Casi desde que llegué a este país estoy por entrevistar a Perla Rozencvaig. Porque fue justo el día de mi llegada (en julio se cumplirán veinte años), todavía mareado con el vuelo desde Madrid y mis primeros avistamientos de Nueva York, que mi anfitrión y ángel de la guarda en aquellos días me la presentó.
Fue en un restaurante cubano de Nueva Jersey porque eran tiempos en que se cumplía a rajatabla el deber sagrado de llevar a los cubanos recién llegados a un restaurante lo más criollo posible. Mi ángel de la guarda, un viejo joyero cubano, me señaló a la hija de un viejo amigo y colega. “Tienes que hablar con ella. Es la albacea de Reinaldo Arenas”. Y claro, era mucho más que eso. Todos somos siempre más que lo que susurran de nosotros en un restaurante.
Perla Rozencvaig es profesora del departamento de culturas latinoamericanas e ibéricas de Columbia University y vicepresidenta del Centro Cultural Cubano de Nueva York. Su libro Reinaldo Arenas: narrativa de transgresión fue el primero dedicado por entero a la obra de Arenas y su obra crítica incluye trabajos sobre la obra de Enrique Labrador Ruiz, Virgilio Piñera, Severo Sarduy y Zoé Valdés. Desde aquel encuentro en el restaurante nuestros caminos no han dejado de cruzarse, pero es ahora que encuentro tiempo para un interrogatorio que estoy por hacerle desde hace veinte años.
Háblanos un poco de ti. ¿Cuáles son tus raíces familiares? ¿Dónde naciste? ¿Cuándo viniste para Estados Unidos? ¿Cuál es tu formación?
Yo nací en Marianao, La Habana, donde viví hasta que salí de Cuba en 1966. Era entonces una adolescente curiosa y llena de preguntas sobre lo que estaba aconteciendo en mi país. Había terminado la secundaria básica, y cuando mis padres me dijeron que era muy probable que pudiéramos irnos del país por los llamados Vuelos de la Libertad me invadieron sentimientos encontrados. Creo que muchos de los de mi generación que tuvieron una experiencia más o menos parecida podrán entender qué se siente al borde de la despedida de todo lo que ha sido tu mundo, con sus enormes contradicciones, miedos, buenísimos ratos, amigos que no quieres dejar y una propuesta de vida que parecía ser, y lo fue, un salto a otra realidad cultural llena de desafíos que tuve que enfrentar desde que llegué a Nueva York.
Quizás el provenir de un ambiente muy híbrido, padre judío y madre católica, me dio desde muy joven plena libertad para elegir mi credo y tolerancia para convivir con dos religiones, sentirme a gusto tanto en la sinagoga como en la iglesia. Claro que esto puede tener sus desventajas durante el proceso de formación, pero lo pude resolver, dejándome una ganancia que te la resumo con una palabra que entonces casi no se escuchaba: diversidad. Con mi abuelo materno aprendí italiano y me interesé en el francés. Con mi familia judía, desarrollé casi una obsesión por la historia del pueblo judío.
Escribir, leer, investigar culminaron mis intereses académicos con una maestría en español y otra en filosofía. Finalmente, en 1983 obtuve un doctorado en Columbia University con una especialización en literatura latinoamericana. Hace más de veinte años que enseño en el departamento de literaturas latinoamericana y peninsular de la universidad. Pero esta entrevista no es para hablar de mí sino de ese extraordinario escritor, Reinaldo Arenas, a quien conocí en 1980, unas pocas semanas después de llegar a Miami. Siempre me viene a la memoria un cartel muy publicitado entonces con el rostro de Reinaldo donde éste decía que se había ido de Cuba principalmente para salvar ese rostro, para poderlo distinguir de la máscara que en muchos países a veces te ves forzado a llevar para poder sobrevivir.
¿Recuerdas el debate que generó en el exilio el famoso diálogo con el gobierno cubano de 1978? ¿Qué pensabas en aquel entonces? ¿Tiene algo que ver el debate de aquellos días con el que ha suscitado los acercamientos de los últimos años?
