Raza y nación: trayectorias visuales

Las islas del Caribe han disfrutado en los imaginarios centristas de esa condición sine qua non —al unísono— de caos y paraísos eternos; lugares modelados por los relatos y las experiencias más diversas que van de las novelas de viaje y testimonios de arriesgados “descubridores”, a las historias de piratas y corsarios o a las indagaciones cientificistas de un Alejandro de Humboldt. 

El Caribe fue ese sitio de tránsito y de anclaje, siempre dispuesto a alimentar las fantasías de la mirada y la expansión colonial a través de un corpus heterogéneo —o debería decir un archivo— de construcciones exóticas, barrocas y carnavalescas, sistemáticamente actualizadas por las políticas culturales de la diferencia.

Pero las narrativas irreverentes —y a contrapelo de ese canon Europeo/Imperial— emergerían desde las propias coordenadas del Caribe para poner en tensión no solo el contenido del archivo y sus jerarquías normativas, sino además el proceso mismo de ordenamiento y clasificación, en una interpelación a la relación saber/poder que se fraguaba en la voluntad imperativa y en las disputas metropolitanas entretejidas en la enunciación del archivero. Así, las incursiones, desde diferentes ámbitos disciplinarios, de intelectuales como Aimé Césaire, Fernando Ortiz, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Roberto Fernández Retamar y tantos otros, desautorizaban la lógica de violencia (también epistémica) que habitaba el régimen de conquista y dominación de la impronta colonial. 

La complejidad histórica de la región encontró en los cronotopos que edificaban estos autores el correlato perfecto para quebrar —en palabras de Carpentier— “una temporalidad tradicional” (Carpentier, 19080: 69)[1]; y trastocar, yo añadiría, la racionalidad de esa vocación de archivo que ocluye —o entierra— las contradicciones y anomalías, los restos y los excesos que no encuentran sitio en sus mecanismos de clasificación.

Estos gestos desestabilizadores articularon a lo largo del siglo XX una crítica al colonialismo a partir de acopiar sus propias marcas —la constitución de un archivo otro— en el espacio Caribe. La trata de esclavos, el barco negrero, la plantación, el cimarronaje, el clandestinaje y las memorias espirituales de religiosidades prohibidas, constituyeron las topografías discursivas de esas resignificaciones que produjera el ejercicio descolonizador.

Una poética de la memoria que se instituía como un reclamo político ante la “máquina del olvido”, para utilizar una expresión de Aimé Césaire, cuando describía el proceso de colonización cultural que experimentaban las naciones sometidas, por siglos, a la limitación de sus soberanías y el saqueo de sus recursos naturales por parte de los grandes imperios de Occidente (Césaire, 2006: 26)[2]

Para Césaire, la resistencia al colonialismo pasaba por una política de la memoria, que se conectaba con la identidad cultural de los sujetos colonizados; porque para él, no era en Europa sino en las colonias del Pacífico, del Atlántico y del Caribe, donde esa “máquina del olvido”, “máquina de aplastar, moler y embrutecer pueblos, lograba su funcionamiento más perfecto” (Césaire, 2006: 43).

En este proceso —siempre contingente— de construir y accionar un archivo crítico del colonialismo en el Caribe, habría que rescatar a un autor proscrito por la política oficialista del Estado cubano después de 1959: el cubano-español Lino Novás Calvo; un escritor, que en esas circunstancias (y en franca ironía) quedaría cimentado, tras su exilio en Florida, bajo la etiqueta de lo prohibido, de lo silenciado por las prácticas archivísticas de la Revolución Cubana.

Su novela El negrero (1933) —despojada de todo vocabulario descolonial— inauguraba sin embargo, desde el género biográfico, uno de los repertorios críticos más perspicaces sobre la monstruosidad y la compleja subjetividad del colonizador. Un relato despiadado que exhibía los vínculos entre Europa, África y el Caribe; desanudando además en esa geografía simbólica, las múltiples complicidades de los sujetos subalternos en la reproducción del gesto imperial. 

Léase en este proceder narrativo y en esta focalización de Lino Novás Calvo, una operación conceptual que lo emparenta con el trabajo de Gramsci sobre la hegemonía, o  —anticipadamente— con la perspectiva de Foucault sobre las relaciones de poder; un camino que necesariamente nos conduce a algunos de los pilares intelectuales de los estudios culturales y a los trayectos críticos de los saberes poscoloniales.

