Salvador Salazar: “La sanación pasa por el diálogo”

Nacido en el capitalino barrio de La Víbora, en 1982, Salvador Salazar se graduó de Periodismo en la Universidad de La Habana y trabaja actualmente como profesor asistente en el Bronx Community College (City University of New York). Su primer y más reciente libro de ficción, La pausa. Relatos de la Cuba inmóvil (Iliada Ediciones, 2022), nos presenta relatos y reflexiones que nacen de la cotidianidad de una Cuba en los inicios de los años 2000. Es un texto que viene a actualizar una narrativa similar ubicada en la década de 1990 para confirmar que los habitantes de La Habana, en particular del barrio periférico del que procede el autor, son hijos y nietos herederos del Período Especial, sobrevivientes de una continuidad cada vez más vacía. Salvo algunos pasajes paródicos de una ironía exquisita, el texto no pareciera demasiado fabulado, relaciona vivencias comunes a los cubanos de su generación y los hace identificarse o compadecerse de personajes que se sienten familiares. Con Salazar hablamos sobre la pausa y la espera en Cuba.

Salvador, en tu libro narras diferentes generaciones de cubanos que se han mantenido en pausa a lo largo de sus vidas. Pareciera una pausa aprendida, asimilada en la repetición de aquellos que habitan la Isla. ¿Hasta qué punto crees que la pausa describe la cubanidad posrevolucionaria? ¿Podríamos asumirla como una condición social de esta?

En noviembre de 1989, cuando los berlineses tumban el muro, yo tenía 7 años recién cumplidos. Habían pasado ya treinta años desde aquel enero de 1959 que cambió para siempre la historia y para ese entonces los cubanos llevábamos tres décadas enfocados en “tomar el cielo por asalto”. Nuestros padres y abuelos habían sembrado y cortado caña, asistido a trabajos voluntarios y marchas del pueblo combatiente, peleado en las guerras africanas, lanzado huevos en los mítines de repudio y movido la cintura en los carnavales.

Unos años antes habían regresado a Cuba los primeros “gusanos” de la comunidad, ahora convertidos en “mariposas”, y el puerto del Mariel era ya un recordatorio de la primera gran sangría demográfica de “hombres nuevos” formados “en Revolución”. Pero hasta ese entonces, por lo que entiendo, existía un horizonte hacia el cual dirigirse, un futuro luminoso que justificaba los sacrificios diarios. Ahí estaba el ejemplo de la Unión Soviética, aunque los estudiantes y vanguardias nacionales que visitaban “el paraíso del proletariado” muchas veces regresaban con una visión diferente a la ofrecida en los filmes del realismo socialista y las publicaciones soviéticas. 

Llenar las mesas del comedor, no solo de comida, sino también de gente.

Sin embargo, desde los primeros años 90 el país entró oficialmente en pausa, en una espera terrible y demoledora que llega hasta el presente. Se convocó a resistir, a luchar y a vencer, así, en abstracto, pero estas categorías no implicaban (más allá de un voluntarismo numantino) un plan concreto para reparar las calles, construir viviendas, mejorar la calidad de vida en un umbral de tiempo lo suficientemente humano para que esa generación sesentona, que lo dio todo, pudiera tener una vejez digna. Crecí entonces en la bobería, en un mundo profundamente desencontrado, que se fue barbarizando quinquenio tras quinquenio, lenta pero indeteniblemente. Lo demás, lamento decirlo, es pura retórica. Quien no me crea y tenga ganas de agitar banderitas que se dé un paseo por las calles de La Habana profunda, por esos barrios desesperanzados con olor a alcohol y a cigarro barato.

En tus historias, la pausa está reducida a barrios periféricos de la ciudad: a La Víbora, una zona próspera durante la República, luego venida a menos; a Alamar, una ciudad dormitorio socialista. ¿Crees que la pausa y el inmovilismo son mayores en las familias más desfavorecidas o crees que todas las familias están sujetas por igual a esta condición en Cuba?

