No codiciarás la casa de tu prójimo.
No codiciarás la mujer de tu prójimo,
ni su siervo ni su sierva,
ni su buey ni su asno,
ni cosa alguna que sea de tu prójimo.
—Éxodo 20:17
¿Alguna vez te obsesionas con tu cuerpo? ¿Te lamentas por el tamaño de tu vientre o por no tener el ansiado hueco entre los muslos —o siquiera entre las piernas—? ¿A veces te desvelas por las noches, dándole vueltas al estado de tu carrera? ¿Quizá sientes que todo el mundo parece irse constantemente de vacaciones y vivir en casas perfectas que tú jamás podrías permitirte, llenas de una decoración impecable y de hijos también perfectos, perfectos, perfectos? ¿No parece que todos los demás llevan una vida mejor que la tuya? ¿Alguna vez te has sentido así?
Porque yo, desde luego, sí. Y la verdad es que hay una causa principal detrás de esta insatisfacción vital generalizada.
Menciona las redes sociales ante cualquier grupo de mujeres —madres en la puerta del colegio, chicas en la sala común o profesionales tomando algo después del trabajo— y escucharás lo mismo: “Ojalá pudiera dejar de deslizar la pantalla”. Desde su primera infancia en la década de 1990, las redes sociales se han convertido en parte del mobiliario, abarcando todas las generaciones y todos los ámbitos de la vida. Como antes ocurrió con la radio o la televisión, hemos dado la bienvenida a estas plataformas en nuestros hogares, lugares de trabajo y espacios públicos, inaugurando una nueva era de comunidad y de estructuras sociales sin apenas reflexión.
A medida que las nuevas aplicaciones de redes sociales han florecido de la mano del auge de los teléfonos móviles —el 95% de los estadounidenses posee un teléfono y el 77% tiene un smartphone—, hemos asistido a una auténtica revolución en la forma en que consumimos noticias, productos y, sobre todo, en la manera en que nos consumimos los unos a los otros. No esperamos ni un instante para examinar las consecuencias de un cambio tan profundo; no ha habido una autopsia clara sobre los efectos a largo plazo de la exposición a las redes sociales, ni por parte de la medicina ni de la academia. Todo es demasiado reciente, demasiado nuevo y demasiado omnipresente. Y, sin embargo, ya hemos llegado a un punto en el que desconectarse del sistema resulta impensable para la mayoría. Una cosa es segura: lo hecho, hecho está —la leche proverbial se ha derramado y las redes sociales forman ya parte del tejido mismo de la vida moderna.
Ofreciendo, por un lado, oportunidades, descubrimiento y la posibilidad de forjar nuevas relaciones, y, por otro, autocrítica, alienación y potenciales crisis de salud mental, las redes sociales son una espada de doble filo que hiere profundamente en ambas direcciones. Y, aunque existe una notable ansiedad cultural en torno a su uso, las investigaciones han sido demasiado dispares y limitadas como para convencer de manera efectiva a la mayoría de nosotros de cambiar realmente nuestros patrones de comportamiento.
La humanidad siempre ha tenido dificultades para adaptarse a un exceso de cambios tecnológicos en un periodo demasiado corto, y ahora nos encontramos atrapados entre el estruendo de los titulares que anuncian un inminente apocalipsis digital y la rigidez de unos estudios inconclusos que dividen a los expertos. Al fin y al cabo, son innumerables los trabajos que han demostrado que las redes sociales han transformado nuestras vidas tanto para bien como para mal.
Conviene recordar que, antes de las redes sociales, fue Internet el que se consideraba el azote de la vida moderna. Esta nueva tecnología parecía anunciar el fin del mundo tal como lo conocíamos, causando aislamiento, alienación y la desconexión de toda una generación respecto a la comunidad y a sí misma. Aunque sin duda ha dejado una huella imborrable, Internet no ha supuesto, hasta ahora, el toque de difuntos de la especie humana. Con el tiempo, la legislación gubernamental ha empezado a frenar algunos de sus peores —aunque de ningún modo todos— excesos, y los protocolos escolares junto con la educación sobre seguridad en la red han contribuido a proteger en cierta medida a los más jóvenes de los pozos más profundos del ciberespacio. En pocas palabras, hemos llegado a comprender que Internet ofrece tanto lo bueno como lo malo.
Antes de la llegada de Internet, era a la televisión a la que se acusaba de pudrir los cerebros de los niños, mientras que los videojuegos eran los culpables de insensibilizarlos ante la violencia… Sea cual sea la tecnología, el cambio siempre viene acompañado de miedo, y el progreso, de trampas. No existe una tecnología perfecta porque somos nosotros, los humanos falibles, quienes la usamos. Pero no debemos olvidar que también somos nosotros quienes tenemos las manos en los mandos.
Como ocurre con la mayoría de las formas de comunicación o de tecnología, es fácil argumentar que las nuevas plataformas sociales funcionan más como un espejo del complejo psiquismo humano que como una fuerza fundamentalmente destructiva. Sin embargo, la idea de que esta nueva tecnología es completamente neutral se está desmoronando poco a poco, a menudo, gracias a las filtraciones de informantes procedentes de las propias compañías de redes sociales, hoy convertidas en gigantes que mueven miles de millones de dólares.
Expertos del sector tecnológico han revelado cómo los programadores han explotado el sistema de recompensa natural de nuestro cerebro para engancharnos a los feeds, lo que algunos denominan “pirateo cerebral”. Y nuestra necesidad compulsiva de permanecer conectados se ha infiltrado tanto en nuestras vidas que miles de millones de personas en todo el mundo sufrimos de “nomofobia”: el miedo a separarnos del teléfono o de nuestras cuentas, aunque sea solo durante unas horas.
Como consecuencia, nuestras vidas han cambiado por completo, con implicaciones de gran alcance en la manera en que construimos nuestras relaciones, valoramos nuestra identidad y proyectamos nuestras expectativas vitales. Haya sido o no esta tecnología diseñada deliberadamente para manipular la psicología humana, los modos en que la utilizamos merecen un examen mucho más riguroso.
Es un mundo de mujeres
De forma significativa, muchos de los efectos negativos del uso de las redes sociales parecen tener un componente intrínsecamente ligado al género. Las mujeres constituyen la mayoría del público en todas las plataformas visuales —en especial Instagram y Pinterest, pero también en Facebook y Twitter—. Además, son quienes más selfies publican, quienes comparten más asuntos personales, quienes se conectan con mayor frecuencia y quienes, en general, pasan más tiempo en las redes. En Estados Unidos, las mujeres utilizan las redes sociales más que los hombres, con una diferencia del 73% frente al 65%.
Como explica el doctor James A. Roberts, profesor de marketing y experto en comportamiento del consumidor y en tecnología: “Las mujeres establecen vínculos más profundos con sus dispositivos que los hombres. Obtienen puntuaciones más altas en la escala de adicción conductual, y hemos comprobado que esto se debe a los motivos por los que utilizan los teléfonos inteligentes: a diferencia de los hombres, que en su mayoría siguen empleándolos para fines tradicionales como la comunicación, la información o el entretenimiento, las mujeres centran su uso de la tecnología en mantener relaciones sociales a través de las redes”.
Si hay algo de lo que podemos estar seguras, es de que aún no hemos asimilado del todo este nuevo orden mundial. Muchas de nosotras nos enfrentamos a los efectos más duros de las redes sociales sin tener realmente idea de cómo navegar por estas nuevas aguas. En lugar de ello, sobrevivimos a solas, consumiendo contenido desde el momento en que nos despertamos hasta justo antes de dormir, y permitiendo que sus peores facetas vayan erosionando poco a poco nuestra autoestima, nuestro sentido de identidad y nuestra felicidad.
Aunque en privado, o entre amigas, solemos hablar de cómo las redes nos hacen sentir, de cómo han cambiado nuestras perspectivas y la forma en que nos relacionamos, a nivel cultural seguimos sin reconocer abiertamente un puñado de problemas. No queremos sonar como retrógradas ni enemigas del progreso tecnológico. No queremos admitir que ver las fotos de otras personas nos hace sentir mal con nosotras mismas. Tampoco queremos que nadie sepa cuánto tiempo pasamos deslizando el dedo por las pantallas. Y, por supuesto, tras todo esto subyace el deseo de evitar cualquier cosa que pudiera, aunque solo fuera mínimamente, obligarnos a dejar de hacerlo.
