Vine a Miami Beach porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Peter Fell.
O quizá su nombre era Peter Wasteland, o T. S. Eliot.
Ya no lo recuerdo.
Vine para quitármelo de encima, para que no volviera a decir que era un mal hijo por no llamar casi nunca, por no venir a hacerle la visita.
Así que, un día, tomé un avión de American Airlines y aterricé en Miami.
Pero esta era una ciudad fantasma.
A simple vista, se puede ver que es un espejismo. Los altos edificios del downtown se reflejan en la bahía y hacen que casi parezca una ciudad.
Cuando la ves desde arriba, parece un herpes cuadriculado que brota en medio de la mancha oscura del pantano.
Dicen que Miami se parece a Nueva York, que es el Nueva York del sur.
Quienquiera que diga eso jamás ha puesto un solo pie en Manhattan. Miami, si acaso, se parece a Los Ángeles. Una miniatura de Los Ángeles. Una diminuta réplica de bolsillo, un souvenir.
Pero tampoco se parece a Los Ángeles. Miami solo se parece a sí misma.
Y a la vez se parece a todas las ciudades del sur. Y a la vez se parece a todas las ciudades desconocidas del país. Todas esas ciudades que no son más que una repetición hasta el absurdo de sí mismas: un banco en cada esquina, un CVS cruzando cada semáforo, interminables farallones que encierran micropueblos de casitas de muñeca, aquí y allá una salida al expressway.
Miami es un cronotopo, un lugar en el quenunca ocurre nada. Un lugar en el que no se mueve el tiempo ni el paisaje.
La playa es otra cosa. Un pueblo de playa con un fetiche exagerado por el art decó.
A veces, podría recordar a Verona Beach, o a Santa Mónica, pero solo de lejos, con los ojos entrecerrados.
Vine a Miami Beach para ser un hombre, para olvidarme de andar deambulando las calles de madrugada, sin nada en los bolsillos más que un número de teléfono escrito en una servilleta con lápiz labial.
Vine para dejar de ser un escritor, y casi lo consigo.
Así que lo primero que hice fue abrirme una cuenta de banco en Wells Fargo.
Podría haber sido Chase, pero el azul no estaba ya de moda.
Me dediqué a hacer crédito, a hacerme respetable, a reescribir mi resumé como si fuera una tesis e ir a entrevistas de trabajo en full business attire.
Como un hombre respetable, por las noches me quitaba el mal sabor del día con un Martini en un gentlemen’s club de Aventura.
Pronto comencé a trabajar como editor de un magazine on-line dedicado a la moda y al lujo, todo lo que Miami podía ofrecer.
Mi vida comenzó a ser una fiesta interminable de almuerzos de negocio en Bal Harbor, cócteles en Brickell, pasarelas en South Beach y subastas secretas en Coral Gables. Amaba ver cómo las luces de tungsteno hacían brillar la purpurina que cubría una piel morena, o cómo los aretes de madreperla se volvían la extensión de una sonrisa de dientes perfectos.
Mi flamante apartamento daba a la bahía, y cada mañana, con el café, podía ver delfines danzando sobre el agua esmeralda.
Por vecinos tenía a un argentino insertado en la industria del porno —Bangbros style— y a un playboy local, sobrino de los dueños de media ciudad. Uno conocía todos los tugurios de masaje con final feliz y tenía un catálogo de modelos dispuestas a tragarse hasta sus propias bragas por una audición; el otro tenía acceso directo e instantáneo a todos los proveedores VIP de drogas duras, blandas e intermedias de varios condados a la redonda. Con ambos, con el argentino y el playboy —cuyos nombres eran, respectivamente, Diego Ackerman, a.k.a. “El Jaguar”, y David Rosenbaum, a.k.a. “David”—, pasaba las tardes jugando a los dados junto a la piscina, contemplando la bahía y la ciudad más allá, mientras una nube de humo que brotaba de nuestros cigarrillos me entumecía la razón y la memoria.
Casi logro olvidar, pero aún sin memoria, tenía que seguir acumulando recuerdos.
En el cálido mes de nisán deposité, con mi flamante crédito, el down payment de un Nissan Altima del año, un coche que se conducía solo —por suerte para mí, que como buen newyorker jamás entendí de qué iba eso de conducir.
Era hermoso eyacular por la ventanilla del coche a ochenta millas por hora por la I-95, luego de ver varias libras de carne desnuda bailar alrededor de un tubo vertical.
Mi jefe, Moshe Aronofsky, me trataba como a un hijo y me invitaba a cenar con su familia en Thanksgiving.
Cerca de casa tenía tres sinagogas donde darme golpes en el pecho, en Yom Kippur, después de ayunar por todos mis pecados.
Y, así, con una línea limpia de crédito con Dios, poder comenzar a pecar durante otro nuevo año.
