Cristóbal Bellolio: “No está todo perdido, gobernar es navegar”

El pasado domingo 4 de septiembre, el pueblo chileno rechazó una nueva Constitución que venía a reemplazar la actual, surgida durante el gobierno de Augusto Pinochet.

La votación —a la que estaban convocados 15,1 millones de chilenos, de los que acudieron 13 millones— se cerró con un 61,86% a favor del Rechazo. 

El No a esta nueva Constitución ofrece múltiples lecturas. 

Para algunos, es una victoria de las fuerzas moderadas —tanto de izquierda como de derecha— ante los envites de una izquierda más radical. Para otros, la expresión de la voluntad popular que, en una consulta anterior, había opinado en un 80% que Chile necesitaba una nueva Constitución. Pero, llegada la hora de la verdad de este 4 de septiembre, ha vuelto a expresar su opinión a través del voto y planteado que, si bien Chile necesita una nueva Constitución, no era esta.

El escenario político se torna complejo para el gobierno de Gabriel Boric, implicado a favor de la nueva Carta Magna, quien tiene por delante la enorme tarea de entregar al pueblo chileno una nueva Constitución a la medida de todos.

Desde el horizonte totalitario cubano, donde la expresión de la voluntad popular a través del voto, ha pasado a formar parte de las obras de ficción, Chile nos luce como un ejemplo admirable de ejercicio democrático, de respeto por la ciudadanía y de la conciencia de esta, de que, en su opinión transmitida a través una boleta, tiene el poder y la obligación de exigir a sus gobernantes y gestores un Chile mejor.

Lo que hizo la convención fue crear un programa de gobierno que le viene como anillo al dedo a un cierto tipo de izquierda identitaria.

Para conocer los detalles de esta consulta y las expectativas que se abren en el país y al gobierno de Gabriel Boric de cara al futuro, desde ‘Hypermedia Magazine’ conversamos con Cristóbal Bellolio, escritor y profesor de Derecho y de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez, además de columnista en varios medios de comunicación. Su libro más reciente es ‘El momento populista chileno’ (Taurus, 2022).


¿Por qué es necesaria una nueva Constitución en Chile?

La actual Constitución no genera lealtad en la población. Es una Constitución que se percibe como impuesta por un régimen dictatorial y que, si bien ha tenido innumerables reformas, no han contribuido a darle mayor legitimidad al ejercicio. 

A veces, las constituciones no tienen legitimidad de origen, pero la adquieren en el ejercicio. Me da la impresión de que no ha ocurrido en este caso. La actual es una Constitución que se percibe como hecha a la medida de un sector político —en este caso de la derecha— y que dificultaría —o al menos es lo que señala muchas veces la izquierda— llevar adelante una agenda, un programa de gobierno progresista, transformador, socialdemócrata. 

La Constitución actual les dificulta la tarea a los gobiernos de izquierda porque les establece, por así decirlo, una camisa de fuerza, es ideológicamente muy partisana. Cuestión esta que es discutible; pero esa es la crítica. 

Por tanto, el objetivo que muchos teníamos a la hora de embarcarnos en un nuevo proceso constituyente era, justamente, que ahora sí teníamos la oportunidad de construir un acuerdo político que no fuese partisano —es decir, un acuerdo político donde todos los sectores pudiesen verse reflejados, donde todos los sectores, por decirlo de alguna manera, tuviesen sus huellas digitales— y que generara esa lealtad transversal que no logra el texto actual.

Esa era la idea, ese era el objetivo para muchos de nosotros a la hora de embarcarnos en un proceso constituyente. Lamentablemente, la Convención Constitucional no hizo eso. Por el contrario, lo que hizo fue redactar un texto donde creo que se cometió el mismo error de la Constitución de Pinochet, aunque esta vez de forma por completo democrática. Eso es un mérito del proceso chileno.

Una gran mayoría de los chilenos todavía estaba un poco bajo el embrujo del estallido social.

