Una cubana en el norte de España: la soledad del tercio

Colgó el sombrero de ala ancha sobre la alforja. Luego de limpiar la espada, aún manchada con la sangre del rival, decidió que había tenido demasiado por un día. ¿Por un día? Quizás por una vida entera. El orgullo del campo de batalla, mantener la cabeza erguida, empezaba a pesar sobre sus hombros. “Ni un momento más”, pensó. “Es hora de volver”.

Pero volver, aunque parezca fácil, volver a lo que uno sabe y bien conoce, volver sobre los pasos ya recorridos hasta el punto de partida, en más de una ocasión huele a derrota. Y el carácter de quienes tienen cierta sangre corriendo por sus venas —la sangre que les dio el pase fuera del lugar de sus orígenes, para emprender una vida que se avisoraba mejor—, no entiende de eso.

Como los tercios de antaño, que combatieron en Flandes, allá donde Daniel Chavarría alguna vez dejó la pica, Hannah ha pensado en regresar, en apartarse del camino que una vez eligió. Pero el orgullo y el aquello de no tener que andar con la cabeza baja, la han mantenido en su camino, en el sendero español.

Esta es su historia.



De Pinar del Río al otro lado del Atlántico

Nuestra amistad comenzó en medio de mi fascinación por las redes sociales, cuando estaba en la Universidad. Hannah vivía en Pinar del Río, yo en La Habana. Yo no tenía celular, y la única manera de comunicarnos era por algún que otro correo extraviado, cuando había tiempo y poca pereza para escribir, o cuando la casualidad nos dirigía al mismo espacio: un chat IRC del que no recuerdo el nombre.

Para ser la primera vez que hablábamos, la charla fue larga y entretenida. Nos hicimos algunos chistes e intercambiamos fotos, siempre con la esperanza de vernos en persona algún día. Yo nunca fui a Pinar. Ella viajó dos veces a La Habana, pero no hubo suerte para conocernos.

Hasta que al fin sucedió. Y la primera vez que la vi, también fue la última.

“A veces conversamos y se te nota arrepentida de haber salido de Cuba”, le digo. “¿Por qué tomaste la decisión de emigrar? ¿Fue difícil? Y si regresas, ¿por qué lo harías?”

“Tomé la decisión de emigrar supongo que por la misma razón por la cual lo hacen la mayoría de cubanos: en busca de conocer una vida diferente, o de crecerte económicamente o profesionalmente, ya que sabemos que en nuestro país existen barreras que nos lo impiden. Fue muy difícil, porque lo hice muy joven, con 23 años”, me cuenta Hannah.

“Salir de la zona de confort siempre es un paso muy complejo. Dejaba atrás mis costumbres, mi vida, familia y amigos. Cuando uno toma la decisión de hacer un cambio, siempre lleva consigo dos emociones diferentes: miedo e incertidumbre. Sé que los viajes enriquecen, pero es una moneda de doble cara. Puede que quizás haya valido la pena, pero el dolor que tienes que atravesar no te lo quita nadie”.

La respuesta no sorprende. Eso es parte de lo que arrastra todo el que tiene que cortar sus raíces para ir a sembrarlas a otro lado. Hablando con ella, siento esa especie de dolor profundo, intrincado, que a veces pocos entienden. Somos más de pensar (yo también lo fui) que quien se va de Cuba automáticamente pasa a un plano mejor, a “mejor vida”. Y sí, lo hacen. Porque a medida que trabajan para ascender y lograr lo que alguna vez soñaron, otras cosas van muriendo.



“Sinceramente, mi vida en Cuba era bastante feliz, mis últimos recuerdos son de la etapa de estudiante cuando estaba cursando la universidad. Cuando miro esas fotos antiguas me gustaría volver a atrapar esa sonrisa de alegría que siempre tenía, a pesar de las adversidades que se te podían presentar en el día a día”.

“Mis ambiciones siempre fueron claras”, agrega. “Quería escalar lo máximo que pudiera, para crecerme tanto en el ámbito profesional como personal. Desde luego, nunca creí que iba a ser fácil, siempre supe que requeriría de mucho esfuerzo y sacrificios, sobre todo para nosotros los emigrantes: son obstáculos que vamos enfrentando cada día a lo largo del camino. Y sí, a veces cuestan, a veces sientes deseos de abandonar, pero sigo aferrándome a estas dos palabras: ¡seguir adelante!”.

