Pensar que hay una causa sencilla o un conjunto pequeño de causas sencillas detrás de un fenómeno tan complejo como el que se hizo visible para la mayoría de los cubanos el 27 de noviembre de 2020, con la manifestación frente al Ministerio de Cultura; pensar que es posible distinguir esas causas con una mirada rápida, es una simplificación abusiva.
Es abusiva porque define y niega casi a priori a quienes piden un análisis profundo de ese fenómeno, y porque sustituye la pertinencia del análisis con la inmediata descalificación moral de esas personas. Decir, por ejemplo, que son frustradas o mediocres o delincuentes o traidora; decir que están dominadas por el odio o que las mueve la ambición, que son perversas y malignas, es una manera tosca de afrontar el problema. Es, en realidad, una manera de evadir el problema.
Según esta interpretación, el problema no existe en realidad, o mejor: el problema son esas personas, y por tanto su solución consiste en castigarlas o silenciarlas, o incluso —si se asume que no todas son reprensibles— en hacerles ver que están confundidas, que han sido manipuladas por gente ruin, o que, si insisten en su reclamo, serán consideradas sus cómplices. Lo común en todas esas soluciones es que niegan la existencia del fenómeno y, en consecuencia, la necesidad de su examen. Por eso resulta abusiva la simplificación.
Pero es una simplificación, además, porque reduce la complejidad de ese fenómeno a apenas uno de sus varios elementos: los rasgos psicológicos y éticos de las personas implicadas en él, sus motivaciones y sus calidades humanas.
El primer paso para una comprensión adecuada de este fenómeno sería entonces admitir que posee, en efecto, un componente psicológico y ético, pero que no se circunscribe a —ni está determinado por— ese único aspecto. Si renunciamos a la descalificación fácil de las personas e intentamos definir qué otras dimensiones tiene este fenómeno, advertiremos, también de inmediato, su evidente dimensión política.
Esa segunda dimensión es, sin duda, la más notable, aunque también la más difícil de abordar. No solo por la diversidad de actores cubanos y foráneos que se involucran, con intereses, fuerza, sistemas de ideas que llegan a veces a ser antagónicos, y que son por lo general apasionados y combativos; sino además porque en sí misma esta dimensión política es compleja, e incluye aspectos económicos, jurídicos, ideológicos, etcétera, que no deberían ser desestimados en su propia complejidad.
Imbricada en estas dos primeras dimensiones está además la dimensión cultural del fenómeno, una dimensión que no se reduce a lo que solemos entender como cultura artística, pues contiene en sí, entre otras, la ineludible y tan espinosa cuestión de los medios, de la creación, difusión y recepción de contenidos; el espejo —y a veces también el sustituto— de “la realidad”. Una dimensión que incluye también lo educativo, la formación de aptitudes en las personas para que estas puedan interactuar exitosamente con ese abrumador mundo contemporáneo, henchido de atavismos e innovaciones científicas, de frivolidades, prejuicios, sinsentidos, y sorprendentes verdades, y verosímiles engaños… Una dimensión que es aún más compleja que la dimensión política, en tanto lo cultural abarca con total legitimidad la cultura política, las políticas culturales y la crítica, es decir, los límites de lo que se nos autoriza a decir o hacer y de lo que somos capaces de imaginar o construir.
Esas son, en mi opinión, las tres dimensiones fundamentales de este fenómeno. Aunque existe también una cuarta dimensión temporal, histórica, que surca a todas las otras: una dimensión que permite ver la evolución de los numerosos problemas inscritos en —y que afectan a— este fenómeno a lo largo de décadas; porque, ciertamente, no se trata de algo nuevo que irrumpe de manera inusitada el día 27 de noviembre como un trueno en medio de la armonía nacional, sino de un punto crítico de especial intensidad en un proceso largo y enrevesado donde interactúan, como hemos visto, diversos actores, y sobre el cual ejercen su influjo, simultáneamente, numerosos factores, tanto fortuitos como estructurales.
Entre esos múltiples factores fortuitos está, por ejemplo, la pandemia de Covid-19, el dramático cúmulo de restricciones materiales, pérdidas humanas y tensiones psicológicas que la pandemia trae aparejado; factor este que no es sensato ver simplemente como un background del fenómeno, sino como un catalizador de la crisis. Otro factor quizás menos casual pero de enorme influjo para nuestro país fue —y sigue siendo— eso que podríamos llamar “el estilo Trump” en la política estadounidense, que se distingue por su desfachatez escandalosa, su animosidad intrínseca y su huella nociva para las relaciones sociales a todos los niveles, dentro y fuera de los Estados Unidos.