Fue también otro narrador cubano, Abilio Estévez, el encargado de escribir el prólogo para la edición de Tusquets del año 2001 de la Novela El negrero. Y allí apuntaba: 

El Negrero resulta un agudo análisis sobre una época (finales del siglo XVIII y principios del XIX) que arroja, como debiera hacer toda novela histórica, luminosidad portentosa sobre el presente contradictorio y aterrador en que vivimos. Porque tiene que ver con una de las aventuras más despreciables realizadas por el hombre (la trata de esclavos, el comercio de unos hombres por otros), en un momento bastante pavoroso de nuestro siglo (1933) en que el racismo, con la ascensión de las hordas fascistas al poder, volvía a protagonizar otra aventura vergonzosa. Como por desgracia el racismo continúa protagonizando aventuras vergonzosas, Novás Calvo muestra el horror, la ferocidad, de un mundo que continúa siendo el nuestro (Estévez, 2001:12-13).

Aimé Césaire pensaba que las ideas racistas de los nazis no eran novedosas si se les cotejaba con el secular racismo colonial que legitimó los grandes imperios atlánticos. La máquina del olvido no era diferente a la de cualquier Estado autoritario o totalitarismo moderno que se propusiera excluir o jerarquizar moralmente a los sujetos del pasado (Rojas, 2011:13). 

Justamente en esa coyuntura donde se ubica Césaire, para hacer converger el pasado y el presente de prácticas colonialistas, y en sintonía con el campo de interrogaciones que abre la novela de Novás Calvo, habría que situarse para indagar sobre los modos en que nuestros estados naciones se constituyen sobre la herencia de políticas y archivos colonizadores. Pero sobre todo, tendríamos que preguntarnos ¿cómo el Estado-nación moderno reactualiza el racismo como forma de gobierno y/o como expresión de la vida cotidiana en los procesos de gestión y administración de la diferencia?, ¿qué posibilidades habría para la emergencia de un sujeto político en las coordenadas de reproducción de la violencia colonial en nuestras sociedades contemporáneas?, ¿cómo pensar ahí las relaciones entre cultura y política?

Siguiendo esas directrices pretendo explorar en el presente ensayo las estrategias que algunos exponentes del campo artístico cubano han venido desarrollando en poéticas visuales que resignifican las narrativas oficiales de la nación sobre las tensiones raciales en el proceso revolucionario

Se trata de creadores que se apropian de los dispositivos retóricos de las políticas del socialismo cubano, abocadas al rescate de la soberanía nacional y a la descolonización del país, para desde ahí preguntarse ¿cómo negociar con los aparatos de legitimación del Estado nación cubano y sus prácticas de archivación?, ¿cómo recuperar los espacios y relatos de memorias divergentes confiscados por la dramaturgia de las relaciones de poder activadas por la historia oficial?

Los procesos artísticos que estas perspectivas críticas ponen en juego, permiten (re)narrar las memorias del presente y disputar los sentidos de un período histórico donde el arte ha cumplido el rol de una sociedad civil inexistente. Así, las propuestas visuales que aquí estaremos revisando podrían funcionar como uno de los archivos contingentes más originales, perspicaces, críticos y productivos de Cuba contemporánea; convulsionando, y a la vez, explorando la tensión existente entre los relatos de la nación y sus configuraciones, entre los documentos —en su más amplio sentido— y su análisis.

Acá, se hace imprescindible intentar preguntarnos también por las transacciones políticas que han venido dibujando el mapa intelectual del campo cultural cubano. El lugar de enunciación de ese sujeto reflexivo y crítico, productor de narrativas heterodoxas o plegadas al guion del Estado nación, ha estado informado por las imbricaciones heterogéneas de lo que de la cultura y la política ha interesado y ha sido permitido por los ideólogos del Estado cubano. 

Sin embargo, siempre han existido en el país, las voces inquietas, que comprometidas con un pensamiento de izquierda y verdaderamente revolucionario, han sabido producir mecanismos intersticiales para sortear los obstáculos y las censuras que un ejercicio intelectual restrictivo ha querido imponer.

El historiador cubano Rafael Rojas ha producido en esta perspectiva un corpus analítico que pone en evidencia las estrategias de lo que él nombra como el proceso de colonización mental del Estado insular. Rojas nos recuerda que buena parte de la historiografía y casi todos los textos históricos producidos por los discursos culturales, las ciencias sociales, los medios de comunicación y las instituciones educativas del socialismo cubano, entre los años sesentas y ochentas del siglo XX, sumaron sentidos al relato oficial del pasado insular. 

De acuerdo con ese relato, antes de 1959, Cuba había vivido bajo una prolongada condición colonial. De ahí que los aparatos ideológicos del socialismo cubano se dieran a la tarea de transmitir a la ciudadanía la idea de que Cuba comenzaba a ser una nación-Estado a partir de ese año y que su máximo líder Fidel Castro, era el realizador de un sueño de independencia irrealizado desde la muerte de José Martí en 1895 (Rojas, 2011: 14).

