La secta
Primera tertulia en la casa vieja, fiesta de disfraces: todos aparecieron ataviados de las más raras maneras. El joven y yo éramos los únicos vestidos de sí mismos en aquel grupo de sapos, flores, vampiros, enfermeras, pioneros y Sherlock Holmes (había dos versiones del detective). Mi dibujo no les causó tanto interés; luego de una explicación sucinta para todos, nadie más me preguntó sobre el “mamarracho”, nombre que le diera a una de las flores de cartón y satín.
A las nueve de la noche ya estaban ebrios, sentados en el piso siguiendo los patrones circulares dibujados por mí, embarcados en un debate sobre su relación con Dios, a la espera de su turno para hablar. El único que preguntó de qué iba esa habladera sin sentido fue el muchacho, pero, bebido como estaba, no dio mucho trabajo convencerlo de que se trataba de una conversación como otra cualquiera, y marcaba la oportunidad de que todos, bajo juramento de confidencialidad, nos libráramos de las máscaras cotidianas y sacásemos la bilis.
Las mujeres resultaron las más cooperadoras: sus bocas se abrieron como el portón de un castillo medieval dejando salir todos sus habitantes, inocentes de que hubiera vida o peligro fuera de los muros. Los hombres intentaron conservar la postura de firmeza aprendida, pero varios lloraron al evocar sus experiencias dolorosas. El muchacho no dijo más que su primer parlamento de aquella primera reunión y yo aproveché la fragilidad unánime para proponer mi salida para su angustia:
—Juguemos a algo, ¿qué les parece si hacemos una nueva fe? Una que nos convenga a todos y nos haga sentir agraciados, al menos con la certeza de que es un invento nuestro…
Las miradas, fijas en mí, pestañearon un poco; no se esperaban mi invitación al libre albedrío. Instintivamente cerré los ojos, temiendo la lluvia de piedras sobre mi herejía. Pero la sorpresa es un regalo que sobrevive al pesimista, y los borrachos, con disfraces a medio caer, aguardaron a que los viera acatar mi emprendimiento. Con un gesto de mi barbilla les indiqué el dibujo en la pared, y pronuncié su nombre:
—Acéfalo, el dios de la esperanza y el amor, de la piedad y la entereza.
—¿Eso? —preguntó el muchacho sonriendo.
—Disculpa, Carlos, pero ese dibujo es horrible —una de las flores, con varios pétalos de menos, se atrevió a criticar.
—Sí —respondí, a la defensa de mi arte—, pero la hechura no importa, lo relevante es el significado.
—Sí, sí, sí… eso lo entendemos. Pero andar inventándose una deidad no es cosa muy sana —dijo el maestro de Literatura tocándose la cabeza.
—Miren, todos vivimos en este pueblo sin penas ni glorias. Ávidos de esperanza y, sobre todo, de diversión, que por aquí no abunda. ¿Estoy equivocado?
—No —respondieron todos.
—Bien, solo propongo que hagamos un pacto artístico, un espacio creativo para poder hacer algo distinto con nuestras vidas.
—Mira, Carlos —una señora se quitó su antifaz y me buscó los ojos—, no se trata de que cuestionemos tu emprendimiento, hasta se ve que tienes buenas intenciones, pero eso suena… vaya, un poquito descabellado.
—Depende de cómo lo vean. Vamos, no sean tan literales. Yo creía estar reunido con lo mejor del lugar, con sus mentes más brillantes y abiertas…
—Y lo estás —defendió el orgullo grupal el maestro—. Explícate mejor para poder entender.
—Lo que les propongo es que hagamos un compromiso de fe. Como no se debe juzgar las creencias de nadie, ni es nuestro objetivo cuestionarlas, aquí todo se respeta, pues creamos un nuevo Dios afín a todos. ¿Entienden?
—Ah, sí, claro. Un pretexto artístico… —el maestro cayó en el enredo verbal, parecer culto y moderno era muy importante para él.
—Bueno, así nadie se sentirá mal —dijo una enfermera asintiendo.
—Entonces estamos de acuerdo —propuso el jovencito.
—¿Sí? —convidé yo, señalando el dibujo.
El maestro, medio en burla, hizo una reverencia con el torso y todos lo imitaron. Sentados como estaban, algunos se cayeron de lado, otros hacia el frente. Se incorporaron entre risas y callaron al notar mi seriedad.
Expliqué, con expresión de monje convencido, la naturaleza de nuestro nuevo dios. Me escucharon en silencio, algunos bostezando, y al terminar les dije que para el próximo encuentro tendríamos mandamientos, los redactaría yo mismo, a modo de propuesta tentativa que discutiríamos entre todos, pero para darle valor inaugural a ese encuentro debíamos hacer algún ritual que nos hermanara con la deidad.
