Cuando para el centenario del autor de La isla en peso se publica la Edición del Centenario de la La isla en peso (Unión, 2011), bajo compilación y notas (prologales o no) de Antón Arrufat, pero no se incluye en su nómina el poema “La Gran Puta”, es porque, en cuanto a las relaciones Estado-sujeto-literatura, y como dice Michel Deguy en La energía de la desesperación, de lo que se trata es de “obrar en calidad de obrar con la verdad y engañar, como hace la mala literatura con los buenos sentimientos”.
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Cuando el escritor y albacea Antón Arrufat, en su “Nota prologal” a la Edición del Centenario de La isla en peso, deja caer de Virgilio Piñera —como de soslayo y al descuido— que “a su muerte se encontraron dieciocho cajas de manuscritos inéditos”, ¿quiere esto decir que esos inéditos también están en proceso de edición por la misma Unión (o Letras Cubanas, o el Fondo Editorial de Casa de las Américas, etc.), o habrá que esperar al segundo centenario del autor para leerlos?
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Cuando el poeta y crítico Ibrahim Hernández Oramas, en un delicioso trabajo titulado “El método de Sainte-Beuve de Antón Arrufat” —sobre su experiencia de lectura de El convidado del juicio (2015)—, encuentra que en Arrufat, “como si toda voluntad estilística, trazado de genealogías o flujo discursivo, estuvieran irremisiblemente enmarcados en el devenir de un programa televisivo de gusto dudoso, cualquier amago de agudeza y boutade […] parecen diluirse en fragmentos de una egolatría rayana en lo bucólico, en un diálogo con la tradición literaria, y con la imagen que se hace de sí mismo dentro de esta, a veces excesivamente maquillado, pasado por talco, artificial y un tanto ridículo: como de merienda en jardín rococó”, se está detectando una nueva especie de sujeto-creador en nuestras letras: el sujeto-Luis XV; ese que, con aire de afectado peripatético y al mismo tiempo encantador, arrellanado en su butacón (de estilo rococó, o sea, de estilo de-sí-mismo), dice a la literatura cubana: Après moi, le déluge (es decir: “Después de mí, el diluvio”).
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Cuando el narrador del narrador Guillermo Rosales explica en Boarding home (1987) de sí mismo: “No soy un exiliado político. Soy un exiliado total. A veces pienso que si hubiera nacido en Brasil, España, Venezuela o Escandinavia, hubiera salido huyendo también de sus calles, puertos y praderas”, y dice, además, que se fue a Miami “huyendo de la cultura, la música, la literatura, la televisión, los eventos deportivos, la historia y la filosofía de la isla de Cuba”, se está señalando que, a decir verdad, el cubano es un ente sin essentia, un curioso ente que ha sido transformado, con el paso (o mejor, peso) inexorable del tiempo, en ese fantasma sin identidad personal que es, por ejemplo, el curioso caso del señor Meursault de Albert Camus.
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Cuando Guillermo Rosales “reproduce” semejante sujeto, con jeta tropical y sustancia de actante de novela francesa de la primera mitad del siglo XX, ¿no está, acaso, protagonizando él mismo, por medio de ese sujeto (en un dictamen sociológico que llamaríamos espresso), aquello de Rafael Alcides en Agradecido como un perro (1983), que dice: “fue como si al llegar / a una frontera remota me estuviera despidiendo de mí mismo”?
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Cuando Guillermo Rosales (et al.) ostenta él mismo la condición del “exiliado total” en el que el individuo parece que se “estuviera despidiendo de mí mismo”, es porque, como se pregunta Michel Deguy en el ya citado La energía de la desesperación,“¿cómo salir de la representación donde puesta en escena y ficción forman un lazo en torno del ‘sujeto creador’”?
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Cuando Rolando Sánchez Mejías, en ensayo titulado “Lontananza” (La condición totalitaria, 2020), califica la posibilidad o latencia del exilio total para un escritor (¿cubano?) con los términos de “dura sobriedad” y “lúcida conciencia”, está sugiriendo que, tal vez (y posiblemente), esa variante antagónica de vida sea (para ese escritor… ¿cubano?) una solución “digna” (es decir: dura, sobria, lúcida) al problema sociopolítico y (sobre todo) político-cultural de lo cubano.
