Pornografía, sexo digital y sexbots

Internet y, en general, los medios digitales están inundados de pornografía de todos los estilos y géneros imaginables. La difusión creciente de los medios digitales conectados a Internet significa que prácticamente cualquier persona que lo desee puede consumir, producir y distribuir con facilidad materiales sexualmente explícitos (“sexually explicit materials”, SEMs, por sus siglas en inglés), para usar un término éticamente más neutro. 

Al mismo tiempo, las complejas interrelaciones entre los medios digitales y las demás esferas de nuestras vidas hacen que la pornografía, sea cual sea la definición que adoptemos, esté completamente imbricada en las sociedades contemporáneas. 

Estas complejas interrelaciones se han intensificado todavía más con las tecnologías y los canales de comunicación basados en la Web —sobre todo, los sitios de redes sociales (SNS), los microblogs (por ejemplo, las actualizaciones de estado en Facebook y Twitter) y los sitios de “produsage” como YouTube y, cada vez más, la Dark Web (Gehl 2016). 

Todo ello se combina con el acceso a Internet, hoy predominante, a través de dispositivos móviles: cualquiera que tenga un smartphone puede registrar con facilidad imágenes fijas y vídeos y subirlos después para que los vea todo el mundo conectado a Internet, que actualmente abarca casi dos tercios de la población del planeta.

Estas facilidades y capacidades prolongan y, al mismo tiempo, amplían de manera espectacular formas anteriores de pornografía amateur, por ejemplo, y a la vez permiten nuevas formas de SEMs como el Netporn, que difumina las “fronteras entre productores y consumidores de porno” y supone nada menos “que una redefinición de la pornografía como objeto cultural en términos de estética, política, economía de los medios, tecnología y deseo” (Paasonen 2010, 1298). 

Esa redefinición se da, en particular, en el subgénero de la alt porn, definido en parte por “su exhibición de estilos subculturales no estándar, rasgos comunitarios y posibilidades de interacción” (ibid., 1299).

Del mismo modo, el creciente acceso a Internet a través de dispositivos móviles —es decir, dispositivos que pueden (y de hecho suelen) acompañarnos casi a todas partes— complica de forma extraordinaria los contextos de consumo y producción de SEMs. Así, por ejemplo, una de las principales estudiosas y autoridades en estos ámbitos, Feona Attwood (2018), muestra con gran detalle cómo las complejas interacciones entre sexualidad, género, identidad(es) sexual(es) y representación, en relación con nuestras tecnologías en rápida transformación y difusión durante los últimos veinte años aproximadamente, han dado lugar, en primer lugar, a una difusión paralela de todo lo sexual —incluidas formas y expresiones cada vez más diversas— hacia esferas cada vez más públicas. 

Sobre el trasfondo de este espectro cada vez más amplio de identidades y prácticas sexuales, de género, etc., entretejidas con los medios, nuestro foco en la pornografía no representa más que un hilo entre muchos en estos campos. 

Al mismo tiempo, como pone de relieve el libro de Attwood, el estudio serio de la pornografía ha salido del armario académico en los últimos años. Por ejemplo, la revista Porn Studies se publica desde 2014.

Estos desarrollos recientes —es decir, la expansión de formas y expresiones de la sexualidad entrelazadas con un número cada vez mayor de espacios de comunicación, a su vez cada vez más imbricados en nuestras vidas, junto con un cuerpo de literatura de investigación que crece de manera espectacular— complican profundamente nuestro modo de abordar la pornografía y las SEMs. 

En primer lugar, la creciente difusión y presencia de “medios sexuales” a lo largo y ancho de nuestros mundos de la vida[1] ha hecho todavía más complejas las dificultades para definir qué cuenta como pornografía —es decir, material sexualmente explícito potencialmente problemático para al menos algunos públicos y grupos de edad. 

El mero hecho de tratar (de forma relativamente) explícita el sexo y la sexualidad difícilmente basta ya para que algo cuente como tal, al menos en muchas de las sociedades occidentales cada vez más secularizadas. 

En segundo lugar, la investigación sobre la pornografía también se vuelve mucho más sofisticada y detallada. Para empezar, tanto los enfoques utilitaristas como los deontológicos que defienden restricciones a la pornografía dependen muy a menudo de la afirmación de que estos materiales implican daños importantes (y por tanto “unidades de utilidad” negativas), como un aumento de la agresión sexual hacia niños, chicas y/o mujeres. 

Sin embargo, como ocurre también con los intentos de restringir la violencia en los videojuegos, este tipo de afirmaciones sobre los “efectos” son intrínsecamente difíciles de establecer empíricamente: más allá del problema estándar de que la correlación entre consumo de porno o de juegos y mayores niveles de agresión (sexual), por ejemplo, no prueba la causalidad; quienes investigan empíricamente se enfrentan a entornos en constante cambio, cada vez más saturados de representaciones sexuales de muy diversos tipos: poder aislar el consumo de porno como una sola variable que conduzca a una mayor agresión se hace, en efecto, cada vez más difícil (Nash et al. 2015).

En tercer lugar, esta mediatización del sexo y la sexualidad se cruza con patrones más amplios de mediatización, entendida como las diversas formas en que usamos los medios digitales (y analógicos) para representarnos a nosotros mismos y nuestras vidas, tanto ante nosotros mismos como ante los demás: de nuevo, a medida que los medios digitales siguen difundidos en todos los rincones y repliegues de nuestra vida, cada vez más experiencias las vivimos a través de y con esos medios. 

El pocketfilm Porte de Choisy, por ejemplo, que por lo demás vulnera nociones previas sobre la intimidad del dormitorio y el cuarto de baño, puede entenderse como una simple extensión de nuestra creciente capacidad de registrarnos y presentarnos mediante tecnologías digitales (Verrier 2007). 

Volver a presentarnos a través de los artefactos resultantes —ya sea en forma de blog textual, álbum fotográfico en línea o vídeo casero— es una forma de comunicarnos entre nosotros más enriquecida, más placentera porque es rápida, cómoda, implica más de nuestros sentidos comunicativos (oído y vista, no solo la lectura) y es accesible globalmente. 

En esta misma línea, diversas formas de sexting —el envío de imágenes sexualmente sugerentes o directamente explícitas (por ejemplo, dickpics)— se han generalizado. Y no solo entre jóvenes, cuyo uso de redes sociales como Snapchat e Instagram en estas direcciones puede suscitar una preocupación considerable y/o dar pie a un nuevo “pánico moral”. 

Además, el hombre más rico del mundo, Jeff Bezos (fundador de Amazon), se vio recientemente envuelto en una pugna de poder con un conglomerado mediático estadounidense a raíz de la publicación, por parte de este último, de los mensajes de texto e imágenes íntimos de Bezos. En Bezos vs. American Media pueden estar en juego imperios empresariales y mediáticos y, quizá, nada menos fundamental que la libertad de expresión.