Antes del Período Especial, gracioso eufemismo para referirse al mundo en el que vivimos desde hace décadas, la mayoría de los cubanos de Cuba, si no iguales, éramos al menos parecidos. Al menos así lo percibía el niño que yo era. Con los años fui descubriendo lo que era el racismo, el machismo, la violencia, lo que era la desigualdad, lo que era vivir en una sociedad donde las heridas de la economía de plantación son aún visibles. Estaba convencido de que no existía la menor diferencia entre mi color de piel, blanco para los estándares cubanos, y la de mis vecinos, con más melanina en sangre. 

Cuando miro las fotos de esa época, tanto yo como el universo que me rodeaba lucíamos más o menos como Oliver Twist en sus días de orfanato. Después, con el Período Especial y la consagración de la ropa reciclada, todo fue incluso más homogéneo, hasta que un primo mío, vanguardista en todo, se empató con una turista canadiense y me invitaron (tendría unos 10 años entonces) a la primera y única “diplotienda” de mi vida. Ahí me di mi primer baño de consumo occidental y pitiyanqui: un robot articulado con el que jugué por varios años. Poco a poco fui descubriendo diferencias sociales, hasta que entré al preuniversitario Vladimir Ilich Lenin y caí en cuenta que, como hijo de médicos que era, vivía un poquito mejor que algunos retoños del bajo proletariado e infinitamente peor que la descendencia de ciertos dirigentes, que en aquella época antediluviana accedían a privilegios que a mí me parecían cosa de ciencia ficción.

El gobierno cubano debe entender que no tiene el tiempo a su favor. 

La desgracia, por supuesto, no se reparte por igual; algunos barrios resultan más favorecidos que otros, aunque muy pocos se libran de colas y apagones. El extrarradio habanero fue dejado a su suerte desde hace décadas y no sorprende que las protestas del 11 de julio de 2021 hayan tenido su epicentro en estas zonas. Algunas áreas de la Habana Vieja, bajo el manto protector de Eusebio Leal y la Oficina del Historiador, se salvaron del exterminio; están también aquellas zonas históricamente privilegiadas, donde se ubican las embajadas, los hoteles y las casas de los ricachones. En las periferias habaneras la historia es muy diferente. Desde hace muchos años, los cines del extrarradio dejaron de funcionar, algunos incluso se derrumbaron, algunos parques han terminado convertidos en baños públicos, así como la muy precaria red de museos, casas de cultura, bibliotecas y otros centros de ocio. La recreación se reduce a unos bailables populares en las plazas públicas: sabrosura, puñaladas y marginalidad. ¿Qué recursos quedan? Emborracharte hasta largar el hígado o emigrar. Algunos han encontrado consuelo en la religión, sobre todo en las iglesias protestantes que, al igual que el catolicismo después de la caída de Roma, se convirtieron prácticamente en la única institución cultural de las periferias.

En tu prólogo, te disculpas de antemano por no haber escrito “palabras hermosas” y aseguras que el mundo de tu infancia, “ya desestructurado, se animalizó”: “Lo poco que quedaba de ‘gracia’, de gusto por lo bueno y por lo bello, la buena mesa, el buen trato, la cordialidad ilustrada, se fueron poco a poco desvaneciendo. Bienvenidos así al mundo de la ‘chusma generosa’ […] Un día no hay leche, un día no hay pan, un día no hay detergente, un día preguntas qué ‘sacaron’ en la tienda y marcas en la cola, las múltiples colas, en busca de un remedio, de una caloría, de un trámite, de una esperanza”. Pensando en términos de patrimonio y memoria nacional, ¿cuáles crees que sean, a largo plazo, los costes de esta no-acción, de vivir esperando?

