Pita, como todos los estudiantes lo conocían, era —imagino lo siga siendo en la memoria, pero sobre todo en el imaginario de más de una generación— un mito, una presencia, una referencialidad indispensable cuando de pensamiento y filosofía oriental se pretendía hablar.
Él encarnaba el reducto de una práctica que dejaba de ser especulativa y comenzaba a ser, o al menos pretendía ser, materialista, dialéctica, pero sobre todo dogmática y vulgar. Pita, Magaly Espinosa y Lupe Álvarez eran gente con swing en el Departamento de Filosofía y Estética del Instituto Superior de Arte, que comenzaba a ser “dirigido” por secretarios del Partido Comunista, cuya no siempre solapada estrategia era deshacerse[1] de todos aquellos que terminaban siendo piedras en sus herrumbrosos zapatos.
“Todos se van”, Wendy Guerra tiene razón. Nosotros también nos fuimos, ella también se fue, Pita también se fue. Los que quedaron han tenido que afrontar el deterioro de una institución que era un oasis, una puerta de escape al dogmatismo que, implacable, hizo de aquel recinto un espacio dentro de su feudo. Los desterrados andan desperdigados por el mundo, pero siguen escribiendo, pensando. Incluso algunos hacen aún, con valentía, desde Cuba.
Esta entrevista rememora una época en la que fuimos felices, al menos dentro de una arquitectura renovadora que, deteriorada y abandonada en el tiempo, sobre todo por lo que ha significado, dio paso al gris prefabricado como anticipo estético de otro gris, cada vez más oscuro y terrible.
Gustavo Pita Céspedes se graduó de Filosofía en la Universidad Estatal Zhdánov de Leningrado —hoy San Petersburgo— y obtuvo el grado de maestría en Estudios Japoneses en el Colegio de México. Con dos estancias de investigación en Japón, gracias al auspicio de la Fundación Japón, obtuvo su doctorado en traducción y estudios interculturales en la Universidad de Barcelona, España, donde se desempeña como profesor del Departamento de Estudios de Asia Oriental.
Siguen siendo su foco de atención la cultura bushi, el budismo zen, las artes marciales japonesas, la historia del pensamiento japonés, así como también el pensamiento filosófico mundial. En particular, el pensamiento ruso.
Es miembro del comité científico de la colección editorial Biblioteca de Estudios Japoneses, CERAO-UAB, y autor de Genealogía y transformación de la cultura bushi en Japón (Bellaterra, 2014), así como de diversos artículos sobre su especialidad, además de traducciones de artículos científicos y obras literarias de los idiomas ruso y japonés.
¿Qué podemos entender por filosofía, teniendo en cuenta que su definición es inasible de cierto modo y la reducción que esta ha supuesto para cierta tradición cubana?
Quizás una de las principales enseñanzas de la filosofía para quienes la estudian es que se puede aprender a convivir con la duda, la indefinición y la incertidumbre. El mero hecho de que exista un problema no implica por fuerza que tenga una respuesta, al menos no una respuesta inmediata.
La duda nos mantiene vivos y acaso las respuestas definitivas, como sugiere este propio adjetivo, nos llegan solo con el fin. Esto puede resultar chocante, sobre todo en una época como la nuestra, en la que una necesidad puede satisfacerse con solo apretar un botón; pero las soluciones a los problemas fundamentales del ser humano —el de la libertad, por solo poner un ejemplo— no tienen, ni pueden tener, una solución automática y, por lo visto, es una suerte para nosotros que así sea.
Desde esta perspectiva, por una parte, no me siento en condiciones de decir “qué podemos entender” por filosofía. Por otra, me siento más bien en la obligación de no decirlo, para no privar a nadie de la posibilidad de “atreverse a saber” mediante la búsqueda de sus propias respuestas.
Pero es un hecho que, como advertía ya Hegel en su pequeña Lógica: “La filosofía carece de la ventaja, que favorece a las demás ciencias, de poder suponer sus objetos como inmediatamente reconocidos por la representación, al igual que su método de conocimiento como ya asumido para su comienzo y ulterior desenvolvimiento”.
Parece no menos cierto que lo fundamental tiene que permanecer indefinido precisamente para que todo lo demás se defina con toda nitidez sobre su trasfondo, como “recortándose” sobre un vasto horizonte de posibilidades.
Intuyo que el problema de qué es la filosofía tiene que ver, en última instancia, con la pregunta de cuál es el tipo del universo en que vivimos y que, a la inversa, para comprender la naturaleza específica de este no resulta en modo alguno indiferente el entenderlo como uno en el que es posible filosofar y en el cual, para que se haga posible un ser humano, la filosofía no puede ser una mera posibilidad, sino una condición imprescindible.