Asimismo, como sostiene Anna Reading (y otros), en la medida en que somos nosotros quienes asumimos y dirigimos estas producciones mediáticas, (re)cobramos agencia y control sobre nuestras autorrepresentaciones mediáticas (2009). 

Esta autorrevelación mediatizada puede vivirse como una forma de empoderamiento y liberación en una era de vigilancia. 

En parte, lo mismo cabe decir respecto de la sexualidad y el género: uno de los argumentos más sólidos en favor de las SEMs en línea y de su producción amateur es precisamente que permiten a las personas explorar sexualidades por lo demás marginadas (incluidas LGTBQ+, es decir, lesbiana, gay, transgénero, bisexual y/o queer) y preferencias sexuales (por ejemplo, bondage, disciplina, dominación, sumisión, sadismo y/o masoquismo —abreviado como S&M— [Thorn y Dibbell 2012]) y, de este modo, determinar por sí mismas sus propias identidades y preferencias sexuales. 

La pornografía puede así ponerse al servicio nada menos que de los valores (altamente) modernos de emancipación, autonomía, agencia e igualdad (cf. Bromseth y Sundén 2011). 

Ahora bien, esta línea argumental contradice directamente las objeciones éticas a la pornografía y a las SEMs en cuanto que objetifican a mujeres y niños (y, en algunos casos, a hombres): al alentarnos a ver a mujeres, niños y/o hombres como “simple carne”, esa objetificación oscurece, cuando no elimina, su agencia y autonomía (Adams 1996). Y sin agencia ni autonomía no hay “persona” ahí a la que emancipar o considerar como igual.

Por último, las perspectivas interculturales complican aún más todo esto. 

Como era de esperar, los juicios y actitudes respecto a los cuerpos y la sexualidad varían de forma radical de una cultura a otra. Así, por ejemplo, al menos a principios de este siglo, materiales que solo insinúan el sexo, como los concursos de belleza, contaban como pornografía en la India (Ghosh 2006); en Indonesia, el término está ligado a leyes que regulan la vestimenta y el comportamiento de las mujeres, incluidas las muestras públicas de afecto (Lim 2006, ambas referencias en Paasonen et al. 2007, 16). 

En contraste, en 1969 Dinamarca fue la primera nación occidental en legalizar la pornografía (Time1969), y no por casualidad. En Dinamarca, y en Escandinavia en general, el cuerpo y la sexualidad —incluida la sexualidad de niños y adolescentes— se consideran en gran medida como aspectos simplemente positivos de la naturaleza y la experiencia humanas. 

Especialmente en Dinamarca, la pornografía se percibe en menor medida como un posible problema, sobre todo para la gente joven (Haddon y Stald 2009). 

Históricamente, en los países europeos en general, los niños se preocupaban más por el problema del ciberacoso que por la exposición no deseada a SEMs (Livingstone et al. 2011: 25). 

Aunque los datos más recientes de las encuestas EU Kids Online aún no se han analizado y publicado por completo, uno de los hallazgos más llamativos en Noruega es que, si bien las conductas de sextinghan aumentado (por ejemplo, entre jóvenes de 15 a 17 años, que declaran los niveles más altos: 49% de los chicos, 36% de las chicas), junto con la exposición a sitios pro anorexia, de autolesión, de suicidio, etc., el acceso a sitios de pornografía como tales ha disminuido algo: del 46% de los menores de entre 9 y 17 años en 2010 al 40% en 2018 (Staksrud y Ólafsson 2019).[2]

En estos contextos, ¿qué cuenta como pornografía?

Por ejemplo, un cuadro de Jeff Koons de sí mismo y de su esposa, la ex estrella del porno Cicciolina, lleva el delicado título Ice – Jeff on Top Pulling Out [Hielo – Jeff encima, retirándose]; como representa genitales, la imagen sería, desde luego, imposible de publicar en la prensa estadounidense. Pero apareció sin mayores problemas en el diario danés Politiken, un periódico completamente serio, como parte de un artículo sobre una exposición dedicada a eros en el Museo de Arte de Aarhus (Hornung 2010). 

Además, en lo que algunos han denominado una era posfeminista (es decir, una época en la que la igualdad de género se ha logrado —supuestamente— en gran medida y, por tanto, el trabajo feminista hacia esa igualdad ya no sería necesario), fenómenos prominentes como la campaña “#freethenipple” explotan tácticas como la exhibición pública de los pechos de las mujeres como forma de protesta contra “la sexualización del pecho”: se trata de parte de un esfuerzo más amplio contra el patriarcado, definido como “la fuente que arrebata a las mujeres su poder de elegir, las devalúa a ellas y su capacidad de ser ellas mismas y de disfrutar de sus cuerpos” (Rúdólfsdóttir y Jóhannsdóttir 2018, 134, 142). 

En algunos casos, las mujeres que protestan reproducen de forma casi perfecta los tópicos de la pornografía (por ejemplo, aparentando practicar sexo oral con consoladores, como hicieron algunas integrantes del movimiento FEMEN en una protesta durante una cumbre del G7), precisamente en nombre de la capacidad de elección y la emancipación de las mujeres. Sin embargo, le resultará difícil encontrar crónicas, y más aún imágenes, sobre estas mujeres en la prensa de referencia (por ejemplo, The GuardianThe New York Times, etc.), del mismo modo que tampoco esperaríamos que publicaran el cuadro de Jeff Koons.

Una dificultad particular aquí es que, en comparación con Europa —y especialmente con Escandinavia—, las actitudes y juicios sobre los cuerpos, la sexualidad y, por tanto, la pornografía en Estados Unidos son considerablemente más restrictivos. Ello se debe sobre todo a actitudes y convicciones religiosas históricas y contemporáneas. 

En 2015, aproximadamente el 70% de la ciudadanía estadounidense se describía a sí misma como cristiana (Pew Research Center 2015). Los católicos romanos y los cristianos evangélicos constituyen los grupos más numerosos (c. 45%), tradiciones que, tal como han sido configuradas por Agustín y su doctrina del pecado original, identifican a las mujeres y la sexualidad como problemas éticos principales (por decirlo suavemente).[3]

Estas personas son libres de creer lo que quieran. Pero la dificultad para “el resto de nosotros” es que, como ocurre con otras cuestiones relativas a internet y lo digital, buena parte del debate sobre pornografía y medios digitales surgió y estuvo dominado, en gran medida, por voces tanto populares como académicas radicadas en Estados Unidos (Paasonen 2011, 427). 

Además, todas las grandes plataformas y espacios de comunicación a través de los cuales discurren nuestras vidas digitales —y, con ellas, las SEMs— pertenecen a corporaciones con sede en Estados Unidos: Amazon, Google, Facebook, Apple y Microsoft. Estas empresas han tardado mucho (por decirlo suavemente) en reconocer que sus concepciones estadounidenses de la sexualidad y de lo que cuenta como pornografía no son universales. El resultado es una “censura corporativa” de materiales que, en términos generales, no se consideran “pornografía”, como ejemplifica el caso de la censura por parte de Facebook de la icónica fotografía de la “niña del napalm”, Kim Phúc, de 9 años, corriendo desnuda, aterrorizada y dolorida tras el bombardeo con napalm de su aldea vietnamita (Levin, Wong y Harding 2016). 