Es una situación absolutamente medieval, la salvación está más allá de la muerte y mientras más sufras, mientras más te machuques, más luminoso será el paraíso. ¿Qué quiere la gente? No lo sé. Supongo que ningún cubano se represente la felicidad como una nube sobre la cual revolotean angelitos con sobrepeso. El paraíso de nosotros los cubanos debe ser más similar al Valhala, con ríos de leche y miel y extensas oportunidades para que peque la carne. 

A los cubanos se nos ha conminado a esperar, una, dos, tres generaciones aguardando una victoria que nunca llega. ¿Y qué sucede mientras tanto? Que se nos va la vida. Los cubanos necesitamos un proyecto de país que vuelva a llenar las mesas del comedor, no solo de comida, sino también de gente, que el país no se nos desangre, que valga la pena vivirlo y sobre todo gozarlo.

Un sujeto crítico, alguien que cuestiona y fiscaliza el mundo en que vive.

En tu libro, la espera es un elemento presente en realidades donde nada pasa. Pero esta es una espera peculiar: los cubanos de tus historias no parecieran tener esperanzas concretas o guardar aspiraciones precisas o trabajar para alcanzarlas. El veterano de Angola en “El trío”, el usuario de “El trámite”, la abuela de “Yusimí, quien solo quiere un techo”, son personajes cifrados en la espera o la resignación. ¿Crees que esta espera pueda leerse como un mecanismo deliberado de dominación política?

En este momento los cubanos tenemos tres opciones bien claras. La primera es la respuesta que han encontrado miles de personas en los últimos tiempos: emigrar. Cuba es hoy en día un país fascinado con los volcanes centroamericanos. La segunda opción es resignarse y aguantar, rumiar como las vacas, concentrarte en las tareas cotidianas: la cola, la novela, el arroz con perrito caliente, el último chisme del barrio, una fiestecita y de vez en cuando un domingo en la playa. La tercera opción yo no la recomiendo, pero ahí está: busca una piedra dura y pídele a un socio que te dé bien fuerte con ella en el hipotálamo. Verás que rápido te olvidas del calor y de los apagones y empiezas a balar que eres “continuidad”. 

El joven del cuento “El trío”, maestro de una escuela en Alamar, con un niño pequeño, no tenía otra opción que aguantar, apretar los dientes para seguir viviendo. La abuela de Yusimí, paciente oncológica, vive solo un día a la vez, hasta que se pueda. El usuario de “El trámite” es solo eso, un usuario, un peón al que usan. Él solo quiere completar su gestión, una de miles, y de paso acceder al universal derecho de orinar en paz. Esa es la vida, esas pequeñas acciones aparentemente intrascendentes, pero que en conjunto hacen de tu existencia una comedia o un drama, lo cual es por cierto el caso de estos personajes.

El prólogo al libro es una pormenorización muy íntima y clara de los sucesos políticos de la última década: el tránsito del poder a Raúl Castro, el llamado deshielo con Estados Unidos, el impacto de la política de Donald Trump. Sin embargo, abres con un suceso que narras catártico para todos los cubanos, tanto dentro como fuera de Cuba, y que crispa el sentido en el primer segundo de la lectura: las manifestaciones multitudinarias a lo largo de la Isla el 11 de julio de 2021. ¿Cómo describes la pausa y el inmovilismo a la luz de este suceso y cómo lo has visto durante el año que ha transcurrido?

Se nos ha conminado a esperar, una, dos, tres generaciones.

Se ha roto el contrato social, ese acuerdo tácito entre gobernantes y gobernados, y nuestras majestades, tan leninistas como borbónicas, no entienden que no pueden embastar a la patria entera. Hay todo un intento por reescribir la historia, por ver en estos levantamientos populares la mano oscura de la CIA, el poder manipulador de las redes sociales, el dinero de la “mafia de Miami”. Desgraciadamente, el poder no ha tomado nota de que hay una crisis profunda en el modo de gobernar, la gente está harta de las consignas, sobre todo cuando el discurso político no tiene un correlato en la vida práctica de esos barrios sin esperanza. La televisión te puede decir mil veces que vamos bien, pero la realidad tozuda te demuestra lo contrario. Se han atrincherado en la ortodoxia, sin entender que hay que plantear los términos de una negociación. Hay que acercar posturas y romper amarras con el pasado, ser precisamente la antítesis de la continuidad. ¿Te imaginas qué hermoso sería convocar a una asamblea constituyente y empezar a buscar qué nos une a todos los cubanos? 