Pero se cometió el mismo error estratégico: se optó por una Constitución más bien de revancha, donde los sectores políticos más progresistas y las políticas identitarias primaron sobre la necesidad de llegar a un acuerdo amplio, transversal. 

Muchas veces en política hay un trade-off —como dicen los gringos—, entre la intensidad ideológica de una propuesta y su capacidad de convocatoria. La extensión versus la intensidad. Cuando tú eres muy intenso ideológicamente, pierdes capacidad de convocatoria, extensión. Y cuando eres más bien laxo o —digamos— poco profundo en términos de intensidad ideológica, dejas abierta esa discusión para otra instancia, en este caso la legislativa, etc., y logras mayor capacidad de convocatoria, ganas en extensión. 

Mi impresión es que acá lo que hizo la convención fue crear un programa de gobierno que le viene como anillo al dedo a un cierto tipo de izquierda identitaria. Pero que no era percibido como propio por otros sectores, en especial la derecha, que fue deliberadamente excluida de los acuerdos.

¿Cuáles son las causas del rechazo popular a la nueva Constitución?

Creo que hay varias hipótesis en competencia, no incompatibles, que podrían explicar el triunfo holgado, contundente, inapelable del rechazo. 

Hay una primera razón que tiene que ver con el cambio de clima político en Chile. Cuando entramos a este proceso, el clima político era muy distinto del actual. Poco tiempo después del estallido social, se interpretó el itinerario constituyente como una posibilidad de canalizar de forma pacífica, institucional y democrática el conflicto social. Yo diría que una gran mayoría de los chilenos todavía estaba un poco bajo el embrujo del estallido social, bajo la idea de que ahí se habían manifestado demandas muy profundas, muy sencillas, de la población y existía un anhelo de cambio, de transformación, de refundación incluso, también muy profundo.

Me da la impresión de que este clima político cambió durante 2020-2021; sobre todo después de la pandemia. Volvieron a aparecer viejas aspiraciones que se conectan con una sensibilidad más conservadora en el orden público, por un lado. Y cuando digo orden público, incluyo inmigración, delincuencia común, el terrorismo en La Araucanía —la zona sur de Chile—. Y, por otro, en la economía. La prosperidad económica obviamente se ha visto afectada por un escenario de inflación, de crisis, de decrecimiento.

Por tanto, esos temas de alguna manera disminuyeron el ansia refundacional. Disminuyeron las ganas de cambiarlo todo. Como dijo un constituyente: hubo algo de vértigo ante tanto cambio. Y en momentos en los cuales estas dos agendas —más bien conservadoras— se imponen (orden público y economía), la gente no quiere tanta incertidumbre. 

Apareció el concepto de plurinacionalidad y mucha gente, sencillamente, lo tradujo como una constitución indigenista.

Esta Constitución prometía mucha incertidumbre, muchos cambios, incluso, que ni siquiera se habían discutido, socializado previamente. Yo creo que la gente no quiso lanzarse a esos cambios porque cambió el clima político.

La segunda razón te diría que ha sido la poca reputación de los convencionales; es decir, de las personas que tenían a cargo elaborar la propuesta. Este cuerpo fue electo para este propósito, exclusivamente. Al principio aplaudimos que fuese muy diverso. Muchos independientes, mucha gente identificada con causas justicieras, muchos activistas. 

La idea de que no fuesen los mismos de siempre, que no fuesen los sospechosos de siempre, al principio fue muy aplaudida; pero ese mismo colorido y esa misma diversidad terminó jugando en contra a la convención porque se vio poco seria. Se vio —como decían algunos críticos— como un circo. Un circo, por cierto, con demasiado desplante performático. 

Muchos convencionales no fueron capaces de contener su subjetividad, sus pasiones, y fueron a pelear por causas específicas sin ver esto como una cuestión más bien sistémica, como la necesidad de un acuerdo político comprensivo. Estaban preocupados porque los artículos reflejaran sus temas. Cada uno con su pelea, en un tono muchas veces adversarial; y más que confrontacional —yo diría—, en un tono increpatorio. 

