No había ningún motivo para charlar con Leonardo Padura y los había todos. No tenía ningún libro que promocionar, y por eso hablamos a pierna suelta de casi todo. El encuentro fue en la Residencia de Estudiantes un lunes del pasado diciembre. Allí se hospedó, mientras por el día Casa de América le dedicaba una Semana de Autor. Al acabar fumamos en las escalinatas del edificio de ladrillo rojo y ventanas verdes cigarrillos Popular, “auténtico sabor de Cuba”. Otra pegatina en el paquete recuerda: “Fumar envenena el aire. Cuida el medio ambiente”, pero ninguna advertencia sobre la salud. Esta es la transcripción del encuentro, sin filtro.
—Quisiera empezar por Fiebre de caballos (Verbum), de 1984, su primer libro, que firmó como «Leonardo Padura Fuentes» y no muy fácil de encontrar.
—Es una novela de iniciación en todos los sentidos, un libro de iniciación como escritor y cómo un personaje está contando también una historia de iniciación; la historia de un joven que ha salido de la adolescencia en la Cuba de los años 70, la Cuba de mi juventud. Es una novela que yo escribo en un momento en que ya me había graduado en la Universidad, en el año 80, y había escrito algunos cuentos. Es cuando me dije que yo podía escribir una novela. Había leído muy recientemente Desayuno en Tiffany’s y me había quedado totalmente deslumbrado. Me dije que iba a escribir una historia de amor algo parecida a la novela de Truman Capote. Es esa etapa que Chandler la define muy bien, esos años en los que uno es un “mono diligente”, en la que uno está aprendiendo todo, captándolo todo y robándose todo lo que puede: Hemingway, Salinger, el propio Capote, la lectura de Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa… Yo tenía en la cabeza un rollo de cosas tremendas. Trataba de buscar una historia lo más personal posible con un lenguaje lo más personal posible. Empezó siendo un relato largo que siguió creciendo hasta convertirse en esta novela de unas 150 páginas. En esa época en Cuba los libros se demoraban, entre que tú lo entregabas y se publicaba pasaban unos cuatro años. La novela se publica en el año 88, pero entonces ya estoy casi en otro momento de mi vida y de mis posibilidades como escritor porque son los años que trabajo en el vespertino Juventud Rebelde y hago un periodismo muy literario, de investigación. Y yo digo que para ver lo que significó ese periodismo en mi trabajo, si uno lee este Fiebre de caballos y Pasado perfecto —1991, primera entrega de la serie Mario Conde— se da cuenta de que hay un escritor que creció. Y crecí en el periodismo. Fiebre de caballos es una novela de la que no me avergüenzo. La queremos publicar en Tusquets, por la distribución.
—En el prólogo dice que escribir ese libro fue “una toma de posición respecto a la literatura, la sociedad y la política, que aún exigían la creación de un arte combativo y politizado (…). Mi actitud, y la de muchos de mis colegas narradores y poetas, fue huir silenciosamente de esos reclamos y comenzar a escribir de nosotros mismos (…), dejar constancia de lo que éramos o queríamos ser”.
—Fue tan traumático para la literatura cubana lo que ocurrió en los años 70 y las consecuencias que dejó después que yo tuve, de manera casi inconsciente pero muy clara, la intención de apartarme de ese tipo de literatura. Después lo vuelvo a hacer, cuando escribo mis novelas policiacas. Los años 70 en Cuba, y lo cuento en Personas decentes y en Máscaras, fue una etapa de una fortísima represión cultural, marginaron a cientos de artistas. Los optimistas lo llamaron el Quinquenio Gris y los pesimistas el Decenio Negro.
—¿Estamos hablando de la época del «caso Padilla» (el escritor fue detenido en 1971)?
—Un poco antes, empieza en 1968, cuando se publican Fuera de juego, de Padilla, y Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, los dos premiados. Se publican pero con una nota donde la institución —la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, Uneac— dice que los han premiado pero que no están de acuerdo con su contenido; es cuando empieza a haber una política cultural restrictiva. Llega luego el Congreso de Educación y Cultura (1971) y es cuando empiezan los llamados Procesos de Parametración. Fíjate si esos años fueron terribles que viven y mueren en el ostracismo nada más y nada menos que José Lezama Lima y Virgilio Piñera. Fue algo que marcó el desarrollo de la literatura cubana, porque los escritores que sufrieron esa represión, cuando vuelven a escribir y publicar, ya vienen marcados, vienen con el miedo de esa experiencia. Hace unos días hablaba sobre cómo la violencia en América Latina se ha reflejado en la literatura y que se puede ver desde en Cien años de soledad o Conversación en La Catedral hasta en novelas más contemporáneas, como las de narcotráfico. Y en Cuba, aunque no ha habido esas manifestaciones de violencia, sí ha habido un elemento violento muy complicado, la violencia psicológica. Afortunadamente yo pude entrar a la literatura por otra puerta: escribo Fiebre de caballos en un momento en que he sido sacado de la revista en que trabaja, El Caimán Barbudo —mensual—, y enviado a Juventud Rebelde—vespertino— porque tenía problemas ideológicos; es decir, yo también estaba marcado. Pero traté de deslindar mi literatura de esa tendencia, de esa autocensura. Y escribí esa novela, en la que no hablo de política. Y ya después, cuando ya he crecido como escritor, cuando empiezo con la serie de Mario Conde, lo hago con mucha más conciencia: no podía politizar mi literatura convirtiéndola en un vehículo de propaganda, que era lo que prácticamente se pedía por toda la estética del realismo socialista. Esa conciencia me ha acompañado durante todos estos años en un proceso en el que me he ido radicalizando con respecto a esta postura, haciendo una literatura que cada vez es más de indagación de la realidad. No me gusta la palabra crítica porque creo que resuelve muy fácilmente los problemas. Prefiero una literatura de cuestionamiento, de mirada profunda en la realidad cubana en la medida en que han pasado los años, en que la sociedad ha evolucionado y yo también he evolucionado como escritor.