Lo malo es que en Miami nunca pasa el tiempo.
“Vine a Miami Beach porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Peter Fell”.
“Cuatro”, dijo el Jaguar. Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio.
El tiempo estaba pasando demasiado de prisa, o demasiado lento, ya no recuerdo.
En Miami, como dije antes, el tiempo no transcurre.
Perfectamente podría ser 2016 o 1964.
Los primeros síntomas de hastío los notaba en la reacción de mis genitales ante la imagen de una mujer desnuda. Mis dedos no temblaban de ilusión por acariciar una piel erizada por el frío del aire acondicionado.
La vida estaba dejando de tener todo sentido.
Un día, regresando a casa, sorprendí a David sentado junto a la piscina, coloreando un libro de zentangles. Me dijo que eso lo calmaba y le daba una razón para levantarse en las mañanas.
Quizá yo también debía buscarme un pasatiempo, algo que me despertara la ilusión por regresar a casa, aunque tuviera que pasarme horas en un tranque de la expressway.
Algo como un painting with a twist en la isla de Normandy, donde las divorciadas cuarentonas se reunían cada noche a pintar garabatos mientras paladeaban tintos californianos.
O como unas clases de baile en el Bandshell de Collins y la 73, donde las parejas de swingers locales hacían gala de su destreza corporal al compás del jazz de New Orleans.
Pero yo me conocía a mí mismo, y sabía que ninguno de estos hobbies me duraría demasiado. Tal como me había durado cierta infatuación por Agnes Behar, la hija del magnate dueño de casi todos los restaurantes de la playa.
Necesitaba algo más acorde a mi carácter, así que elegí seguir todas las series anime que ofertaban Netflix, Prime Video, Hulu y todas esas cadenas de streaming que el futuro promovía.
También comencé a seguir todos los podcasts de youtubers que recomendaban nuevas series japonesas, como Anime Man o Akidearest, y me divertía con sus payasadas, sus imitaciones y sus discursos en los que despotricaban de tal o más cual serie, convención o hilo de Reddit.
Pronto me suscribí además a varios sitios como Lootcrate o Akibento, que por una módica tarifa me enviaban cada mes una caja llena de merchandising temático relacionado con la cultura geek-pop.
En Spotify escuchaba solamente música 8-bit, que me devolvía una nostalgia casi olvidada por aquellos videojuegos de los ochentas que habían adornado mi niñez.
Pero todo eso también me supo a poco cuando se volvió una rutina.
Necesitaba volver a conectarme con mi yo profundo, ese que dormitaba en algún sitio recóndito de mi alma.
Así que un día agarré el coche y me fui al corazón del pantano a conversar con los árboles y los caimanes, a ver si ellos lograban saber qué me pasaba, qué era lo que me faltaba.
Allí, en la soledad del pantano, sin conexión ni ruido de motores, me dio por pensar que mi desidia no tenía remedio, que era parte de mi personalidad y, si quería cambiarla, tendría que morir.
Entonces, como por arte de magia, mi teléfono comenzó a sonar, con apenas una débil raya de cobertura, como un eco lejano o una voz de ultratumba.
Era Diego, el Jaguar, y, cuando contesté, lloraba como un niño al que se le ha muerto el perro.
Me preguntó dónde estaba y yo le respondí que en medio de ninguna parte, lejos de la ciudad. Él me dijo algo que no comprendí inmediatamente, que había ido a ver a David y se lo había encontrado en el suelo, frío y azul como un zafiro abandonado en la vitrina. Al parecer se había metido más de lo que su cuerpo podía tolerar. No era su primera sobredosis, pero sí sería la última.
Le pregunté a Diego qué necesitaba, y él se quedó en silencio, sollozando.
Solo quería no estar solo. ¿Acaso no es eso lo que queremos todos?
Y yo, allí, en medio del pantano, con mi soledad, supe que me tenía que ir. Tenía que huir de aquella mancha pútrida que se tragaba todo. Si me quedaba allí acabaría también siendo una piedra, un ahogado. Que la ciudad se hundiera tras de mí, yo habría huido.
“Miami es un cronotopo, un lugar en el que nunca ocurre nada. Un lugar en el que no se mueve el tiempo ni el paisaje”.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, habría de recordar aquella tarde remota en que mi padre me llevó a conocer el hielo.
Era febrero, como ahora, y el frío se colaba por los agujeros de mi nariz como una de esas bolas llenas de cuchillos que van lacerando todo a su paso.
Hasta en Miami hacía frío el día en que decidí fugarme.
Dejaba todo atrás: el lease, los muebles de IKEA, mi padre y todas aquellas tardes nebulosas a la orilla del canal.
Ya vendería todo por Letgo. Tenía que dejarlo ir.
