Siempre que me toca presentar a Francisco García González me viene a la mente ese Virgilio Piñera inventado por Reinaldo Arenas para El color del verano. El Piñera que lee una novela de Humberto Arenal y de pronto se pregunta: “¿Cómo puedo ser amigo de alguien que escribe tan mal?”.
Me siento especialmente afortunado de no haber sido puesto ante ese dilema ético-estético, y que mi gran amigo de los años universitarios haya terminado siendo uno de los escritores cubanos que más admiro. Digamos que el mejor y más prolífico autor de relatos del que tengo noticias: once libros de relatos más una novela (Antes de la aurora), guionista de tres largometrajes (Boleto al paraíso, Lisanka y La cosa humana) y de un corto: Efecto dominó, del francés Gabriel Gauchet, que no me canso de recomendar.
Franciso García González Lleva una década en Canadá, donde no ha parado de publicar libros ni de acumular premios. Y ahora acaba de aparecer en Casa Vacía, la exquisita editorial que Pablo de Cuba dirige en Virginia, su libro Nostalgia represiva, un magnífico pretexto para conversar como si nunca lo hubiéramos hecho antes:
Once libros de cuentos publicados son muchos para cualquier narrador a tiempo completo. ¡Cuatro de ellos en los últimos cinco años! Doy fe que todos son libros muy buenos, sobre todo los últimos. ¿Qué ha pasado con esa convicción tan de moda en los últimos años de que el escritor cubano era una delicada planta, incapaz de trasplantarse a ninguna otra tierra?
Es cierto, he escrito y publicado mucho en los últimos tiempos. The Walking Immigrant, El año del cerdo, Asesino en serio y ahora Nostalgia represiva. Todos entre 2017 y 2020. Todos libros de cuentos, aunque en el último también hay algo de testimonio.
No sé cómo funciona en otros. Llegué a Canadá en el 2010. Al comienzo me las vi negras, como casi todos los que se van. No entendía casi nada de lo que me rodeaba. El tema del empleo me golpeaba, y aún más el del idioma. Pero ni en las horas más oscuras de mi adaptación llegué a plantearme que vivía, junto con aquellas difíciles experiencias, el fin de mi escritura.
Un buen día me senté a escribir un cuento titulado “Remember Clifford”. Un relato sobre mi experiencia de friegaplatos en un restaurante italiano a orillas del Lago Ontario. Con ese cuento gané el concurso Nuestra Palabra, para escritores de habla castellana residentes en Canadá, convocado cada año en Toronto por el promotor Guillermo Rose.
Entiendo a aquel que necesite de la inmersión en la experiencia cubana a tiempo completo para sentirse motivado. Comprendo que la ciudad, el municipio, la luz insular, el paisaje o la gente de la Isla sean la única fuente de su literatura. Pero no fue mi caso.
También podemos mirarlo desde la otra orilla. La que nos compete. Me reconforta la existencia de muchísimos escritores cubanos fuera de Cuba. En cualquier geografía: Estados Unidos, Europa y Latinoamérica, incluyendo Brasil. Un gran referente para mí, en ese sentido, ha sido el descubrimiento de los escritores del Mariel, ejemplo de perseverancia en el oficio y de fe en la literatura.
Vivir fuera del país nos ha permitido enriquecer nuestra visión del mundo y de la propia Isla, volcarnos hacia otras problemáticas más acordes con el hecho de habernos marchado. Aquí en Montreal, donde vivo desde el 2012, se han escrito, por ejemplo, la novela Ruy y el ensayo El sóviet caribeño, ambos del escritor e investigador César Reynel Aguilera, y el libro de cuentos Oscuros varones de Cuba, de Lizandro Arbolay; tres libros excelentes que validan la literatura cubana fuera y dentro de la Isla.
A esto debemos sumarle el pujante movimiento editorial, de revistas y periódicos online, que da vida a la creación literaria de autores emigrados y exiliados. Gracias a esto, contamos con espacios en los que podemos dar a conocer nuestras obras y, aunque no circulen en Cuba, el beneficio se extiende al público lector de habla castellana.
¿Cómo se pueden escribir tantos buenos libros en tan poco tiempo?