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Cuando digo que para un escritor de la isla Rolando Sánchez Mejías sugiere tal solución a ese problema, en pos de una libertad mejorada pero significativamente fría de lo sociopolítico y (sobre todo) político-cultural de lo cubano, y adquirida, finalmente, esa libertad bajo la condición del “exiliado total” de Guillermo Rosales, se está indicando que es, quizás, en ese punto —y suponiendo que la isla fuese el manicomio de Saint Elizabeth, y el exilio algo parecido a recibir “el alta” de ese manicomio—, donde adquiere validez práctica la anotación en Fin al tormento, de Hilda Doolittle (sobre la liberación de Ezra Pound del citado manicomio), que dice: “Uno de nosotros [escritores] ha sido atrapado. Ahora, uno de nosotros está libre. Pero nosotros, los partisanos del pensamiento mundial […] temblamos de miedo. ¿Y ahora qué?”.
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Cuando Iván de la Nuez reúne por encargo, en Cuba y el día después (2001), doce ensayos de (para el momento) jóvenes intelectuales cubanos nacidos después de 1959, con el pretexto —y la premura que fue (o es) pregunta de millones después de 1959— de imaginar el futuro de la isla luego del deceso de Fidel Castro y el fin del proceso de 1959, justo después de esa “temporada en el infierno” de los 90 llamada Período Especial, se está practicando una mise-en-scène teórico-cultural, cuyo concepto sería, más o menos, como aquella presentación circense de Bulgákov en El maestro y Margarita (1967) que dice: “Entonces sonó por tercera vez el timbre que anunciaba el inicio del acto y todos, entusiasmados y previendo un número interesante, salieron del camerino”.
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Cuando el escritor Joaquín Ordoqui García, en reseña de Cuba y el día después titulada “Después del día” (Encuentro de la Cultura Cubana, n. 24, primavera 2002), dice de esos autores allí reunidos que “ninguno de ellos consigue asumir a plenitud el pie forzado”, y explica que entre las posibles causas de “esa imposibilidad de soñar la Cuba que será”, luego del deceso de (ídem), el fin de (ídem) y justo después de esa (ídem), hay que contar con que “se trata de seres humanos que carecieron de la importancia del presente, que vivieron sus años más importantes en un limbo que consistió en el espejismo de un futuro que siempre se alejaba”, y que “son personas dedicadas a habitar con intensidad el día de hoy y, en algunos casos, a tratar de entender su pasado”, se está advirtiendo que al menos cierta parte de esa generación de autores conocida hoy como “generación de los 80”, dejó de soñar, en algún punto de los pasados años 90, con estribillos de la Nueva Trova del tipo “yo me muero como viví” , “será mejor hundirnos en el mar” o “la gloria que se ha vivido”.
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Cuando el narrador Alberto Garrandés publica un libro como Las potestades incorpóreas (2007), es porque se está inaugurando, y sin que apenas lo hallamos advertido, un nuevo género de novela que se podría denominar como la “novela del aburrimiento”, en cuya diégesis no pasa absolutamente nada entre un punto A y un punto B (o entre un punto A y un punto A’ que ha pasado, antes, por un B), cosa que no habían visto esos sabelotodo grandilocuentes de Vladímir Propp, Víktor Shklovski, Mijaíl Bajtín, etc., etc.
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Cuando el poeta y ensayista Leonardo Sarría, en un cuaderno inédito de poesía de tema afrocubano, proyecta textos en la línea de “El murmullo del álamo enristra en una sola flecha las voces de los muertos. Idos y presentes toman la ráfaga como supresión momentánea del espesor que los separa, aprovechando para reencontrar el tronco nudoso donde se sienta el Rey, a su modo romántico, si bien desconocido de alemanes e ingleses decimonónicos”, no solo se está demostrando (como bien supo a tiempo el señor nacional-poeta Nicolás Guillén, et al.), que se puede usar literariamente el macro-objeto de estudio de pejes gordos como Fernando Ortiz, sino además cómo hacerlo (como no supo a tiempo el señor nacional-poeta Nicolás Guillén, et al.) sin el lugar común del son, el negro y las guayaberas.
