I
La llegada al poder del gobierno castrista significó para Cuba, a nivel de conciencia social, un giro de 180 grados. Se desatan una serie de medidas destinadas a “sanear” la sociedad de los vicios heredados de la sociedad capitalista, que a su vez eran el resultado de la gestación del criollo cubano, nacido en la colonia. Teóricamente, estas medidas estaban encaminadas a mejorar la realidad del cubano: se socializa la educación, se alfabetiza y se difunde la enseñanza artística, se hacen gratuitas la escolaridad y la medicina; se reconstruyen las prácticas sociales y se procura la convivencia interracial, interclasista e intercultural.
Pero, a la vista de las definiciones antropológicas que se sostienen a día de hoy, sobre todo para el estudio de la pervivencia de sociedades preindustriales y subdesarrolladas, ninguna sociedad altera su conducta por una subversión instantánea de las normas políticas (en este caso, se disfrazaron de mejoras sociales). Tampoco estas, para definir el caso, cambian el pensamiento cultural del individuo en periodos históricos tan cortos como seis décadas (aunque para los cubanos parezca una eternidad, dicho sea de paso).
El poder asumido por el líder supremo y sus sucesivos testaferros en la Isla sustituyó el concepto de “cultura” por el concepto (de entramado político-ideológico) “patria”. Si la cultura, en su sentido etnográfico (como nos dice el reconocido antropólogo Marvin Harris), es ese todo complejo que comprende conocimientos, creencias, arte, moral, derecho, costumbres, capacidades y hábitos adquiridos por el hombre en tanto que miembro de la sociedad,es obvio que, entonces, al cambiar “cultura” por “patria” se eludía la responsabilidad de la permanencia cultural cubana. “Patria” es sencillamente una entelequia ideológica, que no se construye desde ninguna realidad material y, por ende, el pretendido cambio moral de la sociedad cubana, y de cada uno de sus miembros, no ocurrió.
La teoría de que un proceso de cambio social necesita una cultura que defienda sus valores, no valida para nada la imposición y la censura. Cuando se instrumentan cambios de orden social, movilizando todas las estructuras que son pilares dentro de una nación, el individuo adoptará paulatinamente una postura ante los cambios, siendo muchas veces promotor, accionista y peticionario de los mismos. El individuo, inmerso en la reestructuración del medio en que vive y participando activamente en la reorganización de valores, se postura al unísono de los cambios, viendo lo nuevo en función de la amplitud de sus derechos y su libertad para ejercerlos. Sirva esto para entender que es el propio hombre quien construye los cimientos de su nueva condición, y que, anhelante de cambios, se atrinchera para defender sus logros.
Sin embargo, simplemente se alteró el entorno y los cubanos fueron cobijándose en un “travestismo” hacia afuera, conservando su arraigada forma de comportamiento. Desde el poder y las instituciones, un falocentrismo de corte militar y bárbaro vitoreaba la conducta del hombre nuevo: supermachos, homofóbicos y misóginos a los que no le falta, todavía hoy, una conducta prostibularia; la esposa deviene sirvienta, puta, objeto de deseo de otros hombres y cómo no, recipiente de los traumas, los trastornos y la violencia del hombre (ese brote mediterráneo de “la maté porque era mía”).
Agreguemos a esto que la mujer cubana, a pesar de su supuesta liberación y su presencia mediática (lo que resume la discriminación positiva), tampoco ha cambiado mucho el chip. Comportamientos como la prostitución juvenil, la aceptación de los micromachismos, los casamientos por acuerdos, entrar en los juegos del adulterio, también son componentes que se mantienen en la “tautológica patria”. Este planteamiento puede ocasionar sarpullidos en las teóricas del feminismo en Cuba, que fuerzan (a nivel de pluma y papel, con conceptos de feminismos ya descatalogados) la presencia de la mujer cubana culta y retribuida, y desvían la atención hacia lugares donde ellas afirman que reside la marginalidad.
Y yo me pregunto: ¿hay algún lugar en Cuba donde no exista la marginalidad? ¿No ha sido la Isla un experimento sombrío cuya finalidad era rasar la sociedad hasta el plano de la igualdad más absoluta? Entonces, ¿de qué periferia nos hablan estas académicas y algún que otro académico?
Tengamos en cuenta que las mujeres intelectuales, con posturas tendentes al feminismo, pertenecientes a una burguesía ilustrada, y que contribuyeron al entramado de la cultura nacional (Lydia Cabrera, María Luisa Gómez Mena, Isabel Castellano, Mercedes Cross Sandoval), emigraron casi todas tras el arribo del Atila Latinoamericano; y las que quedaron se encargaron de difundir el mensaje del amo.