Pero hay factores de carácter estructural cuyos efectos es imprescindible tener en cuenta no solo para abordar la crisis que supuso el 27 de noviembre, sino para entender las dinámicas sociales en el mundo y, obviamente, en la Cuba actual. Entre esos factores está la creación a ritmo acelerado y el uso masivo de nuevas tecnologías informáticas y de comunicaciones.
Desconocer el papel transformador, con frecuencia disruptivo, de esas ágiles tecnologías, o pretender imponer límites anacrónicos a su uso, es en los tiempos que corren cuando menos ingenuo; lo aconsejable, tanto aquí como en el resto del mundo, es la investigación interdisciplinaria constante, la promoción de conductas más responsables, un cambio del paradigma educativo que otorgue herramientas a los ciudadanos para lidiar con esa avalancha de influencias, como la distinción entre lo privado y lo público, el pensamiento lógico-analítico, el respeto a la diversidad, el comportamiento civilizado, etcétera; en vez de la adquisición y la reproducción mecánicas de los contenidos; una educación que aporte a la persona más instrucción, mejores valores, habilidades para el debate, y menos propaganda.
Este es un reto enorme para todas las sociedades contemporáneas y especialmente para la nuestra, que aspira todavía a la emancipación y la plena realización del ser humano. Pero es un reto que ha de verse también en su aspecto positivo, liberador tanto de la creatividad individual de los artistas, los periodistas, los educadores, los funcionarios y el resto de los ciudadanos, como para el desarrollo económico y la integración de nuestro país —aislado y con pocos recursos naturales— en el orbe; puesto que la producción cultural y de conocimientos es, quizás, la vía más plausible para la prosperidad del país o, al menos, una parte cardinal de esa prosperidad.
Otro factor esencial en el examen de este fenómeno es la realidad que la Constitución aprobada en 2019 nos impone habitar; un sistema de reglas que, con las carencias que puedan hallársele, ensancha de forma considerable los derechos y responsabilidades de todos, supone otros horizontes de realización, nuevas libertades, y exige a su vez un modo distinto de interactuar. El papel que juega ese factor legal, ese nuevo contexto, todavía reciente e inmerso en un accidentado proceso de implementación, ha sido, pienso, mal comprendido en este complejo fenómeno sociocultural que estamos obligados —por el bien nuestro y de nuestros hijos— a resolver de una manera sensata. Desconocer la ley, torcerla o impedir que a través de ella logremos articular una sociedad más justa, no puede ser una opción.
Hay sin duda muchos más factores que influyen, cada cual con su peso específico, sobre las múltiples dimensiones de este fenómeno; factores como el bloqueo de los Estados Unidos, como la persistencia de cierto espíritu tiránico de raíz estalinista o de una atávica aspiración anexionista en cierto sector —me atrevería a decir que minoritario— de nuestro pueblo; factores como el racismo, la pobreza, la marginalidad, el subdesarrollo económico y cultural, que son muy negativos; aunque hay también factores positivos que deberían servir, si no como coadyuvantes en el análisis, al menos como fuentes de inspiración para atrevernos a encarar los retos con confianza en nuestra capacidad: el alto nivel profesional de nuestros especialistas, por ejemplo, el hondo espíritu de justicia social que ha guiado a nuestro pueblo a lo largo de todas sus luchas, el legado de nuestros grandes artistas e intelectuales, de nuestros mártires, el sacrificio diario de nuestros padres…
En cualquier caso, es importante entender que esos factores inciden con más o menos peso sobre este fenómeno, pero no son determinantes. Lo que determina es nuestra voluntad de afrontar cualquier obstáculo y nuestra capacidad para hallar mejores soluciones. Sin esa voluntad siempre actualizada, ningún pasado vendrá a librarnos de los problemas.
Por eso, junto a todos esos factores, ha de tenerse en cuenta también la actitud que asumimos. La actitud es esencial.
No quiero detenerme aquí en las tristes conductas que hemos visto hasta hoy en el abordaje de este fenómeno. Creo que todos, desde una u otra perspectiva, hemos sentido rabia, vergüenza e incomodidad viendo las ofensas, la arrogancia, las mentiras, las expresiones de odio e intolerancia de alguien. Creo que casi todos nos hemos exaltado y en más de una ocasión hemos tenido que respirar hondo y hacer(nos) un llamado a la cordura. Pocos han mostrado una actitud reflexiva; lo más común han sido la ceguera y las amenazas de quienes deberían ser más juiciosos. Demasiado rápido se apeló a la épica frase “No nos entendemos”, y demasiado obvia fue la impostura de quienes se asumieron herederos de Antonio Maceo —como si el resto de los cubanos no lo fuésemos—, lo que ha hecho preguntarse a muchos, con razón, si hubo una voluntad real, por parte de las instituciones, de llegar a un entendimiento. Y también demasiado rápido se llamó a incendiar el espacio público y desconocer a las instituciones.
