Habitación 422

Odalys Quintana puede ser un personaje de Virgilio Piñera que comienza diciendo: “Yo nací en un cuarto de hotel”.

Uno se la imagina entrando y saliendo del Lido, en la calle Consulado 216, Colón, Centro Habana. Una niña negra, con trenzas, vestida de uniforme, con espejuelos, viendo la televisión en el lobby junto a los demás huéspedes que no duraban más de una semana porque en los hoteles de mala muerte nadie duerme 21 años. Luego, una adolescente curioseando por los pasillos, tratando de subir a una amiguita al cuarto 422 y la recepcionista prohibiéndoselo porque “las reglas del hotel decían que a las habitaciones no podía subir nadie que no estuviera registrado. Y eso valía para nosotros también”.

Pero su historia no comienza ahí, ¿por qué Odalys nació en un hotel? ¿por qué Odalys vivió en un hotel?

“Mi papá y mi mamá se casaron y se hospedaron allí, vino la Ley de la Reforma Urbana y no se pudieron mover porque dónde se iban a meter”. Esta ley, promulgada en 1960, daba por terminada la renta de casas y promovía como legítimos propietarios a los que habitaban las viviendas en ese instante. “Estuvimos allí hasta el 28 de enero de 1985. Nos demoramos tanto en salir por pura mariconá”, Odalys no teme usar las palabras justas. 

La habitación 422 no tenía balcón a la calle y “la vez que mi mamá intentó meterse en una porque era más grande, la sacaron”. La 422 no llegaba a medir 4 x 4, “aquello era un cuarto y un baño. Allí nació mi hermano y murió durante el parto, y nací yo un año después”, en 1964. 

“Oficialmente era mi casa: Consulado 216, entre Ánimas y Trocadero. Teníamos libreta de abastecimiento, pero no era gratis. Todos los meses mi papá, que tenía un buen salario, pagaba 60 pesos, y nunca pasó, pero me imagino que si dejábamos de pagar nos sacaban del cuarto”. Esta cuenta saca Odalys de adulta, porque vivió una época en que los niños solo hablaban “cuando la gallina mea”, o sea nunca.

Veintiún años guardando en cajas el futuro para después descubrir que “nos habían robado parte de lo que mi mamá había ido acumulando para cuando tuviera su casa”. Y es que el único lugar que tenían disponible para guardar sus cosas era el almacén del hotel donde no había ninguna seguridad. 

La solución del gobierno era “meternos en una cosa de un cuarto y cada vez que nos proponían algo era un apartamento de este tamaño”, Odalys ahueca las manos para indicar las las infrahumanas dimensiones. 

“Mi mamá creía que habían pasado demasiados años y que una niña, o sea yo, se merecía una habitación para ella sola, pero como le dijo un imbécil de Vivienda una vez, ¿quién le dijo a ella que podía aspirar a una casa de dos cuartos si toda la vida ha vivido en un cuarto?”. Es lo mismo que si hubiera dicho, ¿quién le dijo a esa negra que podía aspirar a tanto? ¿Quién le dijo a esa negra que vestirse bien, ponerse collares, tacones y llevar cartera al trabajo está permitido? ¿Quién le dijo a esa negra que puede aspirar a que su hija sea universitaria, que no viva en la promiscuidad, que no escuche a otros teniendo sexo, que tenga un espacio propio?

“Mi mamá fue muy presumida y la gente se decía o lo pensaba siempre que la veían: ‘qué se cree esta negra’”. Odalys hurga en sus recuerdos, aunque algunos no los vivió, y Delfina Fabián Fernández, o Fina, como la llamaban, se nos presenta como si estuviera viva, esbelta, con un turbante que le deja al descubierto parte del pelo, bendiciéndonos porque hablaremos de ella, de su familia, de lo que vivió. 

Fina quedó huérfana de madre y padre, cuando ocurrió la tragedia, a ella y a sus seis hermanos los distribuyeron entre los tíos. “El más pequeño murió de pasión de ánimo, la muerte de su madre lo consumió”. Ya nadie muere de eso, la tristeza hoy no es tan profunda. Odalys cuenta que le contaron que “la abuela los recogió a todos porque decía que su hermana no los había parido para que sufrieran tanto”, y así terminaron viviendo con Lázara o “Mitía, como le decíamos”, en calle Picota, entre Merced y Paula, en Habana Vieja.

“Mitía era el horcón de la familia. Yo recuerdo que nos reuníamos todos en su casa a celebrar la vida como lo hacían antes las familias negras, con comida, con risas, pero con un respeto y una decencia que ya no se ve. Eran pobres y se vestían con tremenda elegancia”, relata Odalys mientras me muestra algunas fotos de familia. “No sé cómo se las arreglaba, pero siempre había comida para el que llegaba. Eso era algo de las familias negras o de la religión”, a los santeros, a los yoruba el ashé les entra a la casa repartiendo comida, no dejan a nadie desamparado. “Cuando crecieron todos hicieron su vida fuera del solar”, termina Odalys.

Uno logra entender que por una cuestión de “respeto” o de “vergüenza” la pareja de casados, Fina y José Enrique, asumieron que no podían vivir en casa de sus mayores. 

“Un día parece que de altas instancias preguntaron por nuestro caso y le dijeron ‘no, si a ella le hemos mostrado muchos lugares’ y le enlistan una cantidad de direcciones que nunca le habían mostrado de verdad y mi mamá que ya te he dicho cómo era, dice ‘ay!, esto yo nunca lo he visto’”. Era una casa en el municipio Playa y cuando reclaman, “empezó el babeo”: “No, porque entonces, eso fue que nos equivocamos, que no era así”. Entonces les muestran la casa de Santo Suárez y Odalys le dijo a su madre: “este es el lugar”. Como acentúa Odalys: “yo quería irme del hotel ya, acababa de cumplir 21 años y había acabado de regresar de estudiar en Azerbaiyán”.