Recuerdo que en 1978 hubo un diálogo entre Fidel Castro y algunos periodistas de los Estados Unidos que intentaban transmitir las opiniones de las distintas comunidades cubanas radicadas en diversos lugares del país. Siempre he estado abierta al diálogo, aunque sea un diálogo de sordos, como ocurrió entonces. Lourdes Casal, que dirigía la revista Areíto y dictaba clases en Brooklyn College, insistió mucho en la necesidad y el derecho de los que vivíamos aquí de visitar a nuestros familiares. Fidel, por su parte, insistió mucho más en que aquellos ex presos políticos que querían dejar la isla podían hacerlo siempre y cuando el gobierno de los Estados Unidos los aceptara. No recuerdo que pensé entonces, pero a la distancia las palabras de Fidel me parecen ahora premonitorias de sus intenciones de mandar a los Estados Unidos a todos aquellos de los que él quería deshacerse, tal como lo hizo, durante el éxodo del Mariel. Además, ahora veo que la postura intransigente del gobierno, entonces, se ha perpetuado en el debate que continúa sin resolución con respecto a muchas de las cuestiones que entorpecen las relaciones actuales entre ambos países.
¿Qué impacto personal te causó el éxodo del Mariel? ¿Cómo modificó la imagen que tenías de Cuba y los cubanos? ¿Qué recuerdas de la llegada de los marielitos a la Nueva York de aquellos años?
El éxodo del Mariel impactó a toda la comunidad cubana. En un principio, tanto en Nueva York como en Miami, algunos cubanos expresaron preocupación y hasta desconfianza. La llegada de elementos conflictivos, según la prensa de Cuba y de Estados Unidos de entonces, desencadenó algunas reacciones negativas contra los recién llegados. Los cubanos en veinte años de exilio se habían ganado un lugar privilegiado y no querían que esa imagen fuera afectada por estos nuevos refugiados. Sin embargo, en muchas ciudades como Union City y West New York, el grueso del exilio cubano de Nueva Jersey, muchos de ellos empezaron a trabajar en negocios de cubanos. En Miami, ocurrió lo mismo. Lo cierto es que de los 125 000 cubanos que salieron por el Mariel, un número muy pequeño podían considerarse antisociales. La mayoría le demostró al mundo que era gente trabajadora en busca de un espacio donde volver a empezar. Entre los intelectuales que salieron se encontraba Reinaldo, a quien contacté unas semanas después de haber llegado. Ahí empezó una profunda amistad que duró hasta el 7 de diciembre de 1990, fecha en la que decidió irse, como él decía, para el otro mundo.
Cuando conociste a Reinaldo Arenas, ¿qué impresión te causó?
Primero tuvimos una larga conversación telefónica. Hablaba despacio, pero sin parar. Me pareció que lo conocía desde hacía mucho tiempo. Estaba viviendo con sus tíos. He contado la historia de las tarjetas de presentación otras veces, pero quiero volver a recordarla. Me dijo que su tío le había aconsejado que se mandara a hacer unas tarjetas con su nombre y que pusiera debajo ESCRITOR en mayúscula. Eso le daba horror. Me lo contó alargando algunas sílabas, lo cual le otorgaba un ritmo cadencioso a su manera de hablar que me encantó. Para entonces, yo ya había leído su primera novela Celestino antes del alba, su única novela publicada en Cuba en 1967, y la primera también de su pentagonía, un ciclo de cinco novelas sobre el acontecer de la historia de Cuba desde la época de Batista hasta un mundo futurista que transcurre después del tiempo de vida del autor. También había leído en francés El palacio de las blanquísimas mofetas (Le palais des tres blanches mouffettes, Ed. du Seuil, 1975), la segunda de la serie, y El mundo alucinante, según la crítica más reconocida, una de las mejores novelas del siglo XX. Pero esta no es parte de la pentagonía. En esta se incluyeron también Otra vez el mar (1982) y dos novelas póstumas El color del verano (1991) y El asalto (1992).
Acordamos vernos. Le pregunté si podía entrevistarlo y accedió inmediatamente. Pero cuando nos vimos en Miami por primera vez, decidí tan solo escucharlo. Sus historias inconexas, el horror entremezclado con lo lúdico y sobre todo lo creíble de las historias tan inverosímiles que me contaba me hicieron posponer la entrevista para cuando nos reuniéramos en Nueva York. Fue en casa del cineasta Iván Acosta que nos reencontramos unos meses más tarde. Lo que hablamos entonces salió publicado en la revista literaria Hispamérica en 1981. Lo que ya me había quedado muy claro era que Reinaldo era el personaje más fascinante y complejo de todos los que habitaban el mundo narrativo en el que había volcado todas sus angustias, y obsesiones.
¿Crees que el conocimiento personal del escritor ha influido en tu comprensión de su escritura?