El historial de las redes sociales
¿Qué pruebas tenemos realmente de los efectos negativos de nuestro hábito colectivo con las redes sociales? Los hechos son contundentes: existe una avalancha de investigaciones frías y objetivas que señalan correlaciones entre el uso de las redes y los problemas de salud mental, desde la ansiedad hasta la depresión. Un estudio de 2016 concluyó que pasar tan solo una hora al día en las redes sociales reduce la probabilidad de que un adolescente sea feliz en torno a un 14%, y que las chicas se ven más afectadas que los chicos.
En el peor de los casos, la organización benéfica británica NSPCC ha llegado a culpar a las redes sociales del aumento dramático en el número de menores hospitalizados por autolesiones. Aquí no hay margen para el matiz: las redes están claramente vinculadas al incremento de los problemas de salud mental y están mermando la felicidad de nuestros hijos a un ritmo profundamente alarmante. ¿Acaso resulta sorprendente que las escuelas francesas planeen prohibir por completo el uso de teléfonos móviles en todos los niveles de primaria y secundaria?
Y la preocupación no se limita solo a las niñas y mujeres jóvenes. Se trata de una crisis intergeneracional innegable, provocada en gran medida por las nuevas “normas” que imponen las redes sociales. En 2017, más del 80% de las mujeres encuestadas en el Reino Unido afirmó que Instagram y Facebook “añadían presión para ser la madre perfecta”, mientras que Terri Smith, directora ejecutiva de la línea australiana de ayuda para la depresión perinatal PANDA, habló de los daños causados por las “representaciones en redes sociales de familias ideales”.
Incluso cuando alcanzamos cierta madurez y sabemos que esas imágenes no pueden reflejar completamente la vida real, siguen afectándonos y minando nuestra felicidad. Un estudio reciente reveló que las madres que se comparaban con mayor frecuencia en las redes tenían una incidencia más alta de depresión que la media, eran más propensas a sentirse desbordadas en su papel de madres y menos competentes como progenitoras: justo lo último que necesita cualquier mujer que intenta equilibrar sus responsabilidades. Las mujeres pueden sentirse igual de insuficientes al ver imágenes fantásticas del “brillo maternal” con interiores impolutos que los adolescentes al contemplar los labios inflados de Kim Kardashian.
Un informe de Harvard Business Review de 2017 recopiló la literatura académica existente para sostener que las redes sociales pueden “restar valor a las relaciones cara a cara, reducir la implicación en actividades significativas, aumentar el sedentarismo… y erosionar la autoestima”. Para las madres, si añadimos la falta de sueño, los mayores niveles de ansiedad, una reducción drástica de la capacidad de atención y, paradójicamente, el aislamiento social, obtenemos un cóctel de efectos secundarios desastrosos. Y eso es solo el comienzo.
Incluso Facebook ha acabado por reconocer a regañadientes que el uso “pasivo” de las redes sociales tiene un impacto negativo tanto en el estado de ánimo como en la salud mental. Citando investigaciones académicas y estudios internos, los propios analistas de la plataforma admitieron que, “en general, cuando las personas pasan mucho tiempo consumiendo información de manera pasiva —leyendo pero sin interactuar con otros—, suelen afirmar que se sienten peor después”.
Cuando la red social más grande del mundo reconoce que existe un problema y los líderes tecnológicos admiten que prohíben a sus propios hijos conectarse, ha llegado el momento de observar con calma el impacto que están teniendo nuestros mundos editados.
Adictos a la tecnología anónimos
Una de las mayores preocupaciones de los padres, educadores y cuidadores de todo el mundo con los que hablé para este libro es la cantidad de tiempo que pasamos cada día frente a nuestros dispositivos. Hoy vivimos a través de las pantallas, saltando del ordenador portátil a la tableta y de ahí al teléfono móvil, cambiando sin pausa entre videojuegos, plataformas sociales, aplicaciones y páginas web. Aunque no solo consumimos redes sociales, una encuesta del Global Web Index realizada en 2016 a más de cincuenta mil usuarios de Internet en todo el mundo reveló que la persona promedio tiene ocho cuentas en redes sociales y pasa una hora y cincuenta y ocho minutos al día —es decir, un tercio de todo su tiempo en línea— navegando por ellas. El uso del teléfono inteligente y el de las redes sociales no son sinónimos, pero están profundamente vinculados: la compulsión por revisar uno suele implicar la compulsión por revisar el otro.
Basándose en sus investigaciones sobre la adicción al smartphone y a las redes sociales, el doctor Roberts explica: “En general, la gente se muestra reacia a considerar ciertos comportamientos como adicciones. Estamos programados para creer que uno puede volverse adicto al alcohol o a las drogas, pero cuando se trata de conductas, nos resistimos a aceptar que el concepto de adicción también pueda aplicarse. Sin embargo, en el caso del uso de los teléfonos inteligentes y las redes sociales, lo que observamos en muchos casos encaja perfectamente en la definición de adicción conductual: participar en una conducta que sabes que tendrá consecuencias negativas tanto para ti como para quienes te rodean. No tiene sentido lógico que una persona haga algo que le perjudica, a menos que sea adicta. ¿Por qué, si no, tantos estadounidenses consultan sus cuentas de redes sociales mientras conducen? Ponerse a sí mismos y a otros en peligro no responde a su propio interés; la verdad es que simplemente no pueden evitarlo”.
Destacando los seis componentes fundamentales de la adicción, el doctor Roberts ofrece una descripción muy convincente de la relación que muchos de nosotros mantenemos con nuestros teléfonos. “Hay saliencia (qué tan arraigado está tu teléfono en tu vida), tolerancia (¿lo usas cada vez más? ¿Revisas tus cuentas sin parar?), euforia (la emoción o anticipación que sientes justo antes o después de usar el móvil), conflicto (¿te causa problemas en el trabajo o en tus relaciones?), síntomas de abstinencia (¿entras en pánico cuando estás separado de tu teléfono?) y recaída (¿has intentado reducir su uso y no lo has logrado?). La recaída es uno de los aspectos que un psiquiatra analiza primero, porque cuando intentas limitar algo reconoces conscientemente que te hace daño; pero si, aun así, no puedes dejarlo, es casi seguro que estás en una situación de adicción”. Si reconoces uno o varios de estos síntomas, tal vez haya llegado el momento de empezar a analizar tu comportamiento.
Según un informe publicado en 2016 por la empresa de investigación Dscout, el usuario medio de teléfono móvil toca su dispositivo 2.617 veces al día. Para el 10% de los usuarios más activos del estudio, esa cifra asciende a 5.427 toques diarios. Los datos confirmados por la propia Apple indican que el usuario promedio con Touch ID desbloquea su teléfono cada 11 minutos y 15 segundos. En total, la mayoría de nosotros pasará una cifra asombrosa: siete años de nuestra vida mirando el teléfono.
Y para quienes sostienen que el problema del uso excesivo del móvil está sobredimensionado, bastan apenas diez minutos para intentar racionalizar estas cifras. Si tuvieras que contar honestamente cuántas veces al día alcanzas tu dispositivo, ¿dónde crees que te situarías en esa escala? ¿El trabajo interrumpe tu tiempo con el móvil? ¿Y el trayecto diario? ¿Te identificas con el 75% de los propietarios desmartphones que admiten usarlos en el baño? Quizá esos 11 minutos y 15 segundos entre desbloqueos no te parezcan tanto, después de todo.
No solo manipulamos nuestros teléfonos de manera visible y compulsiva, sino que además creemos que son de la máxima importancia para nuestras vidas. En 2011, un análisis del mercado juvenil realizado por McCann WorldGroup descubrió que el 53% de los millennials de entre 16 y 22 años (en aquel momento) preferiría perder el sentido del olfato antes que perder el acceso a un dispositivo tecnológico, ya fuera un teléfono o un ordenador. Y eso fue hace siete años. Pregúntate: ¿qué estarías dispuesto a sacrificar a cambio de tu conexión? Imagina que no pudieras entrar en la red, ni acceder nunca más a tu teléfono. ¿Qué darías por recuperarlo?
Olvida la vida; elige tu teléfono
La invasión de los teléfonos en nuestro tiempo de descanso, y la consiguiente disminución mundial en la calidad y cantidad del sueño, constituye una de las acusaciones más graves contra su uso. Una encuesta de 2017 realizada por Accel y Qualtrics reveló que el 79% de los millennials mantiene su teléfono junto a la cama o dentro de ella, y que más de la mitad lo consulta en mitad de la noche. Por otro lado, el 55% de los británicos encuestados en un informe de Deloitte de 2015 afirmó mirar su teléfono en los 15 minutos posteriores a despertarse, y el 28% reconoció revisarlo durante los cinco minutos previos a dormir, cada noche. La incapacidad de desconectar por completo no es un problema menor. Cuando empieza a invadir tu tiempo de descanso, estar conectado las veinticuatro horas del día puede resultar increíblemente perjudicial para la salud. Se ha demostrado de manera concluyente que cuanto más tiempo pasas frente a la pantalla durante el día, peor duermes por la noche. Y además de afectar de forma notable a la calidad de vida, la falta de sueño se ha asociado con todo tipo de dolencias, desde el aumento de peso hasta la hipertensión y una menor esperanza de vida. Si hablamos de autocuidado, ninguna persona racional debería tener su teléfono en el dormitorio.