Las cuestiones relativas a la pornografía están, por tanto, profundamente entrelazadas no solo con factores culturales, sino también con cuestiones éticas y políticas de libertad de expresión, a su vez complicadas por los problemas nacionales e internacionales del poder, la política y la dominación corporativa: lo que Dal Yong Jin ha denominado acertadamente “imperialismo de las plataformas” (2015).

Esto no significa que una perspectiva académica o corporativa estadounidense sea automáticamente sospechosa: significa que esas perspectivas —como las de cualquier otro ámbito cultural— tienden de forma marcada a estar configuradas por un conjunto específico de trasfondos culturales. 

La primera tarea es tomar conciencia de esos trasfondos —y de cómo varían entre tradiciones europeas, escandinavas, asiáticas, africanas, indígenas y otras— para evitar que una determinada visión se imponga inadvertidamente y, al mismo tiempo, para aumentar nuestra conciencia del papel que desempeñan nuestros propios contextos culturales en la formación de nuestros juicios y actitudes.



Pornografía: más debates y análisis éticos

Tres grandes dificultades en torno a la pornografía y la ética subrayan la advertencia de Susanna Paasonen: “La profusión de pornografías disponibles en línea garantiza que prácticamente cualquier postura sobre el porno pueda respaldarse con múltiples ejemplos que apoyen el propio argumento” (2011, 432). 

Dicho de otra manera, la explosión, aún más reciente, de formas y géneros diversos de SEMs en línea (y fuera de línea: Attwood 2018) hace difícil avanzar en cualquier tipo de análisis y argumentación ética sin definir antes un foco: es decir, ¿qué forma(s) (relativamente) específica(s) de pornografía tenemos en mente?

Una amplia encuesta en el Reino Unido mostró que el mayor número tanto de mujeres como de hombres visita principalmente los llamados tube sites: es decir, los equivalentes pornográficos de YouTube, como porntube.com. Más recientemente, uno de estos sitios, Pornhub, ha proporcionado una gran cantidad de estadísticas sobre sus visitantes. 

Teniendo en cuenta la fuente, la importancia y la calidad de estas cifras deben tomarse con muchas reservas. Con todo, esas estadísticas refuerzan la descripción de Attwood sobre la creciente diversidad de la sexualidad y los medios. Al mismo tiempo, no falta una amplia variedad de SEMs diseñados principalmente para excitar a varones heterosexuales, centrando la atención en las mujeres como blanco y a la vez como agentes activos del placer sexual masculino. 

Tomando este último género de pornografía como punto de partida, pasamos ahora a tres análisis y argumentos diferentes que deberían servir tanto en sí mismos como ejemplos y modelos para abordar otros SEMs mediatizados, así como en las secciones siguientes sobre robots y videojuegos.



Pornografía en línea: un análisis utilitarista

Al menos en el mundo anglófono, los enfoques de la pornografía en línea suelen seguir líneas de argumentación utilitaristas. Los liberales clásicos, empezando por John Stuart Mill, defienden la libertad de expresión y se oponen a la censura por motivos claramente utilitaristas. 

En primer lugar, se sostiene que la libertad de expresión conduce a consecuencias positivas como la felicidad individual y una sociedad floreciente. Por el contrario, se rechaza la censura por sus numerosas consecuencias negativas, incluida la supresión involuntaria de posibles granos de verdad en una tesis o punto de vista por lo demás cuestionable (Warburton 2009, 22–31). (Como señala Warburton, los argumentos de Mill se dirigen a la libertad de expresión y a la libertad de palabra. Para que la pornografía pueda defenderse sobre esa base, antes hay que demostrar que cuenta como discurso o expresión. Para argumentos a favor y en contra, véase ibid., 60–64).

Podemos añadir a estas consideraciones las objeciones neoliberales habituales a las propuestas de regulación de internet, por considerarlas demasiado costosas: se entiende que imponen costes e inconvenientes innecesarios a los gobiernos, a las empresas responsables de mantener la infraestructura de internet y a los usuarios/consumidores. 

Por otro lado, las críticas a la pornografía sostienen que la producción y el consumo de ese tipo de materiales son perjudiciales para las mujeres, así como para niñas y niños, especialmente dado que el comercio de pornografía infantil aparentemente ha aumentado gracias al mayor acceso a la Dark Web. 

De hecho, pese a todo el debate sobre la dificultad de demostrar la causalidad entre el consumo, por un lado, y las actitudes y acciones, por otro, un metaanálisis reciente de unos 135 estudios (en inglés) concluye tajantemente:

“Las exposiciones tanto en laboratorio como en la vida cotidiana a estos contenidos [medios sexualizados] se asocian directamente con un abanico de consecuencias, entre ellas mayores niveles de insatisfacción corporal, una mayor auto-cosificación, un mayor respaldo a creencias sexistas y a creencias sexuales adversariales, y una mayor tolerancia hacia la violencia sexual contra las mujeres. Además, la exposición experimental a estos contenidos lleva tanto a mujeres como a hombres a tener una visión más empobrecida de la competencia, la moralidad y la humanidad de las mujeres”. (Ward 2016, 560)

De nuevo, aunque las afirmaciones sobre conexiones causales deben verse con cautela, el resultado es un sencillo cálculo utilitarista: ¿los posibles costes y demás consecuencias negativas de ciertos tipos de restricciones al consumo de pornografía superan los posibles beneficios de dichas restricciones, es decir, la reducción de daños evitables para las mujeres?

Parte de nuestra respuesta depende, ante todo, de determinar cuáles serían exactamente esos posibles costes; en términos utilitaristas, cuántas unidades de utilidad negativas generaría cualquier intento de censura o regulación. Esto dependería, a su vez, de qué tipo de medidas tengamos en mente. Por ejemplo, el Reino Unido ha implantado un sistema de filtrado de SEM denominado “active choice-plus”. En este sistema, cuando los clientes se dan de alta en el acceso a Internet, sus proveedores de servicios de Internet (ISP) les plantean la opción de “opt-in” a distintos niveles de acceso a pornografía y a otros materiales potencialmente dañinos. Es decir, la configuración por defecto excluye estos contenidos y obliga a quienes desean acceder a ellos a indicarlo expresamente. 

Como era de esperar, los ISP implicados se quejaron del coste de instalar y mantener tales filtros, así como de los costes asociados al desarrollo de servicios que permitan a los clientes optar por incluirse en el acceso a dichos sitios. Además, para al menos un número de clientes la simple necesidad de dedicar tiempo y esfuerzo a hacer “opt-in” supondrá algunas unidades de utilidad negativas, que se multiplican por la cantidad de usuarios que desearían optar por ese acceso.