Ahora bien, quizás no sea menos legítima la suposición de que para que ese ser humano —quien parece ser, como la filosofía misma, justo lo que no es— se decida finalmente a escogerla como objeto de investigación al que dedicar el resto de su vida, desde el propio comienzo tiene que saber ya y, al propio tiempo, ignorar lo que la filosofía es. En este sentido, la premisa de su estudio debe de ser la misma que la del amor.
¿Cómo llegas a la filosofía?
Antes de poder reconocer a mi amada, tuve que enamorarme de otras.
Desde la niñez hasta la adolescencia me atrajo la Medicina. En esto influyó, sin dudas, el haber descubierto tempranamente que por predeterminación biológica las personas tenemos que morir algún día.
Luego, en mi “primera juventud”, durante mis primeros años de estudiante en la Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin, me sedujo la Física.
Por último, justo cuando había dejado de buscar adónde llegar, la filosofía llegó a mí y yo alcancé a entrever su semblante a través de su nebuloso velo. Por aquella época, siendo todavía estudiante de preuniversitario, probé un día a sopesar un libro de Engels que citaba a Hegel.
Cuando reflexiono ahora sobre el impacto de aquella experiencia, siento que para que en ese momento llegara a cautivarme la afirmación de que “todo lo racional es real y todo lo real es racional” había, sin embargo, más sinrazones que razones.
Pero cuando hoy pensamos la filosofía, tengo la impresión de que estamos regresando a una búsqueda de esas unidades conceptuales que prevalecieron en la antigüedad clásica. ¿Qué pasa hoy con la filosofía? ¿Crees que se están desdibujado las fronteras entre los saberes?
Desde un punto de vista personal, creo que hoy con la filosofía en sí misma “no pasa nada” y que si algo “pasa” es, en todo caso, con el enfoque que la correlaciona unilateralmente con el mundo del conocimiento. Me parece que su lugar y función también hoy, como en todos los tiempos, sigue definiéndose no solo con respecto al saber y sus formas, sino ante todo en relación con el ser, sus modalidades y metamorfosis.
En este sentido, considero que hay otra función de la filosofía que subyace en el basamento de la cognoscitiva y que acaso sea tanto histórica como lógicamente la fundamental: la constructiva. La filosofía se “cuela”, por así decirlo, en nuestras vidas mucho antes de que tengamos conciencia de ella, e incluso antes de que conozcamos su nombre.
Desde muy temprano, ha estado participando activamente en la construcción de nuestro ser en la medida en que nunca está —ni podrá estar— garantizado, y cuyas vicisitudes son indiscernibles de las de nuestra espiritualidad.
De cualquier manera, nuestra autoconstrucción como seres humanos parece indiscernible de la construcción de nuestra filosofía o de la autoconstrucción de la filosofía en nosotros. Es difícil expresarlo, porque la construcción del “texto” de nuestro ser es, a su vez, la de su propio “lenguaje” en el sentido más amplio de ambos términos, que sustenta y trasciende a la escritura, la palabra o el idioma…
Es cierto que se han desdibujado las fronteras entre los saberes, pero no las barreras mentales entre quienes los ejercen o practican. Creo que esto será irremediable mientras entre los sujetos de esos saberes subsistan problemas de interacción e integración comunicacional que tienen su raíz en el carácter parcializado y fragmentario de sus existencias. Es decir, mientras esa integración del universo del saber continúe dejando inalterable su “feudalizado” planeta y cada cual siga viviendo, en un trozo del mundo, su pedazo de vida.
Repito: creo que hoy con la filosofía no pasa nada. Sigue existiendo y prosperando dondequiera que la persona humana se esfuerza por ser, sobreponiéndose a la inercia y “mecanicidad” del vivir. Si algo pasa no es con la filosofía, es con el “hoy” que resulta demasiado estrecho para ella. Con la angostura, o más bien la “chatura” que, según mi impresión, suele tener esta noción en nuestros días para la conciencia colectiva de las sociedades de masas, allí en las naciones consideradas “más avanzadas”. Vivimos acaso en una época demasiado centrada en sí misma.
Por paradójico que parezca, en una “actualidad” sostenida sobre nociones como velocidad, masividad, “imagen impactante”, fashion o noticia, no hay lugar para el instante presente. Y es que para el ser humano el instante no es la actualidad del hoy, sino de la eternidad. No alcanza con el hoy para ser aquí y ahora, acaso por la misma razón de que con conocer una cosa no basta ni para conocerla a ella sola.