Si los libros que mencionaba son buenos o no, que lo digan los lectores. Bueno, tú estás entre ellos. Gracias por el elogio.
Realmente no sé, a derechas, cómo se hace para escribir tanto en tan poco tiempo. Es un flujo. Una compulsión a partir de observaciones, lecturas, viajes. No puedo teorizar mucho sobre eso. No se me ocurre nada sagaz ni brillante, ni mucho menos educativo. Es una epifanía cuando las ideas vienen y logró atraparlas. Luego viene el reto que entraña convertirlas en relatos. De eso se encarga lo que he aprendido de este oficio. No hay nada más.
Te pregunto porque, hablando de estereotipos, Canadá tiene fama de ser una tierra árida y fría. Y, según tus cuentos, su gente no parece serlo menos. ¿Qué tal te ha servido como abono para escribir?
Es cierto. Los canadienses son fríos. No les resulta fácil expresar sentimientos íntimos. Lo dicen ellos mismos.
Tengo una amiga canadiense que una vez me dijo la razón por la que preferían a los perros y a los gatos: era más fácil amar a un animal. Querer al prójimo es un dolor de cabeza para el que no se sienten preparados, ni sentimental ni culturalmente. De ahí su crónica falta de expresividad. Están, además, totalmente incapacitados para improvisar algo. El jazz jamás hubiera surgido aquí.
Por otra parte, los canadienses pueden ser muy solidarios, y han creado un gran país, bastante amigable, dentro del segundo país más grande del mundo. El escuálido crecimiento demográfico, junto a sus creencias democráticas y liberales, les ha permitido convertirse en un lugar abierto a la inmigración (muy cribada, eso sí).
Los canadienses, no obstante, se han convertido en uno de los temas de mi literatura. Observar de cerca sus neurosis, su apego a todo el rollo de la corrección política, su amor por las mascotas y el dinero, su egoísmo, el trauma con el francés de los quebequenses, su predisposición a no ser felices ni infelices (modo not bad), la forma en que enfrentan las relaciones familiares y de pareja (¡menudo coctel!, ¿verdad?), me han inspirado muchísimos cuentos.
A través de esas historias intento dialogar y lidiar con mi nuevo entorno. Escribirlas ha sido parte de la integración y adaptación a mi nueva vida. Hay mucho de eso en The Walking Immigrant y en Asesino en serio.
Debes estar entre los escritores de habla española en Canadá que más libros han escrito allí y que más premios han recibido. ¿Has pensado alguna vez que en las historias de la literatura hispano-canadiense, dentro de un par de siglos, te verán como un pionero?
Ese es el tipo de preguntas para las que no tengo respuesta. Ninguna. No me interesa ni me preocupa qué pudieran decir de mí o de nosotros de aquí a dos siglos, suponiendo que quede algo para entonces. Eso sería bastante. Esperemos que sí.
Para mí, cuenta una charla con estudiantes, una presentación de un nuevo libro en cualquier ciudad. Carpe diem, que es como se dice en latín right now. La escatología, en su primera acepción, la dejo para otros más avezados en teorizaciones o con más olfato que yo para especular sobre el futuro.
Guionista de tres largometrajes y un cortometraje, lo que en Cuba es hazaña poco frecuente, y autor de una docena de libros… ¿En qué medio te sientes más cómodo?
¿Comodidad? Con el cuento y la novela. Ambos géneros son como habitar una casa acogedora y luminosa. Se me dan mejor, sobre todo el cuento.
El guion es un género inflexible, su estructura dramática lo convierte en una camisa de fuerza en tanto tiene reglas y principios que son inviolables. El resto es tener claro que trabajas para un montón de gente y no para ti. Eso lo convierte en un trabajo muy fiscalizado cuyo fin es producir una película. Todo eso se traduce en dinero que los productores y la industria no desean arriesgar. Debes tenerlos en cuenta, estar abierto a ideas diferentes a las tuyas, a constantes cambios.
Por eso se puede estudiar para ser guionista. Se trata de dominar pasos y reglas que conciernen a la dramaturgia. Abordarlo desde la originalidad, dentro de ese rígido andamiaje, es todo un reto. En cambio, lo que acontece con la narrativa, sean cuentos o novelas, atañe solo al autor y en última instancia a este y al editor.
