Los detenidos del 11J en Cuba: un archivo del dolor

En medio de las imágenes de la Cuba insurrecta del 11 de julio (11J) regreso a las fotos de los detenidos/desaparecidos. Sus rostros, casi siempre difusos, trasmiten una sensación rara, de admiración e inmenso desconsuelo, que no permite olvidar, ni perdonar, ni nada que se le parezca.

Si tanto se ha escrito sobre el estallido social más grande desde 1959 en Cuba, resta ahondar en la estela de atropellos que (nos) ha dejado. Las narrativas a propósito del 11J destilan el fervor de las manifestaciones, la crudeza de la represión que les sucedió, la fragilidad de los cuerpos participantes; pero, ¿dónde ubicar lo humano en ese contexto?, ¿qué lugar otorgar a los derechos? 

Las protestas que se registraron en más de 60 ciudades se inscriben en la historia reciente de la Isla como un episodio de terror. Ello se debe a que el Estado, para acallar los reclamos cívicos del 11J, puso a funcionar una mecánica de la violencia que rememora lo que Achille Mbembe ha llamado “necropoder” o “necropolítica”.

La respuesta inmediata del gobierno para sofocar la rebelión —que se concreta en el llamado del presidente a una guerra interna: “La orden de combate está dada ¡A la calle los revolucionarios!”— fue apenas la primera seña de una saga de acontecimientos espantosos. Poco después, las fuerzas paramilitares del Estado cubano procedieron a la represión. Respondieron con consignas desgastadas a los gritos de “¡Patria y Vida!”, “¡Abajo la dictadura!” o “¡Libertad!”, como quien se adjudica el derecho de negar cualquier formulación instantánea de la ciudadanía. Agredieron con tonfas, piedras, palos, gases lacrimógenos los cuerpos de los manifestantes, en una apropiación de las técnicas de muerte, usualmente privativas del Estado.

En los días siguientes, las entidades necroempoderadas (Mbembe, 2011) desplegadas al amparo de ese “estado de excepción” que se creó con el 11J procedieron a la identificación de cualquier testimoniante, dígase: quienes grabaron los sucesos, quienes simplemente estuvieron presentes o quienes se apropiaron de los reclamos que allí se formularon. Acto seguido, dieron rienda a una maquinaria de castigo despiadada: detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, encarcelamientos, torturas. ¿De qué forma interpretar este preceder?: ¿autodefensa?, ¿terapia de choque?, ¿medida ejemplarizante?

Los datos[1] —que en Cuba siempre son engañosos, más cuando el miedo regula—, hasta el momento (28 de septiembre de 2021), hablan de 1 079 personas detenidas/desaparecidas, 466 excarceladas, 533 en detención, 49 con edades entre 14 y 18 años —aunque de acuerdo con la legislación cubana, la edad mínima para ser responsable penalmente es 16 años—; 15 de ellos aún en detención.

¿Cómo no rotar el foco de las investigaciones, de las narraciones hacia estas biografías?


Ni héroe, ni mártir: “homo sacer

Los detenidos/desaparecidos del 11J han sido sometidos a un doble proceso de criminalización. Por una parte, el Estado cubano los ha convertido en adversarios de la Revolución: parásitos, escorias, lacras, gusanos, mercenarios; lo que recicla la nomenclatura históricamente usada para cancelar cualquier diferencia dentro de la Isla

Valiéndose de una fobia nacional hacia la figura del “enemigo” (opositor, disidente), los medios de (des)información, en su propensión a la falsedad como espectáculo, han fabricado biografías liminales para los manifestantes del 11J: negros, marginales, vagos, pobres; marcas que se adosan a un perfil antisocial construido para desacreditar sus reclamos al interior del país. Especialmente, el Noticiero Nacional de Televisión —espacio para el descrédito por excelencia— no ha dudado en ubicar la diferencia que ellos representan como cuerpos maltratados, racializados, discriminados, sexualizados, envejecidos, empobrecidos, en la dimensión de lo despreciable.

Si, históricamente, el gobierno cubano ha interpretado la oposición como terrorismo para poner en práctica el derecho a su “legítima” defensa; la figura del enemigo, en esta ocasión, se ha tornado coartada perfecta para desplegar una política de la muerte que destaca por la deshumanización de los derechos más elementales.