Hasta la primera presidenta de la Convención, Elisa Loncón, mujer y mapuche —al principio un símbolo muy importante de esa inclusión, de esa identidad históricamente postergada—, quien tuvo la oportunidad de, a pesar de venir de identidades más bien postergadas, unirse a la convención, debuta diciendo: “Bueno, ahí al frente están sentados los representantes del privilegio. Nosotros somos el pueblo”. Y esa dimensión tan adversarial, tan antagonista, también terminó pasándole la cuenta a la Convención.

Una tercera razón fue la reacción a la intensidad identitaria de la Convención. Más allá de la paridad, en materia de género, apareció el concepto de plurinacionalidad y mucha gente, sencillamente, lo tradujo como una constitución indigenista. 

No creo que sea una Constitución indigenista; pero lo cierto es que cada vez que en el mundo se intensifica el discurso identitario, lo que genera muchas veces es un backlash. Es decir, una reacción de las identidades residuales —de las identidades negativas, como se les llama—, de aquellas que no son parte de estas nuevas identidades vulnerables. 

Ni la gente del Apruebo ni la gente que votó Rechazo se leyeron el texto completo.

Me parece que en general, incluso en los sectores medios y en los más vulnerables de Chile, hubo mucha resistencia a la idea de una Constitución que estableciera tantos derechos especiales y políticas compensatorias para los pueblos originarios. Creo que eso terminó siendo más de lo que muchos chilenos estaban dispuestos a aceptar.

Existen, por supuesto, otras razones. Una última a considerar, es el hecho de que el Gobierno se identificó mucho con la Convención. Sin embargo, es un Gobierno que, desde marzo, ha perdido rápidamente aprobación popular.

Ha caído mucho y, como la gente identificaba el Apruebo con el gobierno de Boric y con el proyecto político del Frente Amplio, el voto del Rechazo se manifestó como un castigo a la gestión del Gobierno. De hecho, no deja de ser llamativo que hoy día su aprobación está en 38%, el mismo 38% que sacó el Apruebo. 

No digo que sea necesariamente lo mismo, pero no deja de ser interesante. El Gobierno se la jugó por el Apruebo y, al asociarse, al casarse de forma tan estrecha, una baja aprobación terminó también redundando en una baja aprobación a la propuesta constitucional.

¿Cuáles son los puntos más cuestionables y los más positivos de la nueva Constitución?

Pienso que es un error creer que el referéndum se decide en torno al texto. Ni la gente del Apruebo ni la gente que votó Rechazo se leyeron el texto completo. Es una constitución muy larga, compleja; con un lenguaje bastante de vanguardia, de nicho, en algunos casos con un lenguaje de ONG que fue importado en forma bastante acrítica. Y me da la impresión de que es un error pensar que esto es una batalla entre la calidad del texto, de las propuestas versus la actual Constitución de Pinochet. Esto, obviamente, tiene que ver con el texto, pero va mucho más allá él.

Hay algunos aspectos complejos, como, por ejemplo, la idea de la plurinacionalidad, que generó bastante rechazo. El sistema de gobierno, el régimen de gobierno, quedó mal configurado. 

Tenemos un problema en Chile de fragmentación política, lo que hace muy difícil que el presidente pueda tener mayoría en el Congreso y no se hizo nada para resolver eso. Al contrario, se aprobó un sistema de gobierno híbrido, donde seguíamos siendo presidenciales, con un régimen electoral proporcional, lo que garantiza fragmentación. 

Hay 80% de la población que votó a favor de una nueva Constitución y más de 60% que votó que no le gustaba esta.