Las redes sociales también pueden erosionar nuestra capacidad para ser, literalmente, sociales. Sherry Turkle, una destacada profesora especializada en el impacto de la tecnología sobre la sociedad, ha advertido sobre una “brecha de empatía”, en la que los jóvenes son incapaces de desarrollar la habilidad social de la empatía debido a su necesidad constante de estímulos y a las interacciones familiares cada vez más dispersas. “Hoy en día buscamos formas de evitar la conversación”, explica en Reclaiming Conversation: The Power of Talk in a Digital Age. “Nos escondemos los unos de los otros, incluso mientras permanecemos constantemente conectados entre nosotros”.
Una encuesta de 2015 reveló que el 89% de los estadounidenses reconocía haber sacado el teléfono durante su último encuentro social, y el 82% admitía que la conversación se deterioró después de hacerlo. La investigación ha demostrado que incluso un teléfono silencioso, apoyado inocentemente sobre la mesa, inhibe la conversación. Turkle también relaciona el uso de las tecnologías digitales con la “simulación”, afirmando que ofrecen “la ilusión de la amistad sin las exigencias de la intimidad”.
La negación es una fuerza poderosa cuando se trata del uso de las redes sociales, pero ¿quién no ha sucumbido alguna vez a un atracón un sábado por la noche en su plataforma favorita? El verdadero problema es con qué frecuencia accedes personalmente a tus cuentas y cómo te hace sentir ese uso. Aunque soy muy consciente de mi propia relación con las redes y trato de difundir el mensaje sobre sus peligros cada vez que tengo ocasión, desde luego no soy inmune al impulso de seguir deslizando la pantalla.
Más que nada, me identifico con la idea de que las redes sociales son un sumidero de tiempo que me aparta de hacer cosas realmente productivas. Ha habido momentos en los que he pensado: “Bien, tengo que reducir el consumo de estas imágenes”, pero nunca he logrado desconectarme por completo, ni siquiera cuando sé que me están haciendo sentir mal. Una de las razones por las que seguimos volviendo a las redes es que creemos que, tal vez, esta vez nos harán sentir mejor, pero en realidad, cuando ya estás atrapado, solo consiguen que te sientas peor y te encierran en un círculo vicioso. Igual que todo el mundo, sé que debería tomarme un descanso, pero simplemente no parece que pueda desenchufarme.
Una historia personal de las redes sociales
Mi relación con las redes sociales ha estado marcada por muchos factores, entre ellos mi edad y mi trayectoria profesional. Recuerdo la primera vez que oí hablar de Facebook, en marzo de 2006. Estaba en mi último año de universidad en Edimburgo, escribiendo mi tesis, y de repente empezaron a circular rumores sobre un nuevo club en línea “exclusivo” llamado Facebook. En sus primeros tiempos, la página se dirigía a estudiantes universitarios, seleccionando a figuras influyentes dentro de determinados círculos sociales para que difundieran el mensaje. Si recuerdo bien, la primera persona que me lo mencionó fue un chico que organizaba noches temáticas en los clubes de la ciudad.
Para unirte, necesitabas una dirección de correo electrónico universitaria, y la plataforma se sentía como algo entre universidades, no como ese lugar que poco después captaría la atención de todas las madres y de sus gatos. En mi grupo de amigos hubo muchos debates sobre los pros y los contras de registrarse; en aquel momento, las objeciones giraban en torno a cuestiones de privacidad y a la percepción de que resultaba algo “poco cool” presumir de lo que uno hacía. Qué pintoresco y anticuado suena todo eso ahora. Basta con recordar aquello para darse cuenta de cuánto ha cambiado el mundo desde la llegada de las redes sociales, o de cuánto han cambiado ellas nuestro mundo.
Yo me convertí de inmediato. Cada vez que necesitaba un descanso de las diez mil palabras de mi tesis sobre la relación entre el feminismo de la segunda y la tercera ola, me conectaba a Facebook. Pronto empecé a temer los días que pasaba en la biblioteca sin acceso a internet (hablamos de la Edad de Piedra, también conocida como la era anterior a Google en el teléfono).
Facebook me ofrecía un respiro breve pero eficaz frente al esfuerzo mental que exigía mi carrera de Historia, y pronto se convirtió en uno de mis pasatiempos favoritos. Como usuaria temprana, a menudo conocía a personas que nunca habían oído hablar de la plataforma, o que no tenían una dirección de correo universitaria aceptada pero querían desesperadamente abrir una cuenta, así que resultaba gratificante sentirse parte de ese círculo interno. En aquellos primeros tiempos, Facebook funcionaba casi como un diario de nuestras aventuras nocturnas, y se subían a la página montones de fotos bastante dudosas y, desde luego, sin editar. Los primeros mensajes se escribían directamente en los muros de los amigos, con invitaciones a eventos donde el reclamo principal solía ser el alcohol gratis o barato. Era un entorno “puro”, sin filtros, tanto desde el punto de vista visual como de contenido: una mezcla de mensajes cariñosos y fotos espontáneas tomadas con cámaras BlackBerry. Solo más adelante, cuando empecé a construir mi carrera, empecé a ser consciente de la imagen que proyectaba al exterior y a considerar la posibilidad de revisar el contenido que publicaba.
Con el tiempo, por supuesto, las cosas cambiaron y evolucionaron. Al revisar las imágenes de mi línea temporal, veo que el punto de inflexión llegó cuando conseguí trabajo en la revista Grazia en 2012 (cinco años después de haber iniciado mi carrera en la moda) y mi editora me indicó que debía actualizarme a un iPhone y abrir una cuenta en Instagram. Desde entonces, cada vez son menos las fotos que publico con amigos o con otras personas, y cada vez más las que me muestran sola en lugares exóticos o exclusivos. A medida que mis imágenes se han vuelto más glamurosas y aspiracionales, mi interacción con la comunidad de Facebook ha caído en picado y se ha trasladado a Instagram. Hoy apenas entro para hablar con la gente o curiosear sus perfiles; mantengo el contacto con mis amigos por WhatsApp y utilizo las redes no como espacio de socialización, sino como plataforma para crear contactos profesionales, construir una comunidad en torno a las causas que me apasionan y ganar dinero como influencer.
No cabe duda de que empezar a crear una audiencia en Instagram tuvo un enorme impacto en la manera en que me veía a mí misma y en cómo me sentía respecto a mi vida. Al principio me resistía mucho a involucrarme y no me sentía cómoda en absoluto publicando imágenes mías. Mi pareja de entonces estaba en contra de las redes sociales en general y me reprochaba constantemente mi vanidad y mi supuesto narcisismo. Aún más incómoda era la sensación, muy extendida entre los profesionales de la moda, de que las editoras estaban “rebajando” su prestigio al compartir aspectos de su vida personal. Cuesta creerlo hoy, pero en 2012, cualquiera que quisiera tomarse en serio una carrera en el periodismo de moda tenía que pensárselo bien antes de “arriesgar” su integridad subiendo fotos propias, ya que eso se asociaba a lo que hacían las blogueras (una palabra que todavía sonaba despectiva entonces), no las periodistas de una publicación respetable. Las compañeras que empezaban a participar en esa nueva dinámica eran con frecuencia objeto de burla por sus publicaciones, y el contenido autopromocional se equiparaba al narcisismo más extremo. Esa sensación todavía persiste en ciertos sectores de la industria, aunque el contexto, desde luego, ha cambiado bastante.
Mi primer nombre de usuario fue @katherine_grazia, lo que ya da una idea de la importancia que mi puesto de trabajo tenía en el contenido que compartía. Me preocupaba la cantidad de personas que pensaban que el título de la revista era mi apellido, pero a la vez eso me protegía del “factor vergüenza”: publicaba como parte de mi trabajo, no porque creyera que era guapa o quisiera que los demás vieran lo maravillosa que era mi vida. En definitiva, me daba carta blanca para crear una audiencia sin sentirme incómoda por exhibirme. Para la Generación Z y los millennials más jóvenes, puede resultar difícil entender que abrir una cuenta en redes sociales no fuera más que un rito de iniciación, pero para los millennials mayores como yo, que nos formamos en la vieja escuela y tuvimos que adaptarnos a la nueva tecnología, implicaba muchas dudas y resistencia.