Solo conservé el coche, porque me facilitó la fuga. No tenía ganas de hacer fila en un aeropuerto y que los empleados de TSA me registraran hasta los calzoncillos.
El Nissan rugió como un dragón hambriento sobre el asfalto de la I-95, rumbo al norte. Nos esperaban varios estados por atravesar, un millón de pueblos pestilentes, cada cual con su diner y su estación de servicio.
Podría haber elegido ir rumbo a la costa oeste. Tenía familia y amigos en SoCal, y no me faltaría un sofá en Los Ángeles donde pernoctar unas semanas.
Podría haber elegido el mundo de los estudios de cine y de las SuicideGirls bañándose semidesnudas en piscinas de Beverly Hills.
Pero elegí volver a casa, a las calles mugrientas y el olor a pis de las estaciones del metro.
Algo de eso me recordaba una época feliz en la que nada importaba y todo urgía.
Esas cosas se quedan para siempre en la epidermis, como un anhelo que lo hace a uno rascarse la piel hasta sangrar, en vano.
Dejé el coche en un concesionario de New Jersey. Me había servido bien, pero nuestros caminos se escindían.
Me alojé en un Airbnb no demasiado horrible de Jersey City, en lo que buscaba un sublet en un sitio más amable.
New Jersey es tan insulso como Queens, pero del lado equivocado del río.
Por suerte acabé encontrando un piso compartido en Hoboken, un área que podría recordar un poco al bajo Manhattan.
Otra vez comenzó el desfile en full business attire por los perfiles de LinkedIn, Indeed y Glassdoor, y me llamaron para un puesto de editor de contenido en una startup que alquilaba oficinas en un WeWork cerca de Wall Street.
Cada mañana agarraba el PATH hasta la estación del World Trade Center.
A la hora del almuerzo revisaba mi Instagram comiendo unos California Rolls cargados de wasabi en el Sushi & Bento de Fulton Street, o una ensalada y un smoothie en un Prêt-à-Manger de Broadway.
Me acostumbré a comunicarme por Slack y a mandar mi trabajo por WeTransfer, y a tener mis carpetas ordenadas en DropBox y mis schedules en Monday, a llegar a la oficina en patinete y a reunirme con los clientes en Starbuck’s o tomando IPAs en un Arcade Bar.
Tal vez después de todo no necesitaría ir a la costa oeste para encontrar SuicideGirls semidesnudas.
“New Jersey es tan insulso como Queens, pero del lado equivocado del río”.
¿Encontraría a Amy? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la Quinta Avenida, al arco de triunfo de Washington Square.
La había conocido un día en que tomé por error el tren de la línea B, en lugar del F, yendo a visitar a unos amigos en Brooklyn.
Ella iba dormida en el asiento de al lado, y me llamó la atención su escote voluminoso, que sobresalía del abrigo abierto por la sofocación.
Siempre me gustaron las gordas. No sé, quizá es algún fetiche que tengo.
En un momento, ella despertó y se me quedó mirando. Yo esquivé la mirada, por pudor, pero seguí vigilándola con el rabillo del ojo.
Ella sacó algo del bolso. Vi que era una especie de carta de algún banco, y traía su nombre y su dirección: Amy Schwartz, 118 Avenue M, Apto 4D, Midwood, Brooklyn.
Tenía la carta abierta en una posición que me permitía ver perfectamente esa dirección, y ella lo sabía.
O al menos yo quería pensar que lo sabía y lo estaba haciendo a propósito.
Ninguna otra señal. Ni una sonrisa ni un guiño.
Ella se bajó en Midwood y yo seguí, resignado, hasta Brighton Beach.
Caminé un rato por el paseo de madera, junto a la playa, contemplando a los rusos que jugaban voleibol, semidesnudos, a pesar de la temperatura.
Luego agarré un Uber para ir a casa de mis amigos.
Por el camino busqué la dirección de Amy en el mapa. Su nombre lo busqué en Facebook y allí estaba ella en las fotos, maquillada y sonriente en alguna fiesta de víspera de año nuevo.
Acaricié las fotos con la yema de los dedos, y estuve a un clic de enviarle una solicitud de amistad.
Al menos no era Tinder. Podía escudarme en algún algoritmo inofensivo que me habría llevado hasta su perfil.
Pero ahora no tenía tiempo para esas expediciones.
Mi vida tenía un ritmo más o menos estable, marcado por los horarios de los trenes que atraviesan el río.
Mis escapadas se sumían a la compra semanal de salsa de soja, paquetes de ramen y dumplings en Aldi’s o en Trader Joe’s, o a repoblar mi colección de cómics en una visita a la librería Kinokuniya, en la 6ta y la 41.