Pero se eliminó el Senado, que no era necesariamente un problema, aunque de alguna manera los convencionales lo pintaron como el gran enemigo, como el reducto de la oligarquía. La verdad es que no tenía mucho sentido y se avanzó hacia un sistema de justicia que también modificaba aspectos centrales del actual Poder Judicial y que tampoco tenía mucha razón de ser. Se eliminó una serie de atribuciones que tenía la Corte Suprema y se delegaron en un Consejo que iba a estar integrado por personas donde no todas eran jueces. Y eso también se vio como una posibilidad de politización del Poder Judicial o del sistema de justicia.

Al mismo tiempo, se estableció un sistema de justicia paralelo para los pueblos originarios; lo cual también hirió, por así decirlo, la percepción de igualdad ante la ley de muchos chilenos. Todas esas cuestiones, finalmente, fueron dándole argumentos, munición al Rechazo. 

Otros aspectos del texto estaban bastante bien. Es cierto que se garantizaban muchos derechos sociales. El problema era cómo llevarlos a la práctica. La Constitución puede decir muchas cosas hermosas, pero si no hay crecimiento económico, si no hay posibilidad de pagar esos derechos sociales, quedan en el papel. 

Creo que ahí no estuvo el problema. Creo que el texto tiene cosas muy positivas en materia de libertad de expresión, en materia de Estado laico. Todas esas cuestiones quedaron bastante bien. Hay aspectos rescatables y, si seguimos adelante en un nuevo proceso constituyente, he sostenido que no puede ser contra lo recién realizado, sino desde, a partir de, lo recién realizado. Obviamente con muchos cambios, tanto en la forma, en el espíritu sobre todo, como en el fondo. Hay muchas cosas del texto que son razonables.

¿Hacia dónde se dirigirá ahora la reforma constitucional en Chile?

¿Qué viene ahora? ¿Qué pasará en el futuro? Creo que hay un consenso —un consenso quizá sea mucho decir—, una percepción bastante extendida de que los chilenos queremos una nueva Constitución. Queremos una nueva, pero no esta. Queremos una nueva, pero bien hecha, dicen algunos. Queremos una nueva, pero una que nos una, dicen otros. Pero queremos otra. 

Salvo sectores muy radicales en la derecha, todos los factores políticos están de acuerdo en que el plebiscito de entrada de 2020 fue 80 a 20 a favor de una nueva Constitución. Todavía no sabíamos cuál iba a ser la propuesta, pero sabíamos que queríamos una nueva. Ese 80% del plebiscito de entrada a favor de una nueva Constitución creo que sigue vigente. Entonces, ahora la delicada misión del mundo político es proponerle al país un nuevo itinerario constituyente. 

Esto no es solo una derrota política para el gobierno de Boric; también es una derrota para su generación.

Y digo que es delicada porque estamos cansados. Estos procesos son emocionalmente intensos y agotan a los países. Hay que ser muy sensible y estratégico a la hora de proponer una continuación del proceso. 

Probablemente no va a ser igual al que acabamos de tener; va a ser más corto; se le va a pedir a la nueva Convención que parta de la base de lo realizado por la actual. Que adopte, por ejemplo, el mismo reglamento para que nos evitemos tres meses de discusión previa. 

Probablemente va a tener menos integrantes; pero me da la impresión de que van a ser integrantes electos, como la vez pasada. Es decir, esto no funciona si solo el Gobierno mañana llama a una comisión de expertos y les dice que hagan una nueva propuesta. Creo que, si bien a mucha gente le gusta la idea, adolece de legitimidad democrática.

Tampoco sirve que el Congreso, sencillamente, a puerta cerrada, elabore una propuesta alternativa. Esto no funcionaría en este caso. La propuesta que está ganando mayor adhesión en el mundo político es seguir adelante con el proceso, pero en una especie de versión exprés, que sea capaz un poco de descafeinar —por decirlo de alguna manera— la propuesta actual. Que sea menos intensa ideológicamente; más bien minimalista. Pocas ideas, pero compartidas de tal manera, que después puedan gobernar la izquierda y la derecha con el mismo texto. 

