Ana Olema: “Exiliarte significa inventarte un país”

Conocí a Ana Olema inesperadamente, creo que fue en el programa de Don Juan Manuel Cao. Se presentó como “ciberactivista” y una estela de títulos nada nobiliarios, pero efectivos en su práctica.

Aunque el “concepto” me resultó esnobista, un modo exagerado de llamar la atención, detrás de él se atrincheraba, cuchillo en boca, la “amazona de Cuba”. Una mujer no menos esnobista, extrovertida, apasionada, interesante, intensa y extensa en territorio, solo que, con la furia de Salomé, iba garabato en mano, chapeando bajito.

Ana Olema se aleja cada día más de la encarnación del “arquetipo” de artista o intelectual tercermundista, impuesto como norma proletaria y reproducido gustosamente por algunas mujeres dentro y fuera de la Isla. Ella es todo lo contrario.

Solamente he conocido dos mujeres así: Ana Olema es una de ellas; la otra es Wendy Guerra. Pero este ya es otro tema…

Las preguntas que Ana Olema responde en esta entrevista para Hypermedia Magazine, intentan ser parte de un proyecto más ambicioso que tiene como centro de atención las visualidades que abordan la relación entre la nación y las artes.

¿Desde dónde se habla cuando se trata de la nación cubana?

La idea o noción de nación ha sido una constante en mi obra. La nación para mí es el individuo, la individualidad. Yo, como nación en sí. Esta idea ha sido recurrente a lo largo de todos estos años y ha estado presente en toda mi obra y mi praxis artística.

Desde el 2005 he pretendido de-construir las relaciones Estado-individuo, individuo-Estado, así como las dinámicas que en torno a ellas se establecen.

Yo crecí y me hice adulta dentro de un Estado totalitario comunista. De modo que pensar en estas relaciones ha sido una obsesión, una fascinación y una necesidad; porque lo que he pretendido comprender es cómo funciona esa idea de nación establecida desde el Estado, no solo a nivel político, sino también a nivel psicológico. A partir de ahí he tratado de generar una serie de tropos, de visualidades, como una forma, como una herramienta para encontrar determinadas respuestas, posibles o no.

Como ya había dicho, la nación en mi obra es la individualidad; pero, sobre todo, es el cuerpo, es mi cuerpo. Esta va a ser otra de las constantes en mi trabajo. Pero no el cuerpo per se, sino el cuerpo del individuo. La individualidad se hace un cuerpo en relación y pertenencia de y para un Estado totalitario que lo concibe como propiedad.

Este es el fundamento de Expropiada (2018): una obra que subraya la necesidad de “definir”, clarificar o al menos nombrar a la nación cubana.



Ana Olema, Expropiada, 2018 (1).


Expropiada es una acción legal por concepto de expropiación de mi cuerpo en contra del sistema totalitario establecido como Estado en Cuba. La obra fue expuesta en la #00 Bienal de La Habana; una bienal de artistas independientes cubanos que en su mayoría eran miembros del Movimiento San Isidro. Gracias al Instituto de Artivismo Hannah Arendt, dirigido por la artista Tania Bruguera, pude participar en ese evento.

Las corrientes filosóficas y políticas liberales, así como la influencia de la escuela austriaca, fueron el fundamento y la lógica a partir de la cual la idea de Expropiada fue cobrando sentido y, sobre todo, forma. Particularmente, el argumento o principio fundamental a partir del cual se reconoce el derecho de propiedad, que es también el reconocimiento de la posesión de tu cuerpo. De este modo, nadie, ni una persona ni un grupo de personas —que en este caso es la encarnación del Estado, desde el cual se ejecutan sus dinámicas y operaciones— tiene derecho a determinar sobre o en torno a él.

Si el Estado no tiene derechos sobre tu cuerpo, este —el cuerpo— debe ser entendido como primera propiedad, como propiedad privada; como la base para establecer y garantizar las libertades y derechos individuales. A partir de ahí es que es posible adquirir una conciencia del cuerpo como primera instancia del sujeto y de la propiedad.

