Converso vía mail con Antonio José Ponte, quien por estos meses se encuentra en la Universidad de Princeton ocupado en labores docentes. Es un diálogo intermitente —que yo desearía interminable, nunca he hablado con él en persona— donde a ratos imagino que mis preguntas se van abriendo paso en un campus muy ajetreado, se intercalan a la fuerza en la cola de preguntas que le dirigen sus estudiantes.
Si me preguntaran a mí, que por suerte no me preguntan, les diría que dos de los mejores libros cubanos entre todos los publicados en lo que va de siglo, dos libros fundamentales, llevan la firma del escritor que ahora tienen delante.
En uno de esos dos libros, El libro perdido de los origenistas, encontramos esta declaración: “Me intereso menos por la intransferible obra de cada escritor que por sus figuras”. La actitud del autor es como la del “celador de museo”, leemos, y explica así su “manía de perseguir emblemas —libro que se pierde, abrigo, jaba— para llegar a esos otros emblemas que son los escritores”.
Los ensayos que componen El libro perdido de los origenistas se ocupan de escritores muertos. Pero, anticipándonos al museo, es interesante cómo a veces uno percibe ya en ciertos escritores vivos esa figura literaria, de importancia singular, que funciona como resorte activador de exhibiciones históricas, estéticas, políticas, en fin. Y son muy pocos de los que se puede decir algo semejante.
Más allá de la intransferible obra, algo de emblema hay ya, en mi opinión, en Antonio José Ponte dentro de la literatura cubana. Un emblema in progress, o latente, del cual nos ha tocado ser, por fortuna, lectores contemporáneos. Ojalá sean cada vez menos aquellos que no han podido, no han sabido, o no han querido darse cuenta del privilegio que esto significa.
Creo que para muchos decir Ponte es como decir La Habana: un modo de pensar y registrar las ruinas. Pero llevas más de una década viviendo en Europa y me interesa saber si hay, o puede haber, un Ponte cronista 2.0; cómo tu mirada de escritor explora, si lo hace, la urbe del exilio. Parafraseando a Joaquín Sabina: pongamos que hablas de Madrid.
Llevo más de diez años viviendo fuera, no he vuelto y La Habana ha cambiado mientras tanto. Uno de los rincones que me parecían más misteriosos de La Habana Vieja está lleno ahora, según me cuentan, de vida comercial, de pequeños negocios privados. Cirilo Villaverde hizo de ese rincón el título de su novela Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, que escribió y publicó su versión definitiva en New York. Se vio necesitado entonces de consultar detalles topográficos o de ambiente con algunas amistades que le quedaban en La Habana. Pero en la intención de Villaverde estaba menos hacer de la ciudad un personaje que hacerla el escenario de sus personajes. En mis libros, por el contrario, La Habana es protagonista. Para decirlo con un término de novela psicologista, La Habana es un caso de conciencia. Y no podría hacer esos trabajos a distancia que hizo Villaverde para seguir escribiéndola, ni siquiera con la ayuda de amigos lejanos.
Conozco Madrid y un par de ciudades más, pero ninguna representa para mí el caso de conciencia que es La Habana.
Esto lo digo muy escarmentadamente. Sin nostalgia y sin mañanas en que me despierte con la sensación de haber estado allá.
Recuerdo una frase tuya en La fiesta vigilada: “Cuando pienso en el futuro, mi desesperación es urbanística”. La modernización habanera, ¿te gustaría presenciarla, vivirla de cerca? ¿Te interesaría narrarla?
Viva donde viva, algo no ha cambiado en mi relación con La Habana, y es el entendimiento de ella como problema. Se trata de una capital paralizada por más de medio siglo, que en algún momento empezará a cambiar abruptamente y a tremendos pasos. ¿Qué clase de ciudad irá haciéndose entonces? Creo que, junto con los especuladores inmobiliarios y las grandes constructoras, van a tener que acudir a ella todos aquellos que, desde una disciplina u otra, piensan la ciudad, sean cubanos o no. Van a necesitarse entonces muchos especialistas, y también muchos opinadores. E imagino que va a ser una pelea tremenda.