Lo importante para mí, al escribir para el cine, ha sido trabajar con comodidad. No ha tenido que ver con el medio y sí con otro tipo de experiencias de índole más humana. La comodidad me la han facilitado los directores con los que he trabajado: Daniel Díaz Torres y Gerardo Chijona.
¿El cine y la literatura se disputan tu capacidad creativa, o se complementan?
Después de haber escrito varios guiones, la experiencia ha acabado complementado mi literatura. Del guion he aprendido cómo llevar a mis relatos y novelas una visualidad y acción dramática. Pienso que esto los hacen más vívidos y expresivos. Lo mismo sucede con los diálogos. Desde que me desempeño como guionista tengo más conciencia del papel de los diálogos en mi narrativa. O de la ausencia de estos cuando es necesario.
A la hora de encarar un guion, reglas aparte, lo abordo de la manera más creativa posible, usando los mismos recursos imaginativos que utilizo en la ficción. Se trata del uso de la imaginación creadora de ideas en su estado puro. Esto puede servir para la historia que sea: da lo mismo para escribir una potencial película o una obra literaria de ficción. A veces se me ocurren ideas para los guiones que luego quedan fuera de la historia, por las razones que sean, y después me sirven para un cuento, por ejemplo.
Algo que me ha permitido esta complementación ha sido la ventaja de trabajar en adaptaciones de relatos míos para cine. Sucedió con Lisanka, que se inspira en el cuento “En el km 36”, recogido en el libro Leve historia de Cuba. Y con La cosa humana, adaptación del relato homónimo.
Una de tus virtudes, que me sigue asombrando a lo largo de los años, es tu capacidad de introducir lo fantástico en las circunstancias más cotidianas, pedestres y hasta sórdidas de la vida. Todo eso lo sintetizaste de una manera excepcional en Antes de la aurora (Linkgua USA, 2012) en la que mezclabas guerrilleros de la Sierra Maestra, un campesino fusilado por esos mismos guerrilleros convertido en ángel guardián y vampiros norteamericanos y locales. Con su mezcla de parodia de épica revolucionaria y uso desaforado de lo fantástico, tu novela me recuerda Chevengur, la gran novela de Andrei Platónov, que me consta que leíste bastante después de publicar Antes de la aurora. Un amigo común atribuye esa capacidad de lidiar con lo fantástico a tu condición de hijo de Caimito, que, aunque está a 36 kilómetros de La Habana, a un habanero de cepa le suena tan lejano como Macondo. “Eso es cosa de guajiros”, resumió nuestro amigo. ¿Tú qué piensas?
Platónov no solo era guajiro, sino que su profesión de ingeniero en sistemas de riego le permitió pasar mucho tiempo trabajando en perdidas e ignotas regiones de la recién estrenada URSS. Esa condición se siente en casi toda su obra. Ningún otro autor ruso de esa época posee esa imaginación. Ni siquiera Bulgákov, que escribió narrativa y teatro fantástico, cercano a la ciencia ficción a veces, poseía ese desborde.
Cuando escribí mi novela no conocía a Platónov ni había leído El Quijote. La novela de Cervantes siempre la relegué por otras de sus obras, sobre todo sus Novelas ejemplares. No sé por qué. Después leí la novela dos veces seguidas y aún estoy impactado. Mucho de lo que hizo Cervantes lo hice yo con Antes de la aurora varios siglos después. Me refiero a la aventura metaliteraria e intertextual. Al hecho de haber utilizado, reciclado, pervertido o apropiado descaradamente de textos y personajes de la literatura cubana. O norteamericana.
En Antes de la aurora mezclo a comandantes guerrilleros como Fidel y Raúl Castro, Che Guevara, Camilo Cienfuegos y Eloy G. Menoyo con vampiros sacados directamente de las novelas de Anne Rice. O aparecen los fantasmas de próceres de la guerra de independencia como en cualquier cuento guajiro de aparecidos.
Sí, me encanta esa escena en que los fantasmas de Martí y Maceo se baten con sus propios penes convertidos en una especie de espadas láser.