Desde entonces, las redes sociales me han proporcionado muchísimas #bendiciones. Me han dado una fuente de ingresos independiente y me han permitido conectar directamente con miles de personas dentro de una de las comunidades más solidarias y auténticas que he conocido. En ocasiones he disfrutado sinceramente haciendo fotos, me he sentido estimulada y realizada creativamente, y he experimentado una auténtica felicidad al haber encontrado por fin un espacio donde expresarme sin que nadie me dijera en qué me estaba equivocando.
Sin embargo, también he experimentado toda la gama de emociones que las redes pueden despertar. Me han hecho preocuparme por cosas como el nivel de interacción o los algoritmos, cuestionarme a mí misma y preguntarme qué tengo de malo o por qué la gente no me quiere. Me han impulsado a desear cosas que no puedo permitirme, me han hecho sentir perezosa en comparación con los demás y, en ocasiones, me han llevado a sentirme muy decaída. También me han hecho sentirme gorda, poco atractiva, pobre, sin estilo, sola, excluida, impopular y con una alarmante falta de sentido del humor.
Por mucho que entiendas el “sistema”, por mucho que uses las redes como herramienta profesional y por más que te repitas que no debes dejarte afectar por lo que ves en línea, nadie es inmune. Ya sea un repentino pinchazo de envidia o un golpe a la autoestima provocado por una sola imagen, o una noche entera de insomnio dedicada a deslizar el dedo sin parar, las redes sociales pueden hacer que incluso una persona equilibrada y mentalmente sana atraviese momentos de profunda inseguridad y angustia.
Aunque todo esto pueda sonar pesimista, creo sinceramente que hay aspectos positivos y valiosos que extraer de todas estas experiencias. Las grandes preguntas son: ¿cuál es el secreto para filtrar lo malo y conservar lo bueno? ¿Y cómo podemos asegurarnos de mantener todo esto en perspectiva y ejercer un control consciente sobre nuestro uso de las redes sociales, algo que además podamos transmitir a las generaciones futuras?
¿Perfección en imagen?
¿Cómo es para ti la perfección? ¿Tiene que ver con una piel sin imperfecciones y una sonrisa perfecta? ¿O con una relación feliz y una casa preciosa?
Quizá tu idea de perfección esté basada en el éxito profesional o en un abdomen bien definido. O tal vez, en realidad, queramos decir todo lo anterior y más. La perfección, por definición, es el estado de ser o llegar a ser perfecto, el proceso de refinar algo hasta eliminar cualquier fallo. En la era de las redes sociales, la acción de perfeccionarse es algo que hemos aprendido rápidamente a dominar. Si no somos perfectos de entrada, no importa: un filtro favorecedor aquí, un retoque allá, una esquina ordenada en una casa desordenada, una sonrisa que disimula un mal día. Cada defecto puede borrarse y sustituirse por versiones nuevas e increíblemente uniformes que nos hagan sentir como la mejor versión de nosotros mismos o, mejor aún, como alguien a quien admiramos. Podemos blanquearnos los dientes, afinar los muslos y difuminar los granos para mejorar nuestra genética y, supuestamente, nuestro atractivo. También podemos transformar un día gris y lluvioso en una postal veraniega y crear un calendario de imágenes que no solo nos muestren bajo la mejor luz posible, sino que insinúen una vida de perfección total. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, eso es lo que los demás quieren ver, ¿no?
Como periodista especializada en consumo, con una década de experiencia en revistas femeninas, he aprendido a ver el contenido como una mezcla de fantasía y realidad: las producciones de moda, que nos inspiran a soñar, y las historias reales, que nos permiten empatizar. Las revistas de moda han recibido críticas más que justificadas a lo largo de los años, especialmente por promover una imagen corporal irreal y por la falta de representación diversa. Estas acusaciones son, en su mayoría, completamente fundadas, y cualquiera que haya trabajado en la publicación tradicional de revistas sabe que las imágenes de mujeres blancas —en su mayoría rubias y delgadas— dominan casi cualquier número. Aunque las cosas están cambiando lentamente, no tiene sentido fingir que la época dorada de las revistas fue una utopía perdida de diversidad.
Lo que sí tenían las revistas tradicionales era un enorme énfasis en la capacidad de identificación, algo que ahora suele quedar dolorosamente fuera del mundo de las redes sociales. Cada número de cada publicación en la que trabajé ofrecía una combinación de contenidos con los que el lector podía sentirse reflejado —apoyo ante sus dificultades y desafíos— y materiales que servían de inspiración para sus deseos aspiracionales. Publicábamos temas sobre fertilidad, desamor o ruina económica, junto a los zapatos de tacón más deseados de la temporada. También había siempre espacio para el humor y la autocrítica: incontables reportajes en los que me ofrecí como conejillo de indias para pasar una semana con plataformas de 25 centímetros, unas Google Glass o corsés reductores, todos escritos para provocar una sonrisa. (Advertencia: siempre acababa pareciendo ridícula, especialmente con las Google Glass. Pero de eso se trataba).
A medida que las imágenes cuidadosamente seleccionadas de las redes sociales se han vuelto más dominantes, el espacio dedicado a los problemas reales y a la empatía colectiva ante los desafíos de la vida —tanto los extraordinarios como los cotidianos— ha disminuido. Si hojeas hoy Facebook o Instagram, encontrarás una procesión de vacaciones idílicas, ascensos laborales ejemplares, consumo material y momentos familiares felices, todo capturado en el encuadre más estéticamente atractivo posible. La enfermedad, el fracaso, la pérdida, la tristeza, el esfuerzo, el trabajo duro, los tropiezos —en definitiva, todo aquello que no sea enteramente positivo— ha quedado cada vez más fuera de nuestro discurso, porque no encaja en el molde del mundo visual y complaciente de las redes sociales.
Además, nos tomamos a nosotros mismos demasiado en serio, y la presión por ser impecables ha venido acompañada de una nueva actitud solemne, en la que nuestra “marca personal” no puede verse comprometida por nada ligero o anecdótico. Aparte de las cuentas centradas en el humor (que, con razón, tienen un éxito enorme), el flujo habitual de las redes sociales está tan orientado a la autopromoción que no soportamos la idea de parecer ridículos ante los demás.
Según un estudio de 2017, hoy en día las mujeres rara vez comparan su aspecto con el de las que aparecen en vallas publicitarias o revistas, y solo a veces con el de las que ven en televisión. En cambio, son las comparaciones en redes sociales las que más infelicidad generan. Como las mujeres que aparecen allí son supuestamente más accesibles y “normales” —no actrices de primera línea ni estrellas del pop internacional—, los estándares que marcan se perciben como el mínimo exigible. Si las personas de tu entorno, parecidas a ti, pueden alcanzar un determinado nivel de éxito y una apariencia perfecta, ¿por qué no ibas a poder hacerlo tú también?
A través de estas plataformas también hemos empezado a admirar a nuevos héroes. El estatus de estas nuevas “microcelebridades” es esencial dentro del sistema de las redes sociales. Superusuarias por naturaleza, estas “influencers” tienen los rostros, los cuerpos y los armarios que contemplamos como avatares de una nueva era. Su enorme alcance las expone a todo lo que las redes pueden ofrecer: lo muy bueno, lo muy malo y todo lo que hay entre medias. Sin embargo, he comprobado que, ya se trate de una modelo deslumbrante en una sesión de fotos o de una estrella de Instagram con un millón de seguidores, las mujeres que parecen tenerlo todo son, en realidad, como el resto de nosotras: viven con dudas, inseguridades y una presión constante por mantener cierta imagen y sensación de éxito. Para ellas, a menudo no existe escapatoria posible de la tensión que implica mantener las apariencias. Aunque proyecten un estilo de vida que el resto de nosotros anhela, la realidad es que suelen estar enganchadas a sus teléfonos, profundamente inseguras y muy ansiosas por la forma en que se percibe su perfil en las redes.
Sin embargo, en esta nueva etapa mediática, esas mujeres también pueden ser poderosas agentes de cambio. Son las mujeres a las que otras mujeres escuchan. Sus consejos, sus ideas y sus recomendaciones de estilo influyen directamente en la forma en que la comunidad de las redes sociales se comporta. A través de la interacción con sus, a menudo, increíblemente amplias audiencias, son capaces de cuestionar valores culturales, acercar causas al gran público y debilitar estructuras tradicionales de poder. Contrariamente a lo que suele pensarse, las influencers no solo nos hacen comprar cosas (aunque, sin duda, se les da muy bien). En realidad, han influido de manera significativa en nuestras actitudes.