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Cuando en la edición de 2019 de los Premios de la Crítica Literaria —que tiene como propósito “estimular tanto la creación de los autores como la labor de las editoriales”— se entrega el premio a la Correspondencia de Fernando Ortiz (Fundación Fernando Ortiz) y al Epistolario deJulián del Casal (Editorial UH), es porque, según parece, el género epistolar se encuentra en un estado tal de inopia e insalubridad escriturales, que había que recurrir, inclusive y cuanto antes, a la intimidad biológico-mental de algún difunto (cualquiera que este fuese), sin importar su época, clase o situación económico-social, ni mucho menos cuántas décadas lleve el finado en cuestión bajo seis palmos de tierra.
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Cuando el poeta Andrés Borrero practica impune y literalmente el plagio, reescribiendo —sin asomo alguno de vergüenza o piedad— textos de sus propios contemporáneos generacionales, y sin que hasta ahora nadie se haya percatado de ello, es porque, en efecto, el plagio en la poesía cubana es una práctica tan valiosa como sutil, según la cual no importa de qué texto-esqueleto se bebe (o vive), sino cuántos kilos de imágenes (cualesquiera estas sean) se pueden extraer de él. Cosa que certifica aquellas líneas de Carlos Augusto Alfonso en Población flotante (1994) que dicen: “Los poetas exigen un cadáver, / sus imágenes plagio, / como dicen que hacen los cubanos”.
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Cuando el poeta Alexander Jiménez asegura en la ficha de su País mental (2018) que pertenece al “Grupo Nacional de Escritores Rurales”, ¿ello significa que existe también un Grupo Nacional de Escritores Citadinos? Y, por otra parte, ¿qué es, exactamente, ese “Grupo Nacional de Escritores Rurales”? ¿Una especie de Organización No Gubernamental?
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Cuando digo que cabe la posibilidad de que exista esa especie de organización no gubernamental, ¿no debería esta llamarse, por ejemplo, “Grupo Nacional de Escritores Rurales Reinaldo Arenas”?
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Cuando la poeta (etc., etc.) Legna Rodríguez Iglesias, en Las analfabetas (2019), dice que “Al contrario de lo que todos creen, una analfabeta […] sabe sentarse en un parque y mirar la estatua del parque. Y encontrar que la estatua ha perdido valor”, y más tarde atribuye simbólicamente una vagina enorme a una célebre figura de nuestro pasado colonial como Antonio Maceo; y cuando el poeta y artista visual Larry J. González, en un cuaderno (inédito) titulado “Estudios coloniales” —y refiriéndose a la misma célebre figura—, introduce una tanda de textos del cuaderno con la idea de que esos son “algunos poemas que nombran a Antonio desde las lenguas negras. Lenguas negras y deseosas del miembro de Mi General. Algunos poemas que nombran a Antonio en la lengua de Gwendolyn Brooks”, y luego cierto sujeto lírico del texto dice simbólicamente a la célebre figura que “su tríceps tiene tan definida la imagen de la isla […], allá debajo del hombro cuando usted se violenta […]. Su tríceps se aviva y es como si yo gateara por primera vez”, se está evidenciando una desautomatización sexuada del discurso patriótico-nacional, que debe leerse como un síntoma de la pérdida de identidad histórica presente en gran parte de las escrituras de la promoción de los Años Cero.
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Cuando el poeta y crítico Ismael González Castañer, aprovecha un espacio sobre literatura en el Taller Chullima del artista visual Wilfredo Prieto, para desplegar un “laboratorio” didáctico-académico, de carácter burlesco y admonitorio, con ejemplos prácticos y fehacientes sobre la mala escritura en la poesía cubana contemporánea, se está mostrando que, al menos de vez en cuando, la crítica literaria debería dedicar serios esfuerzos a desentrañar dónde están esas malas construcciones textuales y/o paseítos-verbales-sin-sentido, tan comunes a buena parte de la poesía cubana de hoy.