—Lo decías antes, la autocensura. ¿Nunca te has autocensurado o has intentado no autocensurarte?
—He tratado de no autocensurarme. Yo tengo una gran ventaja: desde el 96 formo parte del catálogo de Tusquets. Mis libros han salido desde mi computadora a la de Beatriz de Moura, y ahora a la de Juan Cerezo; es decir, no pasan por ningún filtro de institución cubana, yo escribo lo que quiero escribir. Siempre hay un nivel de autocensura, que incluso creo que es necesario, que es importante: una autocensura ética. Yo no puedo utilizar mi literatura con fines ofensivos, agresivos a otras personas, a otras maneras de pensar porque lo que más me jode es que no me respeten mi manera de ser, mi manera de pensar. Y yo tengo que respetar la de los otros. Es decir, cuestiones de carácter ético y de carácter social, como una actitud homofóbica o xenofóbica o racista. Y si hay algún personaje que lo hace es el personaje, porque hay personajes homófobos, xenófobos… A partir de ahí, la novela como forma de literatura es el reino de la libertad, puedes escribir una novela como te dé la gana, en verso si te da la gana, que sea un solo párrafo… Leí hace poco una novela sin puntos y aparte.
—¿La última de Muñoz Molina, No te veré morir?
—Esa. Y esa libertad, que es formal, también es una libertad necesaria a la hora de escribir. Es la condición a partir de la cual se produce la creación. En un país como Cuba, esto lo decía ayer en Casa de América, nadie duda de que hay libertad de creación, tú en tu casa escribes la novela que te da la gana; ahora, para que ese libro se imprima y circule, esa libertad está condicionada porque son editoriales, librerías, instituciones del Estado cubano, del Gobierno cubano que responden a una política cultural dictada por el partido. Ahí ya esa libertad empieza a tener límites.
—¿Cómo llegaste a Tusquets?
—Por una vía muy bonita y peculiar. Yo envío mi novela Máscaras al premio Café Gijón… Yo tengo una colección de cuentos que se llama Aquello estaba deseando ocurrir, y yo creo que aquello estaba deseando ocurrir. Yo me encuentro un día en la Unión de Escritores un recortito de periódico en un mural donde ponía «Premio Café Gijón de Novela». Yo sabía que enviar una novela mía a un concurso promovido por una editorial no tenía sentido porque generalmente ganan los autores que están en la editorial o cercanos a ella, pero este premio tenía como soporte el Ayuntamiento de Gijón y tenía muchos años. Me dije que iba a enviar la novela a ese premio. Se fallaba en septiembre. Pasa septiembre, pasa octubre, pasa noviembre, pasa diciembre y dije: «Bueno, cuando te presentas a un premio sólo avisan a los que ganan, a los que pierden nada». Pero el 13 de enero, no se me olvida la fecha, del 96 me llamaron y me dijeron que había ganado. En el jurado estaban Cristina Fernández Cubas y Rosa Regàs. Yo a Rosa la conocía, había tenido un par de encuentros con ella, a Cristina no. Sobre todo fue Cristina quien insistió a Beatriz de Moura que leyera la novela, que era de un escritor cubano que nadie conoce, que escribe novelas policiacas pero “esta es una buena novela y tú la puedes publicar”. El gran premio fue cuando dos meses después me llamó a la casa Beatriz y me dijo que la quería publicar. A partir de ahí empezó esta relación que ya dura veintitantos años, pronto hará treinta, en la que toda mi obra se ha publicado con Tusquets, toda la distribución internacional se ha hecho desde la agencia de Tusquets. Por eso tengo una relación de gratitud.
—Estamos en la Residencia de Estudiantes, donde residió, entre muchos otros, Lorca. Lorca vivió dos meses decisivos de su vida en Cuba. No sé si eres muy de Lorca o no.
—De esa generación soy más bien lorquiano. La vida de Lorca en Cuba fue muy simpática.
—Y loca.
—Eso te iba a decir, porque sale de una España muy represiva y llega a una Cuba, en el año 29, donde toda la gente estaba por la calle, todos se conocían, hablaban, bebían… Y Lorca disfrutó profundamente eso. Y lo marcó. Si Lorca hubiera vivido muchos más años creo que hubiera mantenido una relación mucho más estrecha con Cuba porque fue un lugar que le deslumbró y dejó ese bellísimo poema de “iré a Santiago”, «son de negros en Cuba», porque cuando fue a Santiago de Cuba ahí sí que enloqueció.
—En Fiebre de caballos, entre otros personajes, aparece ya Conejo, es decir…
—Es el mundo, ahí está la semilla de un mundo que desarrollaría más a plenitud en las novelas de Mario Conde, ese grupo de amigos que tienen una relación desde su primera juventud muy entrañable, se van acompañando, y es una de las claves de toda mi literatura. Fíjate que en mis novelas en que no aparece Conde aparecen los grupos de amigos: en Como polvo en el viento (2020) es ese grupo de amigos que se dispersa, en La novela de mi vida (2002) es ese grupo de amigos que se reúne cuando regresa uno de ellos del exilio… Siempre este fenómeno de la amistad, del compañerismo.