Sé que esto que voy a decir puede resultar polémico y lo hago desde la más profunda humildad, pero creo sinceramente que ahora mismo la lucha es contra el autoritarismo. Hay que pelear por un espacio institucional, por una república que nos incluya; después será el momento de luchar y consensuar las agendas. Sin ese espacio institucional cualquier reivindicación estará trunca, incompleta. Otra cuestión, quizás más polémica, es que, si queremos un futuro para todos, tenemos que desterrar la noción de vencedores y vencidos. Aquí ganamos los cubanos, aquí nadie pierde. El gobierno cubano debe entender que no tiene el tiempo a su favor. Nada indica que el entorno económico cambie a mediano o largo plazo. Yo, con toda humildad, invito a los gobernantes a pensar seriamente si consideran que el orden actual es sostenible a mediano y largo plazo. El país se está despoblando y a la vez envejeciendo, hay una sangría de capital humano y el cansancio es evidente. Por último, ¿es posible pretender que se obtendrán resultados diferentes apelando a las mismas fórmulas?

Me gustaría conversar un poco sobre algunos relatos. Por ejemplo, en “El Padre” describes a un hombre que se hace cargo casi exclusivamente de la crianza de sus hijos. Los viste, atiende que reciban educación escolar, les da de comer, pero todo esto lo hace de forma frugal y severa, castigando a los desobedientes y halagando a los cumplidores, previo debate y consenso de quiénes han sido rezagados o destacados entre ellos. A veces sus hijos se quedan sin comer o comen escasamente, porque el Padre decide compartir lo poco que tienen con otras personas fuera del hogar. Si a los hijos no les gusta la col hervida como único alimento, el Padre los acusa de ingratos. Sin embargo, todo el relato es narrado en la voz de una tercera persona, uno de los hijos que, a pesar de la dureza de la relación familiar, describe con admiración y conformidad las reglas del progenitor. ¿Es esta una parábola de la relación Pueblo-Fidel que debería representar a los ciudadanos y el Estado? ¿Cómo justificas la lectura del tercer hijo, que es también la postura de acatamiento de muchos personajes en tu novela?

Somos iberoamericanos y, como iberoamericanos que somos, nos fascinan los caudillos, esos hombres fuertes capaces de guiarnos por los caminos procelosos de la historia. El amor por la testosterona viene de esa cultura judeocristiana de la cual somos parte. La fascinación del protagonista de esa historia por su padre tiene como propósito remarcar ese Síndrome de Estocolmo que muchos padecemos. Luego de sufrir por años una situación de violencia, e incluso luego de haber escapado, no podemos librarnos emocionalmente del captor. Le reímos las gracias, lo justificamos. La patria está necesitada de presidentes, no de machos. Ya machos, tipos duros, huevones y “pingúos”, tuvimos suficientes. Ojalá algún día elijamos a una presidenta, a una mujer que mire de frente a las cámaras y nos ayude a cruzar a todos los cubanos el tan anhelado umbral del siglo XXI. Deposito todas mis esperanzas en las mujeres, y sobre todo en las mujeres jóvenes.

Una mujer que mire de frente a las cámaras y nos ayude a cruzar a todos los cubanos el tan anhelado umbral del siglo XXI.

Llegado el momento, ¿cómo imaginas y qué sería necesario para un proceso de restitución “familiar” frente al “Padre” y de reconciliación entre “los hermanos” que representan la nación cubana?