Creo que ese es el objetivo y para allá debiese caminar la continuación del proceso constituyente. Porque mucha gente que hizo campaña por el Rechazo —me incluyo— lo hizo diciendo que esto continuaba. Por tanto, sería poco honesto, ahora que se rechazó la propuesta, olvidarnos de esa promesa. Entonces, hay que trabajar hasta tener una que consideremos satisfactoria.

¿El posicionamiento sobre la necesidad, o no, de una nueva Constitución se establece como una línea divisoria en la sociedad chilena?

Hay 80% de la población que votó a favor de una nueva Constitución y más de 60% que votó que no le gustaba esta. Por tanto, no tengo muy claro dónde queda la línea divisoria hoy. Parece haber una amplia mayoría que quiere una nueva y parece haber una amplia mayoría que no quiere esta. En resumen, pareciera que la gran mayoría quiere una nueva, pero no esta. Algo así.

El estallido social insiste en que la élite es el villano y el pueblo se glorifica. Pero en el discurso de Kast también aparece mucha crítica a una élite distinta: el progresismo, los medios de comunicación, la academia.

Lo que resulta interesante sobre lo que acaba de ocurrir en el plebiscito de salida —con más de 60% a favor del Rechazo— es que de alguna manera redibuja la frontera del año 1988 entre el Sí y el No a Pinochet. En esa ocasión ganó el No con 56% a la continuidad de Pinochet. Y esa línea divisoria, esa fisura generativa, como le dicen algunos sociólogos, básicamente estructuró la política chilena durante treinta años. Los que votaron porque Sí continuara Pinochet fueron la derecha y los que votaron que No, la Concertación, la centro-izquierda.

Y lo que acaba de ocurrir en los dos procesos de consulta vinculados a la Constitución es que alteran esa línea. En el plebiscito de entrada 80% votó a favor de una nueva Constitución. Por tanto, ahí votó gente de izquierda y también de derecha por la misma opción. Ahora, que más de 60% votó en contra de la propuesta, también hay gente de derecha y de izquierda. 

Es un error creer que este 62% en contra de la propuesta es un triunfo de la derecha. De hecho, el gran mérito del Rechazo es que logró ser ideológicamente transversal. Hubo mucha gente de centro-izquierda, expresidentes de la Concertación, que lo apoyaron. De alguna manera, se ha roto ahora la vieja línea divisoria entre el Sí y el No a Pinochet, que fraccionó a la política chilena por treinta años.

¿Por qué es importante para el gobierno de Gabriel Boric una nueva Constitución para Chile?

¿Qué tan importante es para el gobierno de Boric esto? Muy importante, obviamente. Es una derrota política de envergadura: han perdido el plebiscito. El Gobierno se identificó mucho con esta propuesta constitucional. Se identificó mucho con el Apruebo y salió trasquilado. Perdió de forma abrumadora, rotunda. Así que esto es una derrota del Gobierno y una derrota para el presidente.

Pero no está todo perdido, no está todo dicho, gobernar es navegar. Los grandes líderes son aquellos capaces de levantarse en los momentos difíciles, de leer bien el escenario, de hacer buenos diagnósticos y de operar en conformidad a esos diagnósticos.

Por tanto, el presidente Boric está en una situación muy compleja hoy en día. Tiene que tratar de ver el lado positivo. Y el lado positivo es que los sectores más radicales, más de izquierda de su gobierno, se debilitan. Y él se ve en la obligación de buscar aliados en el socialismo democrático —en el ala más moderada, digamos—, en el mundo de la centro-izquierda. El mismo mundo que ellos denostaron durante mucho tiempo porque lo encontraban pusilánime frente a la herencia neoliberal, etc., va a ser pieza fundamental de esta segunda parte de su gobierno, que acaba de comenzar, pero que ya tiene que enfrentar una cirugía mayor en su comité político, al incorporar figuras muy identificadas con la vieja Concertación.

