No conozco personalmente a Yordan Rey Oliva, pero esto no tiene la menor importancia. Conocer a una persona es otra cosa, no está relacionado con la cercanía física. Cuando descubrí la poesía de Rey en su cuenta de Facebook, hace ya un tiempo, robé muchos de sus versos para titular mis fotografías. Incluso al revés, intentaba buscar una imagen, crearla, para ilustrar sus versos.
La poesía de Rey, como lo mejor del imagismo angloamericano, prioriza las imágenes. Como Ezra Pound, Rey encuentra todos los detalles luminosos de una imagen, sus múltiples ángulos y enfoques. Sus dos libros de poemas escritos en Cuba fueron también lo que en Japón denominan Jisei no ku (Poemas de despedida).
No concedo mucho a la casualidad, pero por estos días leía en El infinito en un Junco, de Irene Vallejo, un fragmento de la última entrevista que concedió Michel Foucault: “Me llama la atención el hecho de que en nuestra sociedad el arte se haya convertido en algo que atañe a los objetos y no a la vida ni a los individuos. ¿Por qué un hombre cualquiera no puede hacer de su vida una obra de arte? ¿Por qué una determinada lámpara o una casa pueden ser obras de arte y no puede serlo mi vida?”.
Y precisamente con esta idea de la estética antigua de la existencia dando vueltas en mi cabeza, volví a encontrar a Rey, ahora en otra red, Instagram (@rey_yordan), y con otra forma de poesía, visual, repleta de sensaciones y evocaciones. Quise entonces saber más, confirmar lo que siempre sospeché: la vida de Rey es su obra de arte.
¿Por qué el mar?
A pesar de no saber nadar, siempre tuve una relación especial con el mar, y la naturaleza en general, una relación platónica, contemplativa. Me gusta pensar que del mismo tipo de comunión que tuvieron los antiguos naturalistas al renombrar las cosas. Mi familia paterna es habanera, y la materna vive en Isla de Pinos, de ahí mi pasión por ese mar salvaje de los sures, el pedregoso, lleno de vida casi primigenia, como detenido en el Cámbrico. Un mar libre al que nadie atrapa en una postal o un balneario. Era el lugar de vacacionar, el de la huida.
¿Y la arqueología?
A los 12 años me hice voluntario del Gabinete de Arqueología de La Habana y durante casi una década descubrí, esporádicamente, un nuevo mundo: el de la espeleología, el de la historia no contada en las escuelas, sino la reunida en la piedra y los restos de ceniza de una hoguera, o los retazos de mayólica y el diario del viajero. Al decir de Virgilio Piñera en La isla en peso, cavé la tierra para encontrar los ídolos y hacerme una historia. Desde entonces no dejo de hacerlo. No se trata de crear una identidad en base a esa historia, eso sería trabajar en base al individuo, y eso ya lo tengo asumido desde el primer momento en que las células de mis padres se unieron, crecieron y se multiplicaron; sino de algo más sutil, especular: la totalidad, verme como parte del Todo.
¿Otras excavaciones?
No he cavado la tierra solamente en el sentido literal, mis sitios ideales fueron excavaciones en cuevas, en ruinas de casas coloniales cubanas, pero también en la prensa de época y los diarios de viajeros, porque también “cavo” en la literatura, otra pasión, paralela a la naturaleza. Fue por eso que decidí un día, durante mi retiro en los manglares de Isla de Pinos, comenzar a escribir “en serio”.
¿Por qué esta vez “en serio”?
Antes de eso había hecho algunas cosas, “ejercicios de caligrafía” les llamo. También algo de periodismo durante mi estancia en Cuba, para Cubaliteraria y otros espacios. Pero esta vez fue distinto, como un trance; como muchas criaturas de isla también he cavado en lo invisible, llegué hasta a tomar votos como monje hinduista hasta que encontré todas mis respuestas y pasé “del mito al logos”.
El trance comenzó justo en los manglares, mientras caminaba descalzo; se me habían roto ya todos los zapatos, cocinaba con leña, pescaba. Me vinieron a la mente unos versos, Descalza, dijo llamarse la voz que me fue dictando y los escribí allí mismo en la arena usando una semilla de mangle rojo. Tiempo después decidí publicarlos. Así comencé a mostrarme al mundo. Justo desde el mar. Lo alternaba con Beachcombing, rezagos de aquella infancia y adolescencia insulares.
