1
Había que mirar muy a fondo en mi primera casa norteamericana para descubrir que formaba parte de un sueño, el llamado “american dream”. No es que el barrio fuera malo, que no lo era, ni que estuviera casi destrozada, que lo estaba, sino que vista en conjunto aquella pobre casa de madera era el reflejo negativo de lo que todo el mundo esperaba de Miami.
Construida sobre pilotes, como tantas otras casas de los blancos pobres del Sur, en otro tiempo había tenido un porche delantero, de esos en los que es tan agradable pasar las tardes de calor en los interminables veranos sureños, y suelos de madera, frescos y suaves, que invitan a andar descalzo. Pero cuando yo la conocí los suelos de madera estaban recubiertos de un linóleo pegajoso y lleno de quemaduras de colillas, y el porche se había cerrado y convertido dos habitaciones realmente mínimas. La sala comedor se había dividido en otras dos habitaciones y la casa entera parecía un largo pasillo al que daban media docena de habitaciones, un cuarto de baño —con una ducha que oscilaba entre hirviente y helada sin estados intermedios— y una cocina comunes.
Mi cuarto carecía de muebles pero pronto tuvo las paredes recubiertas de pósters promocionales que me regalaba Carlos Castañeda (no el periodista deportivo ni el brujo yaqui, sino un librero cubano español con el que trabé amistad), y de libros que comencé a comprar apenas tuve ingresos regulares. Por primera vez en bastante tiempo vivía sólo. En Centroamérica nunca lo había hecho porque al ser extranjero en un país en guerra me convenía vivir con alguien que supiera si me pasaba “algo” por sorpresa (en los países en guerra, como en la Cuba de Castro, casi todas las sorpresas suelen ser malas, y todos los “algos” dolorosos). Aunque no se puede decir que compartir aquella casa alquilada por cuartos fuera lo mismo que vivir solo. Recién llegado a Estados Unidos, yo estaba viviendo —y no lo sabía porque aún no había leído La Habana para un Infante difunto—, en una cuartería cubana. Y más: en una habitada casi exclusivamente por marielitos.
A todos los efectos prácticos, yo era el equivalente a un marielito. Como mis compañeros de residencia, carecía de muchos de los papeles necesarios para trabajar, era pobre, ignoraba el idioma del país, no tenía familia en el mismo y, sin embargo, estaba dispuesto a seguir adelante.
2
En aquel pasillo, yo ocupaba el segundo cuarto a la derecha. A mi derecha estaba a su vez el cuarto de Fosfarina (aunque tal vez ese no fuera su nombre real), que era guajiro, odiaba la gran ciudad (¡y qué guajiro debía de ser para considerar a Miami como una gran ciudad!), trabajaba de jardinero, con su machete por única herramienta de usos múltiples, y que a las cuatro de la mañana nos despertaba y desesperaba poniendo en su transistor una emisora, sospecho que de la isla, en la que oía punto guajiro. Las cuatro era la hora en que él se iba a trabajar pero también la hora en que Sammy (supongo que Samuel) se quitaba su uniforme de cajero de Eckerd Drugs, turno de noche, e intentaba dormir algo antes de ponerse el uniforme de McDonald’s, turno de tarde.
Es por eso que a los dos minutos de comenzar a trinar Ramón Veloz o el Indio Naborí, ya se podía oír cómo Sammy, en bañador, cubierto de tatuajes carcelarios, sacudía la puerta del guajiro con un bate de béisbol. Dos o tres veces por semana teníamos derecho a un duelo de gallitos que no llegaban a levantar el arma, machete contra bate, mientras el resto de la casa, medio despierta, les miraba como quien mira una obra de teatro vieja, mil veces representada, disfrutando de las nuevas variantes y matices con aires de entendido. “Hoy la pelea ha sido más floja”. “Pero los insultos han mejorado”. “Se nota que Sammy va a la escuela, ya insulta en inglés…”
Un par de cuartos más allá, había una pareja de gays que pagaban por dos cuartos a pesar de ocupar uno sólo —la casera era bautista y no le gustaban las parejas de hecho—, y enfrente mío un marinero que llevaba años sin embarcarse y a veces oía viejas canciones de los años cincuenta en un tocadiscos portátil.
En el último cuarto del pasillo, había un estudiante de medicina, que no había podido revalidar su título cubano y trabajaba limpiando pisos, mientras estudiaba por las noches inglés y repasaba medicina, deseoso de poder examinarse, sacar el board del estado de la Florida, volver a trabajar en lo suyo y, supongo, largarse de allí a toda prisa.