Por otro lado, ¿cuántas unidades de utilidad positivas podrían obtenerse con una posible reducción significativa de los daños infligidos a las mujeres? Por ejemplo, entre los impulsos que llevaron al desarrollo del sistema “active choice-plus” están las afirmaciones de la diputada Ann Coffey acerca de un “aumento” de los tocamientos y manoseos sexuales de chicas jóvenes en el Reino Unido: aproximadamente un tercio de las alumnas de sexto curso de bachillerato han sido objetivo de estas conductas. 

Coffey, además, atribuyó directamente ese incremento de la agresión sexual contra chicas jóvenes a la pornografía en Internet, que fomentaría actitudes sexuales “distorsionadas” entre los adolescentes varones (Martin 2012). Entonces, ¿cuántas unidades de utilidad positivas podemos asignar —presumiblemente, un número muy elevado— a las chicas jóvenes que dejarían de sufrir este tipo de agresiones si se establecieran restricciones más estrictas al acceso a la pornografía en Internet?

Este ejemplo pone de relieve tres de las razones cruciales por las que resulta tan difícil aplicar en la práctica un análisis utilitarista de costes y beneficios. La primera pregunta es: ¿hasta qué punto podemos confiar en nuestras predicciones sobre las consecuencias de las posibles decisiones? Es decir, ¿podemos estar seguros de las predicciones a uno y otro lado —tanto de consecuencias muy negativas como muy positivas— de imponer nuevos controles al acceso a SEMs en línea?

En segundo lugar, incluso si pudiéramos predecir esos resultados con cierto grado de certeza, ¿cómo cuantificamos los costes y beneficios más allá de los costes monetarios implicados? Por ejemplo, ¿cuántas unidades de utilidad negativas deberíamos asignar al hecho de que un cliente tenga que dedicar tiempo y esfuerzo a optar por el acceso a contenidos que hoy están disponibles por defecto? ¿Cuántas unidades de utilidad positivas podemos asignar a una reducción prevista de la agresión sexual contra chicas jóvenes? 

Aunque el enfoque utilitarista nos obliga a ponderar las consecuencias negativas y positivas entre sí, parece claro que al menos algunos aspectos de la experiencia humana —incluida la sensación de seguridad frente a agresiones no deseadas e injustificadas— se resisten a una cuantificación sencilla. Por tanto, la ponderación de pros y contras se vuelve muy incierta.

En tercer lugar, recordemos los debates sobre los vínculos causales que se afirma que existen entre el consumo en línea de SEMs y las actitudes agresivas hacia las mujeres. Aunque las pruebas de estos vínculos puedan estar mejor establecidas en investigaciones más recientes, siempre es posible que dentro de 5 o 10 (o 50) años se desarrollen nuevos enfoques experimentales que nos proporcionen evidencias más fiables en un sentido u otro. También es perfectamente posible que apenas se avance más —o que no se avance en absoluto— en esta línea. En resumen: el futuro, y con él nuestro conocimiento futuro, son, por definición, inciertos.

Mientras tanto, sin embargo, tenemos que seguir emitiendo juicios y tomando decisiones. Lo mejor que podemos hacer (por ahora) es juzgar y decidir sobre la base de las mejores evidencias de las que disponemos (por ahora), pero esto nos deja igualmente frente a los dos primeros problemas que acompañan a cualquier enfoque utilitarista: a saber, la incertidumbre a la hora de predecir los resultados y la enorme dificultad de cuantificar esos resultados para poder ponderarlos entre sí en un análisis de costes y beneficios.

Este tipo de limitaciones implica que el utilitarismo no siempre nos lleva muy lejos en nuestros esfuerzos por afrontar problemas morales complejos. Y, precisamente por estas limitaciones, muchos especialistas en ética sostienen que debemos ampliar nuestros marcos de toma de decisiones éticas para incluir la deontología y, a menudo, la ética de la virtud. Este giro queda ejemplificado en el siguiente análisis.



“Sexo completo”: una perspectiva feminista/fenomenológica

En su artículo “Better Sex” (1975), Sara Ruddick desarrolla un análisis fenomenológico minucioso de las experiencias sexuales. (Los análisis fenomenológicos se basan en una atención cuidadosamente disciplinada a la experiencia humana, entendida ante todo como experiencia de seres corporizados). 

Su planteamiento ofrece una descripción mucho más rica de las experiencias sexuales humanas que aquellas que conciben el sexo y la sexualidad como algo que implica únicamente cuerpos.

Estos últimos enfoques proceden al menos de dos fuentes. La primera es una forma de dualismo —sea religioso o filosófico— que traza una separación tajante entre la persona, concebida como alma o agente mental, por un lado, y su cuerpo, incluida su sexualidad, por otro. 

Estos dualismos han predominado en las tradiciones occidentales, como mínimo desde la época de Agustín, y se prolongan en el pensamiento filosófico moderno en la obra profundamente influyente de René Descartes ([1637] 1972). 

A partir de la novela Neuromancer, de William Gibson, que inventó el término “ciberespacio” y lo definió en oposición al mundo de la “carne”, estos dualismos se impusieron en las interpretaciones de los años ochenta y noventa sobre el “ciberespacio” y los mundos virtuales como radicalmente distintos de nuestros mundos más ordinarios, desconectados (offline) (1984, 6; capítulo 4, p. 146). 

La segunda fuente es el materialismo simple, que sostiene que los seres humanos son plenamente reducibles al funcionamiento de sus cuerpos puramente materiales, tal como lo describen y predicen las distintas leyes naturales de la bioquímica, la neurología, la física elemental y así sucesivamente. 

Según esta perspectiva, no existe un agente humano libre: solo la ilusión de libertad. En realidad somos “simplemente carne”, sin diferencias significativas con, por ejemplo, los delfines, otros homínidos o las vacas. 

Para muchas personas en el mundo contemporáneo, especialmente quienes han crecido en sociedades fuertemente secularizadas de Europa del Norte y del Este, y de algunas partes de Asia, esta visión puede parecer de sentido común y nada problemática. Conviene tener presente, sin embargo, que esta concepción es rechazada por la mayoría de los filósofos contemporáneos, que optan en su lugar por una posición denominada “compatibilismo”. Esta tesis sostiene que “el libre albedrío es compatible con el determinismo [material]” (McKenna y Coates 2018). La dificultad consiste en ser compatibilista sin ser dualista; no es necesariamente fácil, pero se puede hacer.

Ruddick critica estas concepciones dualistas por dos motivos. En primer lugar, porque dan lugar a una explicación de la sexualidad que separa de manera radical el sentido de identidad única y de individualidad de cada sujeto de un “sexo” que tendría lugar exclusivamente entre cuerpos (más o menos intercambiables). 

En segundo lugar, al hacerlo, estas concepciones parecen conducir de forma inevitable a una visión éticamente problemática de la sexualidad; a saber, una visión en la que las personas pueden utilizar el cuerpo de las demás únicamente como medio para satisfacer sus propios deseos. 

