Luis Manuel Otero (La Habana, 1987) conoce la disidencia al instante en que traba un compromiso serio con la experiencia del arte. Pero no es, como puede pensarse, el acto de disidencia política lo que lo impulsa a tomar esta decisión, sino esa espontánea disidencia que surge de cuestionarse el presunto destino que “le tocaba”, dado su origen social, su color de piel y su ideal condición física.
Antes bien, el artista deserta del sentido común cuando resuelve no ser atleta e irse a producir esas dramáticas esculturas que él concebía a solas, derrochando empirismo, al margen de todo valor artesanal. Siendo del Cerro, y autodidacta, podría decirse que apuesta de forma suicida. Se inmola cuando reemplaza la pista, la posibilidad de triunfar en esa membresía que aquí denominamos “alto rendimiento”, por un sitio anónimo y precario con lo indispensable —madera, tela, cartón, y otros residuos— para trabajar en la peregrina idea de hacer arte.
Emigra así de lo pragmático a lo subjetivo, sin la promesa de un resultado a corto o largo plazo. Y en este punto, en el cual arriesga todo, se anticipa su sensibilidad, el instinto que lo impulsará, ya para siempre, a moverse a contrapelo.
Su estancia en lo escultórico no durará mucho —al menos, en tanto estrategia de visualización— y en saldo dejará alguna exposición menor, dedicada a calibrar el soporte en un puñado de artistas emergentes, una serie lúdica que impacta por su franco cinismo en el manejo de un concepto llevado y traído por el fundamentalismo nacional (Los héroes no pesan, 2011), además de una pieza que podría verse, ella sola, como síntesis y despedida de ese preámbulo que lo sitúa en la vitrina de lo emergente.
Con Regalo de Cuba a EE. UU. (2012) se encamina a una rebelión. Procura un cambio de actitud no solo frente al soporte, la etimología discursiva y el destino receptivo de sus piezas, sino también, y esto es lo más definitorio, frente a la misma futilidad de un arte dedicado a ironizar sobre cuestiones ideológicas, sin atreverse a postular una crítica en torno a los conflictos y las relaciones de poder que se establecen en esa zona del discurso.
Regalo… es una suerte de profecía en forma de monumento, que conecta con esa tradición soviética sobre la cual se erige la iconografía pública del Socialismo del Este. Pese a que en Cuba no se persigue ya esa vieja y ajada utopía, la pieza se impone como lápida de una época histórica y los restos de su imaginario. Mientras que, de otra manera, funciona de salutación al advenimiento de los nuevos tiempos, donde quedará resemantizado el drama político de las dos orillas.
La venus sombría —hay en ella una perturbadora mutación, un parentesco iconográfico que la asimila a la Virgen del Cobre— debió quedar expuesta frente a la Oficina de Intereses, bajo el mismo principio de incertidumbre del célebre caballo troyano, y quienes pudieran verla, aquellos que al paso notaran con inquietud su presencia grotesca en ese segmento del Malecón, sabrían, dos años más tarde, que no se trataba de una ilusión o un absurdo espejismo: la escultura, remake povera del gran mito americano, entreveía el cambio de signo que tendría lugar en el contexto político de la isla.
No obstante, la herejía que supone su aparición no desmerece en absoluto: XI Bienal de la Habana, show piloto del proyecto Detrás del Muro, el litoral intervenido de forma inédita, y Luis Manuel Otero (auto)invitándose a ese convite, apareciendo furtivamente a boicotear el evento mientras hacia un “huequito” a su pesada escultura. La acción equivale a un “jaque mate” que despertó la actitud frenética del comisario Juan Delgado Calzadilla.
La venus, por su parte, tuvo una estancia efímera y un desenlace en extremo dramático: acabó destrozada, regresando a los escombros de donde provenía. Y me pregunto, si es que cabe: ¿la censura, en este caso, guarda un sentido ideológico o se asienta, como es legítimo, en el plano de lo estético? ¿O acaso es la mezcla desmesurada de ambos órdenes que, aparejada a la intolerancia, descubre un sentido mayor: el poder autoritario?
En todo caso, ya Luis Manuel comenzaba a rehuir el patético sentido del fetichismo estético. Intuía la parcial finitud del objeto artístico y su desventaja en el desafío de lo normativo. Aquella escultura era brillante como propuesta, en tanto se atrevía a esbozar una imagen desafiante con el relato político vigente. Pero su estado de sublimación, tal vez, dependió demasiado del gesto de intervención pública, y en ese punto, pues, se vio aplastada por una práctica que transgrede su pasividad, la mutila hasta hacerla desaparecer.
Sobre arte, propaganda y violencia
María de Lourdes Mariño Fernández
Por puro ejercicio de poder se impone un sentido único y se hecha a un lado el análisis histórico y estético. El procedimiento es muy claro: “si estás dentro de esta sala estás conmigo”, sin importar lo que el artista o la obra misma tengan que decir.