—En Fiebre de caballos Andrés, el protagonista, dice: “Creo que nunca me iré de aquí”; en cambio su padre sí se ha ido a Estados Unidos, hay una discusión con su mujer…
—Ahí ya se apunta algo que está muy presente en la sociedad cubana, que es el exilio. Y a ese tema voy, incluso en La novela de mi vida, a los orígenes; voy a José María Heredia, este poeta que es el primer cubano que le canta a la patria cubana, que tiene nostalgia por Cuba y que es el primer exiliado cubano. A partir de ahí este fenómeno del exilio, de la distancia, del extrañamiento y, a la vez, de la pertenencia y la permanencia son como dos polos de una cuestión dramática que están presentes en mis libros. Y no puede ser de otra manera, porque una enorme parte de mi familia vive en los Estados Unidos. Uno de mis hermanos vive allá, en Miami. En estos días, cuando me han preguntado cómo está la situación en Cuba, yo les contestaba: “Te la voy a decir numéricamente, porque las cifras hablan muy bien: en dos años han salido de Cuba medio millón de cubanos”. Eso demuestra que la situación es muy terrible y que el drama del exilio sigue siendo una marca que está presente en la historia y en la vida cubana incluso hasta hoy.
—Volvamos a la literatura, porque tú también te quejas, y no sin razón, de, como el libro y el artículo que titulaste Yo quisiera ser Paul Auster (Verbum, 2015), al escritor estadounidense “nadie insiste en preguntarle siempre, siempre qué opina de la cárcel de Guantánamo (…). Desearía ser Paul Auster, sobre todo para que cuando fuese entrevistado los periodistas me preguntasen lo que los periodistas suelen preguntarles a los escritores como Paul Auster y casi nunca me preguntan a mí (…). Podría hablar de asuntos amables, agradables, capaces de hacerme parecer inteligente, cosas de las que (creo) sé bastante: de béisbol, por ejemplo, o de cine italiano, de cómo se construye un personaje en una ficción o de dónde saco mis historias y qué me propongo con ellas”. Recojo el guante: habla de cómo se construye un personaje y de dónde sacas tus historias.
—Ese artículo parte de una entrevista que leo con Paul Auster en la que le preguntan de tres cosas que a mí me gusta hablar, del cine, de literatura y de béisbol, y yo me digo: “Vaya, a mí siempre me preguntan de política”. Tú lo sabes, no renuncio a hablar de política, pero me encantaría hablar más de estos temas. La construcción de personajes es un ejercicio dificilísimo, sobre todo cuando son personas reales. El personaje más difícil de escribir para mí ha sido León Trotsky y el más fácil Ramón Mercader. Porque sobre Trotsky había una gran cantidad de información, y sintetizarla y entender este personaje tan obsesivo, tan fanático… Porque Trotsky fue político y revolucionario y comunista toda su vida, a pesar de que estaba completamente marginado; como se dice ahora, «nadie le daba bola». Y abandonado en México. Es judío, es europeo, es un hombre de una enorme cultura… Sin embargo, Ramón Mercader nadie sabía nada de él más que tres o cuatro cosas fundamentales, la más importante que fue el hombre que le metió el pico en la cabeza a Trotsky, eso lo sabía todo el mundo. Pero las motivaciones, el mundo de Mercader, es prácticamente pura ficción. Hay otros personajes que son completamente ficticios, el caso de Mario Conde. Conde es una construcción que empezó siendo muy utilitaria en la primera novela, Pasado perfecto: un policía que investigaba, con unas características personales. Pero al convertirlo en el personaje de una serie tuve que empezar a darle más sustancia, a que creciera en el sentido humano y psicológico. Ha sido una creación que se ha ido complejizando con el tiempo en un proceso muy peculiar, en el que Conde va envejeciendo junto conmigo, va viviendo la realidad cubana junto conmigo, va cambiando su percepción de esa realidad junto conmigo y me ha servido para expresar todas estas incertidumbres, de la vejez, de la sociedad, del futuro. ¿Y de dónde salen las novelas? Esto es el gran misterio de la literatura. A lo mejor tú me cuentas ahora la historia más novelesca del mundo y no me dice nada, e igual leo en un libro una línea y… Me pasó con La novela de mi vida: leí el fragmento de esa carta que José María Heredia en 1824, ya en el exilio, le escribe a su tío en Cuba donde dice: “¿Cuándo despertaré de mi sueño, cuándo acabará la novela de mi vida para que empiece su realidad?”. O sea, que tiene orígenes, por lo menos para mi caso, muy extraños, muy disímiles y que pueden venir de cualquier parte.
—Este libro, La novela de mi vida, has reconocido que es tu preferido, pero no ha tenido la repercusión de otros.
—No ha tenido la misma suerte comercial, pero sí ha tenido mucha suerte académica. Por ejemplo, es el libro que en Francia tienen que leerse todos los aspirantes a profesores de Lengua Española, es la lectura obligatoria de los que se examinan. Como tiene varios niveles de lenguaje —hay uno de falso siglo XIX, otro de finales del siglo XX, como el de las novelas realistas— se han escrito muchos artículos académicos sobre él. La relación de la literatura con el mercado es otro de los grandes misterios, cómo un libro se convierte en un enorme best seller. Aquí, por ejemplo, ha pasado con Soldados de Salamina, que había vendido dos mil ejemplares y de pronto la gente empezó a hablar del libro y se convirtió en un fenómeno. El de Irene Vallejo, El infinito en un junco, un poco lo mismo: un libro sobre los libros. Son dos libros que se merecen el éxito que han tenido, pero también hay otros libros que merecen ese éxito y nunca lo tienen.
