País de la siguaraya es el poemario que le mereció a Jamila Medina Ríos el Premio Nicolás Guillén de Poesía en el 2017, y eso me hace muy feliz porque mi amiga es una de las voces poéticas jóvenes de la Cuba contemporánea.
Prosa poética, poesía en prosa, intertextualidades literarias, viajes al interior de la Cuba que ama, conoce, reconoce y anhela vislumbrar en cada intersticio. Hueco de araña, aldabón perdido, caracolillo viajero, ciclista, nadadora, soñadora empedernida.
En una entrevista que le realizaran, Jamila Medina expresó que “País de la siguaraya se distingue por ser casi en su totalidad poesía en prosa”, como antes yo explicaba, “y por la inserción de fotos, se presenta, pues, como un álbum de viajes libérrimo, donde lo público epidérmico (la Isla, sus lugares-imagen) se entrevera con lo púbico (al ir con/tras el amor), al par que incursiono entre los dédalos del yo, repasando infancia y familia”.
“He pensado que este libro es apenas una ventana abierta a un país/aje al que se quiere volver sin hacer de él una postal, ‘manteniendo [si es posible, como en el amor] / la distancia perfecta / para ver / lo que hay que ver’”.
“Pero no es ventana ni balcón, porque serían atalayas muy externas, forasteras. Mejor decir que es el periscopio de un submarino o el ojo de buey de un barco en que (me) bojeo como a través de aquellos huecos de araña. Un paisaje visitado así tiene la voz cantante, y no nos deja mirarlo de soslayo, porque colma todos los sentidos”.
Hablar de su estilo, de su estética, es para mí un enorme signo de interrogación, porque para Jamila Medina la literatura nunca es juego de composición sino de exploración, de búsqueda enquistada, de vislumbrar las luces de ese yo que nos guía y de esa ánima/aliento que queremos traspasar para dar a conocer al otro yo que también somos: la realidad vislumbrada apenas, inmerecida tantas otras veces, anhelada siempre.
Traspasar las puertas/ventanas de su escritura es ir por un laberinto infinito/espiral/giratorios caminos y senderos que se bifurcan en cada vuelta de hoja. Jamila Medina se dice y nos dice que el paisaje cubano es tan real y contrastante como el de otras latitudes.
Pero es el propio el más codiciado y esperado, el que quiere traspasar siempre, recorrer, transgredir, para luego dejar plasmados estos versos de País de la siguaraya. Aunque deja fuera algunas localidades de la isla, no por menos revisitadas ni por ser menos importantes en su giratorio recorrido, sino porque todo no puede ser dicho en cuestiones de poesía como en cuestiones de amor.
Pero lo que quizás la muestre entre las vanguardias expresivas de la nación no es solo su decir, sus retóricas y enmarañadas disociaciones e imágenes, sino también sus maneras de decir, de escribir y esa manía, que tiene desde años universitarios, de escribir con paréntesis y slash, fracturando los versos, ejercicio y visualidad escritural que le confieren a su obra una pluralidad de significados que enriquecen la lectura.
O como ella misma reconoce: “Tiene que ver un poco con mi carácter. Me atrae (y me inquieta) ese mirar a muchos lugares de muchos modos a la vez; el que haya meandros, ramificaciones… Aunque emular la polifonía del infinito, del signo, con esos procedimientos sea casi pueril, son los amagos de un imposible en que me embarco —gol/zosa”. “Me tientan los medusarios del neobarroco y las redes de lo experimental, lo intertextual, lo transgenérico, las vanguardias”.
Viajé a través de las páginas de este poemario por la lejana Matanzas, que no conozco, atravesé parajes enquistados de laberínticas ciudades y vislumbré agradecida paisajes extraviados de la geografía nacional.
Giré en carruseles añejos, cabalgué largas franjas de terreno agrietado y sombrío. Nadé, sin saber, en aguas profundas y claras. El aire despeinó mis cabellos junto a los de ella, y el salitre agrietó mis labios y mi cara.
Mochila al hombro o a la espalda, viaja Jamila Medina por su isla amada. Ahora la ves, mas luego ya no. Aprovecha su paso, su estancia breve, y retoma la lectura que no dejarás nunca más para después.
Poemas de Jamila Medina Ríos
Guanajay-Ciénaga-Matanzas
Muchas horas antes de partir, camino con mi padre hasta la estación que vimos renacer, desnuda de rieles todavía, aborto CAME. En el andén quiero agacharme a hincar las manos en el surco de piedras, como quien se dobla sobre el agua desde un bote.