Pensemos que las productoras de cultura, artistas visuales, cineastas, músicas, escritoras, bailarinas, actrices, han sido seleccionadas primero por su servilismo al poder, y las demás, las sobrantes, malinterpretadas a posta para emitir una lectura errática (Amelia Peláez, Antonia Eiriz, Loló Soldevilla, Hilda Vidal, Sandra Ceballos, Clara Morera, Celia Cruz, Lupe Joly, Olga Guillot, Celeste Mendoza, Zoé Valdés, Belkis Cuza, et al), han sido silenciadas por la ideología, estigmatizadas, negadas por las instituciones académicas, obligadas al exilio o a vivir en el ostracismo en la Isla.
Recuerdo una frase de Gerardo Mosquera en un artículo sobre los ochenta: “en Cuba no hace falta un feminismo ñoño y bravucón”.
Entonces, sin la actuación de las mujeres intelectuales, académicas y artistas con tendencia feminista (no incluyo otras áreas: científicas, investigadoras, deportistas, porque no manejo los datos con exactitud); sin su saber expuesto en la Isla, es de Perogrullo que la mujer cubana, o es servil al poder o es socialmente marginal (ateniéndonos incluso a la relación que tiene este término con el de disidente). Con lo cual, no me vale ese concepto de “zonas marginales” con enfoque etnocéntrico.
Pero, aun saltándonos todo lo anterior, baste decir que en Cuba no se repartió jamás la riqueza, sino que se masificó la miseria. Así, la conducta marginal de hombres y mujeres, independientemente de su nivel cultural, es hoy por hoy, y desde hace más de cinco décadas, inherente a la sociedad cubana.
La postura marxista-leninista de un castrismo machista, narcisista, megalómano y ególatra, que en principio contó con el apoyo no solo del pueblo, sino de la clase burguesa y de los intelectuales, se convirtió muy pronto en un continuo acoso y derribo de todo aquello considerado como atentado a los principios revolucionarios, que luego se convirtieron en leyes. Todo quedó en una legalidad controladora, y la respuesta de una sociedad civil militarizada fue, en parte, mirar al pasado: un pasado vislumbrado cada vez más como “lo bueno”, un pasado siempre ubicado antes del fatídico año 1959.
La pobreza, la poca viabilidad, la carencia de los más elementales recursos, de los productos básicos y de primera necesidad, engendra por ontología una conducta asocial o antisocial, una vuelta a modelos anteriores y una educación de generaciones con los antiguos modelos sociales y éticos. Es como una especie de culturación, donde la sociedad se va decapando al llenarse de groseras figuraciones de derrota, y busca los valores de pervivencia y seguridad que provienen de un ayer añorado y preferible.
II
El cine ha plasmado, con más verosimilitud que ninguna otra de las artes, la caída de los valores humanos, la sucesiva degradación social y la marginalidad que se ha extendido por Cuba, en tanto sombra que borra cualquier color.
Recuerdo con estupor la película El rey de La Habana: una cruda escenografía de la depauperación humana y material de una ciudad que en su día era una metáfora repetida en canciones y poemas de los más grandes autores. Tanto los personajes como los entornos donde se mueven son una representación vívida de la realidad, no solo habanera, sino cubana. Me pareció que esta película era la consecuencia del dilema irresoluto de Conducta, vista desde los prismáticos de la famosa secuencia de Memorias del subdesarrollo, y superada con creces la utopía profética de Los sobrevivientes.
Tanto El rey de La Habana como Conducta y Los dioses rotos, entre otras películas, reproducen la evidencia del carácter y los valores de la sociedad cubana de hoy. La proyección de la conducta machista, dominante, discriminatoria, del hombre como maltratador (con comportamientos carcelarios, con una autoridad total para quitar la vida a sus mujeres; un poder atribuido muchas veces al desconocimiento de la importancia de la mujer en los cultos afrocubanos, la tergiversación de sus contenidos simbólicos y didácticos), así como las mujeres degradadas, prostituibles, es una evidencia de que, desde los estamentos de poder, en la realidad social cubana no se ha realizado ningún trabajo que evite estos comportamientos.
A nivel académico, una de las primeras personas que realizó un trabajo de investigación sobre arte y feminismo en Cuba, y que continúa dicho trabajo como parte de su investigación doctoral, es la autora de este artículo (Véase El discurso femenino en la vanguardia plástica cubana, Reservorio Universitario, Universidad de Santiago de Compostela, 2011). Toda la anuencia de las teóricas del feminismo cubano, que ahora trabajan desde un neofeminismo que incentiva la creación de conceptos errados (con h y sin ella), cargándose siglos de evolución y lucha de las mujeres por ganar derechos. Ese “neo” ha cometido el primer feminicidio: matar el movimiento feminista caracterizado por la lucha perseverante y evolutiva.