Por aquella casa pasó bastante más gente. A uno se lo llevó la policía a rastras y no puedo decir que el resto de sus conocidos se sorprendiese por ello. A otro, me dicen, se lo llevó una vieja americana ante la mirada envidiosa de los gays. El cuarto del arrastrado por la policía lo ocupó un viejito que llevaba por sombrero uno de esos canotiers de plástico, empleados en tiempos de campaña electoral para la propaganda política, que anunciaba REAGAN 1980.
3
Por aquel entonces conseguí mi primer empleo en Miami, en un restaurante. Comencé de lavaplatos incompetente y pronto me gradué a camarero deslenguado. Era un empleo que me permitía pagar los ciento veinte dólares mensuales que costaba el alquiler y comer gratis de lunes a viernes. Salía antes de la siete de la mañana de aquella casa, y recorría a pie las veintitantas cuadras que me separaban del Mesón de la Tortilla. Me gustaba caminar. Me gustaba madrugar —sobre todo cuando era todavía de noche— y ver como amanecía sobre la Ocho. Para cuando llegaba, el restaurante estaba todavía cerrado pero en su puerta trasera estaba ya esperándome una gran bolsa llena de barras calentitas de pan cubano. Llegaba el jefe, entrábamos, dábamos presión a la cafetera, sacábamos los pastelitos para servir en la ventana del café, encendíamos el foso del aceite para las patatas fritas y poníamos un cassette con una música flamenca que ya nadie oía en España, porque en el Miami de los años ochenta, y me temo que después también, un restaurante típico español tenía que tener una muñeca flamenca con bata de cola encima de la caja registradora, a Conchita Piquer como música de fondo y un special de tortilla de patatas y chato de vino por 1,50 dólares en el menú.
Una vez puesta la música y recolocada la bata de cola de la muñeca encima de la registradora, yo volvía a estar en el ambiente Mariel. Como el restaurante era typical spanish todo el mundo, menos el propietario y yo, era marielito. Del Mariel la cocinera, que yo creía que vestía de blanco porque era cocinera y resultó que además era santera; del Mariel el ayudante de cocina, y del Mariel Anita, la otra camarera con la que compartí turno y bote de propinas.
Ocho horas diarias que comenzaban con los desayunos especiales (dos huevos fritos, patatas fritas, tostada cubana, café con leche), seguidos por una mañana aburrida de cafecitos y pastelitos, con la ocasional bandada de turistas sorprendidos ante la tortilla de patatas y el vaso de tinto, antes de comenzar el turno de comidas: pesadas comidas españolas pensadas para la fría Galicia o Asturias, que servíamos hasta en el insoportable agosto miamiense. Cocido a dos vuelcos, sopas de ajo, fabadas… que inevitablemente provocaban el comentario de “mi abuelo de Galicia,” siempre preferible al de “mi abuelo era gallego, de Madrid…”
Después volvía a casa con el bolsillo lleno de propinas, billetes de uno, cinco y diez dólares que estiraba antes de gastar y guardaba debajo del colchón, donde siempre lo han guardado los que no tienen cuenta corriente.
4
Vista desde fuera, mi primera casa miamiense no era muy distinta del boarding home descrito en su novela por Guillermo Rosales —aunque Rosales aún no había escrito aquella joya de la literatura cubana—, pero vivida desde dentro tenía una vitalidad contagiosa. No voy a repetir todos esos penosos lugares comunes sobre la supuesta apatía centroamericana, porque de entrada son falsos, pero sí a reconocer que la vida de la gente que está en medio de un conflicto armado suele estar llena de largos momentos de desesperanza e inactividad, de resignación, un desencanto que habían acabado por arrastrarme a mí también. Allí, en Miami, me pasó lo contrario. Allí no había ni apatía ni inactividad y la palabra resignación nunca apareció en el diccionario Marielito-Español/Español-Marielito.
Volvía yo a casa y podía verles en la cocina, preparándose un café, dándose los unos a los otros la dirección de aquel sitio en el que sí contrataban marielitos, o preparando los potecitos de ostiones (¿de dónde saldrían tantos ostiones?) con salsa picante que dos de ellos vendían Dios sabe dónde. Yo llegaba cansado de trabajar, y cansados estaban ellos, pero no resignados ni tristes.
Era gente que había vivido largo tiempo en un mundo que les negaba la iniciativa, la risa, y a algunos de ellos incluso el sexo tal y como les gustaba, y que dejados por fin a sus propios medios, sin un padre y líder omnipotente dándoles órdenes, a veces se hundían, a veces se equivocaban, pero las más de las veces se las arreglaban para salir adelante.