Estoy segura que sí. No puedo dejar de pensar en él cuando leo sus textos, lo cual para nada quiere decir que sus personajes no tengan vida propia. Claro que todos son seres autónomos con plena libertad en el espacio textual. Pero siento que los que más me han impactado, como Adolfina, una de las tías solitarias de El palacio de las blanquísimas mofetas, me recuerdan esa inmensa tristeza y esa inmensa furia de las que Reinaldo nunca pudo librarse. Su desconsuelo y su sordidez lo acompañaban a todas partes, y también su desgarrador sentido del humor. Decía lo que quería, no le importaban las consecuencias. “Yo ya no tengo nada que perder”, me recordaba constantemente.
¿Cómo evolucionó la relación entre ustedes? ¿Por qué crees que te hayas ganado su confianza —en alguien con su fama de desconfiado— como para nombrarte su albacea?
Yo veía a Reinaldo con cierta frecuencia cuando él estaba en Nueva York. Un lugar de encuentro era el restaurante brasileño Cabaña Carioca, en la calle 45 en Manhattan. Corría el año 1984, yo estaba terminando un libro sobre la obra de Reinaldo publicada hasta entonces. Se titula Narrativa de transgresión, y es el primero dedicado totalmente a la narrativa de Reinaldo. Creo que abrió caminos para que otros estudios muy valiosos aparecieran más tarde.
En cuanto a haberme ganado su confianza, creo que sí, que confiaba en mí. El porqué no puedo decírtelo. Es verdad que era desconfiado, pero sabía intuir cuando alguien no era sincero con él. Quizás pensó que yo podía asumir esa responsabilidad. Lo cierto es que me pidió a mí y a Roberto Valero que fuéramos sus albaceas. También el testamento decía que se nombraría una comisión de cinco personas encargadas de velar por su patrimonio intelectual. Así se hizo. En Europa se nombró a Jorge Camacho y a Liliane Hasson. En Nueva York a Dolores Koch, nuestra querida Lolita, quien lo acompañó hasta sus últimos momentos, a Roberto Valero y a mí. La comisión trabajó bastante bien por algunos años. Para mí, que al final me quedé sola de albacea cuando murió Roberto en 1994, lo importante era que se leyera a Reinaldo, que se publicaran sus libros. Los Camacho, en Europa, se ocupaban de las ediciones de sus libros que se publicaban en España, pero yo revisaba, aprobaba y firmaba todos los contratos. Desde 1990 hasta el 2000, cumplí lo mejor que pude lo que le había prometido a Reinaldo.
Hubo conflictos, reclamos de parientes verdaderos e inventados. Abogados que aparecieron para representar a los irrepresentables. En suma, material para una buena novela. Quizás algún día lo utilice, pero todavía no lo he procesado, y no sé si lo haga. La realidad que vivimos, como bien sabes, siempre supera la ficción, pero ficcionalizar la historia es la mejor forma de calar hondo.
¿Qué otros recuerdos tienes de Reinaldo Arenas en Nueva York? ¿Conociste al grupo que se reunió alrededor de la revista Mariel?
Una imagen de Reinaldo que siempre me viene a la mente es la de él con un ejemplar de la revista Mariel bajo el brazo. Siempre que nos encontrábamos, si coincidía con la publicación de uno de los números de la revista, Reinaldo me llevaba una copia. De abril 1983 a abril 1985, los dos años en los que se publicaron los ocho números de Mariel, Reinaldo se dedicó intensamente a que saliera a la luz contra viento y marea. A muchos cuyos textos leía en la revista los conocí y somos buenos amigos. Con René Cifuentes hablo con frecuencia, también con Miguel Correa. Con Reinaldo García Ramos, a quien hay que agradecerle la digitalización de los números de Mariel, y con Juan de la Paz sigo en comunicación. Me dolió profundamente la muerte de Roberto Valero, gran poeta, gran amigo. Eugenio Florit supo ver en su poesía temprana la fuerza creativa que poco a poco fue instalándose en su obra posterior.
¿Cómo fue su relación con la clase intelectual norteamericana radicada en la ciudad?
Tuvo una relación muy cercana con Susan Sontag. Se admiraban mutuamente. A Reinaldo le complacía que ella se distanciara de los intelectuales perversamente ingenuos que no querían reconocer que en Cuba había una dictadura férrea sin contemplaciones para ningún tipo de oposición.
¿Y con los intelectuales latinoamericanos?