—En el prólogo a Yo quisiera ser Paul Auster te refieres al año que pasaste en Angola, “a lo largo del cual conocí no sólo el miedo (algo muy personal, pero que muchas personas padecimos) sino también la verdadera pobreza material, y las miserias y bondades de los seres humanos, manifestadas en sus estados más consolidados y patentes”. Poco se sabe, o no mucho, de ese período tuyo.
—Es un año en el que físicamente no pasa nada, estoy como fuera del mundo, estoy en Luanda viviendo en el mismo apartamento durante un año, con las mismas personas, con algún viaje al interior del país, pero con una experiencia personal muy intensa en cuanto a la relación entre las personas. Convivíamos cuatro hombres en un apartamento, dos en cada habitación, y ahí conocí las grandes bondades y las grandes miserias de las personas. Las situaciones límite son muy propicias a que se expresen las esencias de los comportamientos, las guerras y cosas así. Y este era además un país en guerra. Al lado de mi cama yo tenía un fusil AKM con cuatro cargadores. Nunca tuve que ir a un combate, pero sabía que me podían llamar un día para un combate. En los bajos del edificio donde yo vivía en Luanda pusieron una bomba que rompió todos los cristales de los primeros pisos y cuando íbamos de viaje al interior estábamos en riesgo. Yo tengo un trauma irreversible en este oído de un viaje que hicimos en avión, en un carguero militar al sur de Angola, el fotógrafo y yo para escribir unos reportajes sobre la colaboración civil cubana allí. El avión tenía que llegar sobre una ciudad que se llama Menongue, al sur de Angola, y tenía que bajar en espiral para evitar que las antiaéreas pudieran tumbarlo. Y yo, apostado en el piso de la parte de atrás del carguero, me tocaba aquí, porque notaba que se me iba a salir la sangre, que se me reventaba el oído, y eso me provocó un trauma acústico irreversible. Fue muy difícil vivir un año lejos de mi familia, lejos de mi novia, Lucía; escribía unas larguísimas cartas, a veces no había absolutamente nada que hacer, no podía estar todo el día leyendo… Que, por cierto, una decisión que hice muy satisfactoria fue aprovechar y leer en portugués a los escritores angolanos y descubrí así a autores muy interesantes, como Pepetela o Luandino Vieira. Como trabajábamos en un periódico traíamos lo que se llamaba los picos de bobina, ese final de la bobina que ya la rotativa no lo acepta porque tiende a partirse, entonces teníamos largos trazos de papel, tiras así, y entonces yo escribía allí cartas larguísimas. Fue un año muy duro en esa experiencia, pero creo que al final me enseñó muchas cosas sobre este fenómeno tan complejo que es la condición humana del cual uno se alimenta para escribir.
—¿Qué años tenías?
—Cumplí 30 años llegando a Angola.
—Una curiosidad: dices que en el año 97 compras el primer coche, que era de segunda mano…
—No, no. Era nuevo. Un Subaru que todavía lo tengo.
—En un texto en que hablas sobre Grossman y su Vida y destino dices que “las grandes novelas siempre consiguen un efecto similar: conmovernos acercándonos a una nueva o mejor comprensión de la vida y la naturaleza humanas”. Y poco después: “La vida es una derrota y no nos queda otra alternativa que tratar de comprenderla”. ¿Para esto sirven las grandes novelas, o de eso nos podríamos beneficiar los lectores?
—La literatura tiene muchos beneficios y muchas funciones, y en los grandes libros es mucho más evidente. La novela, en esa indagación que hace en la condición humana, nos enseña de personajes que pueden ser, por ejemplo, como te decía ahorita, un Ramón Mercader con el cual ni tú ni yo tenemos nada que ver, pero tratar de entender el comportamiento de Ramón Mercader o el pensamiento de Trotsky es un ejercicio que nos alimenta y que realizamos a partir de la capacidad que tiene la literatura de mostrarnos a estas personas. Siento que la gran literatura va por encima de lo que te cuenta, de la anécdota; hay muchas novelas que si tú me dices ahora “¿y qué pasó exactamente en la novela?”, mira, me costaría trabajo poder decírtelo, y sin embargo lo que conservo es lo que esa novela me dejó en un momento determinado de su lectura, esa esencia que se te queda. Porque leemos tantas historias… Vivimos rodeado de narrativas, vivimos rodeados de cuentos, y los cuentos que leemos se suman a los otros. Pero siempre el gran libro te deja algo, una gran imagen, una pregunta, una certeza; eso es lo que define la gran literatura.
—Siguiendo con Fiebre de caballos, ahí hay un homenaje a Proust y sobre todo a Carson McCullers.