Paradójicamente —y entretejidos con esa misma línea historiográfica— yo diría que resultó fundamental el acercamiento de algunos de nuestros intelectuales a tradiciones teóricas que revisitaron críticamente —desde un absoluto sentido de pertenencia— el paradigma ideológico del Marxismo Occidental. El propio Rojas, subraya en esa coyuntura, la influencia de Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Eric Hobsbawm, E. P. Thompson, las escuelas de los Anales y de Frankfurt, los estudios postcoloniales y subalternos, el postestructuralismo y el multiculturalismo, participando todos de “una asimilación heterodoxa del pensamiento de Marx” (Rojas, 2011:26). 

Entonces, lo que se fraguó allí, ha dejado como resultado que “el concepto articulador de esta historiografía no es la identidad, como en el relato oficial, sino la diversidad: diversidad económica, social y cultural, pero también ideológica, moral y política del pasado cubano” (Rojas, 2011:16-17). Para Rojas, esta discordancia teórica e ideológica entre la nueva historiografía académica de la isla y la ideología estatal, que rige la política cultural y educativa del gobierno, entraña uno de los desencuentros más sintomáticos de la vida intelectual cubana (Rojas, 2011:18).

Esa misma discordancia, esos intentos sistemáticos por emborronar la complicidad y la connivencia entre la vida académica y las directrices del Estado nación, sería la premisa que guiaría además el diálogo con las metodologías tradicionales de la Historia del Arte y de la práctica artística en Cuba; procesos creativos y discursos culturales para los que resultaron fundamentales también las influencias y perspectivas teóricas heterogéneas de los estudios culturales. 

En un ensayo anterior (Arce, 2016), donde discutía sobre las relaciones entre los estudios visuales y las perspectivas poscoloniales para la Historia del Arte, planteaba que el campo de los estudios culturales —acá me refiero básicamente al núcleo de la Escuela de Birmingham— había puesto un acento fundamental en los procesos de interacción de los individuos y sus marcos de significación, investigando ahí los aspectos de dominación ideológica y los nuevos agentes del cambio social. 

Los emplazamientos críticos de estos estudios tomaron como eje fundamental para sus cuestionamientos un concepto de cultura que en plena mitad del siglo XX seguía desarticulado de las manifestaciones de la llamada baja cultura y de su impronta política. Esta preocupación los llevó a desarrollar múltiples análisis sobre las relaciones de poder y las prácticas culturales populares, por supuesto, enclavadas en cartografías histórico-políticas concretas, lo que Stuart Hall —el intelectual más afanado por densificar la teoría en el seno de los estudios culturales— nombraría como “estructuras complejas de relaciones” (Hall, 1980: 129-139).

Siguiendo acá los argumentos de Armand Mattelart y Eric Neveu: “El proyecto del centro de Birmingham es claro. Quiere utilizar métodos y herramientas de la crítica textual y literaria mediante el desplazamiento de la aplicación de las obras clásicas y legítimas hacia los productos de la cultura de masas, hacia el universo de las prácticas culturales populares” (Mattelart y Neveu, 2002: 48).

Esta apertura en la reflexión sobre las prácticas culturales, aunado a la defensa de una metodología deliberadamente ecléctica, abierta e interdisciplinaria, provocó que los estudios del mismo nombre comenzaran a jugar un rol decisivo sobre la esfera artística, justamente a partir del traspaso del foco axiológico del arte, desde su naturaleza estética a su proyección cultural. Ese giro epistemológico democratizó los vínculos y las convergencias del propio hecho artístico, evidenció su emergencia como dispositivo productor de relaciones de poder y generó alternativas analíticas para (re)pensar las experiencias y los procesos mismos de construcción de sentido y significación en propuestas visuales que, no solo desacralizaban la materialidad objetual que había definido su esencia histórica, sino que también se constituían desde las inquietudes teóricas y los saberes descentrados por ejercicios políticos y coloniales. 

En palabras de Robert Stam: “una idea clave en los estudios culturales es pensar la cultura como lugar de conflicto y negociación entre las formaciones sociales dominadas por el poder y sujetas a tensiones derivadas de clases, géneros, razas y opciones sexuales” (Stam, 2001:264)[3].

Así, la mordacidad y voluntad política de los estudios culturales hizo que se privilegiara la discusión sobre la producción de subjetividades en el seno de los emplazamientos discursivos que estos estudios configuraban. Al tratar de abrir espacios para las voces marginadas y las comunidades estigmatizadas, las contribuciones de Stuart Hall al debate sobre raza y diferencia resultaron protagónicas para las prácticas artísticas y las miradas analíticas en la contemporaneidad del Caribe insular. La herencia colonial y sus marcas de asimetría, las viejas y nuevas tramas de dominio de los Estados nación y la persistencia de los conflictos raciales dimensionan la urgencia de pensar contingentemente desde las articulaciones entre cultura y poder. Lawrence Grossberg, estudiante, interlocutor y amigo de Stuart Hall resume de un modo elocuente el trabajo político e intelectual del jamaiquino: “Stuart nunca nos enseñó cuáles eran las preguntas ni tampoco proveía las respuestas. Nos enseñó a pensar relacionalmente y contextualmente, y sobre todo cómo plantear las preguntas. Nos enseñó cómo pensar e incluso cómo vivir en la complejidad y la diferencia” (cit. en Restrepo, 2014:11).


