Rieles grises de La Haya
A la memoria de Mariska Veres
Con las primeras luces del sol,
las ánades, cada día,
sobrevuelan el Den Haag Centraal.
Un viejo ferrocarrilero clava su vista
en la bandada de colores y notas
que pretenden llegar a las costas
de Scheveningen,
y logra descifrar aquel pentagrama
que le susurra al oído:
Never marry a railroad man
He loves you every now and then
His heart is at his mule train, no-no-no…
El viejo ferrocarrilero sonríe y suspira;
se resigna en continuar despejando la nieve
de los rieles
hasta dejar asomar el rostro,
acerado y gris,
del paralelismo interminable
con el que depende su vida.
Todos los hombres del mundo,
de alguna forma,
somos compadres,
cómplices de aquel viejo ferrocarrilero.
A los pies del Dakota
A la memoria de John Lennon
Dakota es el nombre de mi miedo,
y es el miedo
que nunca llegaste a sentir,
el que nunca imaginaste
cuando te tendiste en él
y desapareciste
sin apenas levantar la sábana.
A mis 49 años de edad,
en pleno siglo XXI,
bebo tranquilamente el té,
en una de esas tardes de Liverpool,
o también pudiera ser
un champurrado
encima de cualquier cerro
de Tlaxcala,
un servidor:
John, Winston o Eleanor,
o mejor aún;
fragmento de tu propio espejo,
abandonado en el lado más endeble
de la vida,
es decir; una parte incógnita de ti
que no descansa
en reconstruir tu ángel,
corroborar las medidas
de tus alas con las mías:
También tengo un Paul que me supera.
También me he pronunciado
a favor del barro
cuando,
a decir verdad,
también el oro se asienta
en las cuencas de mi corazón.
Nunca he escrito un Love me do
ni un Imagine,
pero mi mano jamás ha descargado su ira
en el polen de las flores.
Mi esposa no se llama Yoko,
pero no hay que gestarle una broma
al sol
para saberse amado
en una noche japonesa.
Tus alas y las mías,
humectadas con el verso,
juntan sus puntas
en la misma dirección
donde nos imanta la belleza,
donde sólo es posible
el caudal de la noche
en las réplicas del alma,
pero a ti te robó el mundo
sin apenas dejarnos un pedazo
virgen e impoluto;
solo un sueño agujereado
bajo los pies del Dakota;
el nombre de mi miedo,
del que nunca llegaste a sentir,
donde te tendiste y desapareciste
sin apenas levantar la sábana.
Diástole
A la memoria de John “Bonzo” Bonham
En la diástole, la acústica
del relámpago.
Un corazón replica también
en la profundidad del océano:
Bonzo bebe de un trago los instintos
de Moby Dick
y resuelve desnudar a la ballena blanca.
Se desatan los bombos y el pedal:
cada latido es un peldaño de esa gran escalera
que nos lleva al cielo.
Todos llevamos un Bonzo en el flujo
de la sangre.
276 miligramos por mililitro de vodka
abreviaron el motor de un zeppelín
en 1980.
Desde ese entonces los relámpagos
ajustaron sus tiempos
y Bonzo nos visita con los platillos
de la lluvia.
32 años fueron suficientes para que Bonzo
colmara,
en la diástole,
la acústica del relámpago.
Sol violeta
A la memoria de Jim Morrison
El graznido del cuervo no se hizo esperar.
Había un sol violeta, con un enorme penacho
de color naranja.
Ese día callaron las sombras,
y los chamanes regresaron de sus cintas
y de sus lobos.
El cuervo ardíase en la tarde,
y trazaba con humo
las puertas
en el cielo.
Pamela pudo haber sido la sed
de cualquier poeta;
el zumo de un durazno que baña las venas,
dejándose gotear en el lodo.
Pamela pudo también encender el fuego
y terminar perdiéndose en la pupila
de un semental que se desboca en el río,
pero el mundo, cuentan, se redujo
en una tina de hotel,
en la Rue Beautreillis, París,
donde una leve sonrisa flotaba,
como un corcho,
en el agua:
El Rey Lagarto ha muerto
y las ciudades tomaron el color de una luz amputada.
Nunca más, cuentan, se vio al cuervo
arremolinarse con la tarde para posarse,
luego, en el hombro de un ente rojo.
Nunca más apareció el sol violeta
y hoy, sobre el desierto, susurra el viento
una melodía cualquiera.
San Francisco
A la memoria de Scott McKenzie
Aunque se imponga la gravedad
y el polvo regrese a alimentar la llanura,
siempre habrá una voz que diga:
“asegúrate de llevar algunas flores en tu pelo”.
En un verano del 69,
donde Sullivan se resumía en una planicie,
el himno no se hizo esperar en Woodstock.
La multitud era una paloma
ante los ojos de la tarde.
Yo pude ver fotos de ese momento.
Cuántas veces vi a mi madre en cada mujer
que sembraba sonrisas en el acalorado pasto.
Cuántas veces me logré ver en el pentagrama
de cabellos sueltos, en aquel niño escurridizo
soltando globos, como fe de un sueño
que se deshojará mañana.
Entonces San Francisco intensificará la magia
nivelando los acordes de la sangre,
sin importar la gravedad
cuando el polvo regrese a alimentar la llanura,
y la misma voz nos diga siempre:
“asegúrate de llevar algunas flores en tu pelo”.
Pearl
A la memoria de Janis Joplin
El whisky en la voz
y el alma desnuda,
bebiéndose de un sorbo
el escenario:
Ella es Pearl, la bruja cósmica
que no supo caber en este mundo.
Niña despedazada
por ángeles psicodélicos
en Venice Beach;
entre carnes que convulsionan
y bufan,
pero es solo un instante,
una lumbre que no alcanza
para quemar el rostro
de la sombra.
Te puedo ver, niña,
refugiada entre los maderos húmedos
mientras te abrazas
en la boya de una sonrisa.
Tiende la euforia a acabar
como esos cuerpos que dormitan
a tu alrededor
y esas botellas vacías
y esas bolsas, sin apenas
un mínimo polvo
para comenzar el día.
¿Qué viniste a hacer
sino servir tu corazón
como una naranja rebanada
sobre un plato
del cristal más fino?
Ella es Pearl, la bruja cósmica
que no supo caber en este mundo.
Pearl murió de desamor
mucho antes de arrojar su cuerpo
sobre el piso
del Landmark Motor Hotel.
Una patada en el corazón
enmudeció los micrófonos
del Sunset Sound Recorders.
Los ángeles psicodélicos, otra vez,
invadieron su sangre
hasta barrer el whisky la voz
y dejar huérfano el escenario:
El alma desnuda de Pearl,
la bruja cósmica
que no supo caber en este mundo.
© Imagen de portada: Adrián Cancio Padrón.