Cosas así. Siguiendo con tu pregunta, siempre me he considerado guajiro, digamos que en un 80 %. Guajiro de pueblo, claro. Y como guajiro, tengo un imaginario muy diferente al de un citadino. Viene de una relación muy estrecha con la naturaleza y el paisaje. Viene seguramente del acervo de oralidad al que estamos expuestos, desde la niñez, los habitantes del campo y los pueblos. Estoy seguro de que esa oralidad está integrada a nuestro subconsciente y da forma a nuestro imaginario.
Para mí fue una experiencia inigualable la lectura Celestino antes del alba y la primera parte de Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas. Hablo de una experiencia sensorial más que intelectual. Gocé esos libros de guajiro a guajiro. Cuando Arenas habla de una hierba, de un árbol, de brujas y aparecidos, de bañarse en una poceta, de la neblina o los bichos de la noche campesina, los siento, sé de qué habla, es como si los hubiese escrito solo para mí. Es valor añadido al resto de los mensajes que poseen estos textos que, por otra parte, más vanguardistas no pueden ser.
Algo similar he sentido últimamente con la literatura de José Abreu Felippe, sobre todo con su novela Sabanalamar. El campo recreado en toda su fascinación por un adolescente habanero es uno de los documentos literarios más auténticos con el que he tropezado en mi vida de lector.
Cuando visité a mi familia en Cuba, en 2016, uno de los momentos más emotivos que experimenté fue el viaje que hice de Caimito a las playas de El Salado y Banes. Al atardecer, de regreso al pueblo, veía el mismo paisaje que tantas y tantas veces había visto desde mi niñez, y enmudecí. Cuán entrañable. Nada había cambiado. Reconocía los mismos árboles. Los caminos vecinales entre lomas. Era, sin más, la perfecta y adormecida comunión con la naturaleza a través de ciertos e inefables paisajes.
¡Qué siboneyista! Puro criollismo. Ni Plácido, ¿verdad?
Además de Antes de la aurora tienes otra novela, inédita, sobre el tema del machismo en su acepción más brutal: en un medio salvajemente miserable un tipo compra una mujer como quien compra un perro, y la (mal)trata en consecuencia. ¿Tienes intenciones de publicarla? ¿Piensas que este es un momento propicio para que sea especialmente malentendida?
El rastro de las bestias tiene un cuento como antecedente: se titula “El olor de la manteca” y forma parte del cuaderno La cosa humana. Tienes razón: es una novela brutal que se enfoca en la vida de ciertas personas en un medio enajenante y hostil.
La idea del cuento surge a partir de sucesos reales. Hechos sangrientos que, en mi opinión, sobrepasan la historia de la novela, sobre todo porque hubo niños involucrados. En la historia real un tipo, que antes había estado casado con la fañosa de mi cuadra, mató a machetazos a la que era su mujer en ese tiempo, y al amante, delante de los hijos de esta. Acabada la matanza, el asesino se subió en una mata a esperar que la policía llegase. Cuando llegaron, estuvo observando todo el trabajo de los peritos, y luego bajó y se entregó.
Ya en la cárcel, otra mujer iba a visitarlo porque la familia del tipo le pagaba por el pabellón. Y desde la cárcel, el asesino le escribía cartas de amor a la hija de la fañosa, la que había sido su mujer.
Con esa historia real yo hice lo que pude. La novela fue aceptada por la editorial Urubu, de Montreal, para publicarla traducida al francés. Firmé un contrato con ellos, y la traducción estuvo a cargo de la traductora Caroline Houde. En caso de que salga algún día, seguro será malentendida.
En la actualidad está de moda sentirse ofendido. Y la novela toca un tema demasiado sensible. Para mí es una historia de deshumanización más allá del componente sexual y de género de la historia. La decisión de asumir como tema situaciones incómodas de la vida real es también nuestra responsabilidad. Un ejercicio de libertad. No escribir sobre esos tópicos para no molestar a los lectores demasiado sensibles, no significa que esa realidad no exista. Sabemos que sí, que existe, incluso más de lo que uno se imagina.