La conjunción entre raza y nación, ha marcado las topografías discursivas de los relatos modernos que estructuran la trayectoria histórica de la isla de Cuba. Desde las primeras voluntades por imaginar la nación[4]la variable de la raza —específicamente de la raza negra— ha emergido como contrapunto o como vórtice desestabilizador de una construcción de nación que privilegiaba el origen blanco e hispano de lo cubano. 

Con demasiada frecuencia, y a lo largo de diferentes períodos históricos, la ansiedad por desdibujar —al tiempo que producir con gestos normativos— el peso cultural y la presencia de la población negra en Cuba, ha devenido en una práctica política que margina y estigmatiza.

En este sentido, una obra como Carlos Manuel de Céspedes y la libertad de los negros (1993), del artista cubano Alexis Esquivel, funciona como un archivo contingente[5] que reinscribe y potencia narrativas de nación que enturbian y desordenan la propia lógica del archivo oficial que resguarda los relatos históricos del país. Subvertir la representación habitual del héroe nacional Carlos Manuel de Céspedes, el llamado Padre de la Patria (en la propuesta de Alexis Esquivel aparece totalmente maniatado), ese que les concedió la libertad a sus esclavos, para que todos juntos, blancos y negros, lucharan por la independencia de Cuba, resultaba una crítica feroz, sin metáforas posibles, a los modos en que el Estado cubano ha venido produciendo los relatos de la memoria, pero también los relatos del olvido y del silencio. 

¿Qué se conmemora y cómo se conmemora?, son hechos que siguen el guion de una dramaturgia orquestada por ejercicios de poder, que en las coordenadas de nuestra geografía insular, no hacen más que nutrir la presencia sistemática de las herramientas de violencia colonial.

Pero la operación artístico-conceptual de Alexis Esquivel no es sencilla, ostenta una tesitura doble, al tiempo que subvierte las representaciones heroicas de los iconos nacionales, paradójicamente también subraya, sobre enfatiza y reifica las figuraciones y los imaginarios más denigrantes de la población negra en Cuba. Esta articulación permite anudar tiempos históricos, así, pasado y presente constituyen en la poética de Alexis Esquivel un entramado de continuidad que interroga al enunciado hegemónico del Estado-nación cubano sobre sus rupturas radicales con un pasado que cosificó al negro en su condición de esclavo y estigmatizó y marginó sus prácticas vivenciales.

La Revolución Cubana de 1959 trajo logros innegables para muchos campos del desarrollo social en Cuba, pero no podríamos decir lo mismo acerca de las históricas inequidades raciales y de las posiciones de subalternidad en las que colocó a las prácticas religiosas y a algunas manifestaciones culturales de los afrodescendientes en el país. A partir del triunfo de la Revolución con la toma del poder de un nuevo sistema de valores, las expresiones religiosas de origen africano fueron nuevamente[6] interpretadas como un rezago del pasado, lo cual siguió favoreciendo prejuicios y discriminaciones hacia los creyentes. Estos quedaron excluidos de los órganos legitimadores del orden sociopolítico. 

En dichas coordenadas la posición de subalternidad no se definió por la pertenencia a un grupo social con limitado poder adquisitivo, sino que estuvo determinado por la no correspondencia de ideas y concepciones con las del emergente proyecto emancipador. Hubo entonces una asunción generalizada de la religión como un hecho extraño y antagónico al socialismo. 

Sin embargo, ciertas cosmovisiones de antecedente africano comenzaron a formar parte de lo que, paradójicamente el gobierno revolucionario también estaba definiendo como los componentes de nuestra identidad, o sea, la identidad del cubano (una mezcla entre el legado español y el africano). La ambigüedad con la que el Estado nación revolucionario estaba asumiendo el componente negro en la configuración de las prácticas discursivas que lo constituían —por un lado lo asumía como un elemento identitario fundamental en las pautas culturales de la nueva nación y por otro lado, sumergía en la ilegalidad sus elementos religiosos— se convirtió en un sitio de enunciación privilegiado para ensayar una dimensión de la crítica política desde el espacio del arte a la censura del Estado cubano (Arce, 2014: 328). Al ocluir sistemáticamente la discusión pública sobre estos tópicos, se profundizó el mutismo del archivo, se aceitaron los mecanismos de censura, y con ello, la herida racial.A propósito de esta discusión, el politólogo cubano Esteban Morales, estudioso de estos temas, ha reconocido que: “No existió dentro de la Revolución un proyecto de política social dirigido a equilibrar las asimetrías con que llegaban a 1959 los diferentes grupos raciales que componen la sociedad cubana” (Morales, 2000: 61). Igualmente, la socióloga Yulexis Almeida ha planteado que el énfasis discursivo en:

Las garantías universales de los derechos sociales de la ciudadanía en todas las esferas de la sociedad crearon la ilusión de un problema resuelto. El acceso de todos los sectores de la población al estudio y el empleo, sin distinción de clase y color de piel, permitieron cambiar viejas concepciones racistas, por lo que el tema racial perdió visibilidad y quedó fuera de los focos de interés de las ciencias sociales en el país. El debate público al respecto se creyó fuera de lugar en nuestra sociedad, sentencia que fue legitimada desde la ciencia con trabajos de este período que daban cuenta de un problema superado (Almeida, 2011, 141).

