Crónica de una crónica no anunciada
En 1981 yo impartía en la UNAM unas conferencias sobre cine cubano cuando recibí en mi hotel de la Zona Rosa una llamada de Gabriel García Márquez. Me pidió que acudiera a su casa, en la calle Fuego, en la zona exclusiva del Pedregal. Almorzamos en un restaurante cercano llamado “El perro verde”, o algo así. Me pidió que leyera su última novela; tenía prisa, era corta. ¿Cuál era el misterio de tanto apremio? Él sabía que me faltaban un par de días para regresar a La Habana. “Puedo leerla en el avión”, le dije. No, tenía que hacerlo en México. Estaba tan apurado por darme el manuscrito que al salir de la fonda olvidó la billetera en la mesa. Se dio cuenta en su casa, y me pidió que fuera a buscarla al “Perro Verde”. El camarero era decente y la tenía guardada.
El Gabo me entregó la novela. Empecé a leerla enseguida en su casa, y luego me encerré en el hotel para seguir leyendo. La leí en un par de sentadas, aunque sin saber qué esperaba de mí el famoso escritor. La historia de los dos hermanos que apuñalan a Santiago Nasar estaba bien estructurada, fluía eficazmente, como todo lo del Gabo; con su impecable prosa de orfebre, no faltaba ni sobraba una coma, los adjetivos eran precisos, los personajes, bien dibujados. Al día siguiente nos encontramos de nuevo. Entonces me dijo: “Eres el segundo lector de esta obra, después de Mercedes, por supuesto”.
“Es un honor”, respondí.
Pero… ¿cuál era el misterio de tanta prisa?
Me confesó que quería que Fidel lo autorizara a publicar este libro.
¿Por qué?
Porque había hecho un juramento público: no volvería a publicar mientras Pinochet siguiera en el poder. “Y el problema es que no se cae”, refunfuñó. “Y mientras tanto, escribí esta obra y tengo muchas ganas de publicarla”. Pero antes de romper su promesa anunciada públicamente, debía consultarlo con Fidel.
En efecto, desde El otoño del patriarca (1975) el Gabo no había publicado nada de ficción. Demasiado tiempo en silencio para un escritor tan cotizado.
¿Y yo qué tenía que ver con todo eso?
—Quiero que le lleves este libro a Fidel.
—Yo no conozco personalmente a Fidel, no tengo acceso directo.
Dudó un instante, y agregó:
—Pero sí conoces a Carlos Rafael Rodríguez, ¿verdad?
—A él sí lo conozco.
—Bueno, se lo das a él para que él se lo dé a Fidel.
Luego quiso saber mi opinión sobre la novela, lo cual halagó al treintañero que yo era. Con mucho tacto, le comenté que su relato me recordaba vagamente a Rashomon —tanto los dos cuentos de Akutagawa como la película de Kurosawa— por aquello de los múltiples testigos o las diversas versiones sobre un crimen, pero él dijo que no, que su fuente de inspiración había sido el asesinato de Julio César. Pensé en los augures, en la fatalidad de la tragedia griega, y concluí que tenía razón, aunque lo japonés no se lo quitaba nadie al Gabo, como se evidenció más tarde con Memoria de mis putas tristes, tan afín a La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, ya desde el epígrafe.
Veinticuatro horas más tarde aterricé en La Habana y le entregué ese texto clandestino (no anunciado) a Carlos Rafael Rodríguez. Poco después Crónica de una muerte anunciada fue publicada simultáneamente en Colombia, en España, en México y en Argentina. Obviamente el Gabo había obtenido el imprimátur de Fidel Castro, como compete a toda alta autoridad eclesiástica o ideológica. La Edad Media casi en estado puro.
El último cumpleaños de Gabo
Un día de marzo del 2012 recibí una llamada nocturna invitándome al cumpleaños de Gabriel García Márquez. Acudí en taxi a la casona colonial de un amigo común en el elegante barrio de San Ángel Inn. Hacía tiempo que no lo veía en persona y solo sabía, por rumores mediáticos, que empezaba a perder la memoria.
En la casona no cabía ni un alfiler, había músicos, cantantes, pintores, artistas y meseros con bandejas. Yo no conocía a casi nadie. La risueña Mercedes me llamó y me acerqué al Gabo sentado, rodeado de admiradores. Lo abracé efusivo y enseguida retrocedí pues muchos querían departir con él y no quedaba ni una silla vacía en la inmensa mesa redonda de teca.
Me alejé hacia el jardín japonés con murmullos de agua y entonces se me acercó Alvaro Mutis, mojito en mano. Brindamos por el homenajeado. Con sus canas bien peinadas y el bléiser de botones dorados, tenía el aspecto de un alférez de fragata a punto de zarpar. Al poco rato vino Mercedes para anunciarme que ya podía sentarme al lado del Gabo, quien me recibió con esta frase: “Chico, estoy viviendo los mejores tiempos de mi vida”. Le pregunté por qué, y respondió: “Porque ya no tengo que pagar ni un peso para comer. Todos los días me invitan a comer, a desayunar, a cenar, incluso dos veces seguidas”. Carcajadas.