5
Mi primera noche en Miami no la había pasado en aquella casa, sino en el San Juan, un motel de la Calle Ocho que por lo que sé aún existe, a media cuadra del Casablanca, un restaurante que ya ha desaparecido. Después de años en Centroamérica, la Calle Ocho era a un tiempo vulgar (con perdón) y tranquilizadora. Era el mismo paisaje urbano que ya había conocido en El Salvador, porque pocas ciudades de Centroamérica estaban más norteamericanizadas que San Salvador, lleno de casas bajas y luces de neón. Aunque en la Ocho alguien había restado un elemento definitorio del decorado urbano centroamericano: el soldado, policía, guardaespaldas o guardia jurado, portador de un arma larga. El hecho de que los primeros policías norteamericanos que vi fueran dos cubanos que bromeaban con las camareras y los habituales en la ventana de café del Casablanca, me hizo sentirme automáticamente cómodo; estaba en una ciudad en la que no eran necesarios los fusiles de asalto para salir a la calle de uniforme.
A mi primer café cubano me invitaron. Fue en el Casablanca donde, después de dos años de mal café —qué mal preparan el café en los países que lo producen— volví a probar esa bebida como Dios manda: caliente, amarga, fuerte y espesa. Me invitó un pintor llamado Teok Carrasco que aprovechó para regalarme uno de sus folletos promocionales (al parecer, uno de sus murales en Hawai servía de fondo en una escena de Hawai 5.0).
Un poco más allá del Casablanca, en lo que parecía un pasillo cubierto entre dos tiendas estaba la galería de arte más pequeña del mundo, propiedad de un señor Planas, al que todos llamaban Planitas, y sentados en la puerta de la misma (dentro no habrían cabido), llenando la acera con sus sillas, estaban Carrasco, Roseñada —el caricaturista de la revista Zigzag al que todos recuerdan por sus mulatas de formas excesivas—, Planitas y Bernardo Martínez Niebla. Roseñada hablaba de Zigzag, Planitas de arte, Martínez Niebla de su amigo Pardo, que estaba en Colombia y Carrasco de él mismo, pero lo hacía con tanta gracia que resultaba agradable.
Fue Carrasco el que me paró porque yo llevaba una camiseta del ejército guatemalteco (y él había sido, evidentemente, ministro plenipotenciario de esa república hermana) y antes de que me diera cuenta estábamos tomando café. Puede haber sido suerte, pero aquella primera noche, leyendo un Zigzag —revista brevemente resucitada en el exilio por Roseñada durante unos pocos números— y bebiendo aquel café, Miami dejó para mí de ser una ciudad temible, llena de gente que no hablaba mi idioma, para pasar a ser ese sitio en que, a pesar de los posibles problemas, yo tenía cabida.
6
También aquella era gente buena. Existía, sin embargo, entre la gente buena de la mini galería de arte y la gente buena de mi casa llena de marielitos, una diferencia generacional, un resquemor, una desconfianza nacida del hecho de que habiendo nacido en la misma isla no había oído la misma música, ni comido la misma comida, ni reído con los mismos chistes. Los marielitos, incluso dejando aparte a los delincuentes y locos que Fidel pudiera haber introducido en sus filas, eran un recordatorio de cómo había cambiado Cuba.
Antes del Mariel, para muchos exilados ya mayores existía la creencia de que no sólo “la isla” sino incluso “su Isla” seguía allí, donde la habían dejado veintipocos años antes; de que con algunas casas caídas y una economía en ruinas, el cubano seguiría siendo como ellos lo recordaban, o a veces lo imaginaban. Aquellos primeros exilados, entre los que estaban los habituales del Casablanca, habían reinventado en su exilio y en su memoria una Cuba improbable, ya que no imposible: urbana, de clase media, conservadora, americanizada, incluso católica o al menos religiosa, que se veía desmentida por los recién llegados. Siempre creeré que es por eso, y no por unos pocos (aunque estridentes) delincuentes que aquella noche, en el Casablanca pude oír por primera vez una frase que escucharía otras muchas veces: “Yo es que a esa gente no la entiendo… no parecen cubanos…”
Era la manera en la que muchos exilados veteranos se referían a los marielitos, y bien podrían haberla dicho también los marielitos sobre los cubanos de los exilios anteriores. “No es culpa suya, pero nunca se integrarán” me dijo en una ocasión un cliente del Mesón que era periodista y al que yo creía informado y objetivo por ello. Y oyéndolo, yo pensaba en Fosfarina, con su guayabera vieja y su machete envuelto en un periódico, marchándose a trabajar a las cuatro de la mañana, sin saber una palabra de inglés, y bebiendo más de la cuenta por las noches. Yo pensaba que aquel periodista quizás tenía razón, no toda la razón pero sí bastante razón.