Expropiada es, por eso, una acción legal; una acción que se articula desde el derecho humano. La intención es probar cómo el Estado totalitario cubano ha expropiado mi cuerpo, cómo me ha privado de él. La acción legal no es más que un forcejeo con el Estado totalitario, ante la imposibilidad de tener un cuerpo que adquiere sentido en esa individualidad que es la nación en sí.

De cierta manera, me convierto en la vocera —a través del texto que es el cuerpo legal de la demanda, la demanda como obra de arte— de todos aquellos que, anulados como individuos, han sido desprovistos de su cuerpo por un sistema totalitario.

Ahora, ¿cómo se construye una nación si el individuo está anulado como entidad, como instancia?

Al ser una acción legal concebida como obra de arte, Expropiada entraña el reto de la indemnización, en este caso simbólica: la vida humana es invaluable. Sin embargo, Expropiada exige al Estado totalitario el emplazamiento de un monumento en el área del Capitolio, desde donde funciona la Asamblea Nacional, que es una suerte de “Parlamento”. El monumento es un collarín de esclavo a gran escala, muy en sintonía con los monumentos que recuerdan a las víctimas de los genocidios. Una tarja emplazada en el piso lleva grabado un mensaje en latín.



Ana Olema, Expropiada, 2018 (2).


El monumento invita al visitante, al individuo, a convertirse en la llave que abra la cerradura de esta suerte de panóptico secular. De ese modo el individuo, al ser la encarnación de la nación, es el único responsable de romper con el sometimiento, con la esclavitud estatal. Vemos al individuo como parte de un plan colectivo, pero no disuelto o negado en su individualidad.

Pero yo también hablo de la nación como micronación. Como la posibilidad —fundada y consumada en el territorio de mi propio cuerpo— de construir ese Estado micro. Fíjate: el individuo, la individualidad, el cuerpo una y otra vez.

Si mi cuerpo es la nación en sí, y es una nación destinada a desaparecer, los roles se van asignando a esa micronación que es mucho más, porque parte del reconocimiento de la soberanía del cuerpo, la soberanía del individuo; por eso, la bandera que identifica a esta micronación es blanca y tienen mi huella dactilar.

A partir de todos estos elementos corporales se va estableciendo una serie de cuestionamientos relacionados con la identidad de ese Estado y de cómo nos identifícanos o no con ello.



Ana Olema, Expropiada, 2018 (3)


Sobre esta indagación en torno a la nación he desarrollado tres líneas fundamentales, que es lo que he llamado “Presentes alternativos”, “Abstraccionismo praxiológico”, y una última que esta más orientada a la “Relacionalidad”. Desde esta última línea de investigación he desarrollado lo que me gusta llamar “infoesculturas”; pero de esto imagino que hablaremos más tarde en la entrevista.

Las obras a las que he estado haciendo referencia entren en lo que he llamado “Presentes alternativos”. Algunas de estas obras pueden operar desde el absurdo, otras funcionan desde el deseo o la posibilidad de ser; pero se podría tener la percepción de que, en uno u otro caso, ninguna de ellas tendría cabida en el presente.

Por eso me gusta tanto la idea del presente alternativo, que es un término que viene del cine. No es una formulación del futuro, sino más bien una evaluación de lo posible dentro de una serie de presupuestos mínimos que hay que tener para llamar realidad a la realidad. Todo lo que he comentado hasta ahora son presentes alternativos para una nación, en este caso la cubana.

El desmontaje de la memoria como política de Estado ha tenido un papel fundamental, por no decir definitorio, en el sistema totalitario cubano. ¿Por qué ese temor u odio repulsivo al pasado histórico?