Yo me acordé de una tarde de 1981, cuando comimos en un mesón (que se llamaba “El perro que fuma”, o algo así) cercano a la calle Fuego, en Pedregal. Salimos y al llegar a su casa, él se palpó desesperado los bolsillos, se le había olvidado la billetera en el restaurante. Corrí, y por suerte allí la tenían guardada; regresé con la cartera en alto y su cara se iluminó. Ya dentro de la casa, empezó a desplegar su teoría de que el dinero es necesario, pues no se puede escribir con hambre, ya que eso es un mito romántico, etc…
Mientras yo recordaba eso, alguien trajo una bandeja con camarones. Yo dije: “No, gracias, soy alérgico”. El Gabo atacó la fuente con un tenedor y empezó a improvisar una jitanjáfora casi musical: “Los mariscos son mariscales, que son camarones que son mariscones, mariscadores y mariscales que se doblan como macarrones”. Aquello sonaba a Brull y a Reyes. Yo me reía, pues conocía bien su mamagallismo o jocosidad colombiana. El Gabo siguió tarareando nuevas variaciones rimadas. “Los macarrones en el mar mariscan mariscadas y hacen marroquinerías”; pinchó dos camarones con sendos tenedores y los puso a bailar en la mesa mientras yo evocaba a Chaplin haciendo danzar unos panes en La Quimera del Oro. El Gabo siempre tuvo ese sentido del humor tan caribeño que me impactó con un oleaje de libertad cuando yo lo leía vorazmente siendo apenas un aprendiz de escritor.
Alguien nos acercó un enorme cake de chocolate. Ahí sí me dieron por la vena del gusto, cogí un trozo. Para mi sorpresa, el Gabo me robó un pedazo y se lo comió tiñéndose de negro el bigote cano. Yo atrapé otra cuña de la torta y de nuevo el Gabo me la robó, engulléndola de un bocado. Sonreía burlón, exactamente como un niño enseñoreándose de su cumpleaños.
Era difícil verlo cabreado. Una vez lo vi en un Festival de Cine en Moscú, protestando porque en la edición soviética de Cien años de soledad habían suprimido pasajes eróticos de la prostituta Pilar Ternera y del priápico José Arcadio.
Otra vez fue en 1984, saliendo de una librería en París. Estábamos solos y él iba por la calle despotricando en voz alta contra la literatura francesa contemporánea. Concretamente, se refería a El amante, publicada por Marguerite Duras.
Caminaba por la acera, encabronado y gesticulando. Lo peor era que se dirigía a mí de tal manera que los que pasaban por nuestro lado nos miraban pensando que la bronca era conmigo: “Chico, estos franceses no saben contar nada, en una novela tienen que pasar cosas… Yo no los entiendo, nunca cuentan en directo, no van al grano, siempre se van por las ramas, por lo abstracto, son demasiado filosóficos, ¡y eso es muy aburrido!”.
Él seguía robándome trozos de chocolate y yo le di las gracias por la palabra “sardinel”, que me había descubierto años atrás, porque yo andaba buscando una palabra capaz de definir el escalón de entrada a una casa. Eso lo reanimó por completo y se lanzó a ensalzar la infinita belleza de nuestro idioma.
El Gabo y yo siempre teníamos temas recurrentes de conversación: uno eran los piratas del Caribe, otro, los viajes de exploración.
Recuperando disimuladamente un pedacito de chocolate, le dije: “Jamás olvidaré el mejor libro que me recomendaste hace muchos años”.
—¿Qué libro? —me preguntó intrigado.
—El primer viaje en torno al globo, de Pigafetta —contesté.
—¿Pigafetta?
—El italiano que acompañó a Magallanes.
—No recuerdo ese libro. ¿Me lo puedes prestar?
En ese instante comprendí que el tiempo acababa de ejecutar un giro de 180 grados, poniéndome a mí en la incómoda situación de recordarle a él una obra tan valiosa, que él me había descubierto a mí treinta años atrás. ¡Alucinante!
Comprendí que la mente del genio, su poderosa imaginación, su minuciosa erudición, ya vagaba a la deriva. Como uno de esos veleros blancos en el horizonte habanero que tanto le gustaban, su intelecto giraba al pairo, a merced de la impetuosa Corriente del Golfo de México. Súbitamente advertí que el Gabo era un escritor eminentemente náutico, no en vano su mejor amigo colombiano era el soñador de navíos que, haciendo honor a su apellido, ya había hecho mutis por el foro. La gente empezaba a irse. El Gabo se levantó para ir al baño, lo vi alejarse por la sala, tambaleándose escorado. Comprendí que ya no volvería. Ya no quedaba ni un camarón, si acaso algunos trocitos de la tarta de chocolate. Empiné mi copa de vino caminando hacia la salida. Algunos invitados ya bastante achispados cantaban en la larga mesa del comedor, como marineros errantes. La casa entera semejaba un barco ebrio. Pasé por allí en puntillas, me despedí de un par de conocidos y salí a la calle apresuradamente.