Hace poco, un estudiante de Derecho me preguntó con visible interés acerca de mis vivencias en Rusia. Para mí, resultaba agradable y hasta estimulante contárselas; pero nuestra conversación empezó a hacerse difícil cuando trascendió el primer período de mandato de Putin. Otro día, un joven de 19 años me miró visiblemente extrañado cuando mencioné por casualidad el nombre de Indiana Jones porque, como se apresuró a explicarme, él nada sabía de “esos héroes antiguos”.
Por lo visto, la frontera que nos separa de “la antigüedad” se va haciendo tan cercana que casi nos pisa los talones. Pero, por otra parte, con frecuencia resulta necesario “acercar a los jóvenes” las obras teatrales de otros tiempos, haciendo que en la escena los personajes se vistan y hablen tal y como ellos cada día…
En cierta ocasión, de visita en una universidad japonesa, un profesor amigo quiso regalarme un libro recién publicado por un joven maestro zen que enseñaba en la institución. Su intención era cederme su propio ejemplar porque ya no se podía encontrar en las librerías; pero como era el horario de receso y todavía restaban unos diez minutos antes del próximo turno de clases, me propuso que primero subiéramos al gabinete del autor para presentármelo personalmente.
Cuando llegamos, el maestro organizaba ya sus cosas para dirigirse al aula, pero así y todo nos recibió con amabilidad, y nos pidió que tomáramos asiento. Mientras preparaba té verde para brindarnos, mi amigo le iba explicando el motivo de nuestra inopinada visita.
“No hace falta que le entregue usted su ejemplar —le respondió el maestro—. Todavía dispongo de uno que le puedo regalar al señor, y si me lo permite, le pondré además una dedicatoria”. Entonces, nos puso delante dos platos con dulces y nos sirvió dos tazas de té.
Enseguida, abrió su caja de implementos caligráficos, agregó agua al suzuri (硯) y frotó contra él la pastilla de sumi (墨) hasta que se espesara la tinta; luego, mojó en ella el pincel y escribió con gran habilidad y destreza en la primera página del libro: kyōge betsuden (教外別伝); es decir: “la iluminación no es trasmisible mediante palabras y letras”.
Por último, dibujó los caracteres de su nombre, untó su cuño con una pasta de bermellón e imprimió al lado su sello personal.
Ya sonaba el timbre que anunciaba el cambio de turno cuando se despidió de nosotros. Ambos nos quedamos con la impresión de que el maestro había usado algún tipo de magia para estirar aquel intervalo de escasos diez minutos, en el que además de atender cortésmente a nuestra conversación, había tenido tiempo de sobra para agasajarnos con té, preparar pincel, papel y tinta, y terminar regalándome en lugar de su autógrafo una preciosa caligrafía, sin equivocar un trazo ni emborronar la hoja.
Había sido, con su atención y empeño consciente por reedificar, uniendo máximos y mínimos, la humanidad en todo momento y circunstancia, la que había logrado que, de pronto, el instante despertara y se abriera como el ojo de la eternidad. Pero había una formación milenaria en su intemporal juventud.
¡Qué anécdota tan apasionada, Gustavo! Me recuerda un poco esa época en que dictabas clases en la Facultad de Artes Plásticas y había un silencio magnético cuando explicabas. Sin embargo, no siempre ha sido así en los recintos universitarios cubanos. Ahora, el haber nacido en Cuba y el asumir esa identidad nos coloca dentro de una historia y dentro de una manera muy peculiar de entender nuestra “tradición” filosófica”. ¿Qué piensas al respecto?
Creo que uno nace empíricamente dentro de las circunstancias espacio-temporales, socioculturales, geopolíticas de una historia singular. Pero uno abandona su minoridad, la “pone entre paréntesis”, reflexiona sobre ella y la somete a crítica —no en el sentido habitual, sino filosófico de este término— para acabar asumiéndola o no espiritualmente, por solo mencionar los dos casos extremos.
De cualquier manera, en este proceso de búsqueda del “sí mismo” y de surgimiento de la espiritualidad a partir del alma y sus “determinaciones empíricas”, resulta, por lo visto, inevitable que salgamos de la corriente del río que desde el pasado nos arrastra y lo contemplemos, al menos por un momento, desde la orilla, para luego volver a zambullirnos en él o abandonarlo.