Pasó una cosa muy interesante, y es que el artista Luis Manuel Otero Alcántara, amigo y colega, sufrió un ataque por parte de la Seguridad del Estado cubana. Esta mostró una suerte de fotos íntimas, comprometedoras, que tenían que ver con el cibersexo.

Esto me impactó, pues tiene muchas implicaciones, sobre todo con lo que yo había venido trabajando desde mi obra. Es decir: la capacidad de un Estado totalitario de controlar un cuerpo; a lo que se suma el control de un proyecto de vida y, por extensión, de tus ideas y tu mente. Este acontecimiento —si es que se le puede llamar así— dice mucho de lo que significa vivir en un sistema totalitario.

Lo interesante sigue siendo cómo explicamos esto, no solo a nosotros mismos, sino también a las demás personas; es todo un reto. Por eso el arte, las obras, y el pensamiento crítico que estas generan, termina siendo un documento, un “manual”, un registro que puede o debe indicar, sugerir o “explicar” cómo se ha torcido un camino en detrimento del hombre.

Hay un grupo de artistas cubanos que, entusiasmados con ese carácter libertario y crítico, van reconociendo la individualidad, la libertad, la integridad, su derecho de propiedad, su derecho de autodeterminación y autogobernación; su derecho de no agredir, su derecho a ser protegido; y desde estos emplazamientos han comenzado a producir obras, como respuesta alternativa y crítica a la política cultural del castrismo y su institucionalidad.

Mal recuerdo un poema de Heberto Padilla —tengo una terrible mala memoria para memorizar versos— que hace referencia a un sujeto que carecía de entusiasmo, no aplaudía. Y lo recuerdo por lo impactante que fue para mí el hecho de reconocer la necesidad de no tener entusiasmo por un proyecto colectivo. Parecería que estamos hablando de tópicos y situaciones de la década del setenta, o de los ochenta, pero —por paradójico que parezca— cargan con una historicidad que llega hasta hoy, para hacerse presente.

Lo que ha prevalecido es el Estado totalitario, omnipotente, que ha intentado —y en ocasiones logrado— suplantar tus recuerdos, las necesidades más elementales, así como gobernar sobre tus miedos para ir formando paulatinamente una personalidad, una identidad.

Todo esto no es mas que un preámbulo para entrar en la pregunta sobre el desmontaje de la memoria como política de Estado…

Pensemos en la madre de uno de los personajes más vilipendiados de la historia de Cuba: Tomás Estrada Palma. Pensemos por un instante en esta mujer que se fue a la manigua con casi ochenta años, que es raptada y condenada a muerte. ¿Por qué no sabemos nada o casi nada sobre este personaje, y sí mucho, por ejemplo, sobre la madre de Antonio Maceo? ¿Por qué no tenemos una visión humana de la historia? Todos estos prejuicios y remanentes van a tener incidencia en los exilios históricos y contemporáneos.

Pensemos también en Carlos Manuel de Céspedes y su alzamiento del 10 de octubre de 1868. ¿Por qué los cubanos no saben que Carlos Manuel de Céspedes no es la primera persona que otorga la libertad a los esclavos en Cuba? ¿Por qué no se habla del camagüeyano Joaquín Agüero de Agüero, quien fue verdaderamente el primero en esta iniciativa? Estas “simples cosas” van a adquirir, en el proceso de manipulación histórica y política, la magnitud de una avalancha.

Explicando un poco este proceso, Carlos Alberto Montaner divide la historia de la nación en la “república mambisa” y la república que emerge después del derrocamiento de la dictadura de Gerardo Machado. En esta distinción aparece la variable Fidel Castro, no como catalizador de estos procesos, sino como una consecuencia.

En esta misma sintonía, el libro de César Reynel Aguilera, El soviet caribeño: La otra historia de la Revolución Cubana, desarrolla una comprensión de la historia de la nación en donde el Partido Comunista, y no Fidel Castro, viene siendo el epicentro de la tragedia cubana.