Desde ofrecer modelos de referencia a comunidades marginadas o poco representadas, hasta romper tabúes sobre problemas ocultos como el aborto espontáneo o la salud mental, y promover causas feministas o medioambientales (#FreeTheNipple, #SayNoToPlastic), han impulsado cambios a escala global. Las jóvenes no escuchan a sus padres, a sus profesores ni a los investigadores, pero sí escuchan a quienes se sientan en lo alto del pedestal de los nuevos medios. Por eso este libro incluye las voces de diversas influencers que representan múltiples comunidades sociales, con el fin de explorar los grandes problemas a los que hoy nos enfrentamos en Internet. Entre todas suman casi diez millones de seguidores, poseen una experiencia directa de los altibajos de la vida digital y tienen la capacidad de ayudarnos a despertar ante la crisis en la que estamos inmersos. No son solo las nuevas figuras de poder; también son las expertas. Sus palabras son las que realmente pueden hacer estallar la burbuja.
Las redes sociales han impuesto, de manera indiscutible, estándares destructivos de perfección y comparación que minan, cada minuto de cada día, la confianza de millones de mujeres. Nos esforzamos tanto por alcanzar esos nuevos parámetros que acabamos agotadas, y trabajamos tanto por mantener nuestra imagen que perpetuamos una realidad inalcanzable. Mientras las mujeres y las niñas no vean las fantasías de las redes como lo que son —realidades construidas— y dejen de comparar sus vidas, sus cuerpos, sus parejas o incluso sus familias con las que ven en sus pantallas, no podrán realizar plenamente su potencial, ya sea en el trabajo, en sus relaciones o en la búsqueda de la felicidad.
No pretendo dar lecciones de moral ni sonar santurrona; a todos nos gustan las fotos en las que salimos bien, y hay una razón por la que las redes sociales son tan populares. El glamour, la fantasía y los mundos creativos que los creadores de contenido construyen pueden ser divertidos, artísticos y hermosos, y no hay nada de malo en disfrutar de lo positivo que ofrecen las redes, tanto en el consumo como en la creación y la interacción. Pero hay que reformular la conversación, porque si seguimos proyectando la fantasía como realidad y seguimos creyendo, aunque sea a medias, en lo inventado, los peligros son muy reales y están ya aquí. Aunque mi intención es mantener siempre una postura equilibrada, los cambios que las redes sociales han introducido en nuestras vidas son tan extraordinarios que merecen ser analizados y expuestos con toda su magnitud.
La trampa de la comparación
Cuando observas la vida de otras personas en las redes sociales, ¿cómo te hace sentir respecto a la tuya? Si la respuesta es “un poco mal”, puedes estar tranquilo: no eres el único. La teoría clásica de la comparación social del psicólogo Leon Festinger, formulada en 1954, sostiene que las personas evalúan sus propias capacidades y su éxito midiendo su posición dentro de la jerarquía social. Su argumento es que solo podemos valorar realmente nuestro lugar en la vida comparándolo con el de otros miembros de nuestra comunidad, lo que significa que los límites de esas comunidades son fundamentales.
En tiempos pasados —es decir, cuando vivíamos desconectados— la comparación social funcionaba de dos maneras: hacia arriba o hacia abajo. Cuando veíamos a otros en una situación peor que la nuestra, eso solía mejorar nuestra autoestima; en cambio, cuando observábamos a personas que parecían llevar vidas mejores o poseer cualidades superiores, tendíamos a sentirnos insuficientes e inseguros, lo que tenía un efecto negativo en nuestra autoevaluación.
Hoy, cuando todo lo que vemos en línea es la mejor versión posible de las personas que forman parte de nuestras comunidades —una versión cuidadosamente seleccionada para resaltar únicamente sus virtudes—, ¿cómo sorprendernos de que la mayoría sintamos que estamos por detrás de casi todos los que conocemos? En lugar de alternar comparaciones ascendentes y descendentes, estamos expuestos casi exclusivamente a quienes parecen ser superiores a nosotros en todos los aspectos. Al compararnos con versiones idealizadas de los demás, y hacerlo una y otra vez mientras deslizamos la pantalla, nos sobreexponemos a la comparación social ascendente, lo que tiene un enorme efecto en cadena sobre nuestra imagen corporal, nuestra autoestima, nuestras expectativas y nuestra satisfacción con la vida.
Por supuesto, el proceso de compararse con los demás no es en sí nada nuevo, pero las redes sociales lo han llevado a una velocidad de vértigo, especialmente entre los jóvenes. Una encuesta de 2017 realizada por la organización británica Girlguiding a más de 1.900 chicas y mujeres jóvenes reveló que el 35% de las niñas de entre 11 y 21 años afirmaban que su mayor preocupación en línea era compararse a sí mismas y sus vidas con las de los demás. Pero no son solo los adolescentes. En un estudio reciente de la organización británica Scope, dedicada a las personas con discapacidad, el 60% de los usuarios adultos de Twitter y Facebook reconoció haber sentido celos al compararse también con otros usuarios. A medida que consumimos cada vez más información sobre los demás, nos resulta peligrosamente fácil hundirnos en las arenas movedizas de la comparación.
En las redes sociales, la comparación engendra envidia en cada esquina. En lugar de sentir gratitud por lo que tenemos, creemos que debemos ser más para estar a la altura. Nuestras carreras, nuestros armarios, nuestros estilos de vida, incluso nuestros hijos (y ni hablar de las aplicaciones diseñadas para hacer que los bebés y los niños parezcan “más adorables”): nada parece suficiente. ¿Y cuál es la solución? Más allá de fomentar una mayor honestidad en la creación de contenidos, cuanto más aceptemos que las identidades digitales son simulaciones y no referentes reales con los que medir nuestra propia vida, más compasivos podremos ser con nosotros mismos. Ha llegado el momento de dejar de castigarnos comparándonos con versiones de los demás que sencillamente no existen. Debemos dejar de codiciar lo que parece tener nuestro prójimo; ha llegado el momento de detener esa batalla constante contra ideales ajenos que son pura ilusión.
Cada voz cuenta
En el lado positivo, durante mi investigación a través de los turbios y adictivos algoritmos sobre los que se han construido las redes sociales, he escuchado numerosos testimonios tanto de seguidores como de influencers —micro y macro— que explicaban cómo la interacción que habían encontrado en línea había aumentado enormemente su confianza. Descubrir que hay personas ahí fuera que piensan y sienten como tú puede hacer que todos, jóvenes y adultos, se sientan menos marginados. Una de las contribuciones más positivas de las redes sociales a la vida moderna es que pueden ayudarte a encontrar “a los tuyos”.
“De niña no estaba acostumbrada a ver mujeres exitosas que se parecieran a mí”, dice Freddie Harrel, bloguera de moda y estilo de vida, empresaria del sector de la belleza y asesora y conferenciante sobre autoestima, con 136.000 seguidores en Instagram. Nacida y criada en París, hija de padres cameruneses, explica: “En Francia, si abres una revista de moda, no verás ni un solo rostro que sea remotamente moreno. No hay diversidad. En absoluto”. Uno de los grandes avances que han facilitado las redes sociales es la democratización de los tipos de hombres y mujeres que vemos en posiciones de referencia o aspiracionales.
Se han creado comunidades en torno a personas cuyas historias habrían sido descartadas en los medios tradicionales debido a prejuicios sistémicos. En cualquier plataforma social encontrarás grupos que celebran, informan y apoyan a mujeres con tallas grandes, mujeres LGBT, mujeres racializadas y mujeres de fe. Todas las formas, todos los tamaños, todos los tonos y todas las creencias son bienvenidos. Desde una perspectiva racial, la proporción de usuarios blancos, negros y latinos en las redes es aproximadamente la misma, aunque un número mayor de personas negras y latinas usa Instagram en comparación con los usuarios blancos, mientras que Pinterest resulta más popular entre estos últimos que entre otros grupos.
“Las redes sociales han cambiado realmente el panorama, y sigo en Instagram a mujeres de color increíbles —muchas de ellas con un gran número de seguidores— que me inspiran”, continúa Freddie. “Ahora ya no existe una sola versión de cómo debe ser una mujer exitosa, y eso es muy importante para las generaciones más jóvenes que vienen detrás de nosotras”.