Tu último libro, Nostalgia represiva (Casa Vacía, 2019), es un libro anómalo, como debería ser cada uno de los libros de este mundo: combinas narraciones de ficción de varios temas con testimonios de tus encuentros cercanos de tercer tipo con la Seguridad del Estado. Pero el tema de la nostalgia, tan constante en la literatura cubana reciente, está presente en buena parte de ellos, aunque sea de manera irónica. Cuentos que vienen a demostrar que se puede llegar a extrañar cualquier cosa. Incluso, como en el caso de “Nostalgia batistiana” (uno de los cuentos más divertidos que haya leído nunca), el haber sido sujeto de torturas. ¿Por qué piensas que los cubanos recurrimos tanto a ese gesto nostálgico, al punto de extrañar cosas declaradamente atroces? ¿A dónde te llevó la reflexión sobre la nostalgia en este libro?
En el libro el término de nostalgia está usado de manera ambivalente. La nostalgia tiene que ver con añoranza por sucesos y momentos del pasado en los que casi siempre se fue feliz. O que fueron trascendentales en el mejor sentido. También se vincula a experiencias de la niñez y la juventud en las que se articulan memorias familiares, personas queridas fallecidas, eventos que no vuelven.
En algunos de los relatos de la primera parte de Nostalgia represiva hay mucho de eso. Sublimado, desvirtuado, pero está ahí. Los cuentos “Secundino y el mar” y “La noche del cometa” se inspiran en mi infancia. No son biográficos ni testimoniales. No obstante, los momentos de la vida de un niño pobre de campo y de un joven pescador, que recreo en ambos, me toca en los huesos. Esa vida es parte de mi patrimonio. En ella aún conviven familiares queridos, amigos, olores, sensaciones, sabores, episodios que aparecen en los relatos mencionados.
El entorno en que me crie podía llegar a ser muy violento. La pobreza engendra mucha violencia, se ceba en la miseria diaria. Esa “inminencia hosca” del acecho del Estado totalitario cobraba amarga vida en las becas y en otras empresas delirantes. Eran los llamados mesiánicos del Líder que sacudían nuestra existencia dondequiera que estuvieras.
Mientras, en mi caso, me dedicaba a jugar pelota y fútbol descalzo en la calle, a bañarme en las lagunas y hacer expediciones a guayabales y cortinas de matas de mango, a escalar las lomas cercanas, a ser despreocupada e inconscientemente feliz. De eso hay mucho en tu cuento “Un día mortal”.
En la segunda parte del cuaderno, la nostalgia adquiere un carácter diferente. En unos casos, como en el relato “Nostalgia batistiana”, el término se vuelve parodia de sí. Un grupo de excombatientes revolucionarios, todos torturados por sus actividades en la lucha contra Batista, se sienten en deuda con el sistema represivo de la tiranía. El tema los convoca a una secretísima reunión. En algunos casos las torturas curaron sus enfermedades y en otros los dotaron de virtudes que no poseían. Por otra parte, la Revolución no es lo que pensaban. Y ahí fluye el texto, entre el desencanto y la nostalgia.
Curiosamente, me divertí mucho escribiéndolo. Ahora, cada vez que lo leo, no puedo evitar cierta incomodidad por el uso del material atroz, como tú dices, movilizado hacia una zona diferente a la que por su naturaleza pudiera inducir el tema. La nostalgia en el relato es como la pistola congelada que aparece en la foto de portada, una obra del artista Armando Tejuca.
Los encuentros cercanos de tercera clase con el DSE, como les llamas, me marcaron. Estuve rumiándolos durante años. Eran como una rémora inquietante que minaba sucesos y vivencias juveniles mucho más felices. Sobre ese tópico tuve largas y esclarecedoras conversaciones con el escritor César Reynel Aguilera y contigo. Hasta que un día decidí que debía escribirlos. De una de esas pláticas surgió tu idea de armar la antología El compañero que me atiende.
Trabajaste un tiempo en la fracasada construcción de la atomoeléctrica de Juraguá, experiencia que incluyes en un par de historias de Nostalgia represiva.
Haber trabajado en la construcción de la CEN fue una experiencia que no sé muy bien dónde colocar. Trabajé como técnico hidrogeólogo recién graduado, en la agrupación de cementación. Objetivo: crear los cimientos de aquella obra descomunal desde todo punto de vista. Los ingenieros a cargo aseguraban que se trataba de un modelo de atomoeléctrica más moderna que la de Chernóbil. Por tanto, libre de cualquier tipo de accidentes, tabarich. No lo puedo asegurar.