Ya subidos: Caimito-Bauta, estaciones clandestinas, casuchas, torres de iglesia en medio de lo que llamamos La Nada, y al costado la vaina de la tierra, esperando su mallal de perlees. Perros corriendo otra vez tras el bufido del tren (muchos Aquiles para un solo Héctor), con una terquedad que nunca me parece maquinal. Alegres. ¿Furibundos?
El conductor coge el dinero de las manos y siento como si manipulara nuestra comida sin guantes. No nos entrega boletos, no agujerea para mí, dejando trazas de recorrido. Sin quererlo viajo de polizón y llego desazonada a La Vana, como quien no hubiera vivido el vaivén del vagón, con su puerta azul abriéndose-y-cerrándose hacia nosotros-hacia el vacío, y sus asientos de pana aún sin sarna.
Centrales, carretas y esos coches misteriosamente llamados grillas o arañas. Trípodes de medidas geodésicas y tablitas con números al borde de la carretera. Signos inentendibles. Agujeros en el largo boleto de los rieles.
La línea de dos puntos Guanajay-Tulipán… se interrumpe de improviso en un vértice ciego. Antes de Ciénaga, mi padre se baja con el tren en marcha. Lo veo insecto en el estrecho callejón. Me bajo y desando entre las casas inclinadas (como arcada de árboles sobre la línea misma); destejo buscando el empate, el cruce, donde quedó mi padre como un saco de carbón, un lastre suelto sin aviso. Sin esperanzas. Es demasiada esta avalancha para estarse allí, varada aguardando un retorno, dejándose contornear.
Me marcho también.
Pasada una hora, por teléfono, logro tocarle la mano. Jadea un poco. Está bien. No esperó que volviera. No extrañó. Tardó un poco en llegar porque se fue andando por el bosque hasta su casa en Playa.
De tarde, cuando me subo a una guagua con la misma mochila enfilando a la(s) Matanza(s), dejadas en manos de amiga cumpleañera la mitad de las frutas que mi madre me da, regurgito los consejos de mi padre:
Cabecita derecha,
hombros alineados,
mirada arriba y a lo lejos.
Vete a donde debas ir…
Yo, que todavía no sé controlar el ritmo de mi respiración, que no haré hijos, que no quiero sembrarme en una casa (las manos apenas alrededor de un vaso de cualquier cosa caliente, que siempre pruebo antes de tiempo, quemando lengua y paladar). Yo, que todavía pichón escribo diligente en libreticas con mi letra ilegible y escarbo en anaqueles polvorientos, navegando sin prisa en el pasado. Yo, que perdí mi paso-al-frente y solo añoro entrar en viaje indetenible de ciudad en ciudad, para no entrar tan sola en mí…, he obtenido el permiso de mi padre, me han levantado la condena del cuidado final… (Nanadora/ acunadora/ sanadora.)
Guardo silencio, pero no hay gorjeo, tableteo en el pecho presuroso. Hace tiempo que viajo solo en círculos. Hace tiempo que partí, aunque no sé a dónde voy…
Matanzas Bay
Como una jaula de pájaros sin pájaros, dos días antes del cumpleaños. Mochila otra vez a las Matanzas. Medias caladas contra el viento norte y una pareja inseparable de jirafas, ador-mecida en el fondo.
Paseo Martí. De blanco y negro como una vieja foto. Pañuelo de cuadros enrollado, avalancha. Viendo pasar a izquierda y a derecha una dresina. Filmándola. Bajando a gatas a buscar el paliacate. Hasta los rieles.
Escritos en la mano los asuntos (una bandada de golondrinas ligeras) para llenar el día de un celofán de cháchara. Y el pico del pelícano de las conversaciones graves cayendo a carenar cuando se fue la última. ¿Volverás, volveré? ¿Volveremos a ser Matanzas Bay?
Guagua hasta el extremo desierto de la costa. Sobrepasar la termoeléctrica, el punto de control, una caseta de teléfonos volcada. Sonrisa cloqueando por el gris asfalto. Y a un lado y otro: piñas de pino, barrio de cercas de madera. Y a la derecha: atajos hasta el mar (y sobre el mar). Cavada en roca la piscina AL FIN. Entreabrir de los dedos: ramo, esclusa, llamarada amarilla en el vacío. Flaaaaash. Cámara lenta: mi mano, el frío, tu zoom sobre las flores, tu paciencia china para pintar pequeñas alegrías en el aire. Morderme la lengua para no decir: Llevaré esto rayado en la retina; ¿no ves que somos lo que ves? El mar rodeando el ramo. ¿Querrá casarse el mar? ¿Con quién, de quién, a quién?