Y es que el desmontaje de la memoria desde el sistema totalitario cubano articula una suerte de memoria propia, un corte con el pasado, una ruptura radical, una sustitución de los principios tutelares que históricamente habían conformado y confirmado la nación; de este modo Fidel es el padre, pero es la encarnación del sentido de Patria —mayúscula incluida—, donde también el Estado “revolucionario” es la nación.

Es lamentable que el arte cubano no se plantee la necesidad de crear una suerte de “pararecuerdo”, de “paramemoria”, de “metamemoria”, de archivo paralelo —no necesariamente tiene que ser antagónico— a la narrativa oficialista. Para cualquier artista que viva en un Estado totalitario, esto debería ser una función vital.

Yo he pensado mucho en esto. Si un artista pasa por alto este elemento, ¿está en capacidad verdaderamente de producir una obra de arte dentro de un sistema totalitario? Pensemos en el libro de Boris Groys, Obra de arte total de Stalin: topología del arte, ampliamente difundido en la comunidad de artistas cubanos. Groys enfatiza en este aspecto. Dentro de un sistema totalitario, un artista nunca va a ser verdaderamente un artista a menos que genere esa función vital a la que hago referencia.

Después viene el exilio. Exiliarte significa también quedarse sin país, sin interlocutor, pero al mismo tiempo te toca inventarte un país, un interlocutor, un espectador. Es una experiencia bastante traumática; al menos en mi caso lo ha sido.

La ideología de la muerte es la base de la “razón” revolucionaria. Rafael Rojas enfatiza en el hecho de que la Revolución Cubana quiere derrumbar el pasado y controlar las ruinas. ¿Cómo puede el activismo, desde el arte, producir o incidir en estas relaciones de poder y control, para generar una conciencia del cambio?

Hay varios aspectos en tu pregunta. Primero la idea de la muerte, la idea de gobernar una nación de zombis. Casi parece la trama de una película en la que el protagonista es un dictador acomplejado porque nadie lo va a votar.

Como todo el mundo sabe, Fidel Castro nunca se midió a sí mismo —su popularidad— en unas elecciones. Esto ni siquiera tiene que ver con las dictaduras posmodernas, al estilo de Venezuela y Nicaragua, que tienen la desfachatez de hacer elecciones fraudulentas.

Si te pones a pensar, Fidel Castro era un tipo acomplejado, y tú sabes lo que eso significa en la cultura cubana. Bajo este presupuesto está construido todo el sistema; un sistema que, ni ejerciendo el terror, ni así, se mide en unas elecciones. Es decir, todo el sistema está construido sobre esta suerte de complejo profundo digno de un psicoanalista argentino. Pero al mismo tiempo este complejo está construido sobre la tesis de que bajo ningún concepto se puede ir en contra de la imagen que Fidel Castro había construido de sí mismo. El pueblo enardecido que ama a su líder, quien a su vez ama al pueblo con un revólver encima del buró en una reunión con intelectuales temerosos de su futuro.

Es decir, la idea de la muerte ha estado presente desde el primer día, ya no solo en sus narrativas sino en su proceder escatológico. Fíjate si la idea de la muerte es consustancial a los sistemas totalitarios, que ahí esta la momia de Lenin: el triunfo de la muerte sobre la vida. Visto en perspectiva, es la prevalencia de un fracaso profundo.

Pensemos por un instante en este hecho. ¿Por qué no hay monumentos a Fidel Castro? Los sistemas totalitarios comunistas de Europa del Este sí construyeron monumentos y los convirtieron en sitios de peregrinación, de veneración. En Cuba, ¿por qué el “gran líder” no los tiene? ¿Es porque en la Isla nunca se practicó el culto a la personalidad? Todos sabemos que no es así.

El terror de Fidel Castro al fracaso es tan grande que no tiene monumentos. Fidel Castro siempre tuvo miedo. Murió carcomido por el miedo a que, cuando todo colapse, la ficción que pretendió construir se venga abajo. Una estatua, un monumento a Fidel Castro, no es más que el fetiche donde se va a proyectar todo el odio, todo el desamor de un pueblo.

