A un artista le toca desarrollar manías si quiere tener una obra bien alimentada y saludable. Solo un maniático puede crear imágenes vivas y latentes. Normalmente una manía basta, o dos. Pero Hamlet Lavastida es un polimaniaco nato. Por eso es inasible, tanto para la gestión artística como para las autoridades culturales y los autoritarismos de todo tipo.
A pesar de su eclecticismo temperamental, su obra no tiende a la variedad multimedia. Por años sus trabajos más conocidos apenas han variado formalmente: insiste en esas apropiaciones secuenciales de calados sobre cartulina y esténcil sobre muro, que alternan iconografía de base fotográfica (a partir del registro documental de los líderes del proceso revolucionario cubano) y las tramas de caracteres elaboradas a partir de discursos y textos burocráticos del mismo momento. También hay animaciones stop motion al estilo del collage manufacturado y series de dibujos, pero una de las cosas más llamativas de su universo creativo es la insistencia en la dimensión político-cultural post-1959.
Del trabajo de Hamlet se ha encargado parte de la crítica. Es, además, bastante conocido. Ha expuesto mucho y en muchos lugares, algo que ayuda a que tenga garantizado esa especie de sello de autenticidad. Es raro que no se reconozca un trabajo suyo con algo de facilidad; el público entendido sabe reconocer sus obsesiones discursivas y sus mañas técnicas. Pero vale la pena mirar también hacia su espectro referencial, hacia su sistema personal de signos, para comprender aún mejor por qué hace ese trabajo especialmente y adopta esas actitudes.
Tengo la dicha de ser su amigo desde hace años. Hamlet Lavastida asume la cultura cubana como un patinódromo y la recorre de lado a lado, haciendo malabares o impulsándose a toda velocidad para que la poca brisa fresca que sobrevive lo despeine. Su foco fundamental es la jerga politiquera revolucionaria, pero sus conocimientos sobre cultura cubana y universal son un lujo. Se pasea sin prejuicios, y sin establecer jerarquías, por el mundo, tal cual ha aprendido a verlo.
Cuando lo conocí (en la primera década de los 2000), el contexto del arte cubano joven estaba polarizado de un modo que hoy me resultaría hasta chistoso, si no fuera por lo macabro y dañino que fue. Los artistas que ventilaban cuestiones políticas y sociales en su obra, del modo que fuera, parecían estar obligados a una uniformidad ramplona: modos de proyectarse muy específicos, lecturas y consumo cultural muy predecibles y puristas.
Lo peor era que la crítica insistía en esa uniformidad clasificatoria. En el otro extremo estaba lo que algunos llamaban, despectivamente, “La Industria Zen”: comportamientos también específicos, hábitos orientalistas, interés en la poesía y la cultura asiática a la hora de trabajar. Por suerte esos polos eran, sobre todo, prejuicios y ceguera. La realidad era mucho más compleja y había muchos tipos de artistas. Quien era consciente de ello, y sensible, no caía en ese bache.
Hamlet pertenecía a un pequeño grupo que me inventé yo para él solo, ecléctico e híbrido. Los intereses en su obra podían ser unos, pero su práctica vital se ramificaba de mil maneras.
Era fiestero y, por demás, le descargaba a un techno, a un grunge o a Ñico Saquito, sin experimentar contradicción. Sabía bailar de todo y cortejaba a la chica que fuera, tuviera probabilidades a su favor o no.
A la semana siguiente le veías el lunes sentado en la sala de la casa de Gabriel Calaforra, tomando té y hablando de los temas más variados. Tiene la habilidad de insistir en lo político de un modo equilibradamente pedante y seductor. Lo mejor de todo es cuando pasa a hablar, con las palabras más entusiastas, del Libro de la almohada y de ahí a las noches de Tokio y Seúl.
Una vez me contó cómo había llevado a una francesa, radicada en no sé que lugar de España, a dar “El paseo Arenas” por las playas de la costa oeste de Miramar. Solamente a alguien muy osado y propenso al cortocircuito cultural, se le ocurre cortejar a una ninfa cosmopolita y sofisticada, llevándola a los lugares donde un escritor cubano homosexual hacía cacerías eróticas clandestinas.
Ese es Hamlet Lavastida: el tipo al que se le ocurre que puede ser más interesante proponerle a una mujer tomar una cerveza en la costa (repleta de condones usados y brujería), antes que ir a un bar con aire acondicionado.
Una de las últimas veces que hablamos largo y tendido sobre algo que no fuera Cuba y sus desgracias, hablamos sobre Cuba y sus poéticas posibles extraterritoriales. Imaginamos a Severo Sarduy y Félix González-Torres encontrándose en el París de los 80:
Félix estaba de pasada por la ciudad, con motivo de una exposición. Un amigo de François Wahl involucrado en la muestra coordinó para que coincidieran los cuatro en un café. Al francés se le ocurrió cuando Félix le dijo que había nacido en Guáimaro (Camagüey). Recordó de inmediato a Severo, el novio-hijo de su amigo filósofo, que había nacido en la misma provincia. Dice Hamlet que en la velada Félix y Severo seguro hablaron animadamente sobre la cultura española, el minimalismo, la escena artística parisina de los 60 y sobre la Cuba que se estaba(n) perdiendo.
Extraño a Hamlet. Tengo ganas de decirle que en el encuentro Sarduy le celebró mucho a Félix la chaqueta de cuero negro que llevaba, con emblemas del FBI y los CDR. Necesito decirle esto personalmente para que la imagen deje de ser difusa y cobre los colores esperables.
Caso Hamlet Lavastida (VI)
La Seguridad del Estado cambia la acusación a Hamlet Lavastida, de “instigación a delinquir” a “incitación a la rebelión”. Argumentos: algunos posts publicados en redes sociales durante el acuartelamiento de San Isidro.