Como el tercio, por dura que sea la vida, Hannah ha tenido que apretar el culo y darle a los pedales, como se dice en buen cubano. España le brindó la posibilidad de entrar a la idílica Europa, esa con la que todos sueñan, romántica tierra que une lo nuevo con lo viejo de maneras increíbles. Pero no todo es color de rosa, y aunque ella no tenga la barrera del idioma, hay otras cuestiones…

“El proceso de adaptación ha sido bastante largo y difícil. De hecho, todavía no considero que me haya adaptado del todo. Venirme al norte de España ha sido un cambio abismal: por el clima, la cultura y la manera de relacionarse. He sufrido a veces las consecuencias de los estereotipos, e incluso a lo que llamaría micro-racismos, que de alguna forma ‘indirecta’ no dejan de estar ahí, en esta sociedad.

Como por ejemplo: ‘Para ser cubana, eres muy blanca’. ‘Para ser extranjera, tienes muy buen vocabulario del castellano’. ‘Tengo un amigo que fue a Cuba y se folló a una por un cepillo de dientes y un jabón’… Son tantas que mi memoria selectiva ha decidido eliminar.

De estas cosas he aprendido algo: no importa si estás en el primer mundo, te puedes sorprender de la existencia de tanta pobreza mental escondida detrás de un esmoquin”.

Como ella no es la primera persona que me cuenta de este tipo de experiencias, a veces me ha dado por pensar que este comportamiento debe venir de algún tipo de dolor intrínseco, de ese sentimiento que ha alimentado las relaciones entre España y Cuba (sobre todo despues de 1898 y más acá, después de 1959, y lo que haya venido luego, a finales de los 90 e inicios de los 2000). Luego me ubico en que en todos lados hay gente comemierda que piensa que Cuba es solo mulatas, ron, gente que habla mal y personas dispuestas a abrir las piernas por 10 euros y un jabón, y se me pasa.

“Aquí me he encontrado todo tipo de personas, gente muy amable y bondadosa, gente fría y siniestra, gente llena de prejuicios y con aires de superioridad. No me gusta generalizar, pero si voy a poner ejemplos, es obvio que lo haré a través de las experiencias que me han tocado personalmente, y puedo resumir que existe un prejuicio muy fuerte hacia nosotros los extranjeros, en todos los sentidos, y que hay que ser muy valiente para no dejar que estas cosas te derrumben”.



Solo en 2019, España recibió más de 700.000 inmigrantes: exactamente 748.759, según un reporte del sitio web Statista. En la última década, poco más de dos millones de personas han entrado al país para quedarse, por diferentes vías. Las crisis en el Oriente Medio, la guerra contra el Estado Islámico, y la emigración desde Libia, Marruecos y Túnez a través de las traicioneras aguas del Mediterráneo, han golpeado no solo a los ibéricos, sino también a italianos, griegos, franceses, alemanes, etc.

De este panorama se han aprovechado las organizaciones xenófobas y de derecha para crear un clima de rechazo, fomentando ideas como la de que los inmigrantes vienen a quitar trabajos, cuando realmente, y por regla general, se sabe que ellos terminan trabajando en lo que nadie más desea trabajar…, si es que consiguen trabajo.

A veces la situación tampoco ayuda. El ambiente en los campos de refugiados no ha sido por mucho la mejor, y los actos de terrorismo, que han golpeado sobre todo a Alemania, Francia y España, han alentado esa sensación de malestar entre los nacionales. Tampoco es que el gobierno de estos países tenga una política de otorgar un permiso de trabajo así de fácil.

Ahora muchos dirán que España no es así, que a ellos no les ha pasado. Pero siempre hay quien no ha tenido suerte, quien sufre o sufrió.