Lo que pasa en Chile no es único o especial. No creo en la tesis de la singularidad o la excepcionalidad chilena. 

El presidente Boric entiende que todavía le quedan más de tres años y que en ese tiempo tiene que sacar adelante la tarea de darle a Chile una nueva Constitución, sí o sí. Siempre entendió —esta es mi impresión— que la Convención estaba cometiendo un error. Creo que él entendió que el ánimo partisano de la Convención no era estratégicamente recomendable para el triunfo del Apruebo; pero no pudo intervenir. Ese puede ser un error político. Eso la historia lo juzgará. 

Quizás el Gobierno debió haber hecho más por intervenir —en el buen sentido de la palabra— la Convención y tratar de mover sus piezas para moderar el resultado. Pero todavía tiene mucho tiempo el presidente para poder parir un nuevo texto. Y, si termina su mandato con una nueva Constitución, va a lograr pasar a la historia como el presidente que reemplazó la Constitución de Pinochet. Yo no daría por perdida esa misión histórica.

También es cierto que esto no es solo una derrota política para el gobierno de Boric; también es una derrota para su generación. La generación de sus padres derrotó al dictador, democráticamente, con condiciones muy adversas. Y ahora, con condiciones mucho más favorables, esta generación, por su maximalismo, por su narcicismo de creer que la historia comenzaba con ellos, fracasa cuando estaban todas las condiciones dadas para un gran triunfo histórico. Así que creo que esta generación política lo siente como un fracaso que va más allá del Gobierno.

Ha publicado recientemente un libro titulado ‘El momento populista chileno’. ¿Vive Chile hoy un momento populista con el gobierno de Gabriel Boric? 

Lo que yo hago en el libro es explorar las distintas conceptualizaciones de populismo que hay en la literatura especializada. Dado que el debate público, generalmente, uno lo ocupa como término de agravio, lo que yo hago en el libro es decir que hay distintas conceptualizaciones. 

Una posibilidad es entender el populismo como un discurso pueblo versus élite, que glorifica al pueblo y demoniza a la élite. 

Una segunda conceptualización posible es la idea de entender el populismo como una reacción democrática frente al déficit de democracia contemporánea, una especie de democracia iliberal. Desde ese punto de vista, no sería tan malo si es que contribuye a democratizar. Pero, obviamente, cuando la voluntad del pueblo se manifiesta de la forma menos constreñida posible, es difícil limitar su poder y eso es complejo desde la perspectiva liberal. Por ello, esa segunda conceptualización presenta al populismo como una democracia iliberal. 

Cada vez que vemos, por ejemplo, a la gente dividir la sociedad de forma muy maniquea, entre buenos y malos, yo interpreto que hay populismo.

Y una tercera conceptualización es presentar el populismo más bien como un desafío a la forma en que se gobierna actualmente. En específico, como una crítica a la intermediación política y, por tanto, se requeriría una forma no mediada, inmediata, directa, de participación en los asuntos públicos. 

Lo que trato de hacer en la segunda parte del libro es, a partir de estas tres conceptualizaciones (pueblo versus élite, democracia iliberal, y crítica a la intermediación política), aplicar estas categorías abstractas, conceptuales, al caso empírico chileno y ver si aparecen en el estallido social por el lado de la izquierda y en la candidatura de José Antonio Kast por la derecha. Son dos fenómenos muy distintos. Una es un movimiento social, una explosión, una protesta en las calles; la otra es una candidatura presidencial, con un partido, con otras características.

Trato de ver de qué manera la flexibilidad de estos conceptos permite explorar que, en dos fenómenos políticos muy distintos, puedan estar presentes rasgos de estas conceptualizaciones. Claramente, el estallido social insiste en que la élite es el villano y el pueblo se glorifica. Pero en el discurso de Kast también aparece mucha crítica a la élite; solo que la élite es distinta: el progresismo, los medios de comunicación, la academia. No como en el estallido social, donde la élite son los partidos políticos y los grandes empresarios.