Que el Gabo tuviera borrones en su memoria me entristecía, pero de pronto adverti que su amnesia ya estaba profetizada en el tercer capítulo de Cien años…, cuando a Macondo llegó la peste de la memoria y todos olvidaban su historia y hasta el nombre de las cosas. Había que rebautizarlas, como él hacía con la palabra marisco. Solo que allí no había ningún Melquíades capaz de curarlo, ni a él, ni a mí andando los años. Mientras buscaba un taxi, me sentí como el italiano Pigafetta, quien perdió un día en su vida cuando le dio la vuelta al globo terráqueo. Sin saberlo, aquella noche el Gabo y yo también le habíamos dado la vuelta al mundo, ambos ya desmemoriados, cada cual a su manera.
Manuel Pereira – Galería.
Los diez ensayos de Biografía de un desayuno
En abril de 1979, durante un desayuno parisino con Alejo Carpentier, este me aconsejó: “No se dedique al ensayismo”. Yo era por entonces un joven novelista cansado de ser un joven novelista. Quería ir más lejos. Empezaba a intuir lo que hoy es ya una convicción: que ningún novelista está completo si no escribe ensayos.
Estos ensayos nacieron durante aquel desayuno con Alejo Carpentier en un café de Montparnasse que ya no existe. De hecho, configuran la biografía de mi desayuno intelectual, porque fue en París donde realmente aprendí a pensar. La tradición que va de Montaigne a Sartre —pasando por Voltaire, Diderot, Descartes, Pascal, Montesquieu, Valéry, Cioran—, flota en el aire de esa ciudad, se puede respirar incluso a orillas de ese río pensativo que es el Sena.
¿A qué le tenía tanto miedo Carpentier, si él mismo era novelista y ensayista a la vez? ¿Acaso le preocupaba que, por ser el ensayo un género que enseña a pensar, yo empezara a generar ideas y me buscara problemas políticos en Cuba?
Le pregunté por qué me daba aquel consejo tan vehemente, y me dio a entender que era mejor que siguiera cultivando la novela, ya que siendo un género más comercial tenía “más salida” que el ensayo, “incluso en Europa”.
Precisamente, lo que más empezaba a disgustarme de la novela sin ideas, de la novela superficial o de entretenimiento —que es la más abundante, la más promocionada y premiada— es su naturaleza comercial. Las novelas meramente anecdóticas, que no dicen nada, atiborradas de diálogos insustanciales, ya me aburrían. Pueden estar repletas de sensiblerías, de acrobacias sexuales, de chismes, de despechos y otros desahogos, pero nada de eso las convierte en libros inteligentes.
¿Qué es un libro inteligente? Aquel que hace sentir al lector que él también es inteligente, aquel que ilumina alguna región a oscuras de su espíritu, de su vida o del universo que lo rodea; aquel que le produce un crecimiento interior.
Sin duda de buena fe, a Carpentier le preocupaba que me pusiera a reflexionar en vez de escribir libros inocuos para consumo masivo. Lamentablemente, él tenía razón. Cada día pululan en el mundo más narradores que relatan historias insignificantes, dotadas de escritura decorativa, pero desprovistas de una cosmovisión, de una perspectiva profunda de la vida y de un rumbo estético definido.
Yo no quería dejar de ser novelista. Simplemente me proponía ser también ensayista para, más adelante, combinar algunos relámpagos típicamente ensayísticos con la sustancia de la novela, de modo que esta última alcanzara un mayor decoro intelectual y cierta dosis de lucidez poética.
Yo quería tocar un misterio, explorar un abismo, valiéndome del ensayo. Pero este género suele prestarse a alguna que otra confusión categorial. Algunos confunden el ensayo con lo que no es más que periodismo. Otros piensan que hacer un ensayo es acumular citas en una tesis doctoral, o ejercer la glosa y la exégesis en textos de evidente raíz académica. El embrollo es tan inextricable que a veces, incluso en ámbitos universitarios, suelen llamar “ensayos” a meras reseñas literarias que no pasan de dos cuartillas.
El verdadero ensayo no es tratado científico, ni monserga didáctica. No tiene que ser plúmbeo, ni aburrido. Es literatura de alta escuela, prosa que destila una doble naturaleza: artística e intelectual.
Después de aquel desayuno parisino, decidí no hacerle caso a Carpentier. A veces los grandes también pueden equivocarse. Así surgieron los ensayos de Biografía de un desayuno, escritos entre 1984 y 2007. Unos los escribí en París, otros en La Habana, otros en Venecia, otros en Barcelona, los dos últimos en México.
Iris Rosales
En el otro lado de la casa construí un refugio. Te dejé la tapa abierta para que puedas encontrarlo fácilmente. Si algo llega pasar, escóndanse allí. También puedes usarlo como celda de castigo para ella. Mi hija tiende a ser muy fuerte y testaruda, pero recuerda: todavía es una niña, la clave está en no demostrarle miedo.