En los días posteriores al 11J, el Estado se encargó de rastrear a los implicados en las protestas. Las grabaciones interrumpidas usadas para mostrar los hechos, aprovechando el efecto posfáctico de las redes sociales, fueron usandas como “evidencia” para las detenciones. Durante estos procesos, más de 40 manifestantes (como Lizandra Góngora) sufrieron desaparición forzada, toda vez que las autoridades cubanas reconocían los arrestos, pero se negaban a revelar el paradero de los detenidos (i. e. los centros donde se encontraban). De la misma forma, un número indeterminado fue víctima de malos tratos durante su captura o su reclusión. 

El testimonio de Abel González Lescay, publicado en Rialta, desde su título: “Desnudo en la patrulla”, denuncia los ultrajes sufridos por algunos manifestantes. La policía irrumpiendo en su domicilio —sin orden de detención—, arrestándolo violentamente, trasladándolo desnudo hasta la prisión, golpeándolo, encerrándolo en una celda minúscula, prohibiéndole llamar a sus padres: “No, no tienes derecho a hacer una llamada”.

Como parte de ese proceder necropolítico, un ejercicio frecuente ha sido negar a los detenidos cualquier soporte legal. González Lescay narra cómo, mientras estuvo recluido, la policía le impidió acceder a un abogado, aludiendo: “No, no tienes derecho”. 

Daniel Triana, por su parte, pone en crisis la asesoría letrada, como presunta garantía, cuando relata que el mismo policía que lo excarceló pretendía explicarle las repercusiones de la “medida cuatelar de prisión domiciliaria” que le fue impuesta, en su doble función de policía/abogado imparcial. 

Luego de esta cacería, el Estado empezó a procesar penalmente a los manifestantes en condiciones poco transparentes. No se tuvieron en cuenta las garantías del debido proceso: derecho a la presunción de inocencia —el “estar ahí” fue marca indeleble de delito—, a la defensa efectiva, a la imparcialidad de los jueces o a la igualdad de las partes. No se notificó, ni siquiera a los familiares, de los procedimientos a los que estaban siendo sometidas estas personas, en un ciclo de normalización de la violencia política que pasa por el ocultamiento, el rumor, ese ruido confuso del que se beneficia el necropoder para “matar” sin dejar evidencias. La ley fue aplicada de forma selectiva para con una minoría enjuiciada de inmediato —cerca de 53 manifestantes llevados a juicios sumarios—, en los días posteriores a las rebeliones.

En una praxis de muerte silenciosa, frecuentemente usada con los presos políticos o de conciencia, a los detenidos del 11J se les han imputado delitos comunes. Las figuras más socorridas han sido desorden público, atentado, desacato, instigar a delinquir, propagación de epidemia o manifestación ilícita. 

Solo unos poco han quedado libres de cargos. El resto ha debido enfrentar penas de 8 a 12 meses de privación de libertad, medidas cautelares de libertad bajo fianza, prisión provisional, prisión domiciliaria o multas. Más de una veintena ha sido procesada en tribunales militares por los cargos de sabotaje, sedición o terrorismo, presuntamente, tras atentar contra la seguridad del Estado y/o la protección de la independencia nacional. No obstante, estos enjuiciamientos esconden una clara motivación política en la medida en que sancionan la libertad de pensamiento y conciencia, la libertad de expresión e información, la libertad de reunión y asociación —según la definición de Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, una de las razones para considerar a una persona privada de su libertad individual como “presa política”.

Lo más lamentable dentro de este actuar necropolítico ha sido la ejecución extrajudicial de Diubis Laurencio Tejada en La Güinera (La Habana) a manos de un policía, luego eximido de su responsabilidad bajo la figura de “legítima defensa”. Este caso no solo denota la peligrosidad que supone usar un recurso último, como son las armas de fuego, para reprimir a una ciudadanía totalmente desarmada, sino la impunidad de las autoridades policiales cubanas frente a la desprotección de la población.

De conformidad con esa letra muerta en que se convierten los acuerdos internacionales vis à vis en un régimen totalitario, Cuba reconoce la igualdad en el goce de todos los derechos civiles y políticos: derecho a la vida; a la libertad y la seguridad personales; a circular libremente por el territorio de un Estado y escoger libremente en él su residencia; a la libertad de pensamiento, conciencia, religión u opinión; a la de reunión pacífica; a la asociación libre con otras personas, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición (Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, 1966). 

En la misma línea, se compromete con la prohibición de la tortura; de la esclavitud, la servidumbre, el trabajo forzoso; de la detención o prisión arbitrarias; el respeto de los derechos de todas las personas privadas de libertad; el derecho a un juicio imparcial, entre otros (ídem). 

