Buenas noches, Señor Búho
¡Ay… la flaca! Qué poco dura lo bueno: tan efímero como el orgasmo y los fines de semana, como la espuma en la mala cerveza y los secretos de barrio… Por eso sé que muy pronto alguien vendrá. En algún momento, incluso antes del olor y las moscas. Aunque, siguiendo los razonamientos del Innombrable, puede que todavía haya tiempo para pensar, arrepentirme de ser como soy, sin remedio, si acaso es posible.
O no, para qué, arrepentirse para qué.
Mejor solo mirarla y aceptar que cuando algo no tiene remedio lo mejor es relajarse y disfrutarlo, racionalizar, como dice el Innombrable, encontrarle ese lado positivo que, según él, tienen todas las cosas. Recordar, por ejemplo, que una de las imágenes más excitantes del mundo era mirar la cara de la flaca, todavía suya, tan de ausencia, cuando a pesar de mi esfuerzo por demostrarle la superioridad de la metafísica, hacía evidente que en realidad no le importaba ni mierda lo que yo estuviera diciendo, porque no encontraba nada más interesante que el aquí y el ahora, lo palpable, su cuerpo y el mío.
Podía ser de día, de tarde, de noche. Podía desgastarme hablándole de lo que fuese: política, literatura, economía, deportes…, incluso de medicamentos o de la misericordia que se esconde en la eutanasia. ¡Carajo! ¡De qué se habla si no con una enfermera? Sin embargo, no sé, en realidad no tengo explicación, pero su preciosa cara de ausencia era siempre la misma.
Y eso me irritaba.
Me excitaba.
Me enloquecía.
A veces nos acostábamos y yo tenía ganas de hablar, de contarle lo que había visto o soñado mientras ella hacía su guardia de hospital: tal vez alguna de las ideas que me vienen de pronto a la mente, esas ideas geniales que tengo. En cambio, ella no decía mucho; no mucho de interés, digo. Creo que nunca fue buena para las ideas geniales. Por eso acordamos que si no tenía algo inteligente que decir, mejor se quedara callada y me dejara hablar a mí. Pero resulta que somos seres de encuentro, ¿no? Animalitos sociales. Y a veces sí quería escucharla, que me preguntara al menos, que dejara de abrir las piernas cada cinco minutos con esa mirada de perra ruina. Entonces intentaba motivarla hablándole de los sucesos del día, de la gente en la calle, de la oficina, de las estupideces de los vecinos de enfrente. Recuerdo que la primera vez se puso un poco histérica, pero luego pareció cogerle el gusto, al menos por un tiempo. A veces, incluso, me parecía reconocer en sus gestos cierto interés, cuando ya el aburrimiento lograba vencerle.
Eso fue tiempo atrás, pero últimamente todo regresó al mismo desconcierto de monosílabos.
¿Me estás escuchando?, le decía yo, y ella respondía que anjá…
¿Me entendiste?
Anjá…
¿Seguro?
Anjá…
¿Me callo?
Anjá…
Era frustrante. Entonces la miraba de pies a cabeza, midiéndola y pesándola a la vez, también observando sus ojos color café, sus labios delgados y pálidos.
Mi respiración se hacía lenta, profunda: uno, dos, tres…
Recordar al Innombrable.
… cuatro, cinco, seis…
Sus consejos dos veces al mes.
… siete, ocho, nueve…
Debes aprender a controlar la ira, eso me dice el Innombrable. Claro, él no tenía que lidiar con la flaca. Pero algo se logró, hasta ahora al menos. Aprendí que era preferible contar hasta diez, hasta quince, hasta treinta; terminar dándole un beso en la frente a la flaca, antes que incrustar contra la pared su preciosa cara de ausencia. Morder luego sus labios y sonarle ese par de galletazos que me excitaban y a ella la volvían loca. A veces un piñazo en las costillas, no muy fuerte. Comenzar a templármela sin volver a abrir la boca durante el tiempo que demorara en venirme: a veces dentro, a veces fuera, a veces un poco en cada lado. Solo para joder, para que tuviera que lavar las sábanas. Para que tuviera presente quién mandaba en esta casa, su casa.
Entonces era ella quien por fin decía algo:
¡Eso, papi!
¡Qué rico!
¡Eres el mejor, coño!
¡Dameee! ¡Dameeeee! ¡Dameeeeeeeee!