Creo que Octavio Paz ocupó un lugar muy especial en la vida de Reinaldo. Tanto, que Reinaldo me pidió que le hiciera llegar a Octavio Paz la entrevista que le hice una semana antes de su muerte, y que él quería que se publicara en Vuelta, la revista literaria que dirigía entonces Octavio Paz en México. De hecho, yo no quería hacerle ninguna entrevista a Reinaldo ese día, pero él, que casi no podía hablar, me dijo que tenía que decirme algunas cosas que quería compartir con la gente que conocía su obra. Lo recogí en un taxi y fuimos a un restaurante cerca de las Naciones Unidas llamado Aux Trois Cavaliers. Eran como las tres de la tarde. Elegí ese restaurante porque a él le encantaba como Felipe, el chef, le preparaba la carne al estilo argentino con un toque francés, decía él. El lugar estaba casi vacío y nos sentamos en una de las mesas del fondo. Te aseguro que Reinaldo llegó casi sin voz, pero paulatinamente, mientras conversábamos, la voz se hizo más fuerte. No sé de dónde le vino tanta energía. Yo, entonces, conecté la casetera, y esa fue la última vez que lo escuché hablar. Todo lo que dijo apareció en Vuelta en 1991, pero unos meses antes, la entrevista traducida al inglés apareció en Review.
¿Cómo crees que su experiencia en Nueva York influyó o modificó la personalidad y la escritura de Arenas?
En Nueva York, Reinaldo se sintió libre y complacido, al menos durante los primeros años. Escribía, podía vivir modestamente de su oficio de escritor, haciendo lo que quería. Viajaba, dentro y fuera del país. Siempre que algún profesor lo invitaba a que diera una charla o conferencia en la universidad donde enseñaba, Reinaldo aceptaba la invitación sin esperar, en muchos casos, ningún tipo de remuneración económica. No parecía interesarle mucho el dinero, aunque con el paso de los años, los problemas de vivienda, principalmente, le hicieron tomar conciencia de cuán dura podía ser Nueva York, cuán impersonal ante un drama personal.
El portero, publicada en 1987, es su primera novela que se desarrolla en Nueva York. Juan, un refugiado cubano, es portero en un edificio de lujo de Manhattan. Él les abre la puerta a los residentes, y penetra en sus vidas, descubriendo desolación, desencanto. Pero lo interesante es que Juan trata de enseñarles que no todo está perdido. La búsqueda de un espacio liberador, sin embargo, se la proponen los animales de los residentes, dejando al lector confundido de por qué Juan se asocia con los animales y rechaza al final a los humanos y a la sociedad que han creado. Podría leerse este rechazo como una terrible desilusión de la ciudad donde las luces de esplendor del principio se van apagando a su alrededor. Claro que saber que tenía SIDA lo golpeó profundamente.
Si uno lee en sucesión el artículo “Un largo viaje de Mariel a Nueva York”, que escribió Arenas al poco tiempo de llegar a la ciudad, y su “Adiós a Manhattan”, escrito poco antes de morir, uno siente su progresivo desencanto con la ciudad.
Como te dije antes, los primeros años que pasó en Nueva York, especialmente de 1980 a 1983, lo cautivaron. El descubrimiento de la nieve, comer frutas tropicales en medio del manto blanco que cubría las calles y el desenfreno de la ciudad que no paraba nunca, dominaron sus recuerdos de ese primer contacto con Nueva York. Así lo dice en sus memorias, pero también en 1983, cuando tiene que enfrentarse al dueño del edificio donde vivía en la calle 44, Nueva York se vuelve una ciudad desalmada. Se vio obligado entonces a mudarse al 324 W de la calle 43, un edificio de seis pisos sin ascensor, donde él ocuparía el apartamento del fondo del sexto piso. Esta fue su última morada en la ciudad que lo deslumbró y de la que se desencantó por razones personales. El SIDA con sus horrendas repercusiones físicas, el debilitamiento del cuerpo y la mente, que luchaba por no dejarse vencer antes de terminar su obra, como constantemente repetía, alargaron su estancia en Nueva York hasta 1990, pero fueron años sórdidos, muy tristes, sobre todo desde el 1988 hasta el final.
De hecho, recibía a muy poca gente en su apartamento. Y a medida que la enfermedad avanzaba, a casi nadie. Pero Enrico Mario Santí, entonces profesor de Georgetown University, lo visitaba con cierta frecuencia. Entre 1988 y 1989, yo estaba compilando una serie de estudios críticos sobre su obra junto con Julio Hernández Miyares. Esta colección de textos Reinaldo Arenas: alucinaciones, fantasías y realidad fue publicada en 1990. Reinaldo pudo asistir a su lanzamiento en The Americas Society. Para todos los allí presentes fue sorprendente que fuera a la presentación, pero así fue.
