo de la novela El último día del estornino, de Gerardo Fernández Fe)


¿Un estornino puede tener la cualidad metafísica de un alción, de ese alción del que nos hablaba Nietzsche? 

¿De la misma forma que hay una categoría “superior” de hombres, que el propio Nietzsche llamó “alciónidas”, puede existir para el hombre —como diría el filósofo francés Gilles Deleuze— un devenir estornino? ¿Tal vez en algún momento de nuestras vidas, una “decisión estornina de dejarse caer”?

Supongo que sí, si atendemos a lo que en forma simbólica define al estornino como ser de la naturaleza, como ave: libertad y, al mismo tiempo, cooperación amistosa; sabiduría e inteligencia cordial; emisario entre dioses, espíritus y humanos. 

Se dice que, si un estornino aparece en tu vida, el universo observa tus movimientos; si entra en tu casa, la buena fortuna te llegará. 

Se dice más: cuando un estornino te visita, es tu ángel de la guarda velando por ti; el espíritu de un ser querido, ya muerto, que quiere darte consuelo. 

Pero, como todo símbolo, el estornino tiene un significado ambivalente. Al ser un viajero y explorador de lo desconocido, es símbolo de renacimiento espiritual, pero también un mensajero de la muerte. 

Se trata aquí de una novela —El último día del estornino (Audere Libros, Miami, EE.UU., 2023)— que sigue ahondando en esa condición intersticial de la literatura que hace Gerardo Fernández Fe

Como en la mejor escritura posible, esta se hace a partir de esos pliegues de la conciencia que forman los libros leídos, los autores que nos acompañan, ciertas películas escogidas, la música que nos gusta. Y también de las mezquindades humanas, la familia y sus silencios, lo que pertenece a la segunda existencia y no se puede hablar: “la cara no revelable del pasado”, “el lado C de las cosas y de las personas”, dice el propio autor en una entrevista que le hizo el cineasta Carlos Lechuga. 

No está de más decir que esta novela, escrita en Cuba en los años 2009-2010, cuenta con dos ediciones. La primera, por la madrileña Viento Sur Editorial, 2010. La segunda, la que arriba señalamos. 

Un detalle casi inadvertido, pero no menor, es cómo varía su título de una edición a otra. La primera edición cuenta con un subtítulo, “notas para una novela”; lo que puede aludir a la también condición de ensayista de Fernández Fe. Es decir: aquel que tantea, que busca y encuentra, pero también se des-encuentra, al tropezar con caminos novedosos en el acto mismo de escribir.

Ese es también, para mí, el carácter dubitativo y perplejo que tiene lo mejor de la escritura literaria. No sólo de la contemporaneidad, en cualquiera de sus variantes, sino desde que el mundo es un miserable plano de la realidad que habitamos. Es decir, desde que la realidad cayó hecha pedazos a partir del seno de la perfección. Cayó, sí, con un gemido que se resuelve en palabras que siempre esconden algo más, no con un grito.

Ya sabemos que la realidad del lado de acá del velo de Maya, este fragmento “humoso” y minúsculo donde sin remedio existimos los humanos, no es más que un juego de sueños y fantasmas, vida y destrucción, espejos que devuelven imágenes deformadas. 

En otras palabras, este mundo en que sufrimos, gozamos y nos hacemos preguntas los humanos, no es más que el vaivén incesante de esas imágenes e historias necesitadas de ser narradas. Por supuesto, siendo un caleidoscopio dual y tantas veces siniestro, el juego es acompañado por su contraparte radical. Tras la realidad, vela lo duro y permanente del ser: lo incambiable no es más que el sueño de un demiurgo ¿malo?

Lo que nos parece supuesta sencillez en la trama de la novela esconde su complejidad real, dada en la superposición de planos entre lo real y lo ficcional. Así, la trama se estructura en tres capas o flujos narrativos, que se superponen y se interfieren mutuamente: existencias posibles y soñadas, vidas dentro de otras vidas, personajes que desde lo ficcional entran en la historia contada por alguien. 

En el primero de estos flujos, el ornitólogo aficionado, Luis Mota, desde una biblioteca dispara su imaginación incontenible en varias direcciones. El segundo, la historia de infidelidad protagonizada por la madre de Amaranta y Octavio Forlán. El tercero, las diversas narraciones que le cuenta Forlán a la madre de Amaranta en sus encuentros amatorios clandestinos.