Ruddick no piensa que estos entendimientos de la sexualidad sean necesariamente erróneos. Pero sostiene, en primer término, que desde una perspectiva fenomenológica son incompletos. 

Como sabemos por algunas de nuestras experiencias más intensas —por ejemplo, al practicar deporte—, no sentimos ni experimentamos una especie de dualismo mente–cuerpo: más bien, disfrutamos esas experiencias de forma tan profunda y plena precisamente porque implican una sensación inmediata de unidad entre nuestro yo (como sujeto único y diferenciado o agente) y nuestro cuerpo. (La fenomenóloga alemana Barbara Becker [2001] acuñó más tarde el término “cuerpo-sujeto” (LeibSubjekt) para designar esta experiencia de estar en el mundo como individuo a la vez mental y corporal). 

Ruddick no sostiene que todas nuestras experiencias sexuales tengan que implicar esa unidad directa o esa corporización. Más bien, sostiene que aquellas que sí lo hacen son moralmente preferibles, en primer lugar porque en tales experiencias nuestra condición de personas y nuestra autonomía no pueden separarse de nuestros cuerpos.

En concreto, abordar la sexualidad como seres encarnados —como individuos y agentes morales que somos nuestros cuerpos, sobre todo en la medida en que están impregnados de deseo sexual— da lugar a lo que Ruddick denomina “sexo completo”: un vínculo sexual impregnado de mutualidad y de cuidado y preocupación recíprocos. 

Ese “sexo completo”, al estar inextricablemente entretejido y atravesado por las identidades singulares de las personas implicadas, encarna literalmente la vivencia de la unicidad de la relación con la otra persona, junto con otros sentimientos como el orgullo y la gratitud, todo lo cual refuerza el estatus de la Otredad como persona igual, no como cosa.

Frente a enfoques más casuales del sexo, que tratan cualquier cuerpo como más o menos intercambiable con cualquier otro, el sexo completo promueve así el deber kantiano de respeto hacia la otra persona; es decir, precisamente hacia una persona autónoma y única que merece un respeto fundamental. 

En el lenguaje kantiano, se trata de una persona a la que siempre debemos tratar como un fin en sí mismo y nunca solo como un medio, es decir, no como “simple carne”. 

De hecho, el análisis de Ruddick apunta con claridad a lo que muchos de nosotros consideramos más importante en este tipo de experiencias: la sensación de ser amados plena y completamente, precisamente como el cuerpo-sujeto único que nos experimentamos siendo la mayor parte del tiempo. 

Sobre esta base, por último, Ruddick sostiene además que el sexo completo fomenta dos valores adicionales: a saber, la norma deontológica de la igualdad y la virtud de amar (Ruddick 1975, 98 y ss.).

Muchos de mis estudiantes, especialmente los más secularizados, consideran valioso el planteamiento de Ruddick: les ayuda a dar sentido a una de sus intuiciones morales básicas sobre su sexualidad y sus relaciones íntimas. Es decir, estos estudiantes (entre otros) son “monógamos en serie”. 

Contra una ética sexual anterior que limitaría el sexo a una sola pareja durante toda la vida, los monógamos en serie aceptan de buen grado que la sexualidad forme parte de algún tipo de relación estrecha, íntima y exclusiva que se prolonga durante un cierto período de tiempo, ya sea de unas semanas, meses o años. 

Una vez que esa relación termina, el monógamo en serie se siente perfectamente libre de iniciar una relación sexual con otra persona u otras personas con el paso del tiempo. Pero, por lo general, dentro de una relación dada, la intuición es que el hecho de que la pareja “tenga sexo” con otra persona equivale a algún tipo de engaño o infidelidad.

En cambio, un dualista coherente separa de manera tajante el cuerpo y la sexualidad de la identidad personal, y por tanto de los compromisos y normas éticas asociados al respeto a las personas como individuos únicos. Ese dualismo tiene dificultades para justificar la monogamia en serie. 

Un dualista debe entender la actividad sexual como una más entre las actividades de los cuerpos, radicalmente distintas de sus “dueños” como individuos. Entonces, ¿cómo podría la sexualidad guardar relación alguna, por ejemplo, con el compromiso personal en una relación romántica con otro sujeto al que se considera de algún modo único, singular y, por ello, excluyente de las relaciones sexuales con otros cuerpos? ¿Por qué habría de ser el “sexo”, si no es más que un conjunto de acciones entre dos cuerpos más o menos intercambiables, algo más personal o exclusivo que, digamos, darse la mano?

Por el contrario, muchos de mis estudiantes encuentran en el análisis de Ruddick una forma de describir con precisión, en primer lugar, sus propias experiencias de ser un “cuerpo-sujeto” al menos en sus mejores experiencias de sexualidad dentro de una relación (serialmente) monógama. 

Este enfoque fenomenológico, centrado en la experiencia, también les ayuda a dotar de sentido ético a su intuición moral de que, como monógamos en serie, hay algo éticamente problemático en tener sexo con alguien que no sea su pareja actual, pero sin necesidad de recurrir a marcos religiosos que ellos rechazan.



¿Sexo con robots, alguien?

Cuestiones y consideraciones éticas similares se nos plantean de forma literal y encarnada con la aparición de los sexbots. Por supuesto, el sueño (masculino) de “la mujer perfecta” como creación propia es tan antiguo como Pigmalión, el escultor griego que se enamoró de una estatua hecha por él mismo. Afrodita tuvo a bien darle vida a la estatua, haciendo presumiblemente muy feliz a Pigmalión (Ess 2017a, 98). 

Estos sueños cobran nueva vida en la modernidad temprana, empezando por la novela gótica de E. T. A. Hoffmann Der Sandmann (El hombre de arena: [1816] 1967; cf. Coeckelbergh 2017, 42 y ss.). 

Quizá bajo la influencia de la novela romántica ligeramente posterior de Mary Shelley, Frankenstein: or the New Prometheus ([1818] 1933), los robots entraron en la imaginación occidental a menudo como figuras femeninas y, después, casi siempre seductoras y peligrosas. 

Desde “María” en la icónica Metropolis, de Fritz Lang (1927), hasta Ava (una fusión de Adán y Eva) en Ex Machina (2015), la imagen de lo que Mia Consalvo ha definido acertadamente como la “tecno–femme fatale” (2004) se arraiga en enseñanzas específicamente cristianas occidentales: a saber, los mismos dualismos agustinianos, y el consecuente desprecio hacia las mujeres, el cuerpo y la sexualidad (por no hablar de la naturaleza), que vimos en los fundamentos de las primeras concepciones del “ciberespacio” como un espacio puro de mentes frente al “espacio carne”, etc. (Ess 2017a, 95–104; cf. Ess 1995).

Es importante subrayar que la recepción de los robots en general en Japón está comparativamente mucho menos teñida por estas preocupaciones sombrías. Ello puede reflejar una tradición japonesa de animismo muy distinta. 