Ni la abolición de la esclavitud en 1886, ni el discurso oficial de la Revolución Cubana sobre la igualdad social posterior a 1959, lograron borrar las huellas de una memoria colonial que encontró en el barco negrero, en el espacio esclavista de la plantación y en el ingenio azucarero, los significantes más elocuentes de violencia, otredad, diferencia y subalternidad de las operaciones de sentido del archivo colonial. 

Olu Oguibe, un importante crítico de arte africano, ha señalado que “la introducción de la digitalización en nuestra época ha higienizado el borrado y lo ha transformado en un acto carente de suciedad (messless) y el objeto del acto de obliteración desaparece ahora junto con la evidencia de su propia incisión, haciendo del borrado un acto sin huella” (Oguibe, 1995, 26). 

Me apropio de estas palabras de Oguibe para resaltar el gesto disruptivo de los creadores que aquí analizo; pienso que las dramaturgias de sus trazados artísticos son de clave contraria a ese proceso de higienización que describe Oguibe, más bien, lo que pretenden es que no desaparezca en la gramática del enunciado oficial (de higienización) de la nación, en un momento sensible  para la Revolución Cubana el sujeto de la obliteración e, igualmente importante, que no se borren las huellas de las operaciones históricas de esos actos de obliteración.

Entonces, el debate vendría a emerger, siempre de un modo intersticial, en los terrenos de la creación artística. La literatura, el cine y las artes visuales en Cuba, a través de algunos de sus creadores, se han hecho responsables de (re)narrar la memoria del presente, recorriendo y vulnerando los archivos de la nación bajo el signo de la “indisciplina” y la “sospecha”.

En el libro Refiguring the Archive sus autores, reflexionando sobre el período postapartheid en Sudáfrica, explican que:

El archivo no puede tener una relación con la muerte sin incluir otro remanente de la muerte, el fantasma. En un grado muy alto, el historiador está librando una batalla contra este mundo de espectros. Puede ser que la historiografía y la posibilidad misma de una comunidad política (polis), son solo concebibles siempre que el fantasma, que ha sido devuelto a la vida de esta manera, deba guardar silencio, y así aceptar que a partir de ahora podrá solo hablar a través de otro, o ser representado por algún signo o algún objeto que no pertenece a nadie en particular. Ahora es de todos (…) Es en ese sesgo del acto de despojo que el historiador establece su autoridad, y una sociedad establece un ámbito muy concreto: los dominios de las cosas que, por común, pertenecen exclusivamente a nadie. Y es por eso que los historiadores y archiveros han sido tan útiles al Estado, sobre todo en contextos en los que se estableció al último como un tutor designado de ese dominio de las cosas que no pertenecen exclusivamente a nadie. De hecho, tanto los historiadores y archiveros ocupan un lugar estratégico en la producción de un imaginario instituyente. Uno podría preguntarse cuál es su papel en contextos que se encuentran en el proceso de ‘democratización’ de sus archivos, es decir, donde la abolición de la archivística está en una etapa avanzada, bajo la creencia de poder liberarse de los escombros (Hamilton, 2002: 25-26).

Justamente, lo relevante de la propuesta de Alexis Esquivel —y en correlato con estas reflexiones del libro Refiguring the Archive—, es que insiste en señalar que los escombros y las espectralidades que el archivo obtura, habitan y desbordan la cotidianidad insular; estos no pueden enmudecer, traspasan las fronteras del tiempo y entrampan a las periodizaciones reivindicadoras sobre las que se edifican los relatos del Estado nación. Esta perspectiva podría ser descrita a partir de la reflexión que elabora el crítico de arte Félix Suazo sobre las prácticas artísticas de finales del siglo XX: “… se trata de posturas que no son abiertamente políticas, sino más bien manejan un replanteamiento de lo político desde una óptica no partidista, es decir, discursiva y simbólica, que centra su atención en los problemas de representación y autoridad. Desde esta perspectiva, la presencia de lo político en el arte contemporáneo se define como un juego epistemológico de carácter reconstructivo que desenmascara las contradicciones del discurso institucional” (Suazo, 2000: 9). 