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Cuando Elaine Vilar, Elizabeth Soto o Yenys Laura Prieto se dan el lujo de publicar versos e imágenes como “Ella abrazó la disonancia. // Sus huesos rugían en la incredulidad”, o “mi nuca diluviante”, o “hoy no me he visto traslúcida / ni con una jicotea entre las piernas”, o “aunque tengas salud de remolacha”, o “una arqueada volitiva ante el olor de mis escamas”, se está patentando que ha encarnado (en cuerpo y alma) el espíritu del (según Iuri I. Levin) sujeto periférico que puede ser identificado con determinado destinatario real, ese sujeto del habla Gastón Baquero en sus “Palabras escritas en la arena por un inocente”, allí donde dice: “Y usted es un inocente, un idiota inofensivo y útil. / Un niño que ignora totalmente el arte de escribir. / Vuelva a dormirse”.
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Cuando el poeta Eduard Encina publica en La Gaceta de Cuba (n. 3, mayo-junio 2017) versos como “En agosto del noventa y cuatro / el mar estaba revuelto, / pero yo no”, o como “En agosto del noventa y cuatro / el mar no era una solución”, o este otro (referido a lo mismo): “nadie dijo: ‘pinga, por aquí no pasarán’”; se está aggiornando (programática, institucional y cuidadosamente) una línea de trabajo poético antes manejada por el Fayad Jamís de Por esta libertad, y en esas (otras tantas) “antojadizas” e innombrables páginas de Nicolás Guillén, Manuel Navarro Luna, Ángel Augier, El Indio Naborí, etc.
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Cuando existe un centro como el Onelio Jorge Cardoso, dedicado a la enseñanza de técnicas narrativas y a indicar cómo debe escribirse narrativa, y no existe algo siquiera semejante para la poesía, es porque el simplón oficio del poeta —para la escala de valores institucionales en Cuba— es un oficio de poco importe social, que se puede aprender mediante simple imitación mecánica sin necesidad de escuela, es decir, un oficio que es, de cierto modo, más fácil y menos útil (estatalmente hablando) que el oficio de panadero. Y, por otro lado (cosa de existir), ¿cómo debería llamarse ese centro (siquiera semejante al Onelio Jorge Cardoso) para la poesía? ¿Nicolás Guillén, Manuel Navarro Luna, Ángel Augier, El Indio Naborí…?
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Cuando la Biblioteca-Samizdat Libri Prohibiti convoca y entrega anualmente el (ahora en boga) Premio Franz Kafka de Novelas de Gaveta, para autores cubanos residentes en la isla con libros de difícil publicación en la circunstancia-Cuba, y habida cuenta (producto de la circunstancia-Cuba) de la existencia de cuadernos de poesía que argumentarían un premio semejante en el género lírico, ¿cómo llamaríamos a ese otro galardón? ¿Premio Ossip Mandelshtam de Cuadernos de Gaveta?
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Cuando al (ahora poco) afamado y económicamente prestigioso Premio Nicolás Guillén de Poesía se envían a concurso apenas 22 cuadernos en 2019, y luego solo 17 al año siguiente; y en el (ahora) poco afamado y no tan económicamente prestigioso Premio Julián del Casal de Poesía de la UNEAC, se deja desierta la edición de 2018, es porque (tal parece) estamos atravesando una señalada etapa que llamaríamos, cariñosamente, como la “great depression de la poesía cubana contemporánea” en el circuito de los grandes premios en Cuba dedicados a escritores residentes en el territorio nacional; una etapa donde esa depression implicaría, claro está, lo “programático e institucional”, el recelo y la duda de los poetas frente a la poesía que alienta lo “programático e institucional”, y la subsiguiente (y respectiva) pérdida de prestigio e influencia de esos grandes premios en Cuba dedicados a escritores residentes en el isla.