Me había anotado en un dojo de naginata al que iba cada sábado, en una escuela de Park Avenue y la calle 6ta, en Hoboken. Tras la práctica iba siempre al parque Sinatra, a alimentar a las gaviotas con migajas de pan de un hero.
Pero no era feliz.
Quiero decir, me había reencontrado a mí mismo y todo eso, pero no era feliz.
Tal vez estaba haciendo algo mal, o no estaba empleando mi tiempo en todo lo que debía.
Mi trabajo no estaba mal, y mi vida cotidiana era rica y variada. Al menos, tenía una monotonía lo suficientemente colorida y diversa como para parecer otra cosa.
Cuando el clima y el horario me lo permitían, me iba a caminar por Battery Park, a contemplar desde lejos la Estatua de la Libertad y a imaginar cómo debió haber sido verla por primera vez desde un barco cargado de inmigrantes.
Un día, al salir de la oficina, me interceptaron unos chicos con traje y sombreros negros, por Broadway y Pine: hasidim de algún grupo Chadad.
“¿Es usted judío, señor?”, me preguntó uno de los chicos, uno que no debía medir más de cinco pies de altura.
Yo me encogí de hombros. No le dije ni que sí ni que no.
El chico insistió: “¿Tiene unos minutos para rezar con nosotros?”.
“No tengo tiempo”, le espeté, no demasiado convencido.
El chico debió notar mi indecisión, porque siguió a la carga.
“¿El Altísimo tiene para usted todos los minutos de la vida y usted no puede dedicarle apenas cinco?”.
Me desarmó con su argumento, qué puedo decir.
Me dejé llevar y, en cuestión de segundos, ya tenía una yarmulke en la cabeza, y filacterias en la frente y en el brazo.
“Cuando el clima y el horario me lo permitían, me iba a caminar por Battery Park, a contemplar desde lejos la Estatua de la Libertad y a imaginar cómo debió haber sido verla por primera vez desde un barco cargado de inmigrantes”.
“¿Se sabe el rezo?”, preguntó otro de los chicos, como de mi tamaño, pero varias veces mi grosor.
Yo volví a encogerme de hombros.
“Repita conmigo: ‘Baruch Atáh, Adonái…”’.
“Baruch Atáh, Adonái…”, repetí yo. Recordaba perfectamente las palabras.
En un momento no pude evitar hacer un comentario. El chico grueso hizo un gesto de desaprobación y me ordenó que comenzara de nuevo.
“Baruch Atáh, Adonái, Melech ha’Olam…”. Etc.
A partir de la “shemá” comencé a sentir un cosquilleo en el esternón.
Algo se iba apoderando de mí, provocándome un bienestar inexplicable. Algo que había olvidado hace mucho, que había quedado sepultado hacía tiempo.
¿Era eso Dios?
Por alguna razón, eso me hizo acordarme de Amy.
Busqué la dirección, que había guardado en el teléfono.
Agarré el tren de la línea B hasta Midwood y caminé por la Avenida M con la ilusión de un colegial enamorado.
Al llegar a la casa, dudé antes de tocar el timbre.
Lo pulsé, finalmente, con timidez, quizá demasiado fuerte.
Me entró un ataque de pánico. A fin de cuentas, solo nos vimos una vez en el tren. Ni siquiera estaba seguro de que ella me hubiera mostrado su dirección a propósito.
Pensé en huir, pero en ese momento se abrió la puerta.
Yo tenía la esperanza de que atendiera otra persona, para inventar una excusa más o menos verosímil y largarme de allí.
Una voz dulce y un tanto grave brotó del intercomunicador.
“¿Quién es?”.
Era la voz de Amy. Estuve seguro, aunque nunca antes la había escuchado.
Yo me quedé en silencio. Un silencio largo, interminable.
Fue ella la que rompió el silencio.
“¿Por qué demoraste tanto?”.
Con un zumbido, se abrió la puerta del zaguán.
Subí las escaleras corriendo, como un niño.
Amy esperaba junto a la puerta.
Lucía una sonrisa incontenible, como de quien ha hallado a un ser querido.
“Pasa”, me dijo. “Preparé un kugel. ¿Tienes hambre?”.
Yo asentí, moviendo la cabeza.
Nos sentamos a la mesa en la cocina, y comimos los dos en silencio, intercambiando miradas ruborizadas.
Yo miré la ventana. El viento frío agitaba las ramas desnudas de los arces.
“Sí”, pensé, “en el verano podemos ir a las Catskills”.
Miré a Amy y ella asintió. Quise creer que ambos habíamos pensado lo mismo.
¿Frankenstein versus Drácula?
“¿No crees que el Ministerio del Interior construye mejor a sus ‘artistas’ que los galeristas o los espacios supuestamente destinados a cimentar una red comercial capaz, estimulante y rentable? Los agentes de la Seguridad del Estado son los mejores publicistas del arte cubano…”.