Hay que ceder, y para ceder hay que escuchar, aislar el ruido, reconocer al que tienes al lado. A veces ladramos y a veces mordemos. Nos encanta descalificar al contrario. Creemos ciegamente en que todo el poder es para los bolcheviques (hay bolcheviques de izquierda y de derecha, el bolchevismo es un modo de ejercer la política, no una ideología) y con eso nos olvidamos del mosaico complejo que es la cubanidad. 

Cuando vas envejeciendo, valoras en su justa magnitud cuál es el milagro de José Martí, unir a los cubanos en un proyecto con todos y para el bien de todos. Eso hoy en día es muy complicado porque la cubanidad está en crisis, la cubanidad está cansada, los héroes de tanto invocarlos se han descolorido y unos y otros, cubanos de Cuba y cubanos de ultramar, corremos el riesgo de monopolizar la verdad, cuando la verdad está en el medio, cuando todos tenemos un poquito de verdad. La sanación pasa por el diálogo, pero ¿cómo dialogar cuando nadie quiere escucharse? ¿Cómo dialogar cuando los que tienen el control no comparten la palabra?

Describes varios conflictos sociales como la arbitrariedad burocrática, la vigilancia, el oportunismo, la delación, contratos ilegales, afecciones para asegurar productos básicos, fallidos intentos de salida ilegal del país… Activas también recuerdos que cifran vivencias y prácticas comunes a muchos cubanos. ¿Cómo ubicarías esta existencia en la llamada doble moral: como un mecanismo válido de sobrevivencia, o como una naturalización mezquina del totalitarismo? ¿En tu experiencia, te parece que esta es una práctica aún al uso o que la sociedad cubana transita a una fragmentación más declarada?

Al leer tu pregunta pensaba en San Ignacio de Loyola, que en plena crisis del catolicismo se aparece con una vuelta de tuerca hacia la ortodoxia. Esa es la contrarreforma, una revitalización de esa moral martirizante, son esos santos hiperrealistas, los cilicios, el castigo corporal, la culpa. Lo que pasa es que la inmensa mayoría de la población no está tan loca como para estar el día entero dándose latigazos en la espalda, absteniéndose del sexo y de la carne roja. Mentira. En el fondo, somos unos gozones y los cubanos todavía más. 

El país que dejaste ya no existe.

El socialismo realmente existente a la cubana nos obliga a fingir, a hacer lo mismo que en los tiempos de los Borbones: acatar las leyes, pero no cumplirlas. Se hacen llamados a la moral y al orden, a no robar gasolina y a apagar los bombillos innecesarios. Activamos las “patrullas clic” unos días y ponemos a los trabajadores sociales a salvaguardar “los bienes del pueblo”. Al poco tiempo, todo aquello se olvida. Insisto, es humano. Si te guías a rajatabla por “lo establecido” te mueres de anemia y se te cae la casa encima. No queda otro remedio que “trapichear”. Vas a la reunión del Comité, dices bien alto que “no pasarán”, y al final de la jornada laboral te sumerges en los tejemanejes de la bolsa negra o le pides una recarga al primo que está en Miami. Eso sí, cada día la doble moral es menos necesaria, porque cada día el Estado tiene menor control sobre ti. Los cuentapropistas, por ejemplo, viven cada vez más en un mundo aparte. Por otro lado, no hay estímulos materiales que refuercen la “combatividad revolucionaria”. Antes la gente daba su reino por una casa en la playa o un televisor de la marca Panda, ahora el mundo se divide entre los que tienen MLC y los que no.