“Yo nunca había podido ser anfitriona, en el hotel no te permitían que llevaras a nadie a las habitaciones, pero igual, era un cuarto. En la cama dormíamos mi mamá y yo. Mi papá dormía entre la cama y un escaparatico que había detrás de la puerta. Tu entrabas a mi casa y ahí mismo estaba la cama, para un lado el baño y dentro, una mesa encima de lo que era el bidel y encima de la mesa un botellón de agua mineral; el lavamanos de frente y dentro de la ducha, otra mesita y encima una hornilla de alcohol o un reverbero que ahí cocinaba mi mamá hasta que mi papá se quemó. Yo tendría como 7 u 8 años. Nos habíamos ido para casa de unas amistades que vivían en Varadero y llegando tuvimos que virar. Estuvo entre la vida y la muerte porque él pensó que la hornillita estaba apagada, le fue a echar alcohol y reventó”. Y, por poco se repite la historia y también se queda huérfana.

Entonces, la abuela asumió, “se acabó, tú no vas a cocinar más allí”, dice que les dijo y el primero que llegaba a “la casa, soltaba las cosas, cogía las cantinas e iba a casa de mi abuela”. Y, quien haya probado comida de cantina sabe que el sabor metálico se impregna a la sazón por mucho esmero que se ponga en el fregado, dejando en la boca un regusto a penuria que nunca se quita. Odalys arrastró durante años haber vivido en la habitación de un hotel.

“Cuando llegué a la secundaria mi mamá empezó con el lío de becarme, en aquel momento lo vi como una aventura, pero me trajo muchos conflictos porque me sacó abruptamente de mi casa y me puso en medio de la selva y me tuve que abrir paso a como diera lugar, entonces me convertí en una muchacha problemática. Imagínate que un día nos íbamos a fajar a machetazos”. Detalle por el que se puede calcular la magnitud de los conflictos. “Luego —continúa Odalys— en décimo grado, pasé a para otra escuela en San Antonio de los Baños, éramos los más chiquitos, yo estaba tan sin control que terminaron diciendo ‘hay que dejarla tranquila porque esa negra está loca’”. Eso casi le cuesta la expulsión y la condena de por vida a la marginalidad. 

“Llegué a la escuela sin cabeza, entre Centro Habana que siempre fue para gozar, el encierro en el cuarto de hotel, chiquita, pescuecipelá porque el pelo no me crecía, y bembona, cualquier cosa era motivo para meterse conmigo y a mi cualquier cosa me servía para reaccionar. Yo vivía con mucho complejo. Yo era guapa. No iba a agredir a nadie pero cuando me ibas a hacer así”, extiende la mano teatralizando el golpe, “te comía vivo”. 

Pero, entre su tío y “unos muchachos que estaban allí y que nunca los había visto” que la “apadrinaron”, empezó a ser “diferente”. Odalys se vanagloria de haber vencido lo más difícil en Cuba: la miseria a la que están condenadas las familias negras porque nunca hubo ni habrá políticas públicas que cubran la brecha que dejaron la esclavización y los barracones, y la ruptura con los espacios preconcebidos para los negros y las negras se pagan con la intolerancia, la exclusión y con la presión social de tener que demostrar talentos que no están ligados al color de la piel.

“Y claro que mi mamá se merecía vivir en la casa con dos habitaciones”, afirma después de haber contado la historia de su vida, “ella tenía don de gente. En los setenta y pico, se hizo amiga de todas las tenderas y con lo que compraba se iba para el campo y vendía o cambiaba. Me pregunto hoy cómo era que nosotras podíamos con aquello: traíamos plátanos, habas lima, malanga porque aquí no había nada de eso.

Si mi mamá hubiera tenido dinero perfectamente hubiera comprado la voluntad de alguien en vivienda”, y la solución no hubiera tardado tanto en llegar si hubiera habido un soborno, el mismo obstáculo al que se enfrentan hoy otros cuando se habla de distribución de subsidios o el reasentamiento de personas que llevan años en albergues que debieron ser sitios transitorios.

“Cuando me mudé del hotel para mí esto era un palacio”, lo dice sentada aun en su sala de Santo Suárez, “hasta que pasó el tiempo y me di cuenta de que los problemas constructivos que tiene la casa son muy grandes, por eso nos la dieron”, además de ser “un barrio malo” y de vivir su primera inundación a poco tiempo de mudados porque la zona no cuenta con un sistema de alcantarillado para la crecida del río, Odalys se dio cuenta también de que su vida es “una serpiente que se muerde la cola”, “un ciclo que nunca acaba” y “una rueda dentada”, “el karma que te persigue” o  como quiera alguien imaginársela porque ha tenido que ayudar a su hija a vencer las mismas batallas que libraron las otras mujeres de su familia: Lázara, Fina o ella misma cuando era adolescente.




El racismo en Cuba no es solo estructural, también es epistémico

El racismo en Cuba no es solo estructural, también es epistémico

Alberto Abreu Arcia

Nuestros patricios modernizadores, fundadores de la nación, articularon un campo discursivo sobre el otrode la negrura, el cual se sustentaba en los imaginarios del terror, la catástrofe, el detritus social y lo excrementicio como el lugar de negras y negros, mulatas y mulatos dentro del proyecto de nación.


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