Poeta Muerta, de Patricia Heras (Ediciones Capirote, 2014) es un libro póstumo y mutante, un poemario confesional, un cuaderno de bitácora terrestre, un tanteo de prosa iniciática, un diario de prisión, un guion cinematográfico feminista con banda sonora… y es más que eso.
Patricia Heras (1974-2011), leemos en la solapa del libro: “Fue poeta, escritora, violinista, filóloga, multiprecaria, artista post-porno, activista queer, siniestra, superviviente de las grandes urbes, estudiosa del cómic, cineasta amateur, diletante, viajera, performer…”.
Ahora es este rostro joven, afilado; esta mirada interrogante, provocativa, que me observa mientras leo en voz alta su poema “Necros”. Recuerdo cuando lo leí por primera vez. Yo acababa de trasladarme a Barcelona y no sabía de la acárida suciedad que sustenta el decorado modernista. Patricia Heras sí, ella sabía. “Necros”, publicado en su blog en mayo de 2008, dice así:
“A la sombra se cobija el amo y señor de esta ciudad muerta.
Me mira a los ojos cuando paso, camina despacio junto a mí y me vigila.
Le traigo ofrendas.
A veces el viento arrastra el olor descompuesto, pero sólo a veces,
mientras, un millón de evolucionadas hormigas
riegan con lágrimas el cemento
y adornan con flores muertas cada pequeño altar profano.
Matar para honrar con efímera belleza el breve e irreal recuerdo
de un instante lejano que se descompone
como las flores muertas que dan color a un nombre.
Matar para alimentar un dolor extraño y ajeno que un día será mío.
Matar porque estoy muerta”.
Tiempo después conocí del caso 4F; un proceso judicial cargado de detenciones injustas, racismo, torturas y corrupción, recogido en el documental Ciutat Morta, sobrenombre perfecto para esta ciudad de abusos y persecución contra determinados colectivos: migrantes, trabajadoras sexuales, anarquistas y disidentes del neoliberalismo en general.
Entonces supe que Patricia Heras y otros jóvenes habían sido detenidos por su aspecto, juzgados bajo un sinfín de irregularidades, y encarcelados por los sucesos del 4 de febrero de 2006.
Entonces supe que Patricia Heras se había suicidado el 26 de abril de 2011 y, buscándola llegué, a su blog y, por último, a su libro. Un libro para abordar despacio, con la delicadeza con que el editor, Juan Camós, y su prologuista, Diana J. de la Torre, nos lo ofrecen.
La antología recoge distintas etapas y vertientes de la creación literaria de Patricia Heras, indexadas más o menos cronológicamente. Atreviéndome a romper el índice propuesto, tracé un recorrido propio para abordar la lectura.
Leí ordenada y caóticamente, leí buscando aliento al final abismal de cada acantilado, esbocé una lista de aquello que martilleaba sobre las páginas con insistencia: fue la forma que encontré de hacerlo mío.
Los ejes que tracé para poseer y dejarme poseer por estas páginas fueron: Lenguaje, Geografía, Planteamientos y Relaciones. Todo cruzado, a veces mezclado, siempre vivo.
El lenguaje de Patricia Heras es corporal y sinestésico, alucinatorio, tajante, indisciplinado. Su dulce vocabulario paratecnológico habla de una electrificación permanente, orgásmica; de la digitación de un mundo que, como aquel piano de la cárcel donde vivió, quiere tocar y no puede.
Su terminología tiene relieve, olor y textura. Haces de luz, plástica o natural, inundan las pupilas junto a todas las secreciones del cuerpo que aquí fluyen: lágrimas, lubricaciones “vúlvicas”, sudores, regla y orín. Todo ello empapado en lluvia, y resecado luego por el sol abrasador de las urbes cementeriales.
De su forma de moverse alrededor del lenguaje surge mi interés en su geografía. La geografía que parte de su yo oscilante, tambaleante, espasmódico: errático ciclista de unas urbes que no están hechas para la pequeñez de la que estamos hechas nosotras.
Urbes en las que ella insiste en moverse a lomos de la pelusa espacial, en transmigraciones a bordo de nebulosas, gracias a inmóviles viajes astrales. Pero no todo es volar: en los escritos de Patricia Heras habla un cuerpo terriblemente terrestre. El cuerpo carcelario, el cuerpo libertario, el cuerpo indisoluble y enemigo, ocasional, del pensamiento. Cuerpo que intenta montar la indómita bestia de la cordura; cuerpo que vive perdiendo los estribos.
El cuerpo de Patricia Heras en la calle —no me atrevería a decir en libertad—, oscila y fluye, glotonea sexo y drogas, se arrima algunas veces al suicidio. El cuerpo encarcelado —no me atrevería a decir preso— sufre estreñimiento, opresión horaria, rechaza la comida del penal y saca, de algún lugar recóndito, su instinto de conservación y no se rinde.