El caso de la democracia iliberal también me parece que está bastante presente en el estallido social, la crítica y la intermediación política de alguna manera también. Entonces, lo que hago en la segunda parte del libro es aplicar categorías conceptuales presentes en la literatura especializada a estos dos casos de la historia reciente de Chile. Justamente, para probar que el populismo puede ser de izquierda y de derecha.

No asumo en sí una posición peyorativa ante el populismo. Reconozco que en algunos casos la literatura le asigna ciertas propiedades benéficas, incluso, para revitalizar la democracia. Yo, obviamente, por mi sensibilidad liberal, soy crítico del populismo. Pero no descarto que pueda, en algunos casos, tener una influencia positiva. Así que me parece que sí hay elementos populistas en el discurso, tanto en Chile como en América Latina.

Cada vez que vemos, por ejemplo, a la gente dividir la sociedad de forma muy maniquea, entre buenos y malos, yo interpreto que hay populismo. Cada vez que alguien cuestiona los partidos y busca maneras no mediadas de participación política, me parece que también hay algo populista. Cuando uno pide que el pueblo se manifieste de la forma menos constreñida posible, sin organismos no electos, sin tribunales internacionales, sin foros multilaterales, sin comités de expertos, para que el pueblo mande en todas esas cuestiones sin cortes constitucionales, me parece que también hay algo de populismo. 

Me extrañaría que no hubiese un clima populista en otros países de Latinoamérica.

Pero no necesariamente es malo. Puede que en algunos casos esas críticas estén justificadas. No creo, en todo caso, que el gobierno de Boric sea particularmente populista y no creo que Boric lo sea tampoco. Creo que, en ese sentido, es un político bastante más institucionalista, con rasgos más bien liberales que populistas, diría yo. Así que no lo metería en ese saco, a pesar de que no lo estoy usando en un sentido de por sí peyorativo o con una connotación evaluativa negativa. No me parece que Boric sea populista.

¿Se vive en América Latina un momento populista?

Obviamente, estos procesos no ocurren en un solo lado. Chile no es una isla. De hecho, estamos viviendo procesos que ya se han vivido en otros lados. Así que lo que pasa en Chile no es único o especial. No creo en la tesis de la singularidad o la excepcionalidad chilena. 

Creo que en toda Latinoamérica vemos discursos bastante parecidos en este sentido. Así que podríamos estar en toda Latinoamérica viviendo un momento populista, aunque hay otros países donde esto ya ha ocurrido y donde incluso yo diría que el populismo es un lenguaje más o menos establecido, hegemónico. Pienso en Argentina, por ejemplo.

Veo también lo que ocurre en Perú. Esta crítica permanente a la élite, a los medios de comunicación, a los poderes empresariales, como si fueran los villanos. Esto está súper presente en el discurso de Castillo. No conozco tan bien a Petro, pero no me extrañaría encontrar elementos similares ahí o en López Obrador. Bolsonaro, por el lado de la derecha, también tiene aspectos muy similares discursivamente a los de José Antonio Kast en Chile.

Me extrañaría que no hubiese un clima populista en otros países de Latinoamérica. Sobre todo, porque —y ocupo nuevamente aquí el concepto de clima—, una vez que te das cuenta de que estratégicamente es rendidor el discurso populista y que deja réditos electorales, es difícil abandonarlo. Lo tomas como una estrategia discursiva, porque sabes que te puede llevar al poder. Y eso está a la mano de cualquier sector político, con independencia de su color ideológico. Todos pueden ser populistas.


© Imagen de portada: Cristóbal Bellolio, por Barbara San Martin.




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Bálint Magyar: How does the Post-Communist Mafia State work?

Ladislao Aguado

“Why do I call it a Mafia State? Because decision-making occurs outside formal organizations and institutions: that is, it is linked to clans, power groups, military structures, business agglomerates, etc., and because this situation, added to the monopoly of political power, turns the State into a criminal organization”.