Un fausto evento

Nací, como saben, en una isla del Caribe. Deseo afirmar en primer lugar, categóricamente, que salir de esa isla es lo mejor que me ha pasado en la vida. Una absoluta bendición.

Hay toda una literatura trágica sobre el Exilio, la nostalgia de la tierra que nos vio nacer, etcétera. Mi amigo el escritor Reinaldo Arenas llegó a decir que después de haber salido de la tierra que lo vio nacer se convirtió en un fantasma. En una especie de alma en pena. Yo lo traté bastante en Estados Unidos y nunca me pareció un alma en pena.

Pasé en la isla los primeros veintiocho años de mi existencia.

¿Qué puedo decir de ese sitio que sirva para ilustrar, de alguna manera, mi relación con él?

Veamos. En la isla donde nací hay unos árboles llamados palmas. A los poetas de la isla les encantan. Se ha escrito mucho sobre las palmas. Un poeta muy mencionado en la isla las llamó “novias que esperan”. Otro, menos mencionado, delante de las cataratas del Niágara —¡delante de las cataratas del Niágara!—, escribió que no podía dejar de pensar “en las palmas deliciosas”.



Pero esas no son las mayores tonterías que se han escrito sobre las palmas. Vean esto:

De pie sobre nuestro suelo
Simbolizas la Victoria;
Y cuando el ala ilusoria
Del aire ante ti suspira
Cada penca es una lira
Que canta tu eterna gloria
.

Las palmas, verdaderamente, son espantosas.

Uno ve sus troncos flacos, grises y aburridos en el horizonte, coronados por un penacho reseco y cundido de insectos, de cagadas de pájaros, y piensa indefectiblemente: qué feas.

Al margen de inspirar a los poetas de la isla, las palmas no sirven para nada. Bueno… sirven para construir bohíos. ¿Han entrado alguna vez en un bohío? No se los recomiendo. Son sitios donde, en cuanto te descuidas, te cae un alacrán en la cabeza.

Y ya que estoy dentro del bohío: les presento a la tinaja. Una cosa de barro. Allí se almacena agua para beber. Muchos habitantes de la isla afirman tranquilamente que el agua de tinaja es mejor que la de cualquier nevera.

Tengo una nevera: si aprieto un botoncito, suelta hielo picado, o en cubitos, o agua fría purificada. A mí me parece mejor que una tinaja.

Todas las mañanas, cuando abro los ojos y veo el techo de mi habitación pulido y sólido, ese techo que jamás me arrojará un alacrán en la cabeza, me digo que todo eso del lugar donde uno nació y sus intrínsecas maravillas está muy sobrevalorado.



Muy sobrevalorado.

Del sol de la isla donde nací, por ejemplo, que te achicharra en cuanto te descuidas, que te escalda el lomo a la menor oportunidad, dicen maravillas los nacidos en la isla.

Del mar, qué contarles: ¡las cosas que dicen!

Hace poco estuve en Grecia y en cuanto me sumergí en aquellas aguas maravillosas comprendí que eran iguales, —¡qué digo! ¡mucho mejores!— que las de la isla donde nací.

¡Y allí, a dos pasos, el Partenón!

El mismo poeta muy mencionado, al que aludí antes, también dijo: “Nuestro vino es agrio, pero es nuestro vino”. Una total sandez.

Una sandez muy peligrosa, además. Es el tipo de sandez que exalta el esperpento cavernícola llamado Nación. Lo que indefectiblemente lleva a la violencia y a la estrechez intelectual.

A mí todo esto me parece bárbaro, incivilizado. Es el tipo de pensamiento, de doctrina tribal que ha hundido la cultura de la isla donde nací en un triste clima de miseria espiritual. Miseria espiritual que permite hablar a un intelectual de la isla, sin el menor pudor, de “socialismo con swing”; como si fueran una gracia cincuenta años de dictadura, la tragedia de millones de familias separadas, el horror del presidio político, miles de fusilados y decenas de miles de ahogados en el mar tratando de escapar de ese paraíso que lo único que necesita es… ahora lo sabemos… un poco de “swing”.



Es decir, que les pongan una guaracha de los Van Van a los presos políticos entre paliza y paliza.

Exilio, esa es una palabrita venenosa. Tan venenosa como la palabrita Patria.

Yo no me considero un exiliado, me considero un hombre libre en el paisaje del mundo.

Si me hubiera quedado en la isla donde nací, en ese entorno empobrecedor, hoy sería otra persona, peor sin duda.

El entorno es muy importante. Lo cambia a uno. No se han cantado lo suficiente las virtudes humanistas del agua corriente, los supermercados abastecidos, el transporte puntual y la electricidad ininterrumpida.

Verdaderas fuentes de humanidad.

El entorno es muy importante.

Lo hace a uno mejor persona.

