Una zona importante de la poesía cubana, y de toda su literatura, se debe al destierro o exilio. Circunstancias históricas obligaron a los poetas a marcharse a territorio foráneo y, por tanto, a crear parte de su obra a partir de esa experiencia desgarradora y en muchos casos traumática.
Si nos remitimos a los tiempos de la colonia, durante el siglo XIX, encontraremos entre los poetas más importantes a José María Heredia, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Juana Borrero y José Martí. Luego, en el siglo XX, la República y sus vaivenes políticos hicieron que algunos poetas, como Fayad Jamís, José A. Baragaño y Heberto Padilla, vivieran en el extranjero durante un periodo de sus vidas, sobre todo en la década de 1950.
Con el triunfo de la Revolución en 1959 y la instauración de una dictadura comunista, se produjo una salida masiva de escritores y artistas rumbo al exilio (la cual continúa hasta nuestros días). Entre los poetas que más destacan, de ese éxodo posrevolucionario, se encuentra Gastón Baquero.
Orlando Rossardi pertenece a esa primera generación de exiliados cubanos que abandona la isla a principios del triunfo de la Revolución y que luego vino a constituir el llamado exilio fundacional o histórico.
Rossardi parte muy joven de Cuba, en el barco Covadonga rumbo a España, por lo que casi toda su obra ha sido escrita fuera del territorio insular y es, en consecuencia, deudora de su estancia en países como España y Estados Unidos. Con la publicación de su Obra selecta (Aduana Vieja, 2019) podemos refrendar la presencia de Cuba en su poesía, principalmente en secciones de este libro como Patria y suelo, Canto en la Florida y Geografía del ser. En las mismas perviven patria y exilio; ambas orillas se reunifican en ese espacio sin fronteras que es la poesía.
En la poesía de Rossardi la patria se manifiesta principalmente como símbolo o alegoría de su experiencia inmediata exiliar, y no como anecdotario nostálgico. Por ejemplo, en el poema “Hombre mirando al océano”, se lee:
“Y el hombre con océano de cañas en los ojos… El océano de cañas que le avienta la mirada”. Ese rasgo distintivo de lo cubano en la poesía a través del paisaje y elementos de la naturaleza, resalta en este poema; pero también en esa misma sección, Suelo y patria, el discurso se vuelca hacia lo cotidiano o familiar, al estilo del Eliseo Diego que nombra las cosas, y nos dice: “Esta es mi casa —lo fue un día—. Su puerta medio abierta. La sala de visita donde apaciguar esperas. El zaguán oscuro. Su patio aún sin flores”.
En la obra de Rossardi la expresión de lo patrio cobra también un sentido de pérdida por esa vida que pudo ser y no fue, borgianamente hablando, y cuya única ganancia o país recobrado es la poesía misma, como lo consigna Machado: “se canta lo que se pierde”. Y por ese sendero de su fatum existencial, el poeta revela el peso que lleva: su isla a cuestas; la isla de la que se parte, esa que “se fue haciendo estrecha, pequeñita” en la imposibilidad del regreso; la isla del dolor, esa que “se hizo a golpes y porrazos”, para así llevar al lector a su matriz más humana: la familia, el hogar, ese reino de lo íntimo en que cada sitio de la casa conforma un inventario de pérdidas.
La poesía de Orlando Rossardi también ejemplifica esa refundación de la patria en suelo extranjero. Si Juan Ramón Jiménez reconquista poéticamente la Florida española con sus Romances de Coral Gables (el reducto más español de Miami), el poeta cubano reinventa su patria con su Canto en La Florida, al rendirle homenaje a esos lugares o sitios simbólicos donde ha quedado la impronta de la emigración o el exilio cubano, como Ybor City, Saint Augustine, Cayo Hueso, la Calle 8, La Torre de la Libertad, etc.
En esta misma sección, destaca la mirada del poeta a la realidad de su país y su consiguiente drama sociopolítico; razón por la que resuelve ir, con su voz, tras los rostros de los fusilados plasmados en las pinturas de Juan Abreu, para rescatarlos de la impunidad y el olvido. Y lo hace con un lenguaje depurado, al margen de toda inclinación panfletaria, validando la distinción que hiciera Guillermo de Torre entre la poesía dirigista y la de compromiso.
En su poema “Fundación del centro”, perteneciente a la sección Geografía del ser, el poeta se sitúa en ese centro donde convergen todos los vientos citadinos, donde una ciudad se mira en otra: “te he puesto en medio de mi vida para que devengas con ella en las formas de mi grande y fiera, y también dulce ciudad de mis infancias y mis mayores”.
La ciudad de Rossardi ha logrado vencer las barreras del tiempo y el espacio, de lo moderno y lo antiguo; consigue una ubicuidad en la que su ser entronca con el espíritu medular de las ciudades: sus puentes, sus barrios, sus fuentes, sus parques, sus adoquines y ventanales, sus letreros de pase y de paradas, sus amaneceres y atardeceres, etc. Pero también sus lustres humanos: su música, su literatura, sus tradiciones, los encuentros y andanzas con sus amigos, a los que le rinde homenaje en este libro.
La ciudad, en Fundación del centro, sobrevive a los conflictos y avatares, pues su centro los bordea, sin que estos constituyan una amenaza para que la alabanza se torne plañidera. La ciudad de Rossardi queda ilesa de la hecatombe humana, como Manhattan en la voz de Whitman, Ítaca en la travesía de Cavafis, La Habana en “Testamento del pez”, de Gastón Baquero, y en ese universo habanero que es La calzada de Jesús del Monte, de Eliseo Diego.
Rossardi, como Ulises, parte de su Ítaca, pero no lo desvelan los cantos de sirenas, pues el regreso ha dejado de ser un afán. El poeta se ha encontrado a sí mismo en el centro que funda a cada ciudad, y se ha visto a sí mismo en muchos hombres: en Langston Hughes al cruzar una calle neoyorquina del Harlem Renaissance; en su recuerdo de Dylan por los caminos rojiverdes de Vermont y de New Hampshire; en Pound y Amy Lowell en un café del Londres imagista, por quienes puede escuchar “el grito del bufón de Marinetti”; en Vallejo con “su muerte querida y su café y viendo los castaños frondosos de París”; en Juan Ramón Jiménez por una acera de Coral Gables, en ese Miami donde hoy reside y no reside y que, gracias a la otredad que yace en su centro, lleva consigo todos los hombres cuyos caminos han culminado en Roma. Toda la belleza del centro ya es posesión suya, y con ella ha recuperado a su Ítaca habanera.
El funcionario totalitario
Críticos de arte y cuadros políticos convergen instituyendo un imaginario coactivo: lo que el cuadro prescribe y violenta en su función de gestor cultural, el crítico lo omite en su escritura de la historia. Las dos acciones reforman continuamente el mecanismo victimario; ambas se vuelven artífices de la culpabilidad del violentado.