El muchacho propuso un pacto de sangre y las mujeres protestaron: podían exponerse a cualquier enfermedad por ese contacto. Para no perder terreno, solucioné el dilema diciendo que plasmáramos nuestras huellas en la pared, a los pies de Acéfalo, y todos asintieron.
Los hombres sacamos nuestras navajas, los que las teníamos, y fuimos pasándolas de unos a otros, cortando nuestros dedos índices y aguantando el fluir de la sangre hasta que todos estuvieron listos y levantaron sus dedos en el centro, en brindis de buen augurio. Un empedrado rojo quedó bajo el dibujo, ya nunca más mamarracho.
Llegué a casa con el fuerte dolor de cabeza de la inspiración. No quedaría para mañana: debía escribir las bases de nuestro culto en ese mismo instante. La voz me dictaba, y se escaparía si no la aprovechaba.
Estela había salido con unas amigas. Los niños, Emma incluida, dormían todos juntos en el cuarto de mi hermana, abrazados, como si hubiesen luchado antes por ocupar un lugar cerca de ella. Cogí unas hojas en blanco y el bolígrafo nuevo, regalo de Emilia antes de partir. Luego de haber descubierto que sus padres estaban mejor que ella y solo querían su regreso, se fue adonde su esposo; pasó por la biblioteca a despedirse y me dejó un beso húmedo y el bolígrafo como recuerdo, antes de dar el portazo.
Escribí durante dos horas sin parar, tachando y estrujando papeles hasta dar con una versión parecida a lo que precisaba:
- Acéfalo es el dios que vino de la creación humana para dar esperanza y entereza a sus autores.
- Como los hombres, necesita recibir para dar, sin que esto sea una arbitrariedad suya, sino un modo de existir.
- Su omnipresencia y omnisciencia se subordina a los deseos de sus fieles, el respeto es la esencia de su ser.
- Los hombres y las mujeres tienen los mismos derechos y deberes ante Acéfalo, no hace distinciones genéricas.
- Al ser un dios bautizado con sangre, precisa sangre como tributo, pero este ha de darse solo con el consentimiento de la persona que lo provea, nunca con violenta persuasión, sino por convencido sacrificio.
- El tributo elegido o voluntariamente ofrecido, ha de venir de fuera del pueblo, y debe ser decapitado entre todos los fieles en un ritual unánimemente establecido y aceptado.
- El sacrificio debe proceder según la verdadera naturaleza de sus creadores, por lo que los fieles han de vestir solo su piel, provistos de cuchillos o dagas, preparadas para la ocasión en una danza erótica donde el arma ofrezca placer sexual a su dueño; elegirán uno entre ellos para ser El Doble de Acéfalo, quien guiará el ritual. Las heridas deben ser piadosas pero firmes, para no prolongar demasiado el dolor físico del tributo.
- Los fieles deben mantener un comportamiento cívico estricto en su comunidad y nunca deben contar a nadie sobre el ritual, a menos que sea un feligrés en potencia, sin margen de error en la elección.
- Los nuevos feligreses habrán de estar a prueba por tres meses, periodo de adoctrinamiento en nociones sobre la muerte y otras religiones; solo después de haber probado su amor por Acéfalo (presentado primero como una más de las teorías del estudio), serán aceptados en calidad de miembros oficiales.
- La predicación se ha de hacer en los términos de discreción absoluta, y si alguien decide denunciar nuestra fe, pagará con su cabeza.
Al terminar, leí la justificación de las hazañas posteriores de la secta. El dolor de cabeza había pasado, en su lugar quedaba un letargo seductor. Solo me dio tiempo a guardar el documento en mi portafolios del trabajo antes de ir directo a la cama a dormir, en la paz más absoluta.
Creo (no estoy seguro porque las imágenes luego llegaron borrosas) haber soñado con una mujer que no conozco: se me presentaba en la biblioteca con un vestido largo incoloro. “Soy Lavinia”, decía. Me llevaba de la mano a la casa templo y leía poemas para mí. Al terminar el recital buscaba un cubo con agua y limpiábamos juntos el dibujo de la pared, dejándola blanquísima. Mi vista se perdía en esos límites claros hasta que desperté en la mañana, sin recordar el sueño.
Milena V. Hidalgo Castro.
Manuel Pereira
24 horas más tarde aterricé en La Habana y le entregué ese texto clandestino (no anunciado) a Carlos Rafael Rodríguez. Poco después Crónica de una muerte anunciada fue publicada simultáneamente en Colombia, en España, en México y en Argentina. Obviamente el Gabo había obtenido el imprimátur de Fidel Castro, como compete a toda alta autoridad eclesiástica o ideológica. La Edad Media casi en estado puro.