Como sabrán quienes conozcan el animé y otras tradiciones japonesas relacionadas, contra el dualismo occidental que sostiene que las mentes (y las almas) vivas están radicalmente separadas de la materia como “cosa muerta”, las tradiciones animistas sostienen que todas las “cosas” que nos rodean están vivas de algún modo. 

Así, la brecha dualista entre vida y materia (y los peligros potenciales que esa brecha podría implicar) se sustituye por un continuo entre robots más materiales y seres humanos más plenamente animados. 

Tanto en Japón como en los países y culturas occidentales, sin embargo, los sexbots se diseñan y comercializan claramente para que obedezcan por completo los deseos de su propietario. 

Aquí emerge una cuestión ética central —no solo en su consumo y uso, sino ya en su propio diseño—: en la medida en que los sexbots son abrumadoramente femeninos, inscriben y refuerzan actitudes tradicionales de dominación masculina y subordinación femenina. 

No hace falta decir que esas actitudes siguen ejerciendo toda su fuerza, a menudo brutal, en países y culturas de todo el mundo, incluidos los países escandinavos, por mucho que destaquen como las sociedades más igualitarias en términos de género del mundo industrializado (Holst 2017, 12–40).

Cuando los sexbots eran aún materia de ciencia ficción, el informático británico David Levy inauguró los debates éticos contemporáneos sobre sexo y robots con Love and Sex with Robots: The Evolution of Human–Robot Relationships (2007). 

Veremos que los argumentos de Levy son en gran medida utilitaristas. Algunas de las réplicas más contundentes al gran entusiasmo de Levy por los sexbots han sido desarrolladas por Kathleen Richardson (2015): Richardson argumenta mucho más desde perspectivas deontológicas y de ética de las virtudes, con la esperanza de detener por completo la producción de sexbots. Entre estos dos polos se sitúan posiciones intermedias que exploraremos a continuación.

Enfoques utilitaristas: Levy (2007) presenta toda una serie de consideraciones principalmente utilitaristas sobre los sexbots de un futuro no muy lejano: se supone que estos robots cada vez más parecidos a los humanos traerán consigo beneficios económicos (procedentes de una industria en crecimiento), así como “la probable reducción de embarazos adolescentes, abortos, enfermedades de transmisión sexual y pedofilia” (ibid., 300). Y, por supuesto, está el simple placer físico, el valor central para los utilitaristas de corte benthamiano. 

Con algo más de precisión: Levy subraya el sexo como algo deseable por el placer, la liberación de tensión y estrés, la búsqueda de la novedad y la evasión del aburrimiento (ibid., 187). En el clímax (juego de palabras deliberado) del libro, Levy se entusiasma con un gran círculo de placer: a medida que los nuevos desarrollos técnicos susciten nuevos deseos humanos, estos impulsarán a su vez nuevas innovaciones, dando lugar a “sexo estupendo al alcance de todo el mundo, 24 horas al día, 7 días a la semana” (ibid., 310).

Consideraciones deontológicas y de ética de las virtudes: Levy sí aborda una consideración deontológica: el reconocimiento de los derechos de los robots en la medida en que se vuelven más independientes (ibid., 98, 305, 309; cf. Nørskov 2016). 

Kathleen Richardson (2015) es una de las principales críticas de Levy y fundadora de la “Campaign Against Sex Robots” (https://campaignagainstsexrobots.org/about). En términos generales, Richardson pone en duda que los beneficios utilitaristas que propone Levy lleguen efectivamente a materializarse. 

Además, aunque no utiliza el término, una de las críticas centrales de Richardson encaja dentro de la ética de las virtudes: subraya la importancia de la empatía, que define como «la capacidad de reconocer, tener en cuenta y responder a los pensamientos y sentimientos genuinos de otra persona» (2015, 291). 

Parte de su objeción es que, al reorientar nuestros deseos y nuestra sexualidad hacia los sexbots como objetos sumisos —es decir, dispositivos que compramos, encendemos y apagamos, revendemos o desechamos—, dejamos de estar obligados a vincular amor y sexo con la empatía. 

Shannon Vallor es aún más explícita acerca de la importancia central de la empatía como virtud, como una de las virtudes más básicas (junto con la perseverancia y la paciencia) para la comunicación humana, la amistad y las relaciones íntimas; a su vez, estas parecen ser condiciones previas para vidas buenas y florecientes (Vallor 2009, 165 y ss.). 

En concreto, entonces, redirigir nuestra sexualidad —y, para Levy, el amor— hacia los sexbots implica perder la oportunidad de practicar la empatía: este tipo de “desaprendizaje ético” amenaza con socavar las condiciones básicas de la comunicación y el florecimiento humanos (Vallor 2015). 

Mientras que el círculo expansivo de placer de Levy —“sexo estupendo al alcance de todo el mundo, 24/7” (2007, 310)— puede resultar irresistible para los utilitaristas centrados en el placer, para los defensores de la ética de las virtudes corre el riesgo de convertirse en un círculo literalmente vicioso, es decir, de creciente “vicio” o anti–virtud: al perder empatía, no hacemos sino parecernos más a las máquinas con las que “tenemos sexo”. 



Ahora: ¿qué pasa con los videojuegos?

Al igual que ha ocurrido con el desarrollo y la difusión de todo tipo de pornografías a través de los medios digitales, los juegos basados en ordenador también han evolucionado y se han desarrollado de manera espectacular en las últimas tres décadas. 

La variedad de juegos es apabullante: aunque la prensa generalista sigue tendiendo a centrarse —por su violencia intensa— en los llamados juegos de disparos en primera persona (FPS) y en los juegos de rol multijugador masivos en línea (MMORPG), como Dota 2, descendiente del clásico World of Warcraft, el universo de los juegos digitales abarca desde juegos de baile y ejercicio hasta juegos serios o educativos diseñados para lograr objetivos concretos de aprendizaje. 

La difusión de los juegos, como la de la pornografía, ha seguido, por supuesto, la expansión de los dispositivos móviles. 

El número de juegos disponibles solo para teléfonos móviles es tan amplio y cambia con tanta rapidez que exige constantemente nuevas guías —por ejemplo, de los diez mejores de esta semana. 

A la vez, los videojuegos —y, de nuevo, en paralelo con lo que sucede con la pornografía— han pasado de ser un campo académico relativamente pequeño a convertirse en un conjunto interdisciplinar de áreas de estudio cada vez más visible y extendido, dotado de institutos y centros de investigación específicos y de un número creciente de revistas especializadas (Aarseth 2015). 

El mundo de los videojuegos profesionales también ha experimentado un desarrollo notable en las dos últimas décadas, hasta abarcar múltiples ligas y equipos profesionales con salarios respetables (así como prestaciones sanitarias y planes de jubilación), hasta el punto de que “los juegos competitivos están empezando a parecerse mucho al deporte profesional” (Webster 2018). 

Todo esto da cuenta del creciente peso cultural de los juegos digitales. (Al mismo tiempo, cabe señalar —otro indicador de una era posdigital— que los buenos y viejos juegos de mesa también han vivido un resurgir bastante notable: por ejemplo, en 2016 las ventas en Estados Unidos crecieron un 28% [Birkner 2017].)

