‘Los intrusos’ o lo que queda de San Isidro

I

Uno de los mayores documentos de la “cosa” cubana es una película titulada Nadie escuchaba (1984). Podemos resumirla diciendo que los testimonios sobre la represión castrista no encontraban receptores. Es un documental sobre el silencio.

Cuarenta años después de estrenada, leo en Los intrusos que su autor, Carlos Manuel Álvarez, se autoimpuso el silencio como forma de enfrentar a la policía, a sus interrogadores. Es contradictorio ese mutismo, si nos percatamos de que el estilo de Álvarez se localiza en las antípodas de toda mudez. Sin embargo, el gran acierto del libro es ese: poner el centro en esa desconexión.


El silencio es lo que el poder no puede soportar, porque sólo puede recurrir a él quien no teme. Silencio es tajo. Es no establecer ningún nexo con esos otros. Si Dios es Abismo y es masculino, junto a él reposa el Silencio, una entidad femenina, y quedan de este modo hermanados, como ha vistoPietro Citati. 

El silencio es el Gran Restaurador. El silencio afea. Durante demasiado tiempo la lucha de los cubanos contra el régimen totalitario ha sido algo así como un “acontecimiento sin testigos”. No es que no haya habido voces, es que esas voces han clamado en el desierto. 

De lo que no se puede hablar, mejor callarse. Pero en el caso cubano, nos ganan por cansancio, porque vaya si se ha hablado. Si después de medio millón de libros sobre los crímenes del comunismo hay que seguir hablando para confrontar y denunciar, es que todo lo transitado, si no ha sido en vano, al menos es apenas nada.

Aquí el autor no narra su viaje al laberinto: más bien ensaya su encuentro con la Gorgona y, a partir de esos sucesivos ejercicios retóricos, vamos rearmando un mosaico que comprende las breves biografías de los acuartelados y los pasajes, las estaciones del héroe trágico en su trayecto al encuentro con los amigos y familiares, que es también un descenso a los infiernos. 

Esas “vidas breves” las leemos como piezas que se van anillando y a cuyo centro ha viajado el autor para insertar la suya. Si el Estado es una máquina continua de ficcionar, Álvarez responde con hojas de vida sacadas de la realidad más pura y dura.


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II

Hoy dos libros cubanos relativamente recientes que narran retornos. Uno lo escribió Néstor Díaz de Villegas (De donde son los gusanos, 2019). El otro es Los intrusos (2023). 

Díaz de Villegas salió de la prisión política en Cuba en 1979 y regresó por primera vez a La Habana casi cuatro décadas después, para detenerse impávido ante las ruinas y hablar como un poseso con todo el que se le cruzó. Llegó incluso a leer poesía en público. Nadie osó molestarlo. 

Para Díaz de Villegas, La Habana es todavía reservorio de poesía: visita frente al Malecón a Omar Pérez, poeta ecologista, y no muy lejos de allí, la casa de Lezama en la calle Trocadero es la Morada Filosofal. Todo está en estado ruinoso, sí, pero su viaje tiene mucho de reencuentro y poco de descenso a lo oscuro. 

Con un ejemplar de los diarios de Lezama en su equipaje, Álvarez, por el contrario, avista a las Bestias y al revés de Díaz de Villegas. Hace una travesía inversa: viaja al encuentro con sus captores, sólo que a cambio les deja silencio. 

Lo detienen, lo interrogan, es insultado y calumniado por la televisión nacional. Nos cuenta algunas escaramuzas, pero son como pretextos para ensayar. Su voz, hablando ahora para sus lectores, termina prevaleciendo por encima del resto de los acuartelados. De hecho, casi no escuchamos otras voces fuera de las oportunas acotaciones en las breves biografías.

Quizás sea el libro reciente que más visibilidad aporta del agente policial del totalitarismo, ese sujeto semianalfabeto, sin recursos para lidiar con esos a quienes desea amedrentar. Al leer sobre tales personajes de poca monta, investidos de interrogadores y vigilantes, con su extensa red de miserables informantes y colaboradores, no puedo dejar de pensar en los “Sonderkommandos”, aquellos judíos que en los campos de exterminio estaban a cargo de las cámaras de gas y los crematorios, incluso de mantener el orden. 