El desamor, el rechazo, el miedo a no ser amado, que no son otra cosa que la proyección de un autoritarismo familiar, hace del niño Fidel Castro un sujeto “desvalido” que, en la formación de su personalidad, potencia estos valores y estos temores. Fidel Castro hizo una proyección de su rechazo personal, desde su experiencia familiar, desde ese núcleo fundacional dominado por el patriarca franquista y anti-cubano, Ángel Castro.

La Cuba castrista y poscastrista esta construida a partir de esta relación. Y esta es precisamente la relación que hay que quebrar. Habría que orientar a la nación hacia una percepción más moderada, hacia la prevalencia de la razón por encima de lo pasional. Para mí sería una ganancia fabulosa; ese es el gran reto, una apuesta sobre la vida.

La moneda actual —y cierro con esta idea—, dice “Patria o Muerte”, pero la moneda original, acuñada en la Cuba republicana, decía “Patria y Libertad”. La percepción no puede ser “Patria o Muerte”, tenemos que restaurar en la conciencia del cubano esa noción de libertad. “Patria y Libertad”, que es también “Patria y Propiedad”, “Patria y Felicidad”. Vivir, ser, crear, tú, yo, todos nosotros, los que estamos fuera y los que estamos dentro. Es “Patria y…”, no “Patria o…”; no es ponernos a elegir entre la vida o la muerte: es la vida o nada.

Ahora, tu pregunta tiene una segunda parte y está relacionada con la idea del activismo en el arte y cómo puede incidir en las relaciones de poder y control.

Desde mi experiencia, yo tengo muy claro cuándo estoy haciendo arte y cuándo estoy haciendo activismo. No todo activismo puede desembocar en una construcción simbólica, en un tropo, para ser llamado arte. Para el activismo, la prioridad no es una construcción o deconstrucción simbólica; de este modo, no todo el activismo es arte, porque la prioridad es la denuncia. Ambas esferas pueden generar una realidad, y esta es la razón por la cual yo me hice artista. Eso lo descubrí y lo aprendí en la Cátedra Arte de Conducta de Tania Bruguera: el artista, al crear realidades, genera relaciones e interacciones humanas.

De este modo, si un artista interactúa con el activismo, o viceversa, lo que es relevante es la construcción de realidades, que no necesariamente deben estar “destinadas” a existir pero que de cierto modo existen en el pensamiento. Esta acción ya genera una relación en el sentido de la apropiación. Una vez que una idea se hace pública, los “otros” ponen en práctica mecanismos —muchas veces conscientes o inconscientes— de apropiación. Visto así, este es un momento sagrado, entendido en el sentido ecuménico: como restauración de la unidad. A mí me gusta llamar a estas construcciones “presentes alternativos”.



Ana Olema, Julias Fractal for Totalitarian Behavior Study.


Cuando tú comienzas a generar una fractura entre lo que ha ocurrido, lo que debió ser y lo que podría haber sido, y lo sustituyes con eso que he llamado “presentes alternativos”, comienzas a “jugar” con algo que en los movimientos políticos se llama “políticas prefigurativas”, que es la idea de crear sociedades dentro de sociedades, de crear otro tipo de relaciones humanas. Esto, si bien ya existe en las prácticas políticas, desde el arte puede potenciar otro tipo de creatividad, en este caso simbólica. Y esa debería ser la meta de todo artista: generar una simbología que lo identifique y que, mediante ella, transforme realidades.

Te pongo un ejemplo. En mi caso, la llamada “revolución o rebelión de los girasoles”, que aconteció el 8 de septiembre de 2019, marca un antes y un después en el resurgimiento del exilio, al menos aquí en la ciudad de Miami. A esta acción habría que agregar la entrada de un nuevo e inesperado sujeto —no podríamos calificarlo ahora mismo—, el influencer; a lo que se suma —y no es mera añadidura— todo lo estaba ocurriendo en Cuba.