Como la realidad es este tejido ficcional, entonces a ella concurren las historias desde diferentes afluentes —que todos dan a la mar que es el morir, diría Jorge Manrique—: películas y personajes del cine negro, series televisivas, obras de la literatura universal. Y la más cruda, violenta y desordenada realidad: los años sesenta en Cuba y el contexto represivo, acá, de la Praga de 1968; la violencia “revolucionaria” en Venezuela; los francotiradores en el conflicto en la Yugoslavia de los años noventa; la trata de personas en la Europa pos-socialista.

Este mundo, donde se mezcla sociedad de consumo, cultura de masas y cultura letrada, aliadas a la violencia y al sinsentido, es con seguridad más perturbador que aquellos juegos y burbujas de la imaginación que descubrieron los pensadores del Upanishads en la realidad, después de su inmersión y vuelta a casa desde el seno de la divinidad.

La novela comienza con el último día de Luis Mota, cuando este, después de haber visto a un estornino morir a sus pies días atrás, a la salida de un cine, va a la Biblioteca Nacional de Caracas en busca de información sobre sus migraciones y hábitos de vida. 

Una confusión en el título —Los estorninos en las mesetas españolas: revisión de algunos aspectos de su biología— le pondrá en sus manos las 522 páginas de Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia, de los franceses Gilles Deleuze y Felix Guattari. Y, en el centro de ese libro, como en el centro de un mundo no vertical, sino rizomático y horizontal, Luis Mota encuentra cuidadosamente escondida un arma de fuego.

Como en los sueños, a partir de aquí se destapará la imaginación “supurante” del narrador y las historias comenzarán a encadenarse. Así, cada una de estas historias, en la superposición de sus planos, puede ser vista como una meseta interconectada que genera, por necesidad, la próxima meseta desde la imaginación como rizoma. 

Esta conexión sólo es posible a partir de la conciencia de que no existe un centro, un único narrador que las genera. Tal vez aquí la metáfora de la “cadena de Markov”, en el sentido en que la emplean los dos pensadores franceses, no esté fuera de lugar.

Como sugiere la novela, este sueño no es más que muerte: un libro (Mil mesetas, deleuzianas y guattarianas) con un hueco en el centro. Y, en ese hueco, una pistola Colt .45 ACP, modelo 1911. 

Entonces, como dice quien narra al final de la novela, cuando ya todo está circundado por una muerte indetenible: “La muerte, no. Ni siquiera es un tema. Eso, la muerte no es un tema”. 



Gerardo Fernández Fe, por Alejandro Taquechel.


¿La muerte no es un tema? ¿O la muerte no es más que el tema oculto de esta ficción? La muerte en el comienzo de su trama, cuando, a la salida de la Biblioteca Pública Central, cae un estornino moribundo a los pies de Luis Mota. Y también en sus últimas páginas, cuando todo conduce a esa misma sensación de muerte y deserción y es el propio Mota quien cae abatido por las balas. 

Son temas predilectos que hemos visto ya en la escritura de Fernández Fe: la muerte como traición a la vida, pero también la traición como muerte social. En fin, la muerte como un túnel, un “agujero negro” en el tejido evanescente de lo real. Un devenir que afecta al territorio, que se abre al cosmos, que lo perfora y lo lleva a una catástrofe. Un delirio absurdo que bloqueamos con La falacia, nombre de su primera novela publicada en La Habana moribunda de los años noventa. Era el llamado Periodo Especial. 

Sin embargo, puede también suceder que esas fuerzas del caos, ese hueco desbordado de historias y ficciones, puedan ser contenidas, calmadas, remansadas en el ritornelo que, por sucesivos agenciamientos, forma el territorio. 

Trazar un territorio literario, entonces, ¿será como construir una tierra menos ajena, menos cruel? Es decir, un centro de intensidad que puede ser “muchos, diversos, en varios lugares a la vez”. 

Ese territorio, adaptado a su criatura, en el que se mueve la novela —suerte de Umwelt político—, se ubica entre los años cincuenta y ochenta del siglo XX. En diferentes regiones geográficas signadas por contextos sociales altamente represivos y, a la vez, desrepresivos: Caracas, La Habana, París, Praga y la Europa pos-socialista.

Por eso los personajes, que van avanzando y definiendo territorios desde la memoria, la imaginación y el recuerdo, son como sueños dentro de otros sueños: sublimaciones de deseos ocultos. 