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Cuando en la citada edición desierta del Premio Julián del Casal de Poesía de la UNEAC se entregaron, después de todo, 6 menciones sin distinción, se está sugiriendo, tácitamente, que el consuelo y estímulo moral, aun vacíos de valor y significado, son mucho más importantes para el poeta que la promesa de merecer el beneficio (¿económico? ¿editorial?) del propio galardón. Algo que bien podría expresarse con aquella frase de Legna Rodríguez Iglesias, perteneciente a los relatos reunidos en No sabe / no contesta (2015), y que dice: “Acceder al podio, si bien molestias en una pierna te impiden disputar el oro, es digno de admiración”.
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Cuando el investigador y “destacado también como poeta” Virgilio López Lemus, en el tercer tomo de la recién publicada Historia de la literatura cubana (Instituto de Literatura y Lingüística-Letras Cubanas, 2008), firma una entrada en la que supone —en una lectura que, claramente, nunca tuvo lugar— que los Epigramas 1, 2, y 3 (1994), reunidos allí por León Estrada de cualquier autor y extracción, son ejemplo de la “experimentación formal” en la poesía de la promoción de este autor, se está demostrando que la crítica literaria cubana necesita (verdaderamente y a todas luces) una urgente inyección de honestidad, seriedad y responsabilidad, que (verdaderamente y a todas luces) parece que (hace ya tiempo) no tiene.
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Cuando la Asociación Hermanos Saíz entrega su Premio Maestro de Juventudes al investigador y “destacado también como poeta” Virgilio López Lemus —de quien se desconoce su “magisterio” en las nuevas juventudes de escritores y artistas—, y no a escritores-promotores como (por ejemplo) Reynaldo García Blanco —con un sostenido trabajo en el asunto de conducir talleres literarios en la formación de esas nuevas juventudes de escritores y artistas—, es porque, en el criterio de elección para la entrega de esa distinción de “Maestro”, lo importante no es el papel de la enseñanza e influencia en las nuevas promociones de la figura en cuestión, sino su predisposición natural (y oficial) a ser pronta “figura” (oficial) en el panorama literario y artístico cubano.
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Cuando el 8 de diciembre de 1988, en la librería El Pensamiento, en Matanzas, durante un recital de los poetas León Estrada y Teresa Melo, un pelotón de la Seguridad del Estado interviene y liquida esa lectura a golpe de botas y codazos, en la que —cuenta la anécdota— casi pierde un órgano interno debido a la paliza la hoy Premio Nacional de Literatura Carilda Oliver Labra —aunque más tarde, según testimonio del extinto poeta Sigfredo Ariel, “el incidente terminó felizmente con la destitución de funcionarios culpables del atropello”—, se está indicando (manu militari) que incluso una lectura de poesía —una simple, inocua y (por lo común) aburrida lectura de poesía—, tiene un límite observado por la instancia de lo político, y corre el riesgo de considerarse, en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia, un agravio a la instancia de lo político, sin que el poeta y su poesía puedan impedir, de ninguna manera (y frente a la latente posibilidad de ese manu militari), el efecto-reacción y la respuesta disciplinaria (práctica y ejemplar) que causaría semejante agravio.
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Cuando el Escriba-no de estas líneas insiste en estos “detalles”, “procederes” y “sucesos” que giran alrededor del asunto de —o tienen que ver directamente con— el curioso caso de laliteratura cubana, es porque hace ya tiempo que debemos reparar en que, en efecto y lastimosamente, cuando vemos que hacemos siempre lo mismo desde siempre, resulta francamente imposible y fatalmente inimaginable que podamos pensar en el pasado sin rencor.
Relativos (notas sobre literatura cubana) (I)
¿Ha llegado el minuto para nuestras letras de asumir aquello que Cabrera Infante sugiere en Tres tristes tigres: “Aquí siempre tiene uno que dar a las verdades un aire de boutade para que sean aceptadas”?
Relativos (notas sobre literatura cubana) (II)
Cuando el autor de estas líneas continúa reuniendo notas dispares sobre literatura cubana (de cualquier procedencia, fecha o condición), es porque en realidad todo lo que existió un día es, ahora mismo, el presente, y el presente contiene, forzosamente, todo lo que vendrá.