O alguna otra estupidez por el estilo, cosas de flaca histérica, sobreexcitada. Cualquier frase olvidable que ella pretendía climática y que tenía como único efecto enfriarme las ganas. Después se dormía como un tronco. Como un tronco largo y flaco, sin hojas, con olor a semen. ¡Qué poco dura lo bueno!
Sin embargo, me gustaba esa flaca.
La flaca y yo nos encontramos por azar, así, como suelen suceder los mejores encuentros incluso en las peores telenovelas, sus preferidas:
1- Esperó.
Ella esperando el P11 en la parada del Capitolio. De seguro echó el dinero en la primera mano que asomó por una de las ventanillas.
2- Corrió.
Ella corriendo hasta la última puerta donde, por supuesto, tenía que estar yo, aferrado por designio divino a uno de los tubos (Determinismo, Teoría Unicista de la Evolución, Efecto Mariposa: Fatalidad, en última instancia, según el Innombrable).
3- Me aparté.
Yo apartándome como pude, dejándole espacio.
4- Se acomodó.
Mi flaca, ya mi flaca, aunque entonces ninguno de los dos lo supiera, acomodándose justo entre mis piernas y el tubo de la escalera.
5- Empujé.
Yo empujando un poco y la puerta que cierra.
6- Ardimos.
¡La flaca caliente! ¡Qué ardiente la flaca!
Al inicio me puse a oler su pelo: un pelo empapado con el sudor del mediodía habanero. Había también algún perfume barato: marca nacional, fuerte, dulce en exceso. Un olor que no obstante parecía combinarle de maravillas con su largo cuello y los aretes de cobre y caracoles que colgaban de sus pequeñas orejas. Aproveché cada golpe de timón, cada bache cómplice en estas calles destrozadas, para pegarme más. Se mantenía quieta, toda ella nervios a la expectativa. En la siguiente parada subió otro bulto de gente y quedamos más apretados, empalmados casi, dos cuerpos en uno ocupando simultáneamente el mismo espacio, cagándonos en Newton, en Pauli y la impenetrabilidad de la materia. Al rato se desocupó un pequeño espacio en el pasillo, cerca de una ventana. Ella avanzó dos pasos y yo seguí pegado como si continuáramos en la escalera. Entramos al túnel de la bahía, oscuridad y flashazos a cortos intervalos. Le puse una mano en la cintura. La sentí temblar, pero no se dio vuelta, no se apartó, no dijo nada. Estábamos aislados del mundo. Al menos eso imaginé. Cerré los ojos, aspiré su olor como si toda ella cupiera en mis pulmones. Bajé una mano por sus caderas. Me recibió esa saya de lino amarillo que le llegaba hasta las rodillas. La tela se sentía suave, piel de recién nacida. Mi mano fue luego más al centro, y hacia abajo: allí, allí mismo. Me agaché, subí, bajé de nuevo, cuatro, cinco veces. Dejó de temblar y reculó con violencia. Cuando salimos del túnel seguí acariciándola, ya más despacio, hablándole al oído, hasta que la guagua entró en Alamar y fue quedando vacía. Ella habló poco, lo suficiente para contarme que era enfermera, que era su día de franco y usualmente cubría un turno de ocho de la mañana a ocho de la noche en el Hospital Naval. No le pregunté si acaso tenía marido, deduje que no, y, en cualquier caso, al menos por el momento, no me interesaba saberlo. Le dije que en su siguiente guardia la esperaría a la salida del trabajo. No la escuché responder. Le mordí la nuca. Me bajé de la guagua dos paradas más tarde. Sentía el calzoncillo mojado y pegajoso. En cuanto entré al apartamento tuve que masturbarme, mientras lo hacía cerré los ojos e imaginé las manchas que estarían adornando su saya.
Tal como acordamos, a las ocho y veinte la vi aparecer. Su imagen me fue llegando desde el fondo del pasillo como un par de medias blancas que se perdían dentro de su bata de enfermera, enfundándole el cuerpo y provocándome una erección que hubiera sido capaz de derrumbar el puente elevado que salva la avenida Monumental.
No me preocupé en disimularlo. Ella lo notó ¡Claro que sí!
¿Pensaste que no vendría?, le pregunté.
No sé, dijo ella y se mordió los labios con una media sonrisa.
Así que no sabes, cabrona, pensé decirle.
¿Nos vamos?, le dije.
