Desorejados

En la dantesca iconografía de El Bosco sobresalen dos enormes orejas cortadas, traspasadas por una flecha y atravesadas por una navaja. Las vemos en el panel derecho del tríptico El jardín de las delicias que cuelga en el Museo del Prado. 

Evitaré el lugar común de referirme a la navaja erecta como símbolo fálico para concentrarme en lo más enigmático: esas orejas cercenadas que evocan la sordera ante la palabra evangélica: “quien tenga oídos para oír, que oiga” (Mateo, 13:9). 

Para el profesor Marius Schneider (maestro de Cirlot): “la oreja es el órgano esencial de la percepción mística”. Fiel a su contexto medieval, para El Bosco las orejas mutiladas son un conjuro diabólico, de ahí que aparezcan en la tercera tabla, titulada “El infierno musical”, donde ya ni siquiera oyen el escandaloso pandemónium. Incapaces de percibir la voz celestial, encarnan la sordera demoníaca. 

La sordera influyó en la pintura de Goya, haciéndola más pesimista y sombría, mientras que redundó positivamente en el estilo de Beethoven. La oreja que se cortó Van Gogh en enero de 1889 generó dos autorretratos con vendajes, uno con pipa y otro sin pipa. Cuando el pintor holandés se autolesionó, ofreció su oreja a la prostituta Rachel: se trata del ritual taurino que consiste en cortar las orejas al toro y exhibirlas como trofeo simbólico. En un anfiteatro romano de Arlés se celebraban corridas desde antaño, y en 1888 Van Gogh pintó una lidia en ese ruedo. 

Castigar —o castigarse— con estas amputaciones se remonta a casi cuatro mil años, como leemos en el Código de Hammurabi: “al esclavo que reniegue de su amo, que se le corte una oreja”.

En la película Un perro andaluz (Buñuel, 1929) vemos una mano llena de hormigas: obsesión onírica de Salvador Dalí que se repite en los relojes blandos de La persistencia de la memoria, donde los insectos devoran la mórbida carne del tiempo. David Lynch rinde homenaje a Buñuel y a Dalí con la oreja cortada, plagada de hormigas, que descubrimos en el minuto 6 de Terciopelo azul (1986). Esa oreja humana extraviada en la hierba equivale a la mano llena de hormigas de Un perro andaluz. A su vez, la oreja que el sádico Sr. Rubio le rebana al policía atado a una silla en Reservoir Dogs (Tarantino, 1992), es un guiño a Lynch y, por extensión, al desorejado Van Gogh.

Tanta violencia acústica devino botín de guerra en 1967, cuando soldados de la “Tiger Force” cortaban orejas vietnamitas para confeccionar macabros collares.

Mi maestro José Lezama Lima —a quien todos conocen, pero pocos leen— escribió el relato “Invocación para desorejarse”. Antaño en Cuba “desorejado” significaba “desfachatado”. Pareciera que el personaje del cuento es castigado por descarado, aunque se dice al principio que le cortan las orejas para que le entre el sombrero, lo cual sugiere una sombría versión tropical del Lecho de Procusto. 

Cuando arrestan a Cristo en el Monte de los Olivos, Pedro desenvaina su espada y le corta una oreja a Malco. Súbitamente, Jesús repone la oreja de Malco en su lugar. Este milagro reaparecerá quince siglos después como conjuro diabólico en las orejas cortadas que El Bosco pintó en su “Infierno musical”.

Hoy cuando todo es ruido, ya nadie oye la música de las esferas de Pitágoras, ni tampoco “el silencio infinito de la noche” de Pascal. Nacemos en la Trompa de Falopio para morir en la Trompa de Eustaquio.





Manuel Pereira y Gabriel García Márquez

Manuel Pereira

Manuel Pereira

24 horas más tarde aterricé en La Habana y le entregué ese texto clandestino (no anunciado) a Carlos Rafael Rodríguez. Poco después Crónica de una muerte anunciada fue publicada simultáneamente en Colombia, en España, en México y en Argentina. Obviamente el Gabo había obtenido el imprimátur de Fidel Castro, como compete a toda alta autoridad eclesiástica o ideológica. La Edad Media casi en estado puro.