Tomando entonces a la obra de Alexis Esquivel como una praxis paradigmática de estos cuestionamientos es que quisiera indagar en otra práctica visual que acontece en el ámbito de la video creación en el arte cubano contemporáneo. Lázaro Saavedra, uno de los exponentes más significativos del escenario artístico nacional, complejiza y visibiliza estas relaciones a partir de una mirada arqueológica y transgresora al archivo.


El videoarte en Cuba empieza a tomar fuerza hacia finales de los años 90 del siglo XX, cuando un grupo de estudiantes y profesores del Instituto Superior de Arte se familiariza con las técnicas y los procesos de la video creación. En esas circunstancias, la influencia que sobre ellos va a tener el desarrollo de esta manifestación en el campo cinematográfico cubano, resultaría capital. 

Las posibilidades que ofrecen estos materiales digitales para una rápida socialización y circulación entre los propios creadores, críticos de arte y el público, unido a las potencialidades conceptuales de los recursos artísticos y la materialidad expresiva del medio, permitieron expandir los horizontes críticos de algunos de los realizadores más destacados del territorio. En este sentido, las indagaciones formales, los emplazamientos tropológicos y las discursividades sociales heréticas con respecto a la vida institucional del país que ya caracterizaban, de manera general, a las artes visuales y al cine, van a impregnar también los derroteros de esta manifestación audiovisual. 

Para el crítico de arte y ensayista Rufo Caballero este fue “… uno de los motores esenciales para la salida del estancamiento del arte cubano entre los años noventa al dos mil…el espacio ideal para el adiestramiento de un tipo de “artista funcional” que concibe la creación, más que como un objeto acabado, codificado y relamido por la estética, como el proceso de revelación de zonas de la realidad” (Caballero, 2008: 60).

Desde el campo teórico/metodológico de los estudios visuales, que acá reivindico como directriz epistemológica para el análisis visual, las prácticas de video creación precisan ser abordadas como un espacio de articulaciones performativas que nos obliga a desplazarnos de la superficie bidimensional de la imagen hacia los mecanismos de una densa red intertextual que amplifica los significados de ese palimpsesto audiovisual, en el que ha devenido la pantalla. Saturadas de relaciones, conceptos, rastros, reflexiones y críticas, las prácticas contemporáneas del vídeo arte en Cuba permiten explorar, de modos muy diversos, los ejes sociales, culturales y políticos de su contexto de enunciación, a partir de potenciar las capacidades expresivas y dramáticas de las imágenes y narraciones que las constituyen.

Esas experiencias con la imagen y las interlocuciones disruptivas con las narrativas políticas del proyecto socialista cubano, han producido un campo de interrogaciones en torno a los regímenes históricos de visibilización del cuerpo racializado, y marginado de la población negra en Cuba. Coincidimos con Ariel Ribeaux que después de 1959 y hasta el segundo lustro de los 80, salvo excepciones:

La aproximación al tema negro partiendo de una óptica social mantiene su prolongada ausencia hasta el punto de hacer pensar a cualquiera que en el país no existen conflictos o prejuicios raciales, tanto en el orden social como en el individual. (…) Es en la década de los 90s donde la asunción de esta temática cobra verdadera fuerza y donde además los discursos que en ese sentido se dirigen se complejizan, distanciados del panfleto y del pintoresquismo, con una actitud reflexiva y cuestionadora (Ribeaux, 2007: 606-607).

Por supuesto, no todos los artistas se han interesado por esta temática, pero los que lo han hecho, incluso de manera tangencial o en una zona de su obra, han dimensionado una discusión sobre las políticas de la mirada y las disputas por el sentido y la significación social de la diferencia. Con esta premisa, enfatizo uno de los argumentos que he intentado anudar a lo largo de todo el ensayo: los archivos visuales del campo artístico cubano y sus inflexiones críticas —aún en sus ausencias, desmemorias y silencios— transparentan los modos contingentes en que lo político y los conflictos raciales están imbricados en la construcción de los relatos de la nación poscolonial cubana; de ahí se deriva también la selección de las propuestas visuales que aquí exploramos.

Lázaro Saavedra, un creador de muy amplia trayectoria y protagonista de una tradición crítica en el campo artístico del país, incursiona en el videoarte haciendo eclosionar precisamente el mutismo del archivo oficial de la nación revolucionaria, y más específicamente, su historial de censuras al propio campo del arte. 

En Reencarnación (1961-2007), de 2007, Saavedra se apropia de fragmentos de uno de los primeros documentales censurados por el gobierno revolucionario en 1961. P.M., es el título de este material, realizado por los creadores cubanos Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, un retrato nocturno de La Habana, que sin entrevistas, ni texto alguno, dejaba emerger, a través de una cámara oculta, esos “fantasmas” de la noche que bajo el ritmo de la rumba y la embriaguez de la bebida, no se mostraban explícitamente comulgando con los intereses del proyecto político cubano, ni evidenciando las conquistas de la Revolución Cubana, los únicos temas susceptibles de ser trabajados en ese período, según las premisas oficiales para la creación artística[7]; un gesto pedagógico que performativiza sistemáticamente la temporalidad de la nación. 