—Cuando llego a estudiar Letras a la Universidad…
—Que fue de rebote…
—De rebote. Yo quería ser periodista para hacer crónicas deportivas. Pero ese año… Tú sabes que en el socialismo todo está planificado, y algún planificador había dicho que ya había suficientes periodistas en Cuba y ese año no abrió la carrera de Periodismo y por eso yo termino estudiando Letras. Siempre digo que yo tuve que hacer dos carreras universitarias en una, la carrera académica y la carrera de las lecturas, porque yo había pasado toda mi juventud jugando béisbol. Era un joven muy normal y un lector muy normal. Me leía los textos del programa académico. A veces nos daban unos pequeños folletos, siempre me acuerdo el de la Ilíada: cuatro o cinco cantos y a partir de ahí te examinaban. Pero yo me leí la Ilíada completa y después me leí la Odisea y después la Eneida. Por pura curiosidad, porque yo era un lector normal. Pero cuando llegué a la universidad tuve que hacer las dos carreras que te he dicho. Mi generación, en cuanto a la educación artística sentimental, es una generación muy privilegiada, porque los escritores de moda en ese momento eran García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Juan Rulfo, Carpentier, Cabrera Infante… Entonces empecé a leer como un loco a toda esta gente pero también tenía que abrirme al mundo. Es la época en que descubro el existencialismo francés, a Sartre y a Camus. Y leo a los novelistas norteamericanos, empiezo por Hemingway y luego Carson McCullers, Faulkner, Dos Passos, Fitzgerald… Tengo frente a mí la gran literatura del siglo XX, con el añadido de que por la vía académica, por mis años de estudio, tenía un excelente programa de literatura: habíamos estudiado desde la Ilíada y la Odisea hasta la Generación del 27, y allí habían entrado Proust, Kafka y Joyce como los renovadores de la novela moderna. Entonces tengo una gran cantidad de información que voy dosificando y va saliendo en las novelas. El título del cuento de Salinger «Para Esmé, con amor y sordidez» se convierte en un leitmotiv en mis novelas. Es el cuento de la niña que va con el hermanito y está el soldado que ha venido de la guerra medio loco y ella le dice: “A mí me gustan las historias escuálidas y conmovedoras”. Carpentier, que era un hombre muy sabio, decía que los escritores no debían reconocer sus influencias porque se les podían ver las costuras. Yo creo que es de elemental justicia reconocer lo que los maestros te han entregado. He hablado de muchos de estos escritores y de otros más contemporáneos, como es el caso de Manuel Vázquez Montalbán. El descubrimiento de la literatura de Manolo fue una luz que me dijo: «Mira, este es el camino».
—Hablando de Carpentier, tu mujer (Lucía López Coll) hace su tesis sobre él, y tú un libro.
—Yo hago un libro con cuatro ensayos y después ya me lanzo al ensayo largo sobre lo real maravilloso en la obra de Carpentier —Un camino de medio siglo: Alejo Carpentier y la narrativa de lo real maravilloso, (FCE, 2002)—. Una de mis tendencias es preguntarme por qué ha pasado esto, la búsqueda de los orígenes; porque aquello estaba deseando ocurrir. Mi tesis de grado es sobre el Inca Garcilaso, que es el primer escritor iberoamericano, el que vive el conflicto por primera vez de ser un iberoamericano. Él viene del imperio inca y es mitad español, vive ese conflicto profundamente y lo expresa en su Comentarios reales de los incas. Después, con Carpentier, voy a los orígenes de esa identidad caribeña y cubana a través de todo este fenómeno de lo real maravilloso como visión de la realidad americana, con Heredia voy a los orígenes de la cultura cubana. Todo esto forma parte de un sistema de manera inconsciente al principio y que después, de manera más consciente, he tratado de desarrollar.
—En el libro de ensayos La escritura de Leonardo Padura, editado por el Instituto Cervantes, Ciro Bianchi Ross dice que tú dices que antes de empezar a escribir una nueva novela vuelves a leer Conversación en La Catedral.
—Y es cierto, es cierto. La primera vez que yo estuve cerca de Mario Vargas Llosa fue llegando yo de La Habana y él no sé de dónde en el aeropuerto de Barajas. Estaba a una cierta distancia. Le dije a Lucía: “Mira, ahí está Vargas Llosa, le voy a decir algo”. Me acerqué. Pero imagínate a Vargas Llosa y que se le acerque alguien en un momento en que te estás bajando del avión, que estás medio cansado, medio mareado. Bueno, y le dije: “Maestro, ¿qué tal? Mire, yo soy amigo de su amigo cubano Ambrosio Fornet”. Ambrosio Fornet fue un crítico y profesor cubano que estudió con él en los 50 aquí en España y que mantuvieron una relación de amistad durante años. Y le dije: «Yo soy un escritor cubano y yo nada más quería decirle esto: yo cada vez que empiezo a escribir una novela me releo Conversación en La Catedral«. Ya no me la releo completa porque me la sé casi de memoria, pero es como… no sé si como un rito o para encontrar una respiración. Este año —por 2023— tuve la oportunidad de estar junto con él en la apertura del festival de escribidores que se hizo en Málaga y ahí le dije. “Maestro, usted es un gran manipulador”. Y me miró así, como diciendo… Y yo agregué: “Un gran manipulador literario”. Y le expliqué lo que me pasaba con La guerra del fin del mundo, que uno sabe que los rebeldes de Canudos van a ser derrotados, pero él hace que uno quiera que ganen; y cuando te relees la novela vuelves a sentir lo mismo; y la vuelves a releer y vuelves a sentir lo mismo. Es el efecto de esa gran manipulación que logra Vargas Llosa en el lector. Yo creo, realmente, que Mario Vargas Llosa es un escritor… Posiblemente es el escritor vivo, en estos momentos, más importante en el mundo. Y que tiene seis, siete libros que yo cada vez que los leo me pongo verde, amarillo, azul, rojo… de envidia, de todos los colores.