Ocurrió entonces que se produjo una apropiación social del girasol como símbolo. Yo como artista, y un grupo de activistas, colocamos ese símbolo ahí, y la avalancha que produjo ese símbolo en términos sociales fue impresionante. Cuando el símbolo logra esa síntesis y agrupa diferentes miradas y perspectivas, es algo extraordinario. Y cuando ese símbolo, por ejemplo, salva a personas de la prisión, es maravilloso.

Por eso me hice artista, porque sé que desde mi práctica simbólica puedo resolver muchos problemas concretos. Una acción creativa desencadena un movimiento cuyas dimensiones uno nunca puede calibrar, sobre todo porque el arte y los artistas —en este caso visuales— ponen sobre la mesa soluciones inimaginables, absurdas para un burócrata.

Esas soluciones que el artista pone sobre la mesa, son la posibilidad de darle vida a una nación que está muerta, una nación de zombis, una nación de muertos vivientes, tal cual la quiere el Estado.

¿Cómo las relaciones políticas de la nación generan un activismo desde el arte, y cómo este contribuye a ensanchar el espacio de interacción simbólica de eso que hemos llamado “arte cubano contemporáneo”?

Lo primero sería acotar la idea, discutida o discutible, sobre si existe esa cosa que todos llaman “arte cubano contemporáneo”. La cuestión aquí sería determinar cuán contemporáneo es el arte cubano, pero esto no es una polémica de hoy: es una polémica que viene desde la fundación de la Academia San Alejandro, con su función social y pedagógica. Este “antagonismo” entre dos líneas de pensamiento y producción simbólica, y la no existencia de un consenso al respecto, hace que la pregunta sobre la naturaleza de este conflicto siga estando hoy más presente que nunca, ya no solo desde la crítica sino desde la misma producción.



Ana Olema, Some Flag Fractal Study (Díptico), 2019. De la serie Black Period (1).


Sin embargo, lo que se pierde de vista es que estas dos comprensiones se complementan, aunque desde la institucionalidad política hay una vocación reduccionista. Y digo esto porque esta institucionalidad, que se arroga el derecho de afirmar qué es y qué no es arte cubano, no contempla en esa “determinación” toda la producción simbólica que se produce en los exilios.

Al mismo tiempo, hay ciertos presupuestos y operatorias que, si bien son particulares y        —paradójicamente— lo que menos quieren es ser etiquetados como “arte cubano”, son los que más cerca están de esta comprensión simbólica.

Cuba ha tenido un lugar muy importante en mi obra. Pero más que Cuba, el metatema en toda mi obra ha sido la tragedia comunista que ha azotado al país. Mis primeras obras estuvieron asociadas al fenómeno del adoctrinamiento; eso me ha condicionado como una artista política, a diferencia de otros colegas que han tenido una vocación mas antropológica, “desconociendo” el carácter político de todo esfuerzo antropológico.



Ana Olema, Some Flag Fractal Study (Díptico), 2019. De la serie Black Period (1)


De modo que las relaciones políticas de la nación van a condicionar una producción simbólica que intenta cambiar una realidad, en este caso totalitaria.

Gracias, Ana, por todas estas ideas, por tus palabras y tu pasión. Esta entrevista parece una cinta de Moebius; hay un bucle, una suerte de recursividad en todas tus respuestas: un cuerpo que puede leerse a fragmentos, o en un orden no necesariamente descendente.




Manuel Almenares

Manuel Almenares: “Fotografiar la marea como venga”

Yenny Hernández

A propósito de su ensayo fotográfico La enfermedad sobre la enfermedad, y de la muestra virtual homónima auspiciada por el South Florida Latin American Photography Forum para la plataforma online The Exhibit, Manuel Almenares (La Habana, 1992) ha tenido a bien compartir con Hypermedia Magazine.