‘La isla vertical’, una experiencia felizmente agónica

“El mundo está a punto de cambiar”. Y cambió.

He trasnochado convencido de que el futuro siempre es mejor, pero el mundo se empeña en demostrarme lo contrario. Voy a todo tren pensando que las personas son mejores que antes. Sobre todo, diferentes.

Entonces, el “virus mental” florece “sutil y lentamente”, y cuanto pueda haber de mejor en el futuro es engullido por esa enfermedad terrorífica y ¿despreciable? definitivamente. Estamos enfermos hasta la médula. Es como el adoctrinamiento que se aprovecha del producto futuro.

Terminar La isla vertical de Miguel Coyula fue una experiencia felizmente agónica. Por momentos estaba en aquel lugar asfixiado, experimentando síntomas de mis enfermedades: mental y respiratoria. Aunque parezca masoquista, es un estado disfrutable. Es como extrañar síndromes cargados de sensaciones angustiantes y palmarias que ahora me fortalecen.

Todo ello, de alguna manera, me hace beber las veleidades y trastornos que de apariencia y belleza —o su búsqueda— me están llamando y convidando con ansias concupiscentes, dentro de aquella mole arruinada en su estructura, con su alma rodeada de agua y miedo.

Huir o perecer, traicionar o vindicarte, enfrentar o malgastar, nadar o robar. Todo ello zarandea mi cabeza junto al olor del placer que me toca a la puerta. Erotismo oscuro y delicioso que me absorbe.

Sensaciones, estremeciéndome en una estructura que me convoca a construir la historia a mi antojo y necesidades, la lectura se hace más vívida y participativa. A veces llegué a tropezar en los escalones resbalosos por la sal; estornudar poseso por una humedad traicionera; echar mano a mi inhalador para aliviar la “falta de aire”; hacer estiramientos con mis extremidades que siento cómo se oxidan cual viejo fierro abandonado a la crueldad de la mar.

Estamos enfermos hasta la médula.

Hay personajes de la novela que se parecen a personas que han estado cerca de mí. Esto me provocó un disfrute extra artístico que me hacía soñarles nuevos destinos.

El escritor británico William Somerset Maugham decía que ya no sabía diferenciar en su obra la realidad de la ficción. Algo así siento en la verticalidad de esa mole arcaica, agonizante como mi propio espacio vital; que me grita, me absorbe, me limita. Pero también me impulsa a tomar decisiones que han estado a la espera.

Cuando leía “sardinas y tilapias rojas” no pude evitar los deseos de vomitar. Más de una vez, entre líneas, sentí deseos de morir, pero era obstinadamente más fuerte el deseo de vivir y matar. Me produjo sentimientos homicidas. Me preocupé. ¿Estoy tan jodido?

Todos los personajes son un poco yo. No dejaba de pensar que los ríos y las cloacas desembocan en el mar.

“¡Obsesivo y con cierto hedonismo patológico!”, me decía un profesor que tuve cuando estudiaba adicciones.

El mar —la mar— y yo tenemos relaciones de amor y odio muy estrechas. Sobradas experiencias, buenas y malas, son parte de mi vida: recuerdos con mi padre, mis aventuras de pescador submarino, el miedo ante su fuerza. 

Tuve miedo de montarme en una lancha que me vino a recoger en el 80. Yo tenía 16 años. Hoy casi me es imposible esa relación frente a su inmensidad y su poder.

El sufrimiento del isleño se te hace maldito. Es la condición infame que atormenta a estos seres. Recuerdo toda “la isla en peso” y se me viene encima. De alguna forma, esperaba que se derrumbara aquella mole vertical. Como yo, creo que mucha gente. Pero no, vas a cargar con ellos, coño, hasta el final.

Aquella mole arruinada en su estructura, con su alma rodeada de agua y miedo.

Ni la ucronía te separa de la realidad. Lejos de eso, el latido y la respiración de los personajes se evidencian con crudeza. Están tan vivos que todos pueden morir en la aventura.

Hay otros muchos dolores, ansias revueltas en el amor y el sexo. Son más propias que de aquellos que se disputan los sucesos en palabras escogidas. Errores trágicos que no dejan de pesar sobre mi espalda.

“El mundo está a punto de cambiar” y se acabarán los combustibles fósiles, pero tendremos otros.

Algunos animales no sobrevivirán, otros sí, habrá mutaciones y nacerán otros.

El planeta se jode, colonizaremos otros.