Conchas prehistóricas, esqueletos de estrellas horadados en piedra. Miraditas, amagos, suspirar. Dienteperro punzante y las pieles juntadas sin importar llovizna, sol, espuma reseca de la melancolía. Precioso… Gemidos. Preciosa daga… Zorro de rieles. Zorra de vía. Vaivén convulso de la dresina atrás y alante… hasta perderse en un recodo. Hasta hacernos creer que-sí-que-no que-sí-que-sí que-no vendrá que-no se irá. Con este frío ni muertos en el agua. Apretujarse. Labios, lenguas, (em)be(le)sos. Humedecerse, remojar las puntas de las yemas, salivar, tragar en seco, negarse-darse, me(re)cer. Balanceos, seseos… embestida.
Después la bruma. Las golondrinas idas/ flor de sangre en el pecho del pelícano. Matar el hambre (es un decir). Regresar con sed. Volver a nado a ras del agua como sea. Uno mirando al frente y otro mirando atrás. Una de dos. Manos tomadas pero la rosa apenas. ¿Vendrá el deseo que marca (lomo abrasado de res) en medio de la noche (estómago girando: retorcido en el disco del teléfono)? ¿Caeremos irremediablemente atropellados en mendicante balbuceo? ¿Podrá la lu(cide)z en madrugada volver de la vorágine de algas?
Hay días que el corazón logra calmarse y no pensar constantemente; días en que es mejor (como engañados) sortear la boca-de-lobo de las minas de lágrimas. Repaso y recorto negativos: Matanzas Bay, el mar besaba el ramo, el sol tu pelo y yo colmada (como encinta) de una seguridad inapelable: un nosotros, un siempre (sin The End). Pájaros, cola de zorros, jirafas… amancebados, muertos de miedo pero salvos: arca, diluvio, milagro. Boda invisible bajo el cielo fue aunque no dije. La esclusa era el anillo y la estela amarilla mi dedo (mi garra de paloma) entrando al agua. Yo te tenía y el mar quería también su jaula.
Alamar-(Casablanca)-Hershey
Primero el elevado: un par de escaleras saltando sobre los carros. Y (como grullas bicéfalas o agujetas de tejer) decenas de pares de piernas metálicas: el alumbrado público. Foto quemada: el sol y yo, sonrisa estereotipada, sombrero de paño.
Después Habana del Este, pegadita al agua. Y el curial de sus edificios: estampados en tonos desmayados de gris, rosa y azul bandera. Al más alto me llevaste entretenida, haciendo fotos, matando el tiempo. Luego o antes: soy yo tratando de entenderme con un perro. Yo deslumbrada, evitando pisar la flora agreste intrasplantable, como matojales nacidos de teja y teja. (Hojas tan pequeñas como la verdolaga ─de la misma consistencia de la verdolaga─ crecen en el dienteperro…) Una salinidad, un sol fosforescente que no se deja trasplantar a casa (cabra que hala pal monte, venao que no coge trillo). Mas, repto y recojo algunas posturas. Esperanzada o solo terca. (…Hundir la uña en la hoja.) Sin rabia, por pura sensorialidad o aburrimiento. Fotografiadas de cerca, en los salientes, las hojas relucen como globos de cumpleaños o huevos de insecto al mediodía, pasados a aguijón.
A las tres de la tarde: Casablanca. Gente con bultos. Bultos todos. Nosotros también bultos en la pequeña estación. Sin cruzar saludo, sin mirarnos, subir al tren eléctrico. Casi sin posarme en el asiento, asaltar el vagón del maquinista. Eufórica, adelantándome al regaño, toquetearlo todo (pizarras, botones, relojes, palancas, timón). Recibir de oreja a oreja los boletos. Con sus pueblos innúmeros, letra pequeña adivinada. Cumplir por una bagatela el sueño de Hershey: viajar y regresar sin apenas tocar tierra, sin corretear el pueblo modelo. Aprovecho en retratos los diez minutos antes del cruce de trenes: subiéndome/ subida/ de perfil/ y el gesto de estupor de Alexander De Large en La naranja mecánica. Abandonando la línea: debió ser el trazado de casas de madera americanas; los parterres-el parque-el monumento a la madre-la iglesia-la tienda-la barbería-la farmacia; el cielorraso de la avenida principal (vestido de agujas de pino). Y era el pitazo del central moliendo la melaza… de los peters que fueron caramelos. Chocolate con leche. Nada queda en el aire. Como si hubiera pasado una caterva de chiquillos golosos… Dientecitos de rata. C-a-r-comiendo a-r-uña-n-do d-e-r-r-u-yendo.