Tengo un poco de hambre, me respondió.
Le compré una pizza de diez pesos y un refresco instantáneo en el único quiosco que encontré abierto. Le pregunté si vivía sola. Ella dio una mordida a la pizza. Fue entonces cuando empecé a intuir que algo de comunicación podía fallar entre nosotros.
A pesar de ser solo unas pocas paradas, el viaje nos tomó casi una hora. Todas las guaguas estaban repletas, y para colmo se detenían o bien doscientos metros antes o bien doscientos metros después, con una exactitud milimétrica, como si cumplieran un estricto plan de ejercitación colectiva.
A esta hora siempre es lo mismo, dijo ella, todavía chupándose los dedos.
Y qué haces cuando te coge tarde, le pregunté.
Nada, espero, no tengo dinero para carros.
No me quedó más remedio que gastar veinte pesos en un taxi. Eso era mucho más de lo previsto y ya comenzaba a tener muchas dudas de que realmente aquella flaca tuviera con qué compensarme los gastos.
Cuando por fin entramos a su apartamento le dije que no perdiera tiempo en lavarse (no hay nada como lo natural). Soltó la cartera en la sala y nos metimos en el cuarto. Ella se apresuró a correr las cortinas y abrir la ventana, pero le dije que no, que en ese barrio debía haber un montón de pajusos. Es que el barrio tenía la pinta. Demasiado similar al mío. Pedí que se dejara las medias y que buscara otro par igual de blancas. Con una media le vendé los ojos y con la otra le amarré las manos al respaldo de la cama. La puse en cuatro sobre el colchón, levanté la bata hasta la cintura y le bajé el blúmer hasta la mitad de los muslos. Me arrodillé en el suelo a los pies de la cama y me alejé un poco. A veces hay que tomar distancia para ver mejor, como cuando se mira un cuadro o se analiza un problema complejo.
¿Acaso no es eso lo que somos? Pinturas abstractas que muestran apenas lo que los demás quieren ver.
Problemas complejos. A esa conclusión he llegado al cabo de tantos años de leer expedientes laborales y hacer entrevistas. Algo así dice el Innombrable. Algo así le dije a la flaca cuándo me pregunto qué hacía. Me masturbé despacio y luego, cuando me dijo que le dolía la espalda, empecé a templármela.
Serían casi medianoche cuando la solté. La flaca se quedó boca abajo, hecha un delicioso asco, las piernas abiertas, todavía con las medias, pero ya sin la bata. Me levanté y encendí el ventilador. Corrí un poco las cortinas. Apenas unas gotas de luz. Sentí a la flaca moverse en la cama. Se puso de lado, o eso me pareció. Aparté un poca más las cortinas. Incluso así, apenas podía detallarla. Estuve un rato dibujando sus contornos en la penumbra. Después mi interés regresó a la ventana y me puse a mirar hacia el edificio de enfrente. Algunas lámparas de este lado de la calle se reflejaban sobre las únicas ventanas de cristal, un apartamento en el tercer piso. Vi una silueta que recorrió el apartamento. La silueta abrió el refrigerador y se iluminó un cuerpo desnudo, un cuerpo de mujer; después se perdió en la oscuridad. La ventana me pareció un buen punto de observación. Cuando regresara (mi regreso ya era algo seguro) no podía olvidar los binoculares. Solté la cortina y me puse a investigar el nuevo territorio. Abrí el refrigerador. Encontré solo unos huevos, croquetas, un paquete de picadillo, también un mazo de cebollinos o de habichuelas, creo, no recuerdo bien, algo verde en todo caso. En el congelador unas laticas con hielo.
Cuando regresé al cuarto la flaca había encendido la luz. Parecía un fantasma, sentada en el centro de la cama, con las piernas cruzadas y frotándose las muñecas. Todavía tenía las marcas de la media: unos surcos anchos y rojizos sobre la piel lechosa. Al verme entrar se sonrió, una sonrisa insegura y fragmentada como de quien no sabe qué hacer con su cara. La miré serio. Fui a sentarme al borde de la cama. Luego sonreí también, poca cosa, para que se sintiera más cómoda, trucos del oficio. Por primera vez puede observarla con detenimiento, desnuda, de cuerpo entero (si es que a eso se le podía llamar un cuerpo entero). Bajo sus ojos sendas manchas grises hacían recordar dos feos borrones en una libreta