Leandra Medine, fundadora de la plataforma de moda y estilo de vida ManRepeller.com (uno de los primeros blogs en alcanzar reconocimiento dentro de la industria de la moda), explica que este tipo de relaciones pueden hacer que las mujeres se sientan apoyadas y empoderadas. “La idea de hacer que las mujeres se sientan menos solas y más comprendidas es uno de los pilares de Man Repeller. Las redes sociales pueden facilitar una comunidad si te muestras abierta y vulnerable, y si las personas que no te conocen salen a apoyarte, se interesan por tu historia y se atreven a compartir la suya. Esa es una experiencia realmente poderosa y transformadora. La cantidad de mensajes privados que he recibido de desconocidos, y la avalancha de relatos personales que me han compartido generosamente… eso es una conexión auténtica”.
Dame un “me gusta” para poder quererme
Pero ¿qué pasa cuando nadie reacciona, cuando no recibes ningún “me gusta” o comentario en tus publicaciones? O, más probablemente, cuando obtienes “demasiados pocos” según tus propios estándares. Todos sabemos que los adolescentes ansían la validación de sus iguales. Recuerdo que en el colegio me machacaban con la amenaza de la “presión del grupo”, sobre todo en lo referente al tabaco (acabé cediendo por completo y con un hábito de veinte cigarrillos al día; moraleja: haz caso a tus padres). Pero la necesidad de aceptación dentro de una comunidad no es algo que la mayoría dejemos atrás al graduarnos. En la era digital actual, el deseo de validación se ha intensificado por una razón muy simple: las redes sociales lo han hecho cuantificable. Esos pequeños números bajo nuestras fotos y publicaciones, y la amenaza del silencio incómodo ante nuestras actualizaciones, nos ofrecen una medida exacta de cuánto gustamos. En lugar de reforzar nuestra confianza y nuestra propia definición del yo, somos cada vez más conscientes de lo que los demás piensan de nosotros y, con frecuencia, acabamos cediendo a esa presión mucho después de la adolescencia.
Sean Parker, uno de los primeros inversores de Facebook (interpretado por Justin Timberlake en la película The Social Network), declaró en una entrevista con el portal de noticias Axios en 2017 que una red social es “un circuito de retroalimentación de validación social que explota una vulnerabilidad de la psicología humana”. Explicó que él y otros pioneros de las redes diseñaron sus plataformas para “consumir tanto de tu tiempo y atención consciente como fuera posible”, y que el botón de “me gusta” se concibió para ofrecer a los usuarios “una pequeña descarga de dopamina”, lo que a su vez alimentaría el deseo de subir más contenido.
En un mundo donde puedes medir de forma tangible tu popularidad y ver exactamente quién de tu círculo social se interesa por ti, “perseguir los me gusta” se ha convertido en una obsesión colectiva. La función del “me gusta” no formaba parte del diseño original de las redes sociales; de hecho, Facebook la incorporó en 2009, cinco años después de su lanzamiento. Casi una década más tarde, pulsamos 4.500 millones de “me gusta” cada día solo en esa plataforma, lo que significa que hay una cantidad enorme de validación circulando, lista para atraparnos con cada cosa que compartimos.
Pero, ¿cómo afecta ese anhelo de aprobación a nuestra mente? En 2014, la psiquiatra del gobierno tailandés Panpimol Wipulakorn advirtió, a través del Departamento de Salud Mental del país, que los jóvenes tailandeses estaban experimentando problemas emocionales cuando las imágenes que subían de sí mismos no recibían el número de “me gusta” que esperaban. Esta falta de validación, según argumentó, “puede afectar sus pensamientos. Pueden perder la confianza en sí mismos y desarrollar una actitud negativa hacia su persona, como sentirse insatisfechos con su cuerpo o con ellos mismos”. En una conclusión de amplio alcance, añadió: “Esto podría afectar al desarrollo del país en el futuro, ya que el número de líderes de las nuevas generaciones disminuirá. Obstaculizará la creatividad y la innovación del país”.
Un estudio realizado en 2016 por la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) utilizó escáneres de resonancia magnética para examinar el cerebro de adolescentes de entre 13 y 18 años mientras usaban las redes sociales. Los resultados mostraron que ver los “me gusta” bajo una foto que ellos mismos habían publicado activaba las mismas señales cerebrales que comer chocolate o ganar dinero. Otro hallazgo interesante fue que los adolescentes eran mucho más propensos a pulsar el botón de “me gusta” en imágenes que ya habían recibido muchos de sus compañeros, lo que demuestra que la aprobación de los demás los hacía más proclives a validar también a otros. Aunque el estudio destacaba la especial sensibilidad del circuito de recompensa en los adolescentes, la mayoría de los adultos puede sentirse fácilmente identificada con ello.
Yo, desde luego, reconozco esas sensaciones. Quien diga que no se siente bien cuando una foto o un comentario suyo acumula muchos “me gusta” o comentarios probablemente miente. Esa validación produce una especie de euforia, la sensación de que “algo que he dicho o hecho importa a los demás”. Es natural sentirse así; al fin y al cabo, somos seres sociales por naturaleza y estamos programados para sentir placer ante la aprobación ajena. Tampoco cuesta entender por qué las publicaciones que ya han recibido muchos “me gusta” nos invitan a hacer clic en nuestros propios corazones. Más allá de la conformidad inconsciente, hay una sensación de que nos estamos “perdiendo” algo si no lo hacemos. ¿No entendimos el chiste? ¿No estamos al día con la nueva tendencia? Si todo el mundo cree que es genial, ¿por qué nosotros no?
Cuando los “me gusta” se convierten en un indicador de popularidad y de estatus social, obtener la aprobación de los demás puede mejorar momentáneamente nuestra autoestima y provocar una descarga de dopamina que refuerza esa sensación placentera. Una encuesta del New Statesman de 2017 mostró que el 89% de los usuarios de redes sociales afirmaba sentirse feliz al recibir muchos “me gusta”, pero lo revelador es que, para el 40% de ellos, esa felicidad duraba solo mientras seguían llegando los clics. Para el 12,5%, la sensación se mantenía durante una hora; para el 10,2%, durante todo el día; y solo el 3,1% seguía sintiéndose feliz al cabo de una semana. En conjunto, el 62,7% de los encuestados decía estar de acuerdo o muy de acuerdo con la afirmación: “Siento una especie de subidón cuando alguien le da ‘me gusta’ a mi publicación”. En definitiva, a todos nos gusta que nos gusten.
Por el contrario, la falta de interacción puede provocar un fuerte golpe a nuestra autoestima. ¿Quién no ha publicado una foto o un comentario en redes sociales para sentirse decepcionado minutos después, al ver que nadie lo ha marcado con un “me gusta” ni ha dejado un comentario? No hace falta que nos lo expliquen: se siente mal ser ignorado, quedar suspendido en el tiempo y el espacio digital sin ese pequeño estímulo que puede ofrecer una publicación “exitosa”. ¿Cómo sorprenderse de que exista toda una industria dedicada a ayudar a la gente a pagar por “me gusta”, de que muchos pidamos a nuestros amigos que reaccionen a nuestras fotos para aumentar nuestra reputación digital o de que terminemos borrando tantas imágenes y textos que no han generado suficiente interacción? Pero entonces… vuelve la atracción de esa pequeña descarga de dopamina y acabas publicando otra imagen. Este ciclo puede convertirse en una obsesión patológica, y si te descubres revisando tus “me gusta” cada pocos minutos, no resulta extraño que el proceso afecte profundamente a tu estado mental.
Una amplia base de investigaciones ha demostrado que cuanto más baja es tu autoestima de partida, mayor es el impacto negativo que puede tener la falta de respuesta en redes sociales; es decir, quienes más necesitan validación son también quienes peor toleran los efectos de recibir poca atención.
Preocupa además que, según un artículo publicado en 2018 por el diario canadiense The Globe & Mail, las plataformas estén aprovechando nuestro deseo de validación para mantenernos enganchados, reteniendo deliberadamente los “me gusta” con el fin de que sigamos consultando nuestras cuentas. Citando a Matt Mayberry, empleado de una empresa emergente californiana llamada Dopamine Labs, el artículo afirma: “Es bien sabido en el sector que Instagram explota esta necesidad al retener estratégicamente los ‘me gusta’ de determinados usuarios. Si la aplicación de intercambio de fotos considera que necesitas usar el servicio con más frecuencia, te mostrará solo una parte de los ‘me gusta’ que has recibido en una publicación, esperando que te sientas decepcionado y vuelvas a comprobarlo al cabo de un minuto o dos”.
Como respuesta, Mike Krieger, director de tecnología de Instagram, utilizó Twitter para negar que existiera la intención de retener los “me gusta”, aunque admitió que podía haber un retraso en la replicación y que la plataforma intenta “encontrar un equilibrio entre ser oportuna y no enviar demasiadas notificaciones”. La idea de que nuestras aplicaciones de redes sociales puedan aprovechar de manera tan calculada nuestras debilidades humanas resulta, obviamente, repugnante; pero no debemos olvidar que se trata de un negocio, y cuanto más nos conectamos, más se benefician ellas. En última instancia, es interés de todas las plataformas que nos sintamos así.
Separar nuestro sentido de valía personal de los números es uno de los pasos más importantes para moderar el impacto que las redes sociales pueden tener en nuestras vidas, pero es mucho más difícil de lo que parece. Por supuesto, uno puede optar por una desconexión total, eliminar sus cuentas o tomarse un descanso (algo que, según un estudio de 2015, aumenta la satisfacción vital), pero para muchos no es una solución práctica. Las redes sociales pueden formar parte de nuestro trabajo, o podemos necesitar mantenernos conectados o conservar una presencia digital para seguir siendo relevantes por motivos profesionales, como las redes de contactos. A menos que el uso de las redes te esté provocando ansiedad, depresión o infelicidad constantes, hay sin duda un momento y un contexto apropiado para ellas, y muchos aspectos positivos que aprovechar. Se trata simplemente de saber controlar el tiempo que les dedicamos y de asegurarnos de estar en el estado mental adecuado, dos cosas de las que, por lo general, somos completamente inconscientes mientras abrimos las aplicaciones y nos preparamos para deslizar el dedo.
¿Real o falso? Y por qué importa
En los primeros tiempos de Internet existía una creencia utópica: cualquiera podía ser quien quisiera ser en línea. Se pensaba que ese espacio sería ajeno al género, libre de prejuicios raciales, y que ofrecería a cada individuo la posibilidad de presentarse exactamente como deseara, sin los juicios automáticos que los demás proyectan sobre nosotros —desde el acento hasta la complexión física— y que condicionan nuestras identidades en la vida real. “En Internet, nadie sabe que eres un perro” es una frase tomada de una viñeta publicada en The New Yorker en 1993 por Paul Steiner, en la que dos perros expertos en informática conversan frente a un ordenador. La idea era que Internet era un terreno de anonimato donde las personas estaban liberadas para redefinir quiénes eran ante el mundo. Por supuesto, hoy las mayores estrellas de las redes sociales tienen sus propias cuentas, y el perfil @DogsOfInstagram cuenta con más de cuatro millones de seguidores. Aun así, nuestra comprensión de la identidad en el espacio digital ha cambiado por completo.
Con el paso del tiempo, el anonimato en la red ha terminado asociándose más con la actividad ilegal. Y las investigaciones han demostrado que los prejuicios del mundo real se trasladaron de inmediato a Internet. Por ejemplo, se presume automáticamente que los médicos son hombres blancos, y se emiten juicios basados únicamente en los nombres —aunque no haya imágenes— para determinar raza, clase o estatus social. Si bien Internet ha contribuido a conectar comunidades de todo tipo, no ha eliminado los prejuicios contra las personas no blancas ni contra las sexualidades no heterosexuales, ni ha evitado que las distintas religiones se juzguen entre sí; de hecho, no cabe duda de que la red ha facilitado y amplificado los discursos de odio tanto contra comunidades mayoritarias como marginadas, además de ofrecer un espacio de difusión para los extremismos.
Sin embargo, una parte de aquel concepto de autoinvención sigue moldeando nuestra manera de entender el mundo en línea. Estirar la verdad forma parte inherente de la experiencia digital. Basta pensar en las fotos de perfil o en las edades declaradas en las páginas de citas. Un estudio de 2008 reveló que el 81% de los usuarios de esos sitios mentía o se presentaba de manera inexacta en algún aspecto, aunque fuera menor. No todo el mundo en Internet practica el catfishing (crear una identidad falsa para hacerse pasar por otra persona completamente distinta), pero tampoco somos muchos los que decimos siempre la verdad. Sin las señales no verbales en las que confiamos para saber si alguien miente en la vida real, resulta demasiado fácil ser engañados.
Y lo somos con frecuencia. El escapismo es una pulsión completamente comprensible, y las redes sociales pueden ofrecer un espacio donde expresar y explorar identidades fantásticas. Sin embargo, no hemos desarrollado un entendimiento colectivo de que muchas de las imágenes y textos que conforman los perfiles son, en el mejor de los casos, representaciones distorsionadas de la realidad y, en el peor, mentiras descaradas. De algún modo, hemos relegado nuestro escepticismo a un segundo plano: parecemos dispuestos a suspender la incredulidad. Mostrar solo el lado bonito de nuestras vidas, sin mencionar los aspectos menos fotogénicos o la rutina diaria, no es “vivir en la verdad”. Nada de eso es ilegal, y resulta perfectamente comprensible dentro del contexto de los pequeños juegos de autoengaño en los que todos participamos en la red.
Pero incluso los pequeños retoques que aplicamos a nuestras realidades están deformando nuestra percepción de lo que es normal y haciendo que cientos de miles de personas se sientan decepcionadas con la realidad de sus propias vidas. En la era de las noticias falsas, el hecho de que tantas personas vivan vidas “falsas”, posen con zapatos de marca falsos y publiquen selfis con la etiqueta #IWokeUpLikeThis después de maquillarse por completo, quizá no sorprenda a nadie. Pero lo cierto es que todo ello ejerce una enorme influencia en nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos.
Para empezar, es importante reconocer que la forma en que nos presentamos en línea puede tener un impacto decisivo en nuestro éxito en la vida. Según una encuesta de CareerBuilder realizada en 2017, el 70% de los empleadores utiliza las redes sociales para evaluar a los candidatos antes de contratarlos, y tres de cada diez departamentos de recursos humanos cuentan con un empleado dedicado exclusivamente a la búsqueda de talento en línea. El estudio mostraba que una imagen positiva en Internet no solo era ventajosa a la hora de conseguir un empleo, sino que más de la mitad de las empresas no contrataría a un candidato que no tuviera una cuenta en redes sociales. Desde publicaciones excesivas hasta fotos provocativas o inadecuadas, hay una serie de factores evidentes que pueden resultar disuasorios para los empleadores. Pero el hecho de que hoy sea prácticamente un requisito construir una determinada imagen digital como parte de tu currículum resulta especialmente significativo.
Además, el proceso no termina cuando firmas el contrato: más de la mitad de los jefes afirma que supervisa las cuentas digitales de sus empleados, por lo que hablar abiertamente en línea sobre problemas de salud mental, dificultades familiares o conflictos de pareja entraña riesgos evidentes. Básicamente, es muy probable que tu jefe, presente o futuro, lo lea, así que conviene pensarlo dos veces antes de publicar cualquier cosa. Los juicios sobre lo que constituye una “imagen positiva” son, por supuesto, subjetivos, pero desde una perspectiva profesional resulta mucho más “seguro” mantener un tono optimista, eliminar las arrugas de la vida y hacer que todo parezca fabuloso. La triste verdad es que no existe una vida “personal” en las redes sociales: incluso si tus publicaciones son privadas, algo puede escapar al control. Todo lo que compartes en el espacio digital puede tener consecuencias en tu éxito y tu reputación profesionales.
Por otro lado, existe una ruidosa “policía de la autenticidad” dispuesta a lanzarse de inmediato sobre cualquier apariencia de falsedad. Denunciar y avergonzar públicamente a otros en redes sociales se ha convertido en una nueva forma de entretenimiento, con seguidores que señalan y critican a individuos con audiencias tanto grandes como pequeñas.
La revista The New Statesman documentó el caso de una bloguera de belleza acusada de manipular con Photoshop sus fotos para eliminar las multitudes de lugares turísticos emblemáticos, creando composiciones a partir de dos imágenes distintas y haciéndolas pasar por auténticas. Dado que la bloguera obtenía ingresos de esas imágenes manipuladas a través de publicaciones patrocinadas, muchos de sus seguidores sintieron que había perdido su integridad. Como señalaba la autora del artículo, Amelia Tait: “Aunque un atardecer retocado digitalmente no sea tan dañino como las ‘noticias falsas’ difundidas durante y después de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, sigue siendo un aspecto preocupante de la erosión de la autenticidad en línea”.
En mi opinión personal, gran parte del malestar mostrado por la comunidad digital no fue mucho más que acoso: señalar a una sola bloguera cuando hay literalmente cientos de miles de personas haciendo exactamente lo mismo parece claramente injusto. Sin embargo, Tait tiene razón en algo esencial. La capacidad de las redes sociales para distorsionar la verdad de una manera que hemos aceptado e interiorizado se ha infiltrado en todos los ámbitos de la vida, incluidas nuestras ideas, nuestras decisiones y nuestros votos. No se trata de algo privado o personal: es una actitud política que puede influir en la manera en que percibimos tanto las estructuras superficiales como las esenciales de nuestra sociedad. Resulta un tanto hipócrita o incoherente ser anti-Trump y denunciar las manipulaciones del gobierno si, al mismo tiempo, uno presenta públicamente una versión distorsionada de su propia vida.
¿No somos todos cómplices?
Entonces, ¿qué edito de mi vida en línea? Pues bien, sin duda intento que mis fotos se vean “más bonitas” ajustando el balance de luz en la gran mayoría de las imágenes que publico en redes sociales; cuando haces fotos en Londres, durante seis meses al año trabajas prácticamente en condiciones de poca o ninguna luz. También he aumentado la saturación de los colores y añadido filtros para que las imágenes parezcan más alegres (los días grises y lluviosos son otro de los encantos londinenses). No soy una gran fan de los selfis, pero si lo fuera no dudaría en eliminar un enorme grano; aunque, personalmente, no tocaría mis arrugas (esa piel plástica, sin poros y suavizada me resulta inquietante), ni mis dientes torcidos ni ninguno de mis rasgos, porque me daría vergüenza no parecerme a mí misma cuando la gente me ve en persona.
En otros aspectos, soy una bruja eliminando elementos del fondo de mis fotos: los cables, las colillas y los cubos de basura verdes son mis mayores manías, y los he borrado con Photoshop de muchas de mis imágenes. También sé muy bien cómo lograr una toma favorecedora y suelo elegir la foto en la que parezco más alta y delgada (mido 1,60 metros). No me obsesiona el aspecto de mi cara (aunque eso no significa que no note los defectos), pero no publicaría una foto que me hiciera parecer baja o desproporcionada.
La suma de todo esto es que mis fotos son probablemente un 90% reales y un 10% “falsas”, pero sin duda un 100% la mejor versión de mí misma. Como mujer formada, feminista y consciente del impacto que mis acciones pueden tener en los demás, vale la pena preguntarme por qué siempre quiero proyectar imágenes “aceptables” de mí. Más allá de la respuesta obvia —la vanidad; no enmarcaría una foto poco favorecedora para ponerla sobre la repisa de mi casa, así que ¿por qué habría de hacerlo en Internet?—, la explicación es una mezcla de varios motivos.
En primer lugar, si publicara imágenes completamente sin filtro, sin corregir la luz, tomadas en una sola toma en lugar de entre las cincuenta que suelo seleccionar, probablemente no habría conseguido la misma audiencia en redes sociales. Las fotos habrían parecido grises, deprimentes y carentes de inspiración. Como dirijo un negocio que valora el número de seguidores, me importa que las imágenes resulten atractivas. En segundo lugar, no creo que sea necesario volver a discutir si una feminista puede llevar pintalabios y zapatos caros y seguir creyendo en la igualdad salarial, de trato y de oportunidades. He trabajado como editora de moda; sé bien el poder y la seguridad que puede darte una ropa con personalidad, y no me avergüenza en absoluto mostrarlo. Cuidar mi aspecto es, en gran medida, una cuestión de respeto hacia mí misma y de inversión personal. Las fotos en las que aparezco arreglada y bien vestida me producen una sensación de orgullo, mientras que una imagen mía con un chándal desaliñado y el pelo sin lavar me haría sentir justo lo contrario. Sentirse bien al verse bien es agradable, y disfruto con el teatro de componer un conjunto impecable, incluso si estoy sola en casa. Por último, existe también el derecho a la licencia artística. La creatividad que hay en crear una imagen bonita, con ropa interesante y un maquillaje cuidado, es, sin duda, una forma de autoexpresión.
El único ámbito con el que sigo luchando es la forma en que decido proyectar mi propia imagen corporal. Mi inclinación a escoger solo las fotos en las que me veo más delgada es, sin duda, un producto del condicionamiento social y de creencias muy arraigadas sobre qué es lo que hace que algo o alguien sea bello. Tratar de dejar atrás esas fijaciones es una batalla cuesta arriba, un desafío que no sé si llegaré a superar. Tal vez no, pero sin duda es un proceso en marcha.
Por supuesto, podría decirse con toda razón que lo que hago, incluso a este nivel tan leve de manipulación de la imagen, contribuye a avivar esas llamas engañosas. Si las herramientas están disponibles en las plataformas que elegimos —los filtros integrados de Snapchat pueden hacer que esta mujer de 34 años parezca literalmente de 12—, ¿al usarlas estamos siendo parte del problema? En última instancia, si las fotos se ven mejor que nosotros en la vida real, no podemos afirmar que no somos cómplices en la creación de esos estándares irreales que tanto dañan la forma en que las mujeres se perciben a sí mismas.
Caminar por la cuerda floja de las redes sociales
Entonces, ¿cómo encontrar el punto medio entre mostrarse de una forma que no perjudique tus oportunidades y, al mismo tiempo, mantenerse alejado de los aspectos más oscuros del engaño digital? ¿Dónde está esa línea? Si un filtro o una iluminación mejorada son aceptables, ¿por qué no lo sería añadir un bonito atardecer en la ventana? ¿Deberían las imágenes retocadas llevar una advertencia? ¿O se trata, más bien, de aprender a dudar de todo lo que vemos? Todos podemos estar de acuerdo en que las tergiversaciones completas de quién eres, cómo vives o cómo te ves no benefician a nadie. Aunque es posible falsificar tu casa, tu trabajo, tu vida social y hasta tus amigos en las redes, hacerlo no solo eleva el listón para los demás, sino que además te lleva a creer que tu vida real no es lo bastante buena.
Sin embargo, seamos realistas: la mayoría de la gente no va a empezar voluntariamente a publicar fotos en las que se vea mal. Aunque existe un movimiento cada vez más visible en las redes en defensa de la “belleza real”, con mujeres que se rebelan cada día contra la uniformidad estética y con comunidades en crecimiento que, por motivos políticos o artísticos, se niegan rotundamente a retocar sus imágenes, aún están lejos de ser mayoría. Recomendar una honestidad total en redes sociales caerá, en gran parte, en saco roto, porque nuestras sociedades capitalistas siguen idolatrando la juventud, la delgadez y el éxito económico, y escapar de ese condicionamiento es enormemente difícil.
Aun así, debe existir un punto intermedio al que todos podamos aspirar, un equilibrio entre seguir reconociéndonos a nosotros mismos y nuestras vidas, y no caer en una sucesión infinita de cielos grises, granos enormes y cubos de basura verdes. ¿Y no deberían las propias empresas de redes sociales, que fueron las que crearon los filtros en primer lugar, participar en la búsqueda de esa solución, en lugar de seguir alimentando a las mentes jóvenes e influenciables con más y más herramientas de falsificación masiva, perfección masiva e idealismo clonado?
Cómo ir hacia un futuro mejor
Las redes sociales han llegado para quedarse, igual que nuestros teléfonos, y aunque el “desconectarse” durante un tiempo está ganando popularidad, para la mayoría se trata más bien de consumir con conciencia y atención, en lugar de entregarse sin pensar a los atracones digitales a los que muchos nos hemos acostumbrado.
La era digital ha sido la artífice de una crisis particular de autoestima entre las mujeres. Todo parece más luminoso a través del filtro de las redes sociales, y las plataformas a las que estamos pegadas han sido cuidadosamente diseñadas para apelar a nuestro deseo natural de ser aceptadas, admiradas y queridas. Pero los mundos que estamos creando y consumiendo no siempre responden a nuestros intereses, y nuestra adicción a ellos nos ha hecho perder la capacidad de darnos cuenta de ello. Las aplicaciones son demasiado entretenidas, demasiado estimulantes y demasiado absorbentes para que percibamos lo que nos están haciendo. La tendencia a compararse y desesperarse, la aceptación de la falta de autenticidad y la forma en que el contenido que compartimos moldea nuestra vida real son solo algunas de las maneras en que las redes sociales están redefiniendo lo que significa ser mujer en el siglo XXI. Pero, en realidad, eso no es más que la punta del iceberg.
* Sobre la autora:
Katherine Ormerod (Reino Unido, 1980) es periodista y autora especializada en cultura digital y género. Exeditora de Grazia y colaboradora de The Sunday Times Style y Harper’s Bazaar, es autora del ensayo Why Social Media Is Ruining Your Life (2018), donde analiza el impacto de las redes sociales en la identidad y la autoestima contemporáneas.
* Imagen: De la serie “Under the Skin”, de John Yuyi.
* Fuente: Capítulo “Introduction”, del libro Why Social Media Is Ruining Your Life, de Katherine Ormerod. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.