De ahí que el documental ponía en tensión y enturbiaba la imagen que la Revolución Cubana quería dar sobre su población y los vicios del pasado. En concordancia con ello Lázaro Saavedra ha dicho: “me atraen mucho las paradojas, he conseguido hacer de ellas una constante en mi creación, no solo a nivel formal, sino también a nivel conceptual” (cit. en Hernández, 2015).

Saavedra, además de tomar fragmentos del documental P.M., también sustituyó la banda sonora original del documental y le yuxtapuso, mediante la labor de edición, una de las canciones del 2007 (igualmente censurada, pero por el alto contenido sexual de sus letras) del joven cantante de reguetón Elvis Manuel, quien desafortunadamente murió ahogado en el mar en el 2008, en un intento de salida ilegal del país. 

De 1961 al 2007, han transcurrido 46 años, que la agudeza crítica de Saavedra emparenta y superpone para mostrarnos su andamiaje de interrogaciones a un proceso político/social que ha aprendido —desde sus imperativos verticales— a detener el paso del tiempo. El tiempo es ahí una conjunción que hace las veces de materialidad narrativa; los límites entre el pasado y el presente —que el Estado nación se afana en preservar—, están acá sobrescritos, la frontera que debería apartarlos es absolutamente porosa. Así, Lázaro juega con la contemporaneidad (como marca temporal) de su receptor potencial: un sujeto que nunca ha podido ver P.M. porque ha permanecido hasta hoy como un material audiovisual “resguardado” en los archivos oficiales de la nación. Entonces, la confusión sobre la temporalidad comienza a pulsar sus vectores de sentido, marcando una trayectoria que va del texto audiovisual y los sujetos allí configurados a la polifonía de voces de los realizadores y a los desplazamientos a través del tiempo por parte de los receptores.

Estos pliegues del tiempo, encuentran además una articulación simbólica en la doble censura estatal de la que han sido objeto los materiales de archivo (imagen y sonido) con los que Lázaro trabaja. Los cuerpos que de las confluencias entre esas imágenes vetustas y los sonidos y ritmos reguetoneros emergen, son cuerpos racializados y marginales, cuerpos de la diferencia, que permanecen como las exterioridades de un relato nacional atravesado y constituido por relaciones de poder. 

El título de Saavedra, Reencarnación, se erige ahí como un elemento paratextual que produce sentidos. Son los fantasmas de la colonia que reencarnan en la nación poscolonial —o quizás nunca se han ido—. Otra vez, las marcas del tiempo y sus implicaciones semánticas. 

Ya en la temprana fecha de 1911, Fernando Ortiz en uno de sus discursos titulado La solidaridad política, defendía la idea de “una fusión de todas las razas” (Ortiz, 1987: 114-126), advirtiendo al mismo tiempo que la división racial “es motivo de honda y fuerte desintegración de las fuerzas sociales que deben integrar nuestra patria y nuestra nacionalidad” (Ortiz, ibídem). Sin embargo, la diferencia entre el pensamiento progresista intelectual del momento y la posición escurridiza y nada abierta de los gobiernos de turno, no solo ante las demandas sociales de la raza negra sino también ante la libertad de expresión de sus manifestaciones culturales, era abismal (Ribeaux, 2007: 604).Saavedra, como Alexis Esquivel, pero desde otros medios expresivos, deja constancia explícita de su labor como arqueólogo de la memoria, y con gran perspicacia etnográfica, se sumerge en el archivo de la nación para desenmohecer a sus fantasmas, a las espectralidades que se resisten a perecer. Por ello, sobre un fondo negro con letras blancas —léase también en este uso simbólico de los colores toda una carga de sentido—, y ofreciendo materialmente el tiempo para leer (como instancia diegética en su propuesta), Lázaro Saavedra comienza escribiendo esto:

Develando los pactos secretos que se establecen entre el ‘enterramiento’ y el olvido deliberado, en la cultura de los pueblos existen muchos fantasmas, esos seres proscritos de la representación legitimadora que no tienen derecho al reino de los cielos y vagabundean en un punto inexacto entre el cielo y la tierra. El arte da la capacidad de caer en trance y el artista, como médium al fin, establece contacto con esas almas en pena y hace todo lo posible por darle justa sepultura, para que descansen en paz y se abra para ellos el reino de los cielos (Saavedra, 2007).