Trabajaba largos turnos nocturnos, a cargo de obreros que provenían de lejanas aldeas de las provincias orientales. Una fauna abrumadora, cruel y pintoresca, como ninguna otra que había visto en mi vida. Eran capaces de liarse a machetazos por el más mínimo motivo: un juego de cubilete, una discusión sobre béisbol. O por otros de índole superior, como favores de faldas y de homosexuales… Eran tan ignorantes como discutidores y sabihondos.
Por aquellos tiempos se pasaba en la televisión, en el espacio de las aventuras, El Capitán Tormenta. Los encarnizados enemigos de la cristiandad que enfrentaba la valiente mujer tenían su nota más alta en las tropas llamadas jenízaros, soldados de élite que tantas glorias militares le dieron al imperio Otomano. Y la gente, que suele ser muy imaginativa, enseguida bautizó a los obreros de la CEN con el mote de “los jenízaros”.
Abandoné la CEN gracias al excelente trabajo que desplegó, a partir de un supuesto sabotaje en el que mi nombre aparecía implicado, un agente de la Seguridad del Estado llamado José Luis (o Jorge Luis), encargado de atender la agrupación en la que yo trabajaba. A él le debo mi salida de aquella locura faraónica.
¿Qué sentiste al saber que la central atómica sería abandonada?
Cuando se anunció la paralización de la construcción de la CEN, en tiempos de Gorbachov, pensé que era lo mejor que podía suceder para Cuba y todos sus vecinos, incluyendo los Estados Unidos. Gorbachov nos hizo un gran favor. Un favor que seguro provocó una rabieta de Fidel Castro. De las zafras a las vacas y luego a la aventura de la fusión del átomo, los fracasos del líder habían aumentado notablemente en calidad y variedad.
De la experiencia ha quedado un testimonio: “El Capitán (me a) Tormenta”, recogido en el índice de Nostalgia represiva,y el relato “Reactor uno”, parte del mismo cuaderno. Bastante, pienso.
Sé que te traes una novela entre manos. También sé que eres, como buena parte de los escritores, supersticioso en lo que atañe a hablar de libros a medio hacer. ¿Quieres adelantarnos algo?
Se trata de una novela distópica, medio de ciencia ficción, titulada ¡Viva Puerto Rico! Te adelanto solo el tema: la anexión de Quebec a los Estados Unidos en un futuro medianamente lejano. Espero acabarla este año. Es todo por ahora.
También pasaste otra temporada en el Presidio Modelo de Isla de Pinos, algo que refleja uno de los relatos de Nostalgia represiva. ¿Cómo fue trabajar en esas ruinas monstruosas? ¿En ese museo por el que habían pasado miles de presos de los cuales solo importaban unas pocas decenas?
La historia del Presidio Modelo es apasionante. Sobre eso se ha escrito mucho, durante la República y después. Han escrito sobre todo los presos políticos que pasaron por esa prisión en los años sesenta.
Los libros de Pablo de la Torriente Brau Presidio Modelo y La isla de los 500 asesinatos denuncian la primera época del Presidio Modelo, cuando el capitán Pedro Abraham Castells era el comandante. Tiempos horribles. Cuenta la hagiografía revolucionaria que, tras las rejas de su celda ubicada en el hospital, Fidel Castro escribió La historia me absolverá, además de una copiosa correspondencia en la cual narraba los horrores de la prisión. Entre denuncia y denuncia, hablaba también de cocina. De cómo cocinaba los productos comprados en la surtida bodega del reclusorio. Prefería cocinar,cuentan, por temor a ser envenenado.
Es cierto que en el Presidio Modelo se torturaba a discreción en tiempos de Batista. Y se asesinaba de muchas maneras en tiempos de Machado, cuando Castells regía dentro de aquellos muros. Después del triunfo revolucionario, el Presidio Modelo alcanzó sus mayores cifras de población penal de toda su historia. La diferencia era que, en el nuevo régimen,aquellos miles de reclusos estaban ahí por causas políticas.