Sin embargo, a pesar de esas actitudes, a pesar de la presión de unos para aplacarlo y el empeño de otros por utilizarlo en su propio beneficio, el fenómeno sigue ahí con toda su complejidad, agravado por la ofuscación, por las torpezas y las pasiones exaltadas, esperando mejores actitudes.
Si fuese necesario nombrar de algún modo este fenómeno, lo llamaría “la necesaria actualización de las dinámicas socioculturales del país”, porque engloba lo artístico pero es expresión de algo mucho más abarcador, una suerte de crisis —en el sentido positivo del término— integral; porque sería ingenuo suponer que es posible actualizar el modelo económico, modificar las leyes, introducir transformaciones profundas en las finanzas, en el mercado, en las familias, el acceso a la información, las relaciones con la diáspora, y tantos otros aspectos que afectan la vida cotidiana del pueblo, sin que esas nuevas circunstancias conduzcan, de forma natural, a una readecuación de los modos de vivir y las aspiraciones de las personas, o sea, a una nueva manera de relacionarnos entre nosotros y con el mundo.
El hecho de que esa “necesaria actualización” se hiciera visible en el sector de la cultura se debe, en mi opinión, a que este es un sector inquieto, más rebelde si se quiere, más dinámico. Y la brusquedad con que se manifestó es consecuencia de la ofuscación de esa burocracia que siempre se resiste a los cambios e intenta postergarlos. Muchos reclamos se han hecho en este sentido, particularmente en los últimos años. No se trata pues de casos aislados, ni son cambios cosméticos lo que se necesita: son transformaciones profundas que exigen reflexión, debate, consenso nacional. Pero posponer u obstaculizar el análisis público, censurar las opiniones críticas y limitar el alcance de esa “necesaria actualización” solo a este sector nos obligaría, en el mediano o el corto plazo, a enfrentar otras manifestaciones del mismo fenómeno en sectores distintos de la sociedad.
Las diversas formas de activismo que por estos meses confluyen y atraviesan todos los estratos de la sociedad, desde los barrios marginales hasta la academia y el arte, son una señal de esa complejidad y de la utilidad de un enfoque sistémico, que observe y responda a las exigencias peculiares de cada sector pero que alce la vista también hacia la sociedad civil en su conjunto, que tome en cuenta el país que esa sociedad de hoy sueña y el contexto global donde está inmersa.
Muchos estudiosos cubanos han abordado desde las ciencias sociales, antes y después del 27 de noviembre, la complejidad de esta situación, y han aconsejado a las instituciones un cambio de actitud. Muchos artistas también lo han hecho desde el arte. La cuestión más difícil es, por supuesto, definir cuáles han de ser los cambios que se necesitan. Para esto justamente era el diálogo, no solo aquel diálogo presencial inclusivo que se exigió y que con tanta furia fue abortado a inicios de diciembre, sino el diálogo continuo a través de los medios, el diálogo de la sociedad consigo misma en un ágora sin presiones o condicionamientos ilegítimos.
Seis meses después de aquel intento, a pesar del encono con que unos tratan todavía de machacar a otros, la única alternativa mutuamente ventajosa sigue siendo el diálogo, pues las divergencias no son una enfermedad, sino la condición natural de cualquier pueblo, y no se pueden extirpar.
El garrote y la mordaza no son la salida, nunca lo fueron; como no lo son una insurrección o una intervención extranjera que aquí (casi) nadie desea. De modo que se hace indispensable aprender a convivir, a construir consensos; y reservar palabras como “enemigo”, “mercenario” y “traidor” para quien de veras las merezca. Ciertas prácticas tendrían que cambiar entonces, y algunas personas deberían ofrecer disculpas. Pero la franqueza, el respeto y la humildad abrirían el horizonte.
Sin embargo, por paradójico que resulte, la opción más improbable sigue siendo el diálogo.
Los oficialistas, los revolucionarios y tú
El avasallamiento de un pueblo tiene siempre un componente cultural que lo induce a someterse y que pasa por la aceptación acrítica de ciertas ideas, es decir, de ciertos significados que se endilgan a las palabras. Entre esas palabras hay dos de especial relevancia: “oficialista” y “revolucionario”.