Les pondré un ejemplo. Al llegar a Barcelona trabajé como lector en una editorial. Un trabajo muy mal pagado. Leía manuscritos y escribía informes de lectura. Cierto día llegó a mis manos la novela de un escritor de la isla. La novela me pareció interesante. Recomendé su publicación. El editor confirmó que mi opinión fue decisiva. La novela se publicó. Poco después vino el autor a Barcelona a presentar su libro y coincidimos en una comida. Yo sabía quién era él y él sabía quién era yo, en el áspero marco de la política de la isla. Yo recomendé su novela. Él, en cuanto llegó a la isla, escribió el correspondiente informe sobre su encuentro conmigo. Dos o tres días después de su regreso atacaron mi ordenador cientos de virus informáticos que pusieron en grave peligro mi trabajo de años.



El entorno es muy importante.

Puede mejorarte o envilecerte.

Hay toda una cultura de la nostalgia de la isla donde nací.

El Exilio, dicen, siempre con mayúsculas, y ponen caras de carneros degollados. ¡Qué triste es todo aquí, en el Exilio; cómo extraño a mi vecino Yukisleidi, por amor de Dios que alguien me traiga un mango, un aguacate de Jatibonico!

(Jatibonico es un pueblo horroroso de la isla donde nací).

Todo eso me parece muy exagerado.

Demasiado exagerado.

La nostalgia es algo denigrante.

¿Quieren saber para qué me han servido veintiocho años de Exilio? Para aprender que la nostalgia del lugar donde uno nació es algo denigrante. Una patraña. Una estafa. Los mangos de Puerto Rico o Costa Rica son tan buenos, o mejores, que los de Jatibonico.

Esa es la pura verdad.

Y si no lo fueran, ¡qué más da!



También es la pura verdad que siempre detesté a mi vecino, Vladimir, creo que se llamaba, que por cierto era presidente del CDR de la cuadra y me denunció varias veces.

Puedo pasármela perfectamente sin los mangos de Jatibonico. Para no hablar de lo placentera que es mi vida sin Vladimir…

Salir de la isla donde nací me ha permitido ver la Ronda nocturna, la Capilla Sixtina, la Victoria de Samotracia, atravesar el Puente Vecchio, tomarme un helado en la Plaza de San Marcos, echar una moneda en Santa Maria del Popolo para que se enciendan los bombillitos e iluminen los caravaggios, follar con una kuwaití, asistir a una obra de teatro de Thomas Bernhard, ver La danza de Matisse, visitar la tumba de Brodsky, pasarme horas ante el Bosco en El Prado, entrar a una fastuosa librería de Barcelona; sentarme en el columpio con Marta a esperar que el cielo se funda detrás de la mimosa.

Cosas todas, y cada una de ellas, mucho más importantes que la isla donde nací. Sin la menor duda.

Cuando salí de la isla fui carnicero, rotulista, peón, viví en un garaje.

Hubo penurias, pero ninguna, nunca, jamás, opacó ni siquiera un instante la inmensa felicidad de no estar allá, en la isla donde nací.

¿Y qué decir de cómo ha influido la lejanía de la isla en mi literatura?

Esa lejanía ha sido decisiva para mi trabajo.

¿Por qué? Muy sencillo: porque lejos de la isla donde nací soy libre.

SOY UN ESCRITOR LIBRE.

Y trato desesperadamente de que mi obra lo deje muy claro.



Esa libertad es la que nos hace diferentes del escritor que solicita a su Amo, atildado, comedido, un poco de “dictadura con swing”.

He recorrido San Francisco, Miami, Nueva York, París, Roma, Florencia, Tokio y Berlín siempre feliz de haber salido de la isla donde nací. Muy feliz.

Sobre todo feliz de no ver ni una palma.

Sólo puedo pensar en algo más horripilante que una palma: la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba.

Vivir lejos de la isla donde nací ha sido y es algo extraordinario, nutriente (en tonos los sentidos), maravilloso. Si creyera en Dios, estaría siempre agradeciéndole haber salido de allí.

Decir otra cosa sería una falsedad.

Todo parece indicar que nunca regresaré a la isla donde nací.

¿Y qué?

Carece de importancia.

Hoy, que soy ya mayor y llevo el mismo tiempo fuera de la isla que el tiempo que pasé dentro, he descubierto (soy un animal lento y torpe) que el único lugar al que puedo llamar patria habla, tiene el pelo negro, hermosos ojos, come, ríe, me ama y está sentado ahora mismo entre el público.

Cuando el bote que me sacaba de la isla donde nací se adentraba en el mar, en el horizonte distinguí un grupo de palmas.

¡Qué árboles tan espeluznantes!



Nota del editor: Entre los años 2006 y 2015 el blog Penúltimos Días publicó colaboraciones de 87 escritores, en su mayoría cubanos, establecidos en una docena de países. Uno de sus temas más recurrentes fue la experiencia del exilio, entendida como una pieza clave para explicar el “tema Cuba”, que fue su preocupación fundamental. Escojo aquí apenas diez de esas contribuciones (de autores de diferentes generaciones, lugares, visiones y experiencias) porque creo que su relectura puede arrojar luz sobre la manera en que hemos vivido y sentido las últimas seis décadas el hecho de quedarnos sin un país que, sin embargo, se prolonga en la memoria. (Ernesto Hernández Busto).





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La Cuba de hoy y de mañana

Por J.D. Whelpley

“Es difícil concebir una tierra más hermosa y más desolada por las malas pasiones de los hombres”.