7
Pasaron los años y me encontré viviendo de nuevo en una casa con un porche donde sentarse, suelos de madera, que eran efectivamente muy frescos en los largos días de estío, elevada sobre pilotes, típica del Sur. Aunque esta vez no tenía que compartirla con casi nadie.
Yo ya no era camarero sino que trabajaba en una librería y había publicado la primera versión de mi primera novela. Vivía en la Pequeña Habana, que a juzgar por las fotos es el sitio menos parecido a la Habana del mundo entero, y me cortaba el pelo en la barbería Mi Habana, que estaba a media cuadra de un restaurante llamado Castillo de Farnes, en diagonal de donde ahora está una licorería llamada El Gato Tuerto (“En El Gato Tuerto hay una noche dentro de la noche…”). Ambiente más cubano, imposible, aunque en este Gato Tuerto no se pudiera encontrar uno con Virgilio Piñera.
En Miami hay peluquerías modernas y barberías clásicas. Aquella —ya desaparecida— era de las clásicas, con apuntador de terminales entre los clientes habituales, peña que discute de pelota, revistas pasadas de moda amontonadas junto a los sillones y el último Playboy guardado, esperando en el cajón para que los clientes habituales y de confianza puedan leerlo mientras les cortan el pelo… como si el Playboy se leyera.
Eran ya los noventa. En algún momento entre la llegada de los primeros balseros y el disparo de salida del maleconazo del 94. Días atrás, una pareja de balseros había intentado atracar el Málaga, un restaurante clásico de la parte baja de la Calle Ocho, y en el asalto había muerto un cliente. Todo el mundo estaba irritado por aquello, y los más irritados eran naturalmente los clientes cubanos. El más irritado de todos era un anciano de pelo cano y repeinado hacia atrás y bigote lacio, un autentico Liborio de guayabera planchada, sombrero vaquero y aspecto campesino, de los que sólo se ven en las postales patrióticas: “Yo es que a esa gente no la entiendo: no parecen cubanos… Yo cuando llegué aquí por el Mariel…”Fue entonces, oyendo a Fosfarina (porque juraría que era él) que me di cuenta de que los cubanos del Mariel ya estaban en casa en Miami y mi cliente el periodista podía ser objetivo e informado pero no tenía ni idea de cómo funciona la emigración.
8
Del médico sé que se graduó; de Fosfarina que trabajó en una casa de coches, cuidando el terreno y que le gustaba cultivar cosas; de la mayor parte de la gente con que compartí casa no he vuelto a saber nada, pero uno de ellos reapareció en la librería donde trabajé durante demasiado tiempo y me dijo que estaba en un central azucarero. Parecía feliz: no sólo trabajaba, sino que trabajaba en algo que le gustaba y lo hacía sin las penurias y problemas de repuestos y materiales con los que había tenido que convivir demasiado tiempo. Había engordado pero no demasiado, vestía como un campesino americano, ropa sólida y con muchos cuadros. No me recordaba y no le recordé que nos conocíamos o como nos habíamos conocido, entre ostiones.
Sí, supongo que había que mirar muy a fondo en mi primera casa norteamericana para descubrir que formaba parte del sueño norteamericano tal y como lo definieron los padres fundadores. Ellos, mis vecinos marielitos de aquellos primeros meses en Miami, tal vez no lo sabían, y de saberlo es posible que no hubieran podido expresarlo, pero el sueño norteamericano no es ser rico, sino ser libre. Y aquella gente tenía la alegría del adolescente que se acabara de librar de un padre imperioso y tiránico, y era libre por primera vez en su vida.
Barcelona, 9/11/2009.
Nota del editor: Entre los años 2006 y 2015 el blog Penúltimos Días publicó colaboraciones de 87 escritores, en su mayoría cubanos, establecidos en una docena de países. Uno de sus temas más recurrentes fue la experiencia del exilio, entendida como una pieza clave para explicar el “tema Cuba”, que fue su preocupación fundamental. Escojo aquí apenas diez de esas contribuciones (de autores de diferentes generaciones, lugares, visiones y experiencias) porque creo que su relectura puede arrojar luz sobre la manera en que hemos vivido y sentido las últimas seis décadas el hecho de quedarnos sin un país que, sin embargo, se prolonga en la memoria. (Ernesto Hernández Busto).
La Cuba de hoy y de mañana
Por J.D. Whelpley
“Es difícil concebir una tierra más hermosa y más desolada por las malas pasiones de los hombres”.