Ya llega el tren/ se va el tren, se va el tren. Chispas entre carril y rueda. Cuando volvemos a La Vana, también chispas punzantes como areolas. Cruzándose/ los cables/ avivan un bonsái de tormenta. La mano izquierda en la llovizna, pies sin zapatos, viento en popa, me estiro hasta rozar el asiento de enfrente: sin querer ver la guata que se le sale por las grietas, apenas permitiéndote masajearme las plantas. (Esa tarde/ todo/ fue/ forraje y maloja en tiempo muerto. Meses o años después, recorto las fotos concienzudamente, bajo el influjo de artes/ de mezquina/ jardinera. Como si tú y la guata no hubieran sido también matojales nacidos sobre mi techo de vidrio. Con el dedo y mi saliva hago un borrón. Debajo/ del borrón/ hay un roto.)
Almendares-Mariel
La última vez que dije invernadero fue en una conversación con mi padre. Habíamos salido a caminar por las afueras del pueblo. Quería enseñarme una antigua estación de trenes que el gobierno había abandonado a medio hacer, hacía 30 años –mi edad–. Caminamos y caminamos. Sorteamos calles estrechitas, bordeamos la espalda del cementerio, salimos a un campo sembrado. Una casa en medio de un marabuzal. «El país de la siguaraya» –pensé.
—¿Qué es la siguaraya? ¿Un árbol?
—Un árbol, no; un arbusto.
—¿Se parece al marabú?
—No, no tiene espinas. Pero sí unas flores blancas, medio verdosas, que dan miel.
Entonces salimos a la explanada. Hacía tiempo que no encontraba nada así; pero lo sabía. Cuando se conjuraban esas palabras (estación de trenes abandonada, campos roturados, años 80), siempre sobrevenía algo. Por eso, tras vagar un rato por la casa, me puse una ropa cualquiera, me recogí el pelo y salí. Acompañando a mi padre el explorador… Mi padre, que ya no puede volar lejos, afilándose el pico entre las alas cortadas, decide dar un paseo y reconocer los terrenos que rodean la casa. Así es capaz de llegar al municipio siguiente. Una mente sin límites en un cuerpo de 70 años; un muchacho que se sube trastabillando en las ramas, por cogerme una chirimoya aunque esté verde… Mi misma terquedad, mi herencia.
La explanada se extendía hacia el Mariel y hacia la estación abandonada (detrás de la prisión de Guanajay), hacia las montañas rocosas de las que venían cargados los camiones, hacia la estación final: El Almendares… Parecía un paisaje lunar –o lo que uno puede imaginar como un paisaje lunar–, parecía el paisaje que quedaría después del fin. No me contuve y recogí una piedra. Había que caminar mucho todavía, así que enseguida me arrepentí; pensé que me pesaría cargarla tanto rato, pensé que otras piedras llamarían mi atención. Pero me quedé con esta, como si el azar fuera algo contra lo que no se puede ya luchar cuando comienza a andar su maquinaria. La sostenía con una mano y la tocaba con la otra: era arcillosa, húmeda. Los pedazos que se desprendían me iban manchando el borde de la capa, si no entrando por las mangas hacia quién sabe dónde. Contaminándolo todo –me dije, y creo que era la visión que tenía de mí: alistada para un viaje peligroso, con aquella capa enorme y verde, que casi no me dejaba despegar los brazos del cuerpo. Como si caminara por encima de un planeta donde la atmósfera fuera otra, y la fuerza de gravedad fuera mayor…
La explanada amarillenta. El verde monótono, confundiéndose a lo lejos con el cielo nublado. Un aura tiñosa. Una garza negra posada sobre un árbol cuyo nombre desconozco. Dos muchachos, cargando caña para echarla a los caballos. El coche sin uncir; en su respaldar, el retrato oval de un caballo, quizás ya muerto, y un letrero en el borde, que no pude leer.
Caminamos hasta llegar a un puente bajo el que pasa un río chico.
—Un río de pueblo —dice mi padre.
—Un río negro —me digo al pensar que en Guanajay no ha habido nunca alcantarillado.
La explanada se divide en tres. Tres hileras de planchas, tres pasos de tren, tres posibilidades de chocar hierro contra hierro, pasajero feliz con pasajero aletargado.
Un ruido y nos pegamos a la orilla. De la lejanía viene un camión con rocosa. Mi padre observa que hay montones de arcilla más rojiza que otra. Mi padre el detallador del paisaje. Con menos palabras que antes, pero con el ojo inquieto…
—¿Qué es aquello, una laguna, una presa?