Es obvio que siglos de lucha feminista occidental han creado un constructo de saberes variados y sólidos. Sin embargo, estas académicas y teóricas del feminismo cubano, más que liderar un movimiento práctico que después sea teorizado para reformularse nuevamente en el terreno, se han comportado como obedientes escribanas. Sin crear un feminismo de lucha, pretenden analizar y protagonizar esas absurdeces del lenguaje inclusivo, los eslóganes del tipo “si me miras me violas” y otras superficialidades que en Occidente pueden hasta dejarse pasar porque las intelectuales, las académicas y las feministas de movimiento (ancladas en la evolución teórica permanente) tenemos muy claro cuál es el epicentro de nuestro compromiso: tanto en el estudio como en los parlamentos, tanto en las redes sociales en las calles.
Pertenecemos al feminismo de emergencia, nos pasamos el testigo por generaciones, argumentándonos desde la herencia del conocimiento y desde nuestras respectivas áreas del saber (que son áreas de poder), para plantear los problemas y proponer soluciones y exigir que se legisle. Por ejemplo: la legalización del matrimonio homosexual, en 2006, y la Ley Contra la Violencia Doméstica y de Género, que si bien aún no está concluida, sí ha entrado en vigor dentro de la legalidad española y está ratificada y respaldada por los estamentos legislativos internacionales que actúan para la Comunidad Europea.
Ahora nuestra lucha no es penalizar los feminicidios, sino actuar antes de que ocurran: creando conciencia de aviso, poniendo servicios de teléfono para denunciar, aumentando los refugios para mujeres maltratadas, rescatando prostitutas amenazadas por las mafias de la trata de blancas; creando organizaciones donde psicólogas, abogadas y médicos ayudan a las mujeres que han dado el paso de abandonar y no ser una más, sino una menos; brindando acompañamiento a mujeres emprendedoras, contratándolas cuando empiezan sus primeros pasos, creando empresas con ellas y para ellas.
El feminismo es un movimiento de acción que se vale de los saberes de sus militantes para actuar en la realidad y cambiar el status quo, dando pasos firmes y resolutivos para pasar a la próxima pelea y al próximo derecho.
Me pregunto: ¿qué se puede opinar del feminicidio en Cuba, que ha saltado ahora a las arenas virtuales y que es demonizado y desmentido por los medios de comunicación masiva (un periódico que parece una hoja parroquial, donde no habitan periodistas sino simples linotipistas de frases hechas que adaptan según la orden de redacción)? ¿Cómo puedo opinar, si soy consciente de que Cuba es un contexto marginal y las feministas de postín y boletos de avión dicen que los feminicidios ocurren solo en zonas marginales y que el trabajo debe empezar por la inclusión lingüística (a la que dedican pliegos y live en redes)?
¿Qué se puede decir, desde 30 años y un océano de distancia de la Isla del terror, si me he fraguado en el coraje de exponer por primera vez estos temas en las aulas de la Facultad de Artes y Letras (con mi tesina de Licenciatura dedicada al boom de mujeres artistas de la década de 1980), integrándome luego, desde mi arribo a Galicia en 1994, a la élite intelectual feminista reunida en torno a la escritora María Xosé Queizan y el tabloide Festa da Palabra Silenciada?
No puedo y no quiero vaticinar el futuro del maltrato y los feminicidios en Cuba. Tampoco puedo explicar cómo esas feministas teóricas, académicas y parlantes en congresos, podrán dormir con el peso de tantas mujeres muertas o denigradas mientras ellas crean circulitos de marginalidad en el mapa cubano y hablan largamente (tienen que usar el lenguaje inclusivo) para al final no proponer medidas que detengan esos feminicidios.
Creo que, por más que opinemos los malnacidos de afuera (no sobre este, sino sobre cualquiera de los actos terribles que a diario se producen en Cuba), es desde dentro que podrán cambiarse las cosas: con más acción y menos explicación, desde la creación de movimientos visibles que tengan el apoyo de la diáspora cubana (esto, por supuesto, represión aparte, de la cual soy consciente). Hay que mojarse de miedo para conquistar la justicia o morir por ella, si no tomas el exilio por montera. Como dicen los gallegos: “Quen quera peixes, debe mollarse o cu”.
La ley de la palabra individual
Tenemos una exorbitante tasa de muertes de mujeres por maltrato doméstico, y otra tasa también alta de suicidios; datos que el gobierno ya no puede ocultar. Cuba necesita urgentemente un amparo judicial para los casos de violencia sobre la mujer, pero esto no es suficiente si no va aparejado de un cambio de mentalidad.