—Conversación en La Catedral lo relees por la estructura, por…
—Por la estructura, por la inteligencia con que arma esa historia. Es un libro muy difícil de leer porque te tienes que fijar en qué tiempo verbal está narrando para saber en qué momento de la historia se está desarrollando. Y, sin embargo, entras en ese universo y lo disfrutas muchísimo.
—La casa de Mantilla donde naciste, donde vives, ¿la construyó tu abuelo?
—La casa donde yo vivo es la casa que mi padre y mi madre construyen en el año 54 porque ya querían tener familia. Se casaron en el 52, vivían en un pequeño apartamentito y construyeron esta casa, y es donde nazco yo en el 55. La casa se ha ampliado en lo que era la planta original, la planta baja, y sobre la planta superior es donde está la casa de Lucía y mía, que la hemos construido nosotros, toda, desde el primer ladrillo hasta los últimos arreglos.
—Has dicho a Gerardo Arreola, que lo recoge Emilio Ruiz Parra en ese libro del Cervantes, que no sólo escribes por algo sino también para algo: “Si La novela de mi vida era una reflexión sobre la amistad y la traición a la amistad, El hombre que amaba a los perros se detiene a analizar la utopía del siglo XX y su degeneración estalinista. Después de El hombre… publicó Herejes, una novela con Rembrandt y Mario Conde como protagonistas con la libertad como tema de fondo”. ¿Podemos seguir con otros casos?
—Generalmente los escritores, los lectores y los críticos se preguntan por qué se escribió este libro, y después cómo se escribió este libro; pero creo que hay una pregunta que el escritor se debe hacer desde antes, y es para qué vas a escribir ese libro. Yo perfectamente pudiera ganar ahora mucho dinero escribiendo todos los años una novela de Mario Conde de doscientas cincuenta páginas e iba a tener ochenta mil, cien mil libros en toda Hispanoamérica, y se iba a traducir a varios idiomas; pero para mí no tiene sentido no retarme como escritor. Y ese reto parte de una pregunta generalmente, para qué voy a escribir ese libro. Y eso ya me entronca con determinados conflictos existenciales, sociales, literarios incluso, a los que quiero responder. Está muy claro que El hombre que amaba a los perros es para hablar de ese fracaso de la gran utopía social del siglo XX, el libre albedrío, la libertad del individuo. Personas decentes(2022) la escribo para poder tratar de ver ese destino cubano de que cada vez que parece que vamos a llegar no llegamos; ese momento de 1909, 1910, La Habana, la Niza de América, muy enloquecida con un personaje que era el más famoso de la época, un político que su oficio era la prostitución, el proxenetismo. La etapa de 2016, cuando La Habana está en una efervescencia tremenda, parece que las cosas pueden cambiar de la mejor manera, con una mejor relación con los Estados Unidos, que es fundamental para Cuba… Y después todo eso se desvanece muy rápidamente. Siempre ese para qué me ayuda a orientarme y a encontrar cómo voy a escribir el libro. Como polvo en el viento(2020) está escrita para hablar de la diáspora de mi generación, ese destino trágico que nos ha llevado a muchos de nosotros a muchas partes del mundo.
—Reivindicas también a Leonardo Sciascia porque “violando todos los cánones que ni siquiera Hammett ni Chandler se atrevieron a franquear”, él, Sciascia, “se propuso el necesario acercamiento entre el género policial y la novela. Fue uno de los primeros escritores en pensar las historias de crímenes, delincuentes, víctimas e investigadores como un gran arte del siglo XX, como una crónica para testimoniar la descomposición de una sociedad”.
—Recuerda que Vázquez Montalbán le veneraba. Sciascia, con estas historias sicilianas, que algunas tienen carácter de una novela judicial, otras con la Mafia o en las que destacan las costumbres, como El tío americano, en la que llega un tío desde América con unos dólares y toda la familia, Sciascia te cuenta historias de vida desde perspectivas que van desde la violencia hasta este costumbrismo; y lo hace utilizando la estructura de la novela policiaca. En esa misma época hay cuatro o cinco autores que empiezan a hacer esta renovación de la novela policial utilizando recursos de la novela policial: en Brasil está el caso de Rubem Fonseca, un poquitico después está el argentino Osvaldo Soriano… Contaminan y amplían las fronteras de la novela policial. De ahí que autores posteriores, como el caso de Manolo o el mío, les rindamos culto a estos escritores.
—“La maldita circunstancia del agua por todas partes” es una frase de Virgilio. Cuba. Tú lo ves tanto en un lado agradable, benéfico: en el sentido de la pertenencia; pero a la vez está la obsesión, quizá, del ensimismamiento.
—La insularidad tiene una parte positiva y otra negativa porque el vivir en una isla te condiciona físicamente al vivir en un territorio limitado, y esos límites en el caso de la Cuba contemporánea fueron muy cerrados durante mucho tiempo, en los que para poder viajar tenías que tener un permiso oficial; es decir, incluso tu derecho a viajar te lo concedía el Estado, tú no lo tenías de manera automática. Esto acentuó ese sentido de insularidad que existió siempre. Pero, a la vez, el sentido de insularidad te da una necesidad de mirar sobre el muro del Malecón y ver el resto del mundo. Cuba siempre ha tenido también una vocación universalista que se ha visto en su arte: el gran novelista cubano del siglo XX, Alejo Carpentier, es un escritor universal; el gran poeta y animador cultural José Lezama Lima era un hombre que salió una sola vez de Cuba, fue a Jamaica, que es una islita, y sin embargo es un hombre que vivió asomado al mundo; el gran artista plástico cubano Wilfredo Lam tiene la experiencia del surrealismo en Francia; Alicia Alonso… Vas viendo por todas partes cómo el arte cubano tiene esa mirada, esa necesidad, esa expansión universal que la caracteriza a pesar de ser un arte muy asentado en el territorio limitado de la isla.