En mi caso, como en el de otras muchas personas, esta regularidad se vio reforzada, además, por un condicionante material, porque a los 18 años tuve la oportunidad de “trascender” las fronteras geográficas de Cuba para ir a estudiar en la ciudad de Leningrado, en la Unión Soviética.
A partir del tercer año de estudios, estuve investigando en la medida de mis fuerzas un tema que tenía que ver con los problemas filosóficos de las ciencias: la llamada “antroposociogénesis” y el proceso de formación de la conciencia humana vinculado a ella.
Sin embargo, cuando tras mi regreso a Cuba me incorporé a trabajar como joven aspirante a investigador del Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de Cuba, me encontré con que el tema de investigación que interesaba en la institución era la historia del pensamiento cubano y latinoamericano.
En aquel momento no tenía más opciones que zambullirme de una vez en el río. Pero cuando ya tenía nadado cierto trecho a favor de su corriente, descubrí que en él había no solo agua, y que me era posible encontrar allí también mi propia “ínsula” para contemplar desde arriba su curso.
Equivocada o no, la impresión personal que tuve entonces fue que la tentativa de comprender el pensamiento filosófico cubano, con ayuda de categorías histórico-filosóficas tomadas de otros contextos socioculturales, respondía ella misma a una inercia, la que suplantaba el esfuerzo de comprensión real por una labor clasificatoria de las evidencias, una de las conclusiones de la cual podía llegar a ser que lo más representativo del pensamiento filosófico cubano había tenido una influencia mínima o incluso nula en la formación de la conciencia cubana.
Es muy probable que esta visión no haya sido más que un espejismo debido a mi natural inconformismo e inexperiencia; pero en ese momento no pude resistirme a la aventura de lanzarme a desentrañar qué podía haber de filosofía, por ejemplo, en obras como las de Fernando Ortiz, los poetas de Orígenes, o incluso la de geógrafos y pedagogos como Salvador Massip y Sara Isalgué.
Por suerte para mí, por entonces encontré en Emilio Ichikawa Morín un inmejorable compañero de travesía…
No cabe duda de que no debemos confundir la filosofía como forma del saber con los elementos filosóficos que pueda haber en otras formas, digamos, no teóricas, de conciencia. Pero tampoco hay que olvidar que existe una notable diferencia entre el acto vivo y real del pensamiento filosófico y lo que acaso no es más que su mortecino “reflejo especular”: la filosofía objetivaba culturalmente en la forma de una disciplina académica, tal y como la conocemos hoy en día.
En todo caso, esta me parece más bien el resultado del modo europeo de construir la historia de la filosofía, el cual se fue estableciendo en ese continente a partir de la llamada Ilustración.
No creo que esté en condiciones de ofrecer en relación con esto más que puras intuiciones, probablemente descaminadas, pero lo cierto es que, cuando entre septiembre de 1993 y diciembre de 1994 estuve investigando en Japón la filosofía de Nishida Kitarō (1870-1945), volvió a surgir en mí la misma duda con respecto a la validez de la metodología establecida y que todavía sigo albergando hoy cuando investigo, entre otros temas, la tradición bushi de pensamiento.[2]
Notas:
[1] El término deshacer, no calibra adecuadamente los procesos de “justicia” laboral a los fuimos sometidos algunos de los profesores del Departamento de Filosofía y Estética del Instituto Superior de Arte, dirigido, en esa época por Cecilia Gálvez, Secretaria del Partido Comunista en esa universidad. Y como en un buen circo no pueden faltar los bufones, más de una Gálvez y otros acólitos hicieron de aquellos procesos un espacio de catarsis personal.
[2] El estudioso japonés del saber europeo, Nishi Amane [西周] (1829-1897), tuvo incluso que crear un calco etimológico del propio término “filosofía” —que encontró primero en kitetsugaku [希哲学] y finalmente en tetsugaku [哲学]—, palabra que poco después fue “trasplantada” a la cultura china por estudiosos de ese país, los que viajaron expresamente a Japón para conocer el pensamiento europeo; pero que, por lo visto, en ambos casos de alguna manera sirvió para “preprogramar” la visión retrospectiva de las propias tradiciones ideológicas regionales que, en lo sucesivo, tuvo lugar en ambas naciones, así como el curso ulterior de sus respectivos pensamientos.
© Imagen de portada: Gustavo Pita Céspedes.
Catherine Zuaznábar: “Yo quería volver a bailar en Cuba” (I)
“A veces los bailarines se exigen demostrar que son buenos. Esa etapa para mí ya pasó. He estado en grandes compañías. He bailado obras de grandes coreógrafos”.