—No, unas naves. Son unos techos… de zinc.
—A lo lejos parece agua.
Casi llegamos al otro puente. Por la derecha avanza bamboleante un bicitaxi.
—Debe cobrar como 500 pesos por sacar a alguien de aquí –me río con la ocurrencia de mi padre y bajo a ver ese otro «puente». Más bien un túnel bajo la carretera. Por el que caben bicitaxis, coches, motos y quizás algún carro pequeño. Un camión ni pensarlo… Subo corriendo. Seguimos camino. En el piso veo a intervalos pedazos de ropa, una chancleta, una correa de sandalia, blanca, con circulitos azules… Dónde está la gente que llevó estas cosas…
El camión viene de regreso; ya casi puedo ver de dónde saca su carga. A lo lejos una grúa le alcanza paletadas de tierra. A lo lejos, por fin, a la izquierda, la estación abandonada: una planta pequeña, con las paredes en carne, sin puertas ni ventanas, con los boquetes solamente. Enfrente, un andén de unos 100 metros, con plataformas de entrada y de salida. Dicen que estaba resguardado por una capa de enredaderas tan gruesa que hubo que removerla con sierras.
Antes de llegar a la estación veo por fin, a la derecha, aquello que confundí con agua.
—Mira, los techos de zinc… ¿Serán de una fábrica?
—No, son casitas donde siembran al calor.
—Querrás decir un invernadero…
—Eso mismo. También les dicen cultivos tapados.
—Como en las casas de cura de tabaco…
—Igual pudiera ser una granja de pollos, o de puercos.
Prefiero quedarme imaginándolos como techos de cristal blanqueado. Casitas donde el frío hace crecer cultivos que no pueden soportar la luz del sol, como las flores carnívoras o los sacos que flotan, en el útero, agarrados por el cordón umbilical a la placenta, parecidos a una lamparita –según explica mi madre embelesada.
Después de la estación la explanada continúa, se pierde en recodos como una catarata, hacia El Almendares, hacia la nada inmensa. Desde las plataformas, con la mano en visera, me conformo con imaginar el inacabable rumor del ir y venir de los trenes…
Exhaustos, decidimos regresarnos por el camino del río. Bajamos con cuidado de no desbocarnos, como caballos enfrenados. El río chico, el río de pueblo, el río negro… relleno de basura. Unos perros bordean las márgenes buscando sustento. Un hombre llama a las vacas para llevarlas a casa.
—¿Viste la torre de vigilancia de la cárcel?
—¡Qué locura! Un motín, saltan la cerca y toman la estación…
—No seas novelera, ¿adónde iban a ir?
—Podrían irse en barco, por Mariel… —mi padre se ríe de mi ocurrencia y sigue andando por el borde del río, como un niño, como si no buscara de veras el final.
—Mira, eso es una siguaraya; siempre están cerquita de los arroyos.
Esas sí que no necesitan invernadero –pensé mientras me cruzaba con un brazo de muñeca abandonado… Qué edad tiene ahora quien jugó con ella… Dónde está la gente que trabajó en esta estación. ¿Alguno estará aquí, de vuelta? ¿Y cuántos subieron a los barcos? Todavía en la Edad Media… (100 años para construir una catedral). Pero hoy… (30 años para armar y desarmar una estación de trenes). Nunca me acostumbro a esa manera de pensar el tiempo. Quiero encontrar el amor ya, quiero escribir, quiero vagar, quiero mostrar mi cuerpo de labranza ahora, que bajo este cielo sin invernadero pronto será un mascarón de proa… vacío.
Ya en casa, mientras mi padre pelaba caña, me sobrevino un buche ácido. Con él se me subió a la cabeza el recuerdo de un viaje, impreso en láminas difusas, de cuando mi novio era un yogui explorador. Ese día, montados en un taxi de Guanajay a Mariel, buscando las ruinas de no sé cuál condesa, terminamos en el castillo de la colina. Tras las postas militares. En las paredes, las huellas de coitos interruptos y fans del rock. Entre las baldosas levantadas del piso, una rosa de los vientos, deshojada de cuajo. Desde el balcón, mi novio filmó el muelle sobre el que nos entretendríamos en un rato:
contando botecitos
memorizando
sus nombres
desafiando
desganados
el sol.
En la escalinata, un río de bosques crecidos apretaba el paso.
© Imagen de portada: Jamila Medina Ríos.
Magali Alabau
Magali Alabau. Poeta. Nació en Cuba y reside en Nueva York desde 1968. Estudió teatro. Ha publicado entre 1986 y 2016 nueve poemarios.