 

Las disonancias y paradojas de la nación poscolonial le recuerdan a Aimé Césaire que la “máquina del olvido” sigue activa en las coordenadas de nuestra geopolítica insular. La fisonomía simbólica del archivo colonial configura las continuidades, pero también los descentramientos críticos a su lógica institucional: una que ocluye y entierra los desbordes, las contradicciones y anomalías, los restos. Esa voluntad de archivo, al tiempo que actualiza las herramientas de la violencia colonial en la contemporaneidad, produce gestos críticos, interpelaciones y relatos tropológicos que emborronan las propias construcciones de sentido y las gramáticas de las narraciones de su ejercicio de poder.

Así, las prácticas visuales que aquí hemos analizado nos muestran los procesos contingentes de negociación que acompañan a los dispositivos retóricos sobre los que se erigen los discursos hegemónicos que pretenden reducir la nación a un lugar esencializado; un lugar desde el cual se cree posible dictaminar los comportamientos de los sujetos políticos y el devenir de los derroteros históricos. 

La artificiosidad de tales artilugios es puesta en evidencia por las praxis de archivos provisorios donde las disímiles tesituras del conflicto racial, los regímenes visuales y las políticas de la mirada de la diferencia, invitan a habitar y a reflexionar sobre la nación como un artefacto que produce significados diversos y cuyas estrategias narrativas se experimentan también de modos muy diversos. 

Los estudios culturales, sus conexiones interdisciplinares y sus metodologías críticas anudaron en mi perspectiva investigativa los vínculos complejos e imprescindibles entre cultura y política, el énfasis en la pregunta por lo político en los despliegues y constituciones de las prácticas simbólicas y la trama de relaciones de poder que las edifican. Desde esas coordenadas sigue cobrando sentido aquella premisa crítica de Antonio Eligio Fernández: “Si algo caracteriza hoy al arte cubano (a punto de convertirse en hermoso producto exportable) es su eclecticismo consciente y sus intentos por encontrar un punto desde donde, más que embellecer se pueda acribillar con preguntas (y respuestas) a la sociedad” (Fernández, 1994: 76).




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Notas:

[1] En esa misma sintonía, la historiadora del arte del Caribe, Yolanda Wood plantea que “La clave metodológica para explicar el mestizaje de tiempos en el Caribe es deudora de una visión carpenteriana ejemplar. (…) a estas tierras del Caribe todos llegaron y llegaron de algún lugar, en condiciones y circunstancias históricas-sociales bien diferenciadas, pero todas las culturas participantes, con sus procedencias diversas, eran portadoras de tiempos históricos distintos” (Wood, 2000: 22).
[2] Ver también el uso metafórico que hace de esta expresión de Aimé Césaire, el historiador cubano Rafael Rojas (2011).
[3] Allí mismo Roberte Stam plantea que “Los estudios culturales, llaman la atención sobre las condiciones sociales e institucionales bajo las que se produce y recibe el significado. Representan un desplazamiento del interés por los textos per se hacia un interés por los procesos de interacción entre textos, espectadores, instituciones y entorno cultural (…) explorando la cultura en tanto espacio en el que se construye la subjetividad” (Stam, 2001:261).
[4] Recordemos que la censura a este documental y la discusión que trajo consigo, dio pie al famoso discurso de Fidel Castro el 30 de junio de 1961, en la Biblioteca Nacional de Cuba, conocido como Palabras a los Intelectuales y donde marcaría las pautas de la política cultural del gobierno. Allí, pronunció la lapidaria frase que ha acompañado durante todos estos años al proceso de creación artística en Cuba: “Con la Revolución todo, contra la Revolución Nada”.
[5] Al sugerir la posibilidad de que esta obra que aquí analizo pudiera estar haciendo las veces de un archivo contingente, estoy dialogando con la crítica a las funciones del archivo y sus connivencias con los imperativos del Estado nación que hacen los autores de un importante libro sobre este tema para el contexto sudafricano. Ver (Hamilton, 2002).
[6] Hay evidencias de que en 1922 una resolución del Secretario de Gobernación todavía prohibía las fiestas y bailes ceremoniales de las creencias afrocubanas en toda la isla. Ver (Ribaux, 2007: 604).
[7] Recordemos, por ejemplo, que en 1877 cuando se funda en Cuba la Primera Sociedad de Antropología y se empeña en la tarea de definir al cubano, su conclusión sería que se trata de toda persona blanca nacida en la isla. Es un hecho contundente y paradójico, si tomamos en cuenta que miles de esclavos africanos están luchando en ese mismo período histórico en contra del Ejército Español para lograr la independencia de Cuba. Ver (Lozano, 2012: 87-99). 




Racismo: ¿Somos o no somos?

¿Somos o no somos?

Vivi Alfonsín

Alguien dijo un día: Cuba ha erradicado el racismo, y se corrió la voz. Relegamos el antirracismo a un estamento superior, estatal, que era racista como los ciudadanos, pero lo negaba. Las prácticas racistas diarias quedaron en el limbo irresuelto de los privilegios, arraigadas en un proceso político que detesta mirarse al espejo.