Por eso, también, es la psiquis reprimida —el hueco que es la muerte, “el vacío peligroso”, y la presencia de armas de fuego: Colt 45 y Makarov— la que crea esos relatos que caen por una tangente y terminan con la muerte de Luis Mota, personaje que “parece” —y digo “parece” con toda intención— definir la trama principal. 

Se trata de un personaje creado por el narrador de historias y novelista en ciernes Octavio Forlán, en sus encuentros con la madre de Amaranta, quien, no sin estupor e incertidumbre, recepciona tanto su potencia erótica como sus invenciones literarias. 

De la ficción a la historia a las historias personales de otros personajes a una posible historia real, más imaginada que real. 

Creo que el momento culminante de esta incertidumbre narrativa y vital en la novela, de estos flujos que se superponen en una trama incluyente y conectiva, donde “los heterogéneos se encuentran en las líneas de conexión o juntura del rizoma”, es cuando coinciden en la biblioteca, como personajes reales, el narrador Luis Mota y la receptora de historias y madre de Amaranta. Es decir: el creador y su criatura. 

Uno no puede dejar de pensar en ciertos juegos narrativos del cine negro y neo noir. Y en Hitchcock, por supuesto. 

Si atendemos a la dupla de filósofos franceses Deleuze-Guattari, autores de Mil mesetascapitalismo y esquizofrenia, como referente fundamental de la novela, lo que se construye paseando en este territorio diverso es un personaje rítmico que es, al mismo tiempo, un paisaje melódico y que, por tanto, deviene el estilo distintivo que tienen las ficciones de Fernández Fe. 

Sin embargo, ese centro como territorio no es más que el espacio nuboso de mil entrecruzamientos, “como dicen que se ven ciertos sueños”. Y, por supuesto, son las mil mesetas de las que nos hablan Deleuze y Guattari. 

Si la existencia humana no es más que una ficción que casi siempre ronda lo siniestro, entonces creadores y criaturas, escritores y lectores, conformamos las piezas maquínicas e intercambiables de ese caleidoscopio que, por pura convención, llamamos vida, ¿así como se mueven en su vuelo, con ritmo acompasado, los estorninos?

De aquí al mundo o biblioteca como laberinto de historias, personajes e imaginación, no hay más que un paso: la biblioteca como vida, la vida como potencia deseante: acumulación y rizoma. 

Así lo decía el crítico norteamericano Harold Bloom cuando escribía sobre Jorge Luis Borges como ineludible referente: la literatura no es una simetría ni un sistema, sino una enciclopedia del deseo vastamente proliferante.

En similar forma lo pensaban y lo piensan muchos de los autores preferidos de Fernández Fe (Borges, Piglia, Sebald, Pitol, Flannery O’Connor, John Cheever, Philip Roth): la escritura es un movimiento del deseo, desde lo inconsciente; la búsqueda de un territorio vital y universal.

Así, casualmente y sin comprender, lo lee Luis Mota en Mil mesetas: “la literatura es un agenciamiento”. Tal vez —agrego— un subrepticio del deseo de ser mejores seres humanos. Esa es también, como poeta, ensayista y novelista, la voracidad lectora e imaginativa de Gerardo Fernández Fe. 

Vuelvo a la pregunta inicial: ¿puede existir una metafísica del estornino? 

Sea la respuesta que sea, lo cierto es que quien los ha visto en vuelo colectivo, haciendo esas extrañas figuras oscuras que crecen y decrecen melodiosamente, no los puede olvidar. 

Por lo demás, una antigua leyenda budista refuerza este sentido metafísico, al convertirlos en guardianes de la casa del Buda, ya Iluminado. Un día —con más sosiego— podré dedicarle más palabras a esta peculiar novela que sigue indagando en los “entresijos de la naturaleza humana” y en la fundamental incertidumbre y soledad —aunque acompañada— de todo existir. 

Por el momento, dejemos que este delirio ascienda, ¿o tal vez descienda?, al compás de la buena literatura y del vuelo de los propios estorninos que nos han convocado en un domingo de resurrección. O, al menos, con ese mismo deseo de armonía y entrega al viento que los circunda. 

Que nos circunda.





gerardo-fernandez-fe-escritor-entrevista

Fernández Fe y el lado C de las cosas

Por Carlos Lechuga

La literatura cubana está llena de escritores sobrevalorados, pero esto no es algo que caiga del cielo: ocurre porque ellos son los primeros que se lo han creído demasiado y sobre todo porque con esa misma intensidad se miran a diario en el espejo”.