El relato “El faro”, ubicado en una Habana futura llena de Walmarts, McDonald’s y tiendas 7-Eleven, es como un cierre posible a todas las interrogantes que nos dejan algunos de los relatos previos. Aunque por cierre no resulte necesariamente armónico o apaciguador. Describes la decisión de emigrar como escapatoria ante el hartazgo y ante la soledad que representa la salida a cuentagotas de los amigos y conocidos, todos preguntándose quién apagará el faro del Morro. Describes una condición de emigrante perdido entre dos espacios físicos que no le pertenecen y donde no encuentra comprensión. En un giro irónico, describes al emigrado cubano regresando a La Víbora populosa y capitalista acompañado por su hija revolucionaria, rebelde, apostadora por el cambio social. De algún modo, pareciera que la historia está condenada a repetirse y, en esta repetición, despoja al emigrado de razones por las que haberse ido. Este sería un dictamen muy amargo, aunque no deja de mostrar un poco el trauma del exilio, perdido en la añoranza de lo que no ha sido, de lo que pudo ser. ¿Crees que esta es una condición especial de la emigración cubana? ¿Podrías imaginar atribuirle al emigrado cubano más agencia ante el devenir de Cuba?

El país que dejaste ya no existe. Eso hay que asumirlo, hay que vivir con ello. Ahora eres un cubano de ultramar. Te sigues comiendo las eses, algunos (no yo) tienen ritmo y cargas a todas partes con el fardo de tu condición insular y caribeña. La cubanidad, lo aclaro, es una fiesta, estés donde estés. Siempre regresaremos al Caribe, por eso siempre digo que el día que me muera quiero que me cremen y, para no darle trabajo a mis descendientes, por favor, que descarguen mis cenizas en el inodoro que tengan más cerca. De las alcantarillas al río Hudson y del Hudson a las corrientes oceánicas, mi alma terminará en Cuba. La historia es pendular y más la de nosotros los cubanos, siempre tan amantes de los extremos. A los teóricos de la Escuela del Partido Ñico López posiblemente les suceda la ortodoxia de la Escuela de Chicago. Algún día, quizás en quinientos años, se nos olvidará esa actitud tan de “pueblo nuevo” fanático a los bandazos. Pero concretando, es trágico que ante la inefectividad de la “empresa estatal socialista” muchos caigan de rodillas ante un mercado lo más desregularizado posible. Y posiblemente, después de una o dos décadas neoliberales, una nueva izquierda levantará las banderas de un Estado que se ocupe de los desprotegidos.

Nos olvidamos del mosaico complejo que es la cubanidad.

Ahora mismo esa no es la cuestión y aquí creo que se ubica el nudo gordiano de nuestro destino como nación. Aunque nos cueste, aunque vaya en contra de nuestra naturaleza, ahora mismo hay que priorizar el debate en torno a cómo superar el autoritarismo, cómo lograr un marco institucional que nos contenga a todos, cubanos de aquí y cubanos de allá, y que nos haga mejores, más prósperos y más libres.

Este último cuento juega con una idea que le escuché al historiador Rafael Rojas: un mercado sin república para pensar la Cuba del futuro. Lo siento, pero yo no soy un optimista y creo sinceramente que para que existan instituciones sólidas debe haber ciudadanos que les aporten sentido. Un ciudadano no es un consumidor, tampoco un compañero-agitador-de-banderitas. Un ciudadano es un sujeto crítico, alguien que cuestiona y fiscaliza el mundo en que vive.

Por último, me gustaría preguntarte por tus próximos proyectos narrativos y académicos. ¿Seguirás (re)pensando Cuba?

Quiero ver si agarra cuerpo una historia de la prensa cubana del siglo XX, dividida en dos acápites: República y Revolución. Ando en eso y espero terminarla algún día, estoy apenas en la fase inicial. Lo otro es un librito de memorias para mis hijas: quiero contarles de dónde vienen, a qué huele, a qué sabe, cómo luce esa Cuba que está en mi cabeza. Lo otro es ocuparme de ser feliz, no quiero terminar como los personajes de La pausa. La felicidad no admite postergaciones.


© Imagen de portada: Salvador Salazar.


Claudia González Marrero es Investigadora de Food Monitor Program.




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