Pero los testimonios de los detenidos luego del 11J llegan para interpelar los “derechos”, lo “humano”, la “vida” cuando las condiciones en las que se ejerce el poder de “matar” son tan específicas como en la Isla. Primero, el Estado selecciona los derechos —esos pocos que se preservan—; luego, crea la ficción del enemigo para limitar de esos pocos derechos a quienes se le oponen; para cerrar el ciclo, niega cualquier condición de humanidad a esos opositores, previamente despojados de sus derechos. 

¿Qué significa esta forma de esparcir la sangre sin esparcir —literalmente— la sangre?

González Lescay estuvo encerrado en condiciones deplorables. “El calabozo tenía tres por tres metros. Era un espacio tan pequeño que el agua de la ducha caía en la letrina. Caía encima del excremento. Todo eso salpicaba […] Es un lugar horrible. No te da la luz por ningún lado. Sabes que es de día por algún reflejo. Es realmente un lugar muy desagradable”. 

La periodista Iris Mariño, poco después de haber sido arrestada, fue trasladada a una celda completamente oscura: “Tan oscura que no podía ver mis manos. Había olor a cucarachas, sonido de ratones, humedad, un baño tupido. Ahí estuve aproximadamente cincuenta horas. Insisto: no podía ver las palmas de mis manos”. 

El testimonio anónimo de un joven artista plástico, publicado también por Rialta,[2] expone las condiciones de hacinamiento que vivió mientras permaneció en una estación de La Habana: “Me llevaron hasta un calabozo de cuatro por cuatro metros. Cuando llegué, éramos 13; cifra que a la hora se había convertido en 30, incluidos tres menores de edad de 16 o 17 años”. Mientras avanza su narración, cuenta cómo, en la madrugada, deciden cambiarlo de calabozo “[el maltrato otra vez, diciéndonos de todo…]; el nuevo destino era veinte veces peor [estaba más heavy todavía]. Unas 50 personas [te tienes que acostumbrar a caras nuevas], hacinadas. La celda era más cerrada, y los malos olores eran asfixiantes [una peste a orine de pinga ahí]”.

Cuando la Declaración Universal de Derechos Humanos defiende el derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado que le asegure la salud y el bienestar, en especial, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios o el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales —que Cuba firmó, aunque no ha ratificado— aboga por el derecho a alimentación, agua, vestido, vivienda adecuados y a una mejora continua de las condiciones de existencia; en las cárceles insulares, las autoridades pasan de esos mínimos indispensables.

González Lescay, quien había llegado con fiebre a la prisión, no recibió atención inmediata: no le pusieron un termómetro, ni lo medicaron, ni le preguntaron cómo se sentía, negándole cualquier derecho al bienestar, más allá de su condición de prisionero. 

Por su parte, un testimoniante anónimo asegura que en la celda donde estuvo “había heridos: algunos sangraban [las cabezas partías], otros presentaban fracturas [en las manos, en los pies…]. Uno de los menores estaba muy asustado y mostraba preocupantes síntomas de hipoglicemia; pedimos que fuera atendido [no nos hicieron caso…]”. 

Miriela Cruz Yanis —quien no participó en las manifestaciones del 11J pero se presentó en la delegación donde habían arrestado a su hijo con una camiseta que llevaba todos los reclamos de los que sí salieron a rebelarse: “Asesinos”, “Abajo Díaz-Canel”, “Abajo la dictadura”, “No más hambre”, “No más represión”— estuvo siete días recluida, cuatro de ellos sin acceso a los medicamentos que debe tomar como paciente de cáncer de pulmón. 

Burlando cualquier normativa sanitaria, Rolando Remedios estuvo dos días sin papel sanitario, jabón, pasta, cepillo dental. A González Lescay no le dieron cuchara —se vio obligado a comer con las manos por cuatro días—, no le dieron vaso para beber un agua que, de hecho, describe como “caliente, sucia, con pelusas blancas” —infectada—. 

En medio de la contingencia que enfrenta Cuba a causa de la Covid-19, otro manifestante asegura que a la hora de tomar agua tenían solo un jarro para los 30 que compartían la celda. 

En esta maquinaria homicida, los tratos crueles, inhumanos o degradantes han sido usados como recurso para el amedrentamiento. Rolando Remedios describe su recibimiento en la prisión como brutal: “Al bajar del camión teníamos que pasar por entre dos (perros) pastores alemanes, que ladraban y amenazaban con mordernos”. 

