Éxodo, drama y destinos intermedios en ‘Avándaro’



En octubre pasado la Editorial Traveler presentó en la librería “Antonio Machado” de Madrid la novela Avándaro, de Gabriela Guerra Rey, ganadora del Premio Juan Rulfo en 2016 con Bahía de Sal, primera entrega de La trilogía del agua, “obra mayor en la que se enmarca esta historia”, nacida de experiencias, sucesos, imágenes soñadas y la explosión verbal de la escritora, quien nació en La Habana en 1981 y estudió Economía y Periodismo antes de irse a México donde ejerció como editora y periodista. 

Como en la Numancia de Miguel de Cervantes y en la ficticia Comala de Juan Rulfo, en Bahía de Sal el pueblo es el protagonista, aunque la historia es contada por María de la Sal, un personaje omnisciente que relata su historia y la de su gente “para rescatar el pasado que convertirá el futuro en sueño promisorio”, sin laberinto ni situaciones transferidas de una generación a otra. Lo mismo ocurre en Avándaro donde Apolonia Tolentino Ibarra, posible alter ego de la autora, evoca el éxodo y describe la inserción de su familia en un país transfronterizo “que enfrenta los desafíos de la modernidad”.

En Avándaro, “ese mundo único y cautivador” rodeado de bosque y agua, y poblado por campesinos, pescadores y mercaderes, es también una estación de tránsito de narcotraficantes, terroristas y militares que negocian con la violencia y acentúan el drama de personajes con destinos intermedios, seres ficticios de apariencia real, abordados con lirismo reflexivo desde la técnica del realismo mágico, que reivindica el absurdo en la vida y en el arte.

Las claves de este libro de 185 páginas estructurado en tres partes temporales parten de las vivencias, la sensibilidad y el universo literario de la narradora, quien aborda con naturalidad la sombra de la muerte sobre familias signadas por éxodos y tragedias en movimiento que se nutren de circunstancias propias ―y ajenas― de entornos abiertos a trasvases humanos e identidades en peligro. 

Como en El reino de este mundoPedro PáramoBomarzoCien años de soledad y otras obras del realismo mágico, en Avándaro los sucesos irreales son algo normal y posible, y algunos personajes pasan de lo real a lo mágico sin percatarse, lo cual suele atrapar al lector. 

Es difícil lograr la atmósfera sensorial, misteriosa, fantástica y extraña de la mítica Comala, donde Juan Rulfo insertó a Juan Preciado, el personaje principal de su novela Pedro Páramo. Sin embargo, la Apolonia de Avándaro se adentra asimismo en un territorio difuso, entre lo real y lo sobrenatural, pues “aquí la felicidad es búsqueda y no destino”, aunque esa búsqueda parte de la nostalgia, la soledad y la pérdida de las protagonistas, que cierran el ciclo al retornar al punto de partida y volver para testimoniar ese mundo brutal, versátil y feraz tamizado por la ficción.

En esta novela el espacio envuelve la historia y todo ocurre en ese espacio, como en la fortaleza de El castillo, de Franz Kafka, o en la playa de El extranjero, de Albert Camus, pues “el tiempo y el espacio influye en la manera de narrar”. 

El éxodo de una familia insular ―¿la isla de la autora?―, la tragedia implícita y los dramas del lugar de inserción son solventados por la imaginación, que juega con el tiempo y la mente de los personajes quienes viven “una vida en la piel y otra en la memoria”. 

Como advierte Ana Galiano en el Prólogo, “todos somos la isla que vuelve, una y otra vez, al regazo redentor de las palabras”. Y esa otra isla y otra vida se desliza con lirismo alusivo en las páginas de Avándaro donde Gabriela Rey “reflexiona sobre la vida, el amor y la esperanza en medio de la adversidad”, mientras juega a ser Dios a través de la joven narradora omnisciente, los personajes, el entorno, y las palabras e imágenes que generan admiración, odio, necesidad, sorpresa, rechazo, incomodidad, placer o desdén, pues la autora sabe rescatar o ficcionar vidas sombrías y actos terribles, en tanto pone los conocimientos técnicos que posee al servicio del relato y su estructura interna, la longitud de las frases y el ritmo de las palabras. 

Se agradece en esta novela la ausencia de tópicos y vaguedades de la cultura de la cancelación impuesta en Occidente por ideologías, entidades y negocios espurios. Las mujeres que priman en sus páginas tienen el potencial propio de las mujeres, esculpidas por “el yo y las circunstancias”, no por el género, el victimismo, ni las modas. Y la voz femenina que desenreda los nudos del éxodo, la tragedia familiar y el avatar de los pobladores del lugar, no alecciona, sino que bordea los fantasmas ―personales y míticos― y el reto de enfrentar la realidad en otra geografía.

Hay, por supuesto, ciertos guiños de la escritora a su infancia y juventud en Cuba, a su ciclo vital y profesional en México, al periodismo, la música, la radio, la simbología de la muerte en Hispanoamérica, la emigración, la violencia, la maternidad, el agua, la selva, el circo, las ferias y algunos símbolos literarios del realismo mágico, la Biblia, la poesía. Todos en función de la escritura. 

La autora sabe que “no hay paraísos potenciales cuando se ha nacido en el corazón del abismo” y agradece “el camino, el largo viaje, el tránsito, lo inestable, la incertidumbre, la nostalgia, el miedo y el hambre”.





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