Si un artista cubano emergente ha movilizado, con diferencia, mis ideas, y sobre todo la perspectiva que a ratos he tenido en torno a ese triángulo imperfecto que se dibuja entre Arte-Sociedad-Estado, ese es sin duda Luis Manuel Otero Alcántara.
Según lo veo, con su accionar, entre el performance, el gesto social y el activismo político, Luis Manuel Otero ha puesto en crisis no solo a la institucionalidad cultural en la isla, sino también a cierto sector del pensamiento teórico que ya no sabe qué hacer con él, cómo traer su obra a los predios de la razón y la credibilidad estética, sin que ello parezca excesivo.
Y si esto sucede con nuestra intelligentsia, sobra explicar la actitud que despierta en un espectador menos sofisticado, aún más obediente con el diseño ideológico de la cultura en Cuba.
En su caso, no se trata de un demente —como he escuchado decir con simpleza— jugando a la provocación, intentando pasar gato por liebre dentro del excéntrico y siempre controvertido espacio del arte contemporáneo. Pero incluso si consentimos aceptar esto último, aún tendríamos que gestionar el sentimiento de inquietud que nos deja, como reminiscencia, cada una de sus excéntricas apariciones.
Porque si algo no le podemos negar a Luis Manuel Otero es su capacidad de activar narrativas en torno a su realidad inmediata, la espontánea manera en que desarticula, sin un maquinado rigor conceptual, sin poses intelectuales concertadas, el catecismo que domina al mundillo del arte y sus actores.
A esa cínica mirada que impregna casi toda la gestualidad y los ademanes de nuestra sociedad, Luis Manuel opone una obra sincera y frontal que, cuando menos, replantea las condiciones y el lugar del discurso contestatario frente al totalitarismo que define la política del estado Cubano.
He apuntado en distintos momentos algunas ideas sobre su obra, pero nunca en medio de circunstancias tan dramáticas. La saga de arrestos de la que ha sido víctima, para algunos ya indispensable en el acto de entender su performatividad y el contenido político que (de)construye su obra, parece llegar a un estado límite en el cual se tramita, con más de una arbitrariedad, ya no la libertad y autonomía de su arte, sino la libertad de él mismo como sujeto.
Situación que podría interpretarse como la puesta en escena de una política abiertamente represiva contra Luis Manuel Otero, cuya intención no debe relacionarse, en ningún sentido, con la cultura; así sea esta una cultura totalitaria que margina y excluye todo lo que no le es afín.
La represión que hoy recae sobre Luis Manuel pasa del ostracismo cultural a la aniquilación cívica, y en este punto valdría formular algunas cuestiones a propósito de las violaciones legales que se le imputan y, también, respecto al reducido marco de libertades que nos deja a todos un proceso como el que hoy atestiguamos.
Preguntémonos si este clima de tensiones y sus muchas resonancias es menos favorable que guardar silencio y dejar que se lleve a cabo un proceso cuya pretensión es extirpar, momentáneamente, todas las formas de disidencia que Luis Manuel Otero encarna o con las cuales se compromete.
Al cabo, una parte de la comunidad intelectual cubana se ha venido pronunciando, ha sacado afuera su frustración respecto a la actual situación del artista. Acaso todos hemos entendido lo evidente: donde cada uno de nosotros se ha expuesto desde la palabra, ese joven ha expuesto su cuerpo.
El suyo, entonces, podría leerse como el cuerpo de una generación; ergo, su suerte también será la nuestra.