Conjugando en futuro otra desesperación: la desesperación editorial. Revistas, sellos y librerías independientes, verdadera prensa… ¿Qué desearías ver en ese panorama en transición, en esa otra pelea, cuando el Estado cubano deje de regularlo y fiscalizarlo todo?
En La Habana fui siempre un lector a la caza de libros. De los que pudiera encontrar en librerías de viejo, de lo interesante (más bien poco) que se publicaba por esas fechas, de lo que se alcanzaba en las bibliotecas públicas y de todo cuanto pudieran prestarme los amigos. Así que pido para los lectores cubanos surtidas bibliotecas públicas libres de censura, buenas ediciones recientes, librerías de viejo que les alegren los días, y comercio electrónico para que los libros les lleguen desde las antípodas.
Y, por favor, que sean libros hermosos, para curar la vista de tanta miseria gráfica, que los libros cubanos están entre los más espantosos del mundo.
Deseo revistas, por supuesto. Pequeñas, medianas editoriales. Deseo también que los grandes grupos editoriales desembarquen y abran allí sus filiales y sus tenderetes. Y, puesto que trabajo en un diario digital, deseo una prensa libre, entre la que pueda estar Diario de Cuba.
En Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías, ensayabas a partir de una serie de eventos —la llamada guerrita de los e-mails, el activismo de los blogueros independientes, la aparición de la Seguridad del Estado en la obra de algunos artistas— que marcaron una época reciente en la vida intelectual dentro de la isla. A la distancia de unos pocos años, puede dar la impresión de una polvareda que terminó asentándose, no tengo claro encima de qué. Si un lector te preguntara hoy, con entusiasmo, en qué paró todo aquello, ¿qué le dirías?
Bueno, lo primero que intentaría es calmar el entusiasmo de ese lector, y disculparme con él si acaso ese libro mío tiene alguna responsabilidad en su entusiasmo. Pero, veamos, ¿en qué ha parado todo aquello? En mi libro hice notar la aparición de la figura del policía político, de la Seguridad del Estado, en la obra de algunos artistas. Era esperanzador ver cómo esos artistas incluían la vigilancia y la represión y la tortura en sus ecuaciones de las circunstancias cubanas.
Hablaba allí de Carlos Garaicoa, de Eduardo del Llano, y de la pareja de artistas plásticos Yeny Casanueva y Alejandro González. Pero hoy puede comprobarse que la gran mayoría de los artistas y escritores, aun cuando historian la vida cotidiana en Cuba, siguen sin atreverse a mencionar ese factor. Leonardo Padura, por citar un ejemplo, alude a la Seguridad del Estado lo menos posible y, cuando lo hace, es para eximirla de responsabilidades y culpas. No solamente en sus novelas: en Regreso a Ítaca, la película de Laurent Cantet para la que él escribió el guion, la represora que empuja al protagonista al exilio pertenece, no a la Seguridad del Estado, sino al Ministerio de Cultura. Así se dice varias veces en la película: Ministerio de Cultura.
Y cuando el protagonista tropieza en Madrid con esa funcionaria, que para entonces se ha exiliado, saca como conclusión que ya él puede regresar a Cuba y volver a vivir en su país. Porque el ataque que él sufrió en Cuba debió venir únicamente de ella, que ya no resulta un problema… Así que en la ecuación oportunista de Padura no es la Seguridad del Estado, sino el Ministerio de Cultura quien se encarga de vigilar y reprimir, y ni siquiera ese ministerio, sino una funcionaria tan hipócrita que ha terminado por exiliarse… Todo lo cual me lleva a pensar en lo extraño de que sea tomado por novelista policial un escritor de cuentos de hadas como Padura.
En Villa Marista en plata me ocupaba de la “Guerrita de los e-mails”. Para no repetir la historia aquí (los detalles pueden encontrarse en las páginas del libro), aquella movilización gremial sirvió para que el gremio de escritores y artistas renovara los votos de fidelidad con las nuevas autoridades del país, con Raúl Castro, que empezaba su mandato. Varios Premios Nacionales, como Reynaldo González, Antón Arrufat, Ambrosio Fornet y Eduardo Heras León, consiguieron salvar sus prebendas, y algunos sesentones como Arturo Arango y Desiderio Navarro hicieron méritos para, más tarde o más temprano, recibir el Premio Nacional.
En ese libro me interesaba también por otro rasgo de época, por cómo la telefonía móvil permitía difundir pruebas de la violencia de Estado. De los actos de repudio, de las detenciones, de los arrasamientos de interiores y los desalojos practicados por la policía política. Desde entonces hemos podido ver los rostros de muchos represores. En algunos casos se ha alcanzado a revelar sus verdaderas identidades, más allá del alias laboral que utilizan. Y es curioso ver cómo ahora esos represores usan espejitos para cegar con sus reflejos las filmaciones y no quedar expuestos. Así que han inventado la figura del esbirro con polvera, que antes no existía.
Pero bueno, escribí Villa Marista en plata sabiendo que era un libro de época, cuyas esperanzas podrían ser perfectamente desmentidas. Era una crónica pequeña de unos pequeños días, si se me permite empequeñecer el título de Octavio Paz, que a su vez había empequeñecido un título de Quevedo.
Pero entonces, ¿crees que fueron desmentidas aquellas esperanzas? ¿Cómo ves los días presentes?
Creo que fueron desmentidas, sí. El acercamiento que se vislumbró entonces entre intelectuales y activistas políticos no tuvo más consecuencias, no cuajó. La figura del intelectual que las instituciones oficiales proponen en Cuba, aunque esté de capa caída y sea puro cinismo, no sufrió demasiado daño, no tiene verdadera contrapartida. Y ha surgido un espacio de negociación entre artistas plásticos y comisarios políticos al cual me referí en un artículo publicado en El País: “La putinización del arte cubano”.
Después de Contrabando de sombras, publicada en 2002, ¿has vuelto a la novela? La fiesta vigilada era más bien un material híbrido, una suerte de ficción o narrativa documental…
La fiesta vigilada fue publicada por su editor español en una colección de novela. Y lo mismo hizo el editor alemán con su traducción. Vamos a suponer entonces que es novela. En cualquier caso, lo que viene va a estar más cerca de La fiesta… que de Contrabando…
Adelántanos algo sobre ese libro que vendrá.
Libro de una sola mano de Nitza Villapol, se llamará. Libro de una sola mano porque los franceses llaman así a los libros eróticos, pero es que los libros de cocina también lo son: con una sostienes el libro y con la otra buscas los ingredientes, abres y cierras el refrigerador, trasiegas. Y Nitza Villapol, porque me interesaba la figura de quien compuso el más popular recetario gastronómico cubano. Popular hasta el punto que, viviendo ella en Cuba, su libro, Cocina al minuto, fue pirateado profusamente en el exilio. Y, hasta donde sé, es el único caso en que esto ocurriera.
Lo que empezó por una ficha de diccionario que me encargaron sobre ella, ha terminado siendo un libro en el que Nitza Villapol es como esas mujeres de Edward Hooper, comiendo sola en una barra. Me temo que al final lo que escribí es un manual para aprender a comer solo.
Asiento en las ruinas es, si no me equivoco, tú único volumen de poemas publicado hasta la fecha. ¿Podemos esperar, en un futuro no muy lejano, un libro con tu poesía inédita?
Tengo uno por ordenar. Algunos de sus poemas los he ido publicando en revistas. Ese libro es todavía un montón de fichas que barajo y barajo sobre una mesa, en Madrid. Porque el ordenamiento es la gran cuestión cuando no se escriben libros temáticos ni series, sino poemas sueltos, a veces con mucho tiempo de distancia entre ellos.
Hablemos de lecturas. Literatura latinoamericana —o norteamericana, o europea—contemporánea. ¿Qué autores no dejarías de recomendar? ¿Qué libros, qué géneros has leído con mayor placer en los últimos tiempos?
He leído con placer The Night, del venezolano Rodrigo Blanco Calderón, una novela que podría enseñar a muchos narradores cubanos cómo tratar con apagones, cómo hacer una más oblicua (pero no menos efectiva) narrativa política.
Otra novela, Muerte súbita, del mexicano Álvaro Enrigue, que reúne a Caravaggio y Quevedo en una apuesta de tenis en Roma, y reúne también uno de los penachos de plumas de Moctezuma y una pelota de tenis hecha con pelos (así se fabricaban en la época) de Ana Bolena.