Explotaremos más los océanos y los casquetes polares.

Podemos ser clonados.

Podemos crear una nueva criatura y eso es más fácil que curar; aunque podemos curarlo todo.

Haremos nuevas formas humanas y animales mejorados.

La inteligencia artificial hará singularidad.

Los alimentos transgénicos serán más sabrosos.

Trascendemos.

Nada es para siempre.

Lo muerto alimenta lo vivo.

Lo único seguro es que vamos a morir. Ya no de la misma forma.

Y tal vez ni eso sea posible sin libertad.

Huir o perecer, traicionar o vindicarte, enfrentar o malgastar, nadar o robar.

Casi no nos reconocemos como humanos. Más que la degeneración futura; los degenerados del presente pululan, se adueñan de las mentes y los cuerpos vivos.

He estado en el pasado, en el futuro y ahora estoy atrapado en un presente involucionado, hasta el punto que ni cinco finales en La isla vertical bastarían para amasar la esperanza. La tragedia fue y es inevitable. El futuro, tan incierto como pretendido impredecible.

Caí tentado a regalarle otro final al autor, como él te convida, modificando Los elegidos, un cuento que escribí hace muchos años: 

En un lugar del futuro, donde hay una torre regidora de toda la vida en las dos únicas partes de ese mundo (Norte y Sur), cada año se seleccionan dos personas que compiten por el honor de quitarse la vida lanzándose desde lo alto de la torre sin mar debajo. Desde esa torre vertical, El Elegido se lanzó eufórico y victorioso. Hoy sobrevive repleto de aleaciones metálicas, observando cómo otros muchos como él sucumben ante la gloria de morir en vano.

La solución alternativa me hace volver a un goce donde lo inhóspito y la atracción se vuelven una figuración pictórica y cinética, donde puedo mover las imágenes a mi antojo. Sentí una sensación de placer extraordinario cuando la narración me lleva al azul, a los laboratorios de DNA 21, y comienzo a ver la película Corazón Azul atada a La isla vertical.

Lumoa, un controvertido personaje de La isla…, hace su aparición y es como si te tocaran a la puerta los acontecimientos más cercanos en el tiempo. Han ido a parar a ese otro tiempo que pudo y no pudo ser, y que insiste en hacerte aterrizar en la más contradictoria realidad, la que te atragantas día por día.

Más de una vez, entre líneas, sentí deseos de morir, pero era obstinadamente más fuerte el deseo de vivir y matar.

Respecto a lo que generó la presentación de la novela en Madrid, no voy a decir nada. Cada quien tiene derecho a hacer de su percepción de la realidad, o de su conocimiento real de los hechos, lo que le venga en gana. La ficción siempre ha utilizado personajes reales en sus historias. De hecho, el autor confiesa que todos sus personajes están extrapolados de la realidad a un contexto de ficción y quizás, como en Somerset Maugham, ya ni se diferencian entre sí.

No escuché lo que dijeron ni el autor ni el presentador en Madrid, porque no quería estar permeado de ninguna manera antes de leer la novela. Ahora creo que tampoco lo haré para no joder el proceso de disfrute del texto.

Quizás como la curiosidad mató al gato, lo haga en otro momento.

Es admirable cómo la novela se mueve en realidades ucrónicas y distópicas. Siempre he estado ávido de un arte divergente. Sentir cómo nuestra realidad se acerca a lo inevitable, si las cosas no cambian de rumbo. Así mismo me sucedió con Corazón azul. Me sorprenden los argumentos de Miguel Coyula y sobre todo la forma, las maneras de plasmar su belleza —no la belleza. La suya es de esencias.

Cuba y su mierda convidan a escapar, como en algunos finales de La isla vertical. De cualquier manera, no pienso “asesinar a mi demonio mental”.

“La superioridad numérica no cuenta… ya estamos en una revolución de muertos peleando por más espacio en el cementerio”.

“Todo sucedió tan rápido que fue imposible buscar lógica alguna”.Esa página de la novela casi me provocó una compulsión por rellenarla con mis palabras: “Culpa…, pude… ido… silencio…”.


© Imagen de portada: ’La isla vertical’ (detalle), una novela de Miguel Coyula. Editorial Deslinde.




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Magali Alabau


Magali Alabau

Magali Alabau. Poeta. Nació en Cuba y reside en Nueva York desde 1968. Estudió teatro. Ha publicado entre 1986 y 2016 nueve poemarios.