¿Era idéntico el Reinaldo Arenas que conociste al que él representaba en sus libros? ¿Cuáles eran las mayores diferencias que había?
Idéntico, no. Pero muchos de sus personajes transmiten lo que creo era su esencia. Tienen su furia, su dolor. Celestino, por ejemplo, ese niño hipersensible de la primera novela de la pentagonía es víctima de violencia doméstica, al extremo que se crea un doble para liberar sus miedos. En la casa donde convivía con las tías abandonadas por sus maridos y un abuelo abusador, Celestino describe a su madre como madre bella, madre fea. Madre a quien ama, pero también rechaza. Esta ambivalencia de sentimientos hacia la madre la pude percibir en sus relaciones con ella cuando vino a Nueva York a visitarlo a principios de los 80. También, recordaba con cierto humor sórdido que su padre lo había abandonado antes de cumplir los dos años. Igual ocurre en la novela con Celestino.
Creo que vale recordar que en el magnífico documental Seres extravagantes, de Manuel Zayas, este entrevista al padre de Reinaldo, quien reconoce que había abandonado a su mujer y a su hijo cuando el niño era muy pequeñito. Además, el continuo metamorfoseo de Fortunato en su tía Adolfina, en la segunda novela de la pentagonía, revela su orientación sexual mediante la frustración de la tía y el sobrino que no logran encajar en un mundo hostil hacia los dos. En El asalto, la última novela de la pentagonía, él y la madre comparten un parecido que convierte a los dos en seres despreciables, perversos, una característica de la condición humana que obsesionaba a su creador.
La rebeldía de sus personajes, tanto en lo personal como en lo político, es puro Reinaldo. Me cuesta hablarte de las mayores diferencias entre ellos y él. Quizás en la voz de Reinaldo, cuando rescataba algunas de sus experiencias vividas en Cuba y después en los Estados Unidos, yo logro encontrar una calma, una tranquilidad, que nunca llegué a percibir en la palabra escrita. Algo así como si el sonido de las palabras no correspondiera a toda la vorágine que se desencadenaba en casi toda su escritura.
¿Cuáles son los últimos recuerdos que tienes de Arenas en vida?
Recuerdo que me pidió un par de pantuflas antes de salir por última vez del hospital. Roberto, mi marido, se las llevó. Me dijo que Reinaldo le había asegurado que no regresaría en ninguna circunstancia a ningún hospital, y lo cumplió. Yo lo vi por última vez, como te dije antes, en el restaurante donde hablamos de su obra. Se sintió capaz de compartir conmigo lo que representaba para él haber finalizado su obra. Escribir definió en gran parte su vida, llena de tragedia, pero también llena de la satisfacción plena de haberles dado vida a personajes realmente inolvidables. Con un lenguaje poéticamente combativo, con imágenes alucinantes y transmisoras del desenfreno del mundo que le tocó vivir, el legado literario de Reinaldo ocupa un lugar de merecido reconocimiento entre las voces más vibrantes de la narrativa cubana, latinoamericana y universal.
¿Qué es lo que hace insustituible la presencia de Arenas en las letras cubanas, latinoamericanas o latinas en los Estados Unidos?
La prosa de Reinaldo se destaca porque sin sacrificar su extraordinario valor estético contiene una preocupación política y social que da constancia de una realidad más íntima, más profunda cuanto más absurda y distanciada está de las leyes de causalidad, motivando al lector a que revalorice su propia circunstancia, a que defienda sus creencias ideológicas tal como él lo hiciera con sus acciones y sus personajes. Eso hace su obra insustituible, y enormemente apreciada por una comunidad de lectores cubanos, latinos en general, incluyendo a la comunidad latina en los Estados Unidos. También hay que mencionar que muchos de sus libros han sido traducidos a más de veinte idiomas, incluido el sistema Braille para ciegos. Se lee a Reinaldo a nivel global.
A mí me complace muchísimo incluirlo en mi curso de identidades caribeñas. Los estudiantes aprenden sobre la historia cubana a través de sus ficciones, lo cual enriquece su conocimiento de los hechos con la libertad que caracteriza examinar el dato histórico desde la perspectiva del discurso literario.
¿Tienes algún proyecto pendiente con la obra de Reinaldo? ¿Hay alguna faceta del escritor que deba ser estudiada?
Por el momento, sigo releyendo algunos de sus textos que siempre me sorprenden porque siempre descubro algo en lo que antes no había reparado. Hay mucho por hacer todavía con el cuerpo narrativo y con su poesía. Creo que su legado literario es de gran motivación, como lo demuestran algunas tesis en proceso que andan por ahí.