Llegaron a organizarse partidos de fútbol entre ellos y los soldados y oficiales alemanes de los campos. Para Agamben (Lo que queda de Auschwitz), ese es el verdadero horror del campo, pues representa “la cifra perfecta y eterna de la ‘zona gris’, que no entiende de tiempo y está en todas partes” y de ella proceden la angustia y la vergüenza de los supervivientes.


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III

Un régimen como el cubano puede ser muchas cosas a la vez. Puede ser sutil, aunque la mayoría de las veces sea lo contrario. Puede cabildear en voz baja, aunque ame los altavoces. Es locuaz y a la vez balbucea. 

De quienes nos oponemos a ellos, se espera siempre que seamos no sólo directos, sino también oportunos, clavarles el dardo en el momento y lugar precisos. Sobre quien opta por callar recae una sospecha: no ha sabido obrar, cuando menos. 

A propósito de los sucesos de Cárdenas en los que se vio envuelto Álvarez, y que muchos seguimos por las redes sociales, era bastante común escuchar la opinión de que nunca hay que subir a una patrulla de policía por los propios pies. Esta reprimenda es similar a la que se le hace al silencio, a creer que tenemos la obligación de hablar. La tragedia de Cuba ha estado también en esa incapacidad para ver en la voluntad del otro un acto plausible de desobediencia.

Cuando Antonio José Ponte escribió un libro como La fiesta vigilada, Fidel Castro todavía estaba vivo. Allí se nos detallaba la instrumentalización de un campo en permanente escrutinio. Los intrusosnos trae el post festum, los instantes precisos en los que el caudillo acaba de morir y el eco de sus palabras todavía resuena, en una conversación en el apartamento de una amiga que fue testigo del cierre de la planta nuclear de Juraguá.

Por mucho que el gobierno alardee de cosas (los gobiernos viven de alardear, ese es su tráfico mayor), la idea de Cuba que nos hacemos es la de una playa que se ha ido vaciando, una larga fila con vistas al mar, un aeropuerto inabarcable por la mirada. 

El silencio marca el vacío de las cosas, pero también sabemos que ese es apenas el reverso, porque si algo sella lo cubano es el ruido. Sus mejores libros están hechos de lenguaje, del sonido de demasiadas palabras encadenadas, tiradas sobre la página en blanco, como sabiendo que no habrá lectores, sino descifradores para ellas.


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IV

Mi principal disconformidad con Los intrusos tiene que ver con el reflejo de esos personajes y de esos hechos: esta no es la crónica de ellos, sino la de Carlos Manuel Álvarez. Y aquí entiendo que podamos también preguntar la razón de este viaje. 

Álvarez mismo no lo tiene demasiado claro. Las razones se van dando, como se fue llenando de una misteriosa energía para lanzarse a un terreno de béisbol ante las cámaras de la televisión, en pleno juego del Clásico Mundial en Miami. 

Durante muchos años, el retorno fue puesto bajo vigilancia, formó parte del delirio de la sospecha, enfermedad pueril del exiliado. Creo que Álvarez reivindica la voluntad de regresar, pero a la vez necesitaba ese vértigo, la coartada de una ruptura total que, a la misma vez, mostrara al mundo (sobre todo a su mundo, su entramado de relaciones dentro de la izquierda cultural, que es pleonasmo dicen) la actual naturaleza de ese régimen indefendible.

Los libros de crónicas apelan casi siempre, y sobre todo, a unos hechos y a unos personajes más o menos reales. Muchas veces el autor, sin quedar en la sombra, nos deja saber que los protagonistas son los otros. 

San Isidro fue desarticulado entre la cárcel y el exilio y una gran interrogante pende sobre su existencia futura. Como sobre toda Cuba. Quien lee Los intrusos guarda la secreta esperanza de que no será la última vez que se escriban libros sobre San Isidro.




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