La voz de Descalza siguió en sus visitaciones, y así fueron naciendo en total nueve libros. Uno de ellos, Cantar del niño nunca robado, fue censurado en Cuba de forma bastante violenta y nunca pudo ver la luz allí. De hecho, a raíz de la carta que me envió el director de la editorial, lo destruí. Mi mejor amiga conservó una copia, y lo envío a la III Convocatoria PER{VERSUS} de poesía, aquí en España, y ganó. Fue publicado recientemente por GEEPP y estamos en espera de su presentación. El premio fue toda una sorpresa que hizo que me reconciliase con estos intentos.
¿Cuándo te vas de Cuba?
Cuando Alain, mi compañero de camino en los últimos dieciocho años, me propuso irnos de Cuba en el año 2006, se cumplía una predicción que le había hecho yo tres años antes a raíz de una visión: los dos caminando a orillas del mar Mediterráneo. Y así fue. Nos acogió Valencia, en España, una ciudad romana construida a orillas del río Turia, hoy desviado de su cauce para evitar las riadas que mataron a tantos en su tiempo. Quizás por haberse fundado para buscar las aguas dulces, la ciudad le da las espaldas al mar. El mismo mar que pintó Sorolla y que yo contemplaba en sus cuadros, en aquella colección cubana del museo de arte.
“He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre” (Jorge Luis Borges).
¿Igual tú?
“y este miedo a que el liquen se acostumbre // a reposar en mis huellas”.
Aquí también sigo cavando: en los libros, en el lecho seco del río, en la huerta que fue islámica y aún conserva sus acequias centenarias; y sobre todo, en el mar, ese que ves en las fotos, el Mediterráneo. La luz en ellas es la natural, distintos momentos del día, distintas estaciones. Notarás mucho el dorado, es el del atardecer, mi hora favorita. Una luz noble, que no ciega, que realza líneas y texturas. Cuando la vi por primera vez supe que estaba en casa. Comprendí entonces por qué siempre vi a Cuba como un naturalista, un viajero que da testimonio sobre el yo y sus circunstancias, me estaba preparando para la eterna partida, para el adiós.
“Escudriñar la infancia es lo que más se parece a escudriñar la propia eternidad” (Vladimir Nabokov).
Beachcoming (rezagos de aquella infancia y adolescencias) de la propia eternidad. ¿Otra forma de poesía?
Recién supe que, a esto de recolectar vidrios, trozos cerámicos, retazos de criaturas de mar, se le llama así, y que tiene muchísimos adeptos en el mundo, tienen hasta un festival, varias revistas del tema, libros. Al entrar el plástico a nuestra vida, el vidrio de mar se ha ido convirtiendo en algo único, casi exótico, muy usado ahora en joyería. Es curioso que, viniendo de la arena, regrese a ella ahora para una nueva metamorfosis. Ahora puedo, gracias a las redes sociales, compartir por primera vez con almas de otras realidades las mismas cosas que me apasionaron siempre, mis ídolos excavados. Y tienes razón, puede ser llamado otra forma de poesía.
Piñera habló de “una poesía exclusiva de la boca, como la saliva”, puedo decirte entonces que mis ratos de vagabundeo por la orilla son poesía del naufragio. Medito ahora el tiempo cubano del hambre y la “opción cero”, el de las cero opciones, donde todos miraban hacia el horizonte del mar, y donde yo, que no sé nadar, me limitaba a los deshechos, a las “lágrimas de sirena”, (así le dicen también al bellísimo vidrio de mar); y sobre todo a leer. Todo esto más que un placer intelectual es para mí un goce estético, lo que llaman aisthesis. Por eso solo conservo las piezas y libros que revisitaré, el resto, lo regreso a su naufragio.
Canto VII
¿Habrá quién crea en mi naufragio insular?
¿Habrá alguien más que bese el humus
buscándose en testimonios ab-origen?
¿Marcarán ustedes con la herrumbre que heredaron,
el camino hacia mi plancton y mi escollo?
Temo a los incrédulos de mí.
Ay de quien me ofrezca sus zapatos,
o el sombrero que se abre o se retuerce
como una boa desmembrando elefantes.
Son tiempos abisales.
Galería
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