Huber Matos, Gutiérrez Menoyo y Jorge Valls escribieron testimonios y memorias sobre su paso por aquel antro. Recientemente, la editorial Alexandria Library ha publicado una antología de Ramiro Gómez Barrueco titulada El presidio político de Isla de Pinos, en la que aparecen testimonios de decenas de presos políticos de esa época.
De mi paso por allí, en calidad de museólogo, hay dos cosas que aún conservo. Primero, mi vocación por la escritura. Mi primer cuento lo escribí en el Presidio Modelo. Como no sabía nada de la vida en aquellos tiempos, escribía sobre lo que sabía de los libros. El cuento se llamaba “Museópolis”. Luego escribí de un tirón el cuaderno Juegos permitidos, publicado en la primera convocatoria del premio Pinos Nuevos, en 1994.
La otra cosa que conservo es la amistad que me une al investigador y escritor Julio César González, máxima autoridad en el tema del Presidio Modelo. A cuatro manos escribimos el ensayo Presidio Modelo, temas escondidos, y mucho después una antología de cuentos sobre el tema de la cárcel en Cuba: La reja entreabierta, publicado en Ediciones Unión con fotografía de portada de Manuel Piña. Julio César siguió trabajando en esa línea y conformó una antología poética sobreel mismo tema. Hasta donde sé, trabajaba también en una compilación de testimonios. Ambos libros están inéditos aún.
Mi salida del museo Presidio Modelo la aceleró una acusación de escribir carteles contrarrevolucionarios en la cama de Juan Almeida, sala número dos, que es una reconstrucción del lugar donde vivían los moncadistas (excepto Fidel Castro,que vivía separado en una celda frente a la funeraria del reclusorio). Era inocente del cargo, pero el DSE tiene largo el brazo y buena la memoria. El relato autobiográfico “La estatua de Níobe”, donde narro el pasaje citado, también está recogido en Nostalgia represiva.
Desde tus primeros relatos hasta ahora, desde Juegos permitidos a Nostalgia represiva pasando por Historia sexual de la nación, Antes de la aurora o El año del cerdo, una de las constantes de tu obra es esa combinación de sexo, violencia, Historia, horror, distopía y, sobre todo, mucho humor. No es muy común. ¿A qué lo atribuyes? ¿Cómo manejas ingredientes tan dispares para que no te echen a perder la historia que estás contando?
No te diré que lo hago de manera inconsciente. Nada es fortuito en lo que escribo. Hacer concurrir en una historia esos, o parte de esos ingredientes, me facilita tensar los textos para que provoquen a los lectores. Es una de las razones por las que escribimos: la provocación. Del sentimiento que sea.
La constante casi siempre es el humor. En todo su espectro: parodia, ironía, sátira, absurdo, lo grotesco. El humor como recurso me permite restarle pretensión a lo que escribo. Aligerarlo de cualquier ínfula de trascendencia fatua. Escribir las grandes páginas de la literatura cubana no es asunto que me interese. Intento escapar de la gravedad, esa propensión en la que es muy fácil verse atrapado y que veo tan cercana al estreñimiento.
Pienso que acudir al recurso del humor en la literatura también es un acto de valentía y subversión. Sin embargo, en la literatura cubana apenas se le toma en serio. Ah, porque el humor no es grave ni profundo. Hay que pujar Paradisos al mismo ritmo que bustos de Martí.
El ejercicio del humor siempre me ha permitido entender mejor lo que sucede a mi alrededor. Encuentro inspiración en Chéjov, Bulgákov y Averchenko; Kafka, Capek, Hasek, Mrozek, Mark Twain y Vonnegut; y en Cuba, en Torriente Brau, Eduardo del Llano, Antonio José Ponte y tú. Y fuera de la literatura, en la obra artística de A. E. Tonel, en la gráfica de Alen Lauzán, en el cine de los Coen.
Todo ese background ha sido, en la actualidad, una de las claves fundamentales para acceder a la comprensión de mis nuevas circunstancias. Y verlas precisamente con humor (lo que no significa que no descojonen) es lo que me ha permitido convertir las duras experiencias en documento literario. Esos textos conforman los libros The Walking Immigrant y Asesino en serio.
Pienso, parafraseando a Vargas Llosa, que sin humor no hay gran literatura.
Francisco García González, por Geandy Pavón, 2018.
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