De modo que la epifanía de su aparición no es nada, al parangonarse con el performance que violentó su presencia. Un performance inducido por el artista que se complacía en mirar de lejos la absurda masacre. Ridículo performance (o viceversa) que legitima el valor simbólico de la pieza, y de paso, rescata a Luis Manuel de su tedioso anonimato.
Regalo…, me atrevo a decir, funcionó para que el artista emigrara del cuerpo ajeno, inanimado y estéril, al propio cuerpo; le ofrece el argumento preciso para reencaminar su discurso ético-estético. Es aquí donde, a mi juicio, se cierra el ciclo, puesto que se produce el retorno, ahora con otras intenciones, a la experiencia somática, matriz de ese destino dual que hago corresponder a la sazón de estos apuntes.
Me interesa, por otro lado, la manera en que el artista se ha construido una voz y un cuerpo andrógino, fronterizo, desde donde carnavalizar la imagen y el discurso de los regímenes en que se mueve: el sistema-arte y el Estado.
Aquí notamos otra diferencia, su autonomía respecto a los demás artistas insertos en la gramática del performance: Luis Manuel ha desertado a conciencia de la cómoda inserción en una práctica que para él ostenta sobrados arquetipos a encarnar —raciales, antropológicos—, pero, sobre todo, su performatividad, mayormente, se da al margen de la galería como espacio legitimador, se trueca en acción cotidiana y frontal, y de ahí que genere otros niveles de intervención, implicación y compromiso con los sujetos.
La intuición del artista le conduce a reconocer la laxitud e intrascendencia de ese performance que, todavía hoy, se recluye entre paredes, objeto de cámaras y balbuceos entendidos, sin activar la conciencia de un contexto macro, ausente al espectáculo del arte. Y ante los referentes del discurso corporal que hay en la isla —Tania Bruguera, Adonis Flores, Marianela Orozco, Katiuska Saavedra, Jeannette Chávez, Elizabet Cerviño, Susana Pilar y Carlos Martiel— se ubica en una zona contingente que, sin embargo, se encuentra ceñida a los gestos puntuales de Tania Bruguera. En consecuencia, ha descrito una experiencia estético-política del cuerpo sin precedente para el arte producido en Cuba.
Volviendo a establecer un criterio, que funcione a una lectura del cuerpo desde la doble identidad planteada, podríamos advertir que toda la producción estética de Luis Manuel encuentra su argumento en el acto de resistir, cual si se tratase de una carrera de fondo. Cada gesto reprimido, cada acto de arbitraria censura, arresto e intimidación, ensancha su récord, legitima su impostura en términos de leyenda.
Un performance reciente simboliza perfectamente esta sinergia. Se USA (2019), realizado durante la recién concluida Bienal de La Habana, consistió en una carrera que el artista haría vistiendo unas ropas, cuyo diseño estaba inundado por la bandera americana.
Habrá notado el lector lo que es evidente: el gesto buscaba reeditar desde la ficción del arte, con la impunidad que se supone este ofrece frente al dictado ideológico del poder, aquel suceso sin precedentes que alteró, en sus inicios, la marcha del primero de mayo de 2017.
Se trató, entonces, de una protesta simbólica, en torno al difuso procesamiento legal del cubano Daniel Llorente Miranda, que acabó, de igual manera, siendo reprimida al instante. Lo que intento describir, en cambio, es cómo se resuelve en ella la convivencia de ambos lenguajes —el arte y el deporte—, la manera en que se representan sendos paradigmas en un simulacro que discurre desde/sobre el cuerpo. Un hecho en tiempo real quedó reescrito por un signo artístico, en la búsqueda de un significado: hay límites políticos que corrigen la realidad, lo mismo en su aspecto ordinario que estético.
Dicho esto, a Luis Manuel le debemos, cuando menos, dos cosas, relacionadas al desencanto como síntoma de la época que se vive en la isla: la restitución de un diálogo crítico —en cierto modo perdido y evitado por las últimas generaciones de artistas cubanos— con el poder y sus narraciones hegemónicas; y haberle dado nitidez al peor rostro del censor totalitario que, en sus intentos de coartar al artista, se ha tornado temerario e inescrupuloso.
Del asfalto al cubo blanco; de Todo Deportes a ArtNexus; del fútil Renier González a la agudeza de Héctor Antón; de un desertor geográfico a un disidente político; del podio olímpico a un frío calabozo en Villa Marista; del Hall of Fame al Pompidou; del cuerpo vigilado al cuerpo del delito, pero, al fin y al cabo, el mismo cuerpo.
En el arte, lo mismo que en el deporte, Luis Manuel Otero encarna un arquetipo de no pertenencia, el relato de la (im)posibilidad.
El arte de no producir actualidad
¿Recuerda alguien todavía aquel documental donde sale el comandante Eduardo Bernabé Ordaz, director vitalicio de la triste Mazorra hablando de la higiene y las bondades del manicomio mientras con unos guantes blancos tira maíz a unas gallinas?