Esta importancia, quizá, no debería sorprendernos: los estudiosos e investigadores de los juegos suelen remitirse a la obra de Johan Huizinga, quien nos bautizó célebremente como Homo ludens —«el ser humano que juega» ([1938] 1955). 

Sin embargo, en el camino ha habido víctimas, o eso sostienen al menos algunos críticos. Por ejemplo, las matanzas de Columbine (Colorado) en 1999 se vincularon al gusto de los asesinos por los videojuegos violentos. Una larga lista de tiroteos escolares posteriores, tanto en Estados Unidos como en Europa, también se relacionó con un uso intensivo de juegos violentos. 

Del mismo modo, en el suceso que muchos noruegos denominan simplemente «22 de julio», Anders Behring Breivik mató a 74 personas e hirió a otras 242, entre ellas 69 jóvenes abatidos a tiros en la isla de Utøya. 

Breivik reconoció haber jugado a títulos como Modern Warfare 2 y World of Warcraft, en parte como “entrenamiento” (por ejemplo, Daily Mail Reporter 2012). 

A su vez, James Holmes, disfrazado del Joker, mató a 12 personas e hirió a más de 60 durante el estreno de una nueva película de Batman en Colorado: los medios se apresuraron a atribuir un papel a los videojuegos, aunque de forma algo matizada. 

No es de extrañar que estos supuestos vínculos sean objeto de una fuerte polémica —y con motivos nada despreciables— entre quienes quieren defender estos juegos frente a la tendencia mediática a convertir en chivo expiatorio tanto a los juegos como a quienes juegan. 

Las cuestiones que hemos analizado más arriba —en concreto, cómo determinar las relaciones causales que se afirma que existen entre el consumo y uso de este tipo de materiales y determinadas actitudes y comportamientos, y qué daños y/o efectos emancipadores pueden fomentar (si es que fomentan alguno)— reaparecen aquí con toda claridad. 

Aun así, estudios más recientes, incluidos dos «metaanálisis» —estudios que analizan un conjunto de trabajos empíricos concretos— parecen demostrar de forma más sólida al menos algún efecto causal, aunque relativamente pequeño (Moyer 2018; cf. Gentile et al. 2014). En particular, los utilitaristas tendrán que prestar mucha atención a estos estudios —y al tamaño y grado de los efectos— para alimentar su cálculo.

Al mismo tiempo, igual que ha sucedido con las transformaciones de la pornografía, el abanico de cuestiones éticas vinculadas a los juegos basados en ordenador, y el nivel de sofisticación con que se abordan, también se ha desarrollado de manera notable. 

Una aportación fundamental en este terreno es el trabajo de Miguel Sicart, cuyo volumen de 2009, The Ethics of Computer Games, desarrolla un análisis amplio y minucioso del jugador como sujeto ético. 

Sicart recurre a la fenomenología (incluida la obra de Barbara Becker y su noción de cuerpo-sujeto (LeibSubjekt), comentada más arriba, p. 187) y a la ética de la virtud para sostener que jugar exige que los jugadores “reflexionen críticamente sobre lo que hacemos en un mundo de juego durante una experiencia de juego, y es esa capacidad la que puede convertir las preocupaciones éticas tradicionalmente asociadas a los juegos de ordenador en herramientas interesantes y significativas para la expresión creativa, un nuevo medio de riqueza cultural” (2009, 63). 

Frente, por tanto, a las críticas habituales a los videojuegos violentos, Sicart ve en ellos espacios cruciales para el desarrollo del juicio ético —la virtud aristotélica básica de la phronēsis—, puesto que “los jugadores muestran razonamiento moral, una capacidad de aplicar el pensamiento ético a sus acciones dentro de un juego, no solo para tomar la decisión más adecuada dentro del juego con el fin de preservar la experiencia de juego, sino también para reflexionar sobre qué tipo de acciones y elecciones se le plantean y cómo se relaciona su sujeto-jugador con ellas” (ibid., 101).

Con todo, existen múltiples esfuerzos nacionales e internacionales por controlar y regular los juegos, de un modo u otro. La Entertainment Software Rating Board (ESRB) en Estados Unidos, por ejemplo, “asigna las clasificaciones por edad y contenido de los videojuegos y aplicaciones móviles, hace cumplir las directrices de publicidad y marketing para la industria del videojuego y ayuda a las empresas a implementar prácticas responsables de privacidad en línea” (www.esrb.org/index-js.jsp). 

Como ocurre con la pornografía, los videojuegos se defienden con vehemencia apelando a la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense, es decir, invocando los derechos a la libertad de expresión (por ejemplo, Liptak 2011). Estados Unidos enfatiza así este tipo de enfoques “autorregulados”. 

Su homólogo europeo, PEGI (Pan European Game Information), ha desarrollado un sistema de clasificación por edades que se afina mediante “descriptores de contenido” específicos: violencia, lenguaje soez, miedo, juego de azar, sexo, drogas, discriminación y, más recientemente, “compras dentro del juego”, es decir, una advertencia de que el juego incluye la posibilidad de gastar dinero en su interior (https://pegi.info/news/new-in-game-purchases-descriptor).

Estos enfoques de “autorregulación” o “corregulación” reducen al mínimo la supervisión gubernamental en nombre —neoliberal— de maximizar la libertad de elección del consumidor y la implicación de la industria (Livingstone 2011b: 511 y ss.).

Otros países y culturas adoptan una postura más estricta. Por ejemplo, Corea del Sur reconoce la “adicción al juego” como un problema psicológico, a diferencia de la American Psychological Association (Asociación Estadounidense de Psicología) (Hsu, Ming-Hui y Muh-Cherng 2009). 

Alemania también se toma muy en serio la adicción a los juegos: un catedrático de Psicología destacado señala que el país cuenta con la regulación de videojuegos más estricta del mundo como parte de su enfoque de “protección de los menores frente a los medios” (Jugendmedienschutz) (Lukesch 2012). 

Japón, como último ejemplo, es a la vez célebre por las diversas estéticas que ha aportado al diseño de juegos y (tristemente) célebre por títulos como RapeLay, centrados en la violencia sexual contra las mujeres.

La violencia, sin embargo, parece difícil de evitar. De hecho, cabe sostener que está prácticamente incorporada no solo a una amplia variedad de juegos, sino también a las industrias, culturas y tecnologías que los rodean. 

En 2012, por ejemplo, Mia Consalvo denunció lo que identificó como una “cultura gamer tóxica”: una hostilidad hacia las jugadoras tanto fuera de línea (en congresos) como en línea, incluida la práctica del acoso (y algo peor). 

Todo ello estalló en la conciencia pública con las controversias de “#Gamergate” de 2014, caracterizadas como “una campaña de acoso sistemático contra desarrolladoras y periodistas de videojuegos y críticas feministas, pertenecientes tanto a mayorías como a minorías, y contra sus aliados” (Massanari 2017, 330; véase Dewey 2014). 