—Hablando de islas, he leído por ahí, no sé dónde, que tienes un recelo hacia Robinson Crusoe, le ves como un puritano.
—De esta novela yo escribí hace unos años un comentario a partir de una versión ilustrada que hizo el artista cubano Ajubel. Es un libro que se puede leer como una novela de aventuras, pero también como el manual de un colonizador, y sobre todo un colonizador ideológico. Estamos hablando también del origen de la novela, en el que todavía había cosas que no estaban completamente fijadas, pero es un libro que puede resultar inquietante en una lectura que vaya más allá de lo anecdótico de este náufrago en una isla perdida.
—El año 89 es muy importante para ti, creo. Porque en octubre vas a un congreso en México sobre novela negra al que te invita Paco Ignacio Taibo II. En ese viaje te acercas a Coyoacán, la casa de Trotsky; muy poco después, el 9 de noviembre, cae el Muro de Berlín; y muy pronto también se produce el fusilamiento de los cuatro militares cubanos por el «caso Ochoa». ¿Fue decisivo o no tanto?
—Fue un año tremendo en la vida del mundo, en la vida de Cuba y en mi vida. Es un año muy excesivo porque cae el Muro de Berlín y empieza ese efecto dominó que barre el socialismo real de Europa del Este. En Cuba se vive una crisis política que pone en duda esa unanimidad de las fuerzas que gobernaban el país con el famoso «caso Ochoa» en el que hay cuatro militares fusilados, otros degradados, otros encarcelados… Y esa imagen de que todo era coherente, que todo estaba cohesionado, se comienza a resquebrajar. En lo personal es el momento en el que yo estoy decidiendo dejar el diarismo, aunque yo nunca hice propiamente diarismo, pero sabes perfectamente que cuando escribes reportajes para un periódico, cuando terminas uno tienes que empezar a pensar en el siguiente, y el espacio mental te lo roba el periodismo. Y ya yo entonces quería dejar el periodismo. En México le pedí a un amigo que me lleve a Coyoacán. Yo fui a la casa de Trotksy alrededor del 20 de octubre, fue para mí una conmoción ver aquel sitio, pero viendo aquello, en que se sintetiza todo lo que fue el estalinismo, el asesinato de Trotsky, esa maldad enfermiza que caracterizó a Stalin y a su política, quince días después cae el Muro de Berlín. ¿Quién se iba a imaginar quince días antes que iba a pasar aquello? Fue un año de grandes conmociones y fue muy importante porque cuando yo ya salgo de allí, cuando acaba el año, empiezo a escribir Pasado perfecto y en algún lugar de mi cuerpo, no sé si en el cerebro o en la punta del pie, cayó una semilla que se llamaba El hombre que amaba los perros, que se pudo escribir muchos años después por muchas condiciones, desde carácter profesional hasta condiciones de carácter informativo.
—Porque estuviste en Barcelona mucho tiempo documentándote, creo.
—Buscando información. Lo contaba el otro día aquí, en Casa de América, que es una novela que se puede escribir solamente en el momento en que la escribo porque hay una gran cantidad de información que no estaba al acceso de las personas antes, que sale de los archivos de Moscú. Por ejemplo, todo el fenómeno de la relación de la Unión Soviética con la República española se reescribió a partir de esos documentos que aparecieron allí porque cambió por completo la perspectiva de esa relación solidaria de la Unión Soviética con la República, que fue completamente pragmática, utilitaria. Recordaba el elemento que explica también lo que pasó, y es que muchas veces le vendían al ejército republicano fusiles defectuosos. Y se los cobraban. Eran tan hijos de puta que hicieron eso.
—Tu amigo Felipe Hernández Cava reivindica una cuestión: que toda tu literatura, “sin distingos ni matices, está recorrida por un mismo afán: enredarse en desentrañar la madeja con que la Historia acaba envolviendo la ética para confundirnos o cegarnos”.
—Creo que la Historia es un espacio en el tiempo y en la vida de las personas muy importante. Cuando tú piensas que un joven escritor cubano se pudo encontrar en una playa de Cuba (esto es ficción, pero pudo haber ocurrido) a un señor que se decía llamar Jaime López y que en realidad ese señor era Ramón Mercader, ¿no te da la impresión de que está encontrándose con alguien que viene de algún lugar remoto de la Historia? Porque ese acontecimiento que ocurre en México en 1940, el asesinato de Trotsky por Mercader, es un acontecimiento que está en la Historia, y treinta años después, treinta y cinco años después, hay un joven cubano que se encuentra con él… Es decir, la Historia nos persigue, es una máquina que no se detiene, y cuando tú le das en sentido contrario empiezas a entender mucho mejor tu propia realidad, tu propio tiempo, tus propias reacciones. Porque en definitiva venimos de ese desarrollo histórico. En una novela como Herejes me voy a la Amsterdam de Rembrandt para hablar de algo que es un conflicto que tenemos hoy, que es nuestra libertad individual, nuestro derecho al libre albedrío. La Historia siempre nos va a estar explicando, cuestionando, problematizando nuestras acciones y nuestras reacciones a lo largo del tiempo y en nuestro presente.
—Antes, cuando estabas hablando de tu etapa como periodista, creí que ibas a comentar la frase de Hemingway que viene a decir que el periodismo está muy bien si se sabe dejar a tiempo.