Hay en su geografía ese nomadismo, esa deshogarización y rehogarización contemporáneas del precariado itinerante. Hay ese saludo inocente cuando aterriza en Barcelona; ese saludo reptil al sol, que a veces se ausenta de su escritura y la deja toda oscura, impenetrable. Su mapa personal está marcado con los nombres propios de la gente que la acompañó: su gente, como si fueran ciudades o pequeños pueblos cálidos donde se refugiaba.
Entre sus planteamientos recurrentes está la denuncia a un macrosistema político, económico, educativo y familiar, letal para la sensibilidad, la libertad de pensamiento y las auténticas formas de vida. Un sistema alienante y embrutecedor protagonizado por espectros a los que Patricia grita: “Todo lo aprendido es erróneo”.
Este rasgo de su escritura es, como señala Diana J. Torres en el prólogo, anterior a la experiencia en la cárcel, aunque en Otros textos carcelarios destaque por su contundencia. Aquí hay una muestra indiscutible de su testimonio personal, político e intelectual, de lo que la realidad carcelaria supone para las no privilegiadas: mujeres sin estudios, gitanas o migrantes.
No solo da cuenta del interior del dispositivo carcelario: denuncia además el paternalismo de los tratamientos psicológicos hegemónicos sobre sus pacientes-probeta en reinserción, mediante la explotación laboral y el engaño de sesiones comunitarias de flagelo y dibujo.
Patricia Heras insiste en la música. Diríase que a veces el libro suena a canción de autor; a veces a rumba, otras a metal gótico y violín, o al piano que no le dejaron tocar en la cárcel.
Suena el estruendo mudo de su cuerpo arqueado. Suenan sus pasos de baile, los crujidos de su esqueleto elegante se suceden entre las páginas de modo que esta sonoridad acompaña la lectura y aumenta la cualidad sensorial del libro.
Conviven otros planteamientos oníricos, otros personajes: ser el sueño de otra persona; ser una guerrera, una suerte de Xena mediterránea; ser una ensartadora de imágenes en cinta o tira de cómic, como esas que esboza en Dos guiones, donde reafirma la pulsión de una sexualidad abarcadora que incluye la maternidad y habla de la feminidad heteronormativa como lo que es: una tragedia de pesos y corsés asfixiantes.
Patricia Heras habla de la muerte y habla con insistencia de la rotura. Roturas para bien y roturas para mal. El sexo la rompe, la calle la rompe, las drogas la rompen, las relaciones se rompen, y de esas roturas salen a veces enjambres maravillosos y otras veces no: otras veces es dolor lo que sale.
En cuanto a las relaciones, huyendo de ubicarla en la más obvia genealogía, he preferido citar las referencias a las que me conduce de vuelta su lectura.
Como artista multidisciplinar —cualidad manifiesta en el libro— tiene mucho en común con César González, el escritor y cineasta argentino que escribió en la cárcel, bajo el seudónimo de Camilo Blajaquis, el poemario La venganza de un cordero atado. Su abordaje de la sexualidad y el destierro recuerdan a Reinaldo Arenas, para quien en La Habana o Manhattan (igual que en Madrid o Barcelona para Heras), las políticas y las normatividades (sociales, literarias, académicas) nunca le ofrecieron un mínimo terruño. Su crónica carcelaria remite al Diario de Prisión, de Albertine Sarrazin, y al lado más crítico de la escritora francesa.
La prosa de Patricia Heras, cuando retoza adolescente revolcándose con la tribu amiga, recuerda al colombiano Andrés Caicedo, artista multifacético, también suicida y urbano. Su ansiedad abismal, su sosiego imposible, su prisa por contar lo que necesita ser contado antes de que se apague la última luz, la ubica junto a la dramaturga Sarah Kane, de quien creo que Patricia Heras se habría hecho amiga.
Y con esa idea de amistad, de juntura, querría terminar esta reseña.
Hace unos días, María Galindo, integrante de Mujeres Creando, publicó el texto “Desobediencia, por tu culpa voy a sobrevivir”, donde proponía “repensar el contagio”.
Repensarlo para hacerlo propio, comunitario. Repensarlo para vencerlo, porque no es ficción ni distopía: es nuestra existencia y quizás nuestra fragilidad sea demasiado frágil como para dejarla solo en manos del Estado.
Leyendo a Patricia Heras dan ganas de dejarse contagiar por su escritura. Ganas de no amoldarse y no dejarse atomizar. Ganas de amar en estos tiempos de encierro y distancia. Ganas de trabajar por la belleza y lo común mientras esto pasa, y cuando haya pasado. Poeta Muerta, de Patricia Heras, es un libro redondo y complejo, transparente y duro como una roca preciosa.