Una experiencia más aterradora vivió Mariceli Busutil pues durante la represión de las manifestaciones, al padre de sus hijos (Mario Raúl Sosa) los perros que llevaba la policía lo mordieron en la espalda y en una nalga; mientras a su hija: Yaneli Sosa, le mordieron la parte del seno. “Ella andaba con la niña cargada; ella tiene dos niñas, una de dos y la otra de cinco años […] ella estaba parada en la puerta y le soltaron al perro, y el perro la mordió en el seno que, vaya, ¡de milagro que no mordió a la niña!”.

Como práctica sistemática de humillación, a los presos comunes se les exige desnudarse, hacer cuclillas, toser. Sin embargo, con Gabriela Zequeira Hernández, de 17 años, la policía fue mucho más allá. La obligó a introducirse un dedo en la vagina mientras se encontraba detenida para luego amenazarla con abusar sexualmente de ella: el mayor Abel le dijo que “iba a buscar a dos hombres, manguera y mandarria, uno mulato fuerte y otro negro grande para pabellón”.

Acaso el pasaje más traumático de la narración de González Lescay es aquel en el que cuenta cómo la policía golpeó con el puño a un muchacho por no querer gritar “¡Viva Fidel!”. Obviando el contrasentido que supone querer dotar de vida a un cuerpo muerto, la obligatoriedad de reproducir consignas políticas (“¡Viva Fidel!”, “¡Abajo el Bloqueo!” o “¡Viva Díaz-Canel!”) clasifica también como una forma de tortura.

La figura liminal del homo sacer (Agamben, 1998) —que no es posible sacrificar, pero quien la mate no será acusado de homicidio— deviene lugar de enunciación a la hora de la hablar de la insurrección del 11J. Despojados de todos sus derechos, los detenidos/desaparecidos encarnan una exclusión política, jurídica, social que el necropoder no teme perpetuar pero tampoco desea exhibir.

En ese sentido, el 11J no muestra, únicamente, la naturaleza represora del Estado cubano, sino su matriz discriminadora. Las categorías detenidos/desaparecidos encierran una serie de desigualdades que se han acumulado en las biografías de personas empobrecidas, enfermas (Jonathan Torres Farras, de 17 años, que padece una enfermedad cardiovascular y problemas de hipertensión), discapacitadas (Yunior Consuegra Sotolongo, quien nació sin el oído derecho), ancianas. 

Si algo han aportado estas jornadas neuróticas ha sido la posibilidad de ubicar en la agenda insular el lugar de la miseria, de la desesperación que es, también, la desesperanza de un pueblo. Igualmente, han abierto espacio para fijar en la agenda internacional la perversidad con la que el Estado cubano ha desplegado una política de la muerte, usualmenteinvisibilizada por quienes prefieren jerarquizar la violencia en otras geografías respecto a la nuestra.


A RGR por recordarme incansablemente el sentido de esta lucha.


© Imagen de portada: Miriela Cruz Yanis y su hijo Dayron Fanego / Facebook.


Referencias:
Agamben, G. (1998): Homo Sacer I: el poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos.
Mbembe, Achile (2011): Necropolítica. Madrid: Melusina.
Naciones Unidas (1966): Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en https://www.ohchr.org/SP/ProfessionalInterest/Pages/CCPR.aspx.
Sloterdijk, Peter (2020): Las epidemias políticas. Ciudad de México: Ediciones Godot.




Notas:
[1] El esfuerzo de María Matienzo, Cynthia de la Cantera Toranzo, Salomé García Bacallao, Kirenia Yalit Núñez, Eilyn Lombard Cabrera, Laritza Diversent, Darcy Borrero Batista, Camila Rodríguez e Ivette Leyva Martínez por crear un documento de acceso público, en constante actualización, con los datos de los detenidos/desaparecidos vehicula una posibilidad de traducir esa generalidad indefinida que ha sido el 11J en historias de vida. Este texto debe mucho a los datos obtenidos en la consulta de esta fuente (https://docs.google.com/spreadsheets/d/1-38omFpJdDiKTSBoUOg19tv2nJxtNRS3-2HfVUUwtSw/edit#gid=627497176), así como a los testimonios de los manifestantes que han sido publicados, de modo disperso, en algunos medios independientes.
[2] Rialta Staff (2021). Testimonio del 11-J: “Ansias del alba”. Consultado en: https://rialta.org/testimonio-11j-ansias-del-alba/




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Camila Rodríguez y Salomé García

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