Soledad y nostalgia

Ah, el gorrión. Ese pajarito azul que siempre anda jodiendo por ahí. Víctima de Mao en su Gran Salto Adelante (más bien para atrás) y de otras tantas culpas, entre ellas las de transportar la tristeza…

Cada vez que hablo con Hannah, la siento sola. No solo porque físicamente lo está, sino porque se le puede adivinar un engorrionamiento eterno. También ha influido la pandemia, que afectó fuerte a España con sus lockdowns, y que ahora amenaza con volver a cerrar todo por los rebrotes. Aislamiento obligatorio…

“Esta pandemia nos ha tomado por sorpresa a muchos; si nos lo hubieran dicho tiempo atrás, igual ni nos lo creíamos. Pero es algo que nos ha cambiado los planes, que nos ha hecho ver la vida de un modo diferente. Sobrellevar esta crisis está siendo muy difícil, y aunque busco distracciones en las cosas que más me gustan, tengo mis momentos de bajón, de preocupación y de ansiedad. Siento que no tenemos una fecha fija a la cual agarrarnos para que todo termine de una vez, y eso es lo peor: que no sabemos con exactitud cuándo va a parar. Albergo la esperanza de que sea muy pronto”.

Y tanto encierro da la sensación de que estás más solo que la una. Y sí: Rilke dijo que había que amar la soledad y soportar el sufrimiento que te cause, pero la verdad es que a nosotros los cubanos no nos sienta nada bien.

“La soledad a veces se agradece, pero cuando se instala por mucho tiempo la llegas a odiar”, me dice Hannah. “Me he sentido sola muchísimas veces, y ha sido bastante complicado lidiar con la tristeza que la soledad te proporciona. Por suerte, siempre aparece alguien que te brinda su apoyo y su hombro para llorar, y esa tristeza se hace más soportable”.

Soportable, más no desaparece. Leyendo esto se me antoja Leoni Torres: “Soledad, soledad / No hay un minuto que me separe de ti / Déjame este sentimiento / No vengas ahora que no es el momento / Déjame ya, que así no puedo seguir”.

“Extraño el clima, la alegría de la gente, la música, las fiestas, los amigos, la familia”, continúa ella. “Las playas, el café de mi tierra (aunque sea con chícharos, jaja). En fin, echo de menos todo. Por otro lado, me gustaría poder llevarme a mi isla algunas cosas de este nuevo hogar, pero solo voy a decir una palabra: democracia. Quizás si esto existiera, nuestras vidas serían totalmente diferentes”.



“Una fijación en la felicidad deriva de manera inevitable en la búsqueda de ‘algo más’”, dijo Mark Manson en su libro El sutil arte de que no te importe un carajo (The subtle art of not giving a fuck). Y por perseguir ese “algo más” que una vez la llevó a abandonar Cuba, Hannah podría contemplar incluso la opción de irse de España algún día, sin dejar de sentirse agradecida por todo lo que ese país le ha brindado.

“Aquí puede que tenga una estabilidad, de momento, porque supongo que las cosas podrían cambiar. Como podría pasar en cualquier lugar… Quizás sí busque la oportunidad en otro país, uno nunca sabe. Siempre y cuando se trate de encontrar mi felicidad, haría cualquier cosa.

“A España le agradezco mucho: me ha hecho madurar, enfrentarme a la vida de un modo diferente y cambiar mi perspectiva, ya sea para bien o para mal. Me ha enriquecido en muchos sentidos y me ha cambiado como persona”.

“¿Y el camino te podría llevar de vuelta a Cuba?”, le pregunto

“Si algún día el sistema político de mi país cambiase, sí”, responde ella. “Es mi tierra, la que me vio nacer y crecer, y quizás también en la que me gustaría morir”.

Orgullo, romanticismo y melancolía. Rasgos típicos del tercio, que nos recuerda a alguien como el Alatriste de Pérez-Reverte: andando hacia el ocaso, buscando en el combate o en la misión pendenciera el modo de seguir adelante, pero siempre tratando de no morir en el camino y, de ser posible, de regresar untado de gloria a la madre patria.

Hannah está en ese camino. Sabe que, para lucir la frente orgullosa, tiene que avanzar por el camino enfangado de vicisitudes, a veces sola, a veces con ese hombro que, aunque sea a distancia, le permita reposarse y llorar. Y sabe que llegará a la meta.




Yandy Núñez Martínez

Hijo del norte: la historia de un cubano en Islandia

Gabriel García Galano

Hasta Islandia llegó Yandy Núñez Martínez, The Cuban Mountaineer, que ansía convertirse en el primero de nuestra isla en escalar el Monte Everest: “Quien tenga ganas de desarrollarse, alcanzar sus metas, sentirse pleno, tiene que buscar eso fuera de Cuba. No por eso dejo de sentirme cubano, solo que tengo ambiciones en la vida, quería más”.