—Eso es clásico, pero Hemingway tenía mucha razón. El periodismo como oficio es adictivo, por supuesto; y te garantiza, como persona, una inmediatez con la realidad que, además, te hace partícipe con esa relación; pero el escritor de literatura necesita un espacio mental diferente. Yo no he dejado de hacer periodismo y no dejaré de hacer periodismo, lo que ya sí nunca podría es trabajar en una redacción dedicado todo el tiempo al oficio de periodista.
—¿Por qué dices que nunca has dejado el periodismo?
—Porque ahora estoy con unas colaboraciones con Infobae, voy a comenzar con otras con El País, estuve antes colaborando con BBC Mundo, la Folha de São Paulo… Siempre he estado haciendo algo de periodismo porque las novelas no me alcanzan para decir todo lo que yo pienso de la realidad, y el periodismo me ofrece esos nichos para entrar en cosas muy específicas de las cuales me interesa hablar.
—La causa del «castigo» de El Caimán Barbudo se debió a que escribiste sobre una bailarina, pero en realidad mencionabas a su maestro y…
—Ella era Caridad Martínez, y su maestro Joaquín Banegas.
—Pero por qué, ¿porque él estaba señalado o algo así?
—Algo mucho más pedestre y mucho más típico en esa época de Cuba. Ese señor, hasta donde sé, había estado en un país de Latinoamérica y había regresado a Cuba con unos dólares que había ganado y en esa época tener divisas en Cuba era un delito, y si cambiabas, un delito de tráfico de divisas. Parece que lo tenían marcado y en el aeropuerto lo registraron, encontraron el dinero, lo retuvieron y como él pertenecía al Ballet Nacional de Cuba, Alicia Alonso lo sacó: “Ese dinero lo sacó él con su trabajo”, dijo. Parece que hubo unos personajes de ese entorno que quedaron muy molestos con eso y cuando ven el nombre de este señor en una entrevista se ponen furiosos.
—Pero tú no lo sabías.
—Yo no lo sabía y pagué los platos rotos. Me castigaron seis meses como corrector y cuando acabaron me citaron a una reunión y me dijeron que salía de la revista y pasaba al periódico Juventud Rebelde para reeducarme ideológicamente. Realmente eso fue uno de los premios más importantes que he recibido en mi vida porque en Juventud Rebelde aprendí a hacer periodismo. Yo era un comentarista de libros y de obras de teatro. Hice un periodismo que me ayudó muchísimo en mi crecimiento como escritor. Y además, y esto lo puedo afirmar y poner la mano sobre el fuego, escribí de lo que quise, como quise y con la extensión que quise. Tú, que eres periodista, sabes que la extensión es un tema muy importante en periodismo. Por eso la historia, que ahora vamos a incluirlo en este libro sobre La Habana que vamos a publicar el año que viene (por 2024), la relación de los catalanes y la emigración catalana con Cuba, salió en tres partes, en tres domingos, como si fuera un folletín. Es decir, yo podía escribir de lo que me diera la gana. Y con el estilo que yo quisiera. O sea, que el castigo se convirtió en una recompensa.
—Te iba a preguntar por el próximo libro, o sea que va a ser…
—Se va a llamar Ir a La Habana, que es una frase que se dice mucho en los barrios de la periferia cuando vas al centro de la ciudad.
—Desde Mantilla, por ejemplo.
—En mi casa se decía “vamos a La Habana”. Es un libro sobre mi relación con la ciudad, ese proceso de aproximación, de asimilación de la ciudad por la parte personal y por la parte literaria. Va a salir con un ensayo largo escrito ahora, intercalados fragmentos de mis novelas en los que se ilustra este proceso, y al final algunos de mis viejos reportajes y artículos sobre distintos aspectos de La Habana.
—Y a Mario Conde le dejamos descansar.
—Conde descansa, pero espero, terminando este libro de La Habana, empezar nueva novela de la cual no te voy a decir absolutamente nada.
—He visto por ahí que decías algo.
—Es sobre un personaje de mi generación. Pero la verdad, hasta que yo no me siente con tiempo mental de uno o dos meses por delante, después de un viaje… Ya estoy tratando de comenzar esta novela.
—¿Nunca pensaste irte, dudaste?
—Ehhh, no. Como cualquier persona del mundo, pasas por lugares y te dices “me gustaría vivir aquí”. Por ejemplo, he estado temporadas en Segur de Calafell, en la costa del Garraf, y me digo: “Qué bonito, qué bien, seguiría aquí”. He estado en Cartagena de Indias y lo mismo. Pero no, son cosas que se dicen de una manera puntual.
—No serías el mismo.
—No sería el mismo, ni mucho menos. Y perdería mi conexión con una realidad. El problema de Cuba es que como el sistema socio-económico-político es el mismo desde hace más de sesenta años parece que es un país que no cambia, pero la sociedad y la gente han cambiado mucho. Y esa relación con esa evolución… tengo que estar cerca de ella para entenderla y vivirla.
—¿No has tenido miedo a no tener cosas que contar?
—Sí, claro. Ese miedo siempre lo tenemos, pero afortunadamente hasta ahora no ha pasado del miedo.
* Fuente: Entrevista publicada en ‘Zenda Libros’, el 14 de junio de 2024.
* Manuel Llorente es periodista y redactor jefe de Cultura de El Mundo. Autor de dos libros de poemas: Desmesura y Si la palabra fuera un espejo. @llorente_manu.
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