El análisis de Massanari es especialmente interesante, porque se basa en un estudio etnográfico de larga duración sobre cómo diversos aspectos del diseño y la estructura de Reddit.com reflejan, refuerzan y contribuyen a amplificar “un activismo antifeminista y misógino” (2017, 329).

Estas consideraciones más amplias son análogas a los contextos y relaciones generales que exploramos a propósito del Fairphone. Una cuestión ética clave aquí es si adoptamos un enfoque más individualista y/o más relacional de nuestras vidas éticas. 

Un enfoque más individualista tendería a restar relevancia y peso a estos contextos más globales; un enfoque más relacional, en cambio, al menos planteará preguntas sobre nuestro consumo de lo que otros seguirán defendiendo como “solo un juego”.



Sexo y violencia en los videojuegos

Al igual que en los debates sobre la pornografía, sigue abierta la discusión sobre si lo que se hace en un juego —por ejemplo, actos violentos y/o sexualmente cuestionables desde el punto de vista ético— tiene algún efecto en las actitudes y acciones de las personas en el mundo real. 

Por cada nuevo estudio que afirma mostrar algún tipo de vínculo causal entre la práctica del juego y las conductas y actitudes de los jugadores en la vida real, surgen enérgicas respuestas por parte de defensores de los juegos y de la cultura gamer; respuestas justificadas al menos en parte, como vimos en el caso de la pornografía, por las enormes dificultades que entraña demostrar ese tipo de vínculos causales (Nash et al. 2015).

Estas y otras defensas relacionadas de lo que, de otro modo, parecería una violencia excesiva y un sexo violento excesivo en los juegos pueden resumirse en la fórmula «solo es un juego». Es decir, estas defensas sostienen que existen fronteras claras y más o menos impermeables entre lo que ocurre en un entorno de juego en línea y/o virtual y lo que los jugadores hacen en el resto de sus vidas, en gran medida bastante ordinarias.

Además, los debates que hemos visto más arriba sobre hasta qué punto ciertas formas de pornografía pueden tener efectos emancipadores y/o reforzar el patriarcado se reproducen también en el contexto de los videojuegos. 

En particular, como sugiere el ejemplo del juego japonés RapeLay, la violación en los juegos informáticos es, al parecer, tan antigua como los propios juegos, empezando por el veterano Dungeons and Dragons, un juego de rol que se trasladó a los ordenadores en la década de 1970 y fue especialmente popular en los MUD y MOOs de los años ochenta y noventa. 

El célebre texto de Julian Dibbell, «A Rape in Cyberspace» (1993), documentó este tipo de violencia sexual y dejó claro, además, que la frontera presunta entre lo real y lo virtual no era tan sólida ni tan impermeable como algunos querían creer. 

En efecto, aunque las agresiones sexuales dirigidas contra dos de los avatares en LambdaMOO se desarrollaron únicamente como descripciones textuales que iban apareciendo en las pantallas de las personas reales propietarias de esos avatares (y en las de otros miembros de la comunidad que observaban la escena), el sentimiento de violación experimentado por esas personas fue lo bastante intenso como para provocar lágrimas bien reales. 

Esto, como señala Dibbell, es la otra cara de formas más consensuadas de sexo virtual: contra lo que podría sugerir la intuición, explica, el sexo virtual, pese a estar limitado a unas 900 líneas de texto, puede ser tan intenso como cualquier encuentro en el mundo físico —quizá incluso más, “dado el poder combinado del anonimato y la sugestión textual para desatar fantasías muy arraigadas” (Dibbell [1993] 2012, 30).

Imaginemos hasta qué punto esas experiencias pueden resultar aún más poderosas en los mundos virtuales contemporáneos, enriquecidos con sonido e imagen. Para Clarisse Thorn, de hecho, una de las grandes ventajas de los juegos actuales es precisamente que permiten a las mujeres —incluidas feministas como ella misma— explorar sus fantasías y gustos alternativos. 

En concreto, Thorn señala ciertos datos que apuntan a que alrededor de un tercio de las mujeres dicen tener fantasías de violación, y sostiene por eso que los juegos y los mundos virtuales son espacios valiosos para las feministas interesadas en el BDSM (bondage, disciplina, sadismo y masoquismo) (Thorn y Dibbell 2012).

Por otra parte, las entrevistas de Maria Bäcke con “sumisas” —mujeres que en Second Life interpretan el papel de esclavas frente a hombres que encarnan a los amos en la comunidad de Gor— sugieren que esas exploraciones pueden afectar a las mujeres, ya de vuelta en el mundo real, de formas que ellas no desean (Bäcke 2011). 

Por último, en su reseña del juego RapeLay, Leigh Alexander afirma sin rodeos: “RapeLay se basa en la horrenda y ferozmente sexista fantasía de que las víctimas de una violación disfrutan siendo atacadas” (2009).






* Sobre el autor:
Charles Ess es profesor de Estudios sobre los Medios en el Department of Media and Communication de la Universidad de Oslo. Filósofo de formación, se especializa en ética de los medios digitales, de Internet, la inteligencia artificial y la robótica. Es autor de Digital Media Ethics y de numerosos trabajos sobre ética de la comunicación, filosofía de la tecnología y ciudadanía digital, y ha sido presidente de la Association of Internet Researchers (AoIR). 


* ImagenExcellences and Perfections, de Amanda Ulman.


* Fuente: “Still More Ethical Issues: Digital Sex, Sexbots, and Games”, capítulo del libro Digital Media Ethics (Third Edition), de Charles Ess.






Notas:
[1] De nuevo: el conjunto complejo de nuestras vidas como seres que producen significado y se relacionan, profundamente configuradas por nuestras tecnologías en coevolución (Verbeek 2017; cf. Coeckelbergh 2017).
[2] Agradezco sinceramente a Elisabeth Staksrud que haya puesto a mi disposición estos datos de la encuesta EU Kids Online 2018 en una versión preliminar.
[3] La doctrina del Pecado Original está históricamente asociada al control patriarcal de las mujeres: al atribuir a Eva la responsabilidad de la introducción del pecado y la muerte en el mundo, dicha doctrina contribuye a demonizar a las mujeres, el cuerpo y la sexualidad. Esta interpretación del segundo relato de la creación en el Génesis (Génesis 2,4–3,2), aunque ortodoxa en el catolicismo romano occidental y, posteriormente, entre algunos reformadores protestantes, se opone directamente a lecturas cristianas y judías anteriores del texto, que subrayan más bien el carácter positivo de la elección de Eva: adquirir «el conocimiento del bien y del mal» se entiende específicamente como la conquista de las capacidades distintivamente humanas de comprensión moral y libre elección; capacidades que, a su vez, pensadores tempranos de la Ilustración como John Locke consideran fundamentales para los argumentos en favor de una organización política democrática, es decir, de arreglos políticos entre seres humanos capaces de autogobierno racional (Ess 1995).