Del absoluto amor y otros poemas sin títulos, poemas escritos en Roma por el peruano Jorge Eduardo Eielson, al final de su vida. Más una de sus novelas: El cuerpo de Giulia-no.
La mucama de Ominculé, novela de la dominicana Rita Indiana, y espero pronto leer sus anteriores.
Los poemas de Italianisches Liederbuch del argentino J. R. Wilcock, escritos en italiano y con título goethiano.
En cuanto a literatura norteamericana contemporánea, soy más lector de poesía y ensayos que de narrativa:
Acabo de leer los ensayos recién aparecidos de Elliot Weinberger —The Ghosts of Birds— y he vuelto a otro viejo libro suyo, Outside Stories.
La correspondencia entre David Markson y Laura Sims, porque conocía ya las novelas de Markson, hechas de citas, y especialmente una en la que juega con el bloqueo, no del escritor, sino del lector.
Las pocas páginas de los diarios de Guy Davenport que aparecen en The Guy Davenport Reader, después de haber leído y releído sus cuentos y ensayos (pero no Objetos sobre una mesa, que es flojo). Y las traducciones de poetas arcaicos griegos que Davenport hizo: Six Greek Poets.
Una obra teatral de Sarah Ruhl compuesta a partir de fragmentos de las cartas que se cruzaron Elizabeth Bishop y Robert Lowell: Dear Elizabeth.
The Albertine Project de la canadiense Anne Carson, un librito de nada sobre la presencia y ausencia de Albertine en las novelas proustianas. Más la traducción de Las Bacantes de Eurípides hecha por ella. Y cuanta poesía china y japonesa haya traducido Kenneth Rexroth.
Pero como la lista se hace demasiado larga, digo estos autores europeos: Giorgio Agamben, Guido Ceronetti, Joseph Brodski, Sophia de Mello Breyner Andresen, Georges Didi-Huberman, Leonardo Sciascia, Karl Schlögel, el Pier Paolo Passolini cronista (y los demás Passolini), Roberto Calasso, Tomas Tranströmer…
Este otoño impartes en Princeton un curso sobre la figura del intelectual en literatura y cine cubanos entre 1959 y 2010. ¿Qué cosas te han resultado más interesantes o llamativas en ese recorrido de medio siglo?
Ha sido curioso explicar la poesía de Heberto Padilla, terminar la clase, caminar unos pocos metros y encontrarme en Linden Lane, la calle donde él vivió a su llegada al exilio estadounidense. La misma calle que dio nombre a la revista que Belkis Cuza Malé publica todavía.
Que mi clase esté tan cerca de ella me parece un eco. Pero, ¿eco de qué? No lo sé, así que me he hecho un paseante habitual de Linden Lane para ver si lo descubro.
O lo curioso también de estar de conferencia en la Universidad de Virginia y escucharle a un catedrático que Guillermo Cabrera Infante vivió allí un semestre, como profesor invitado. Preguntarle si acaso Cabrera Infante alquilaba la casa de un profesor de literatura inglesa de sabático, y descubrir entonces que fue allí donde, impulsado por una biblioteca ajena, Cabrera Infante dio aquella extraña y magnífica entrevista a The Paris Review en la que se extendió sobre el ensayismo inglés del siglo XVIII.
No sé qué querrán decir estas dos noticias de Padilla y Cabrera Infante con las que he tropezado. Las dos son como historias que transcurren en un sueño, a las que no alcanza a encontrársele sentido. Por eso hablo de eco: falta el resto inicial de la frase.
Supongo que tiene que estar en ese curso, porque no puede faltar, una de las figuras más memorables de la literatura cubana de los años recientes: el narrador-personaje de La fiesta vigilada, ese que entre otras cosas relata su expulsión de la UNEAC, el reino oficial de los intelectuales cubanos.
Te agradezco que hayas pensado en esa inclusión, pero ni me la pensé dos veces. Lecuona plays Lecuona, ¡qué disco! Roland Barthes par Roland Barthes, ¡qué libro! Pero Ponte explains Ponte… “I would prefer no to”, como respondía siempre Bartebly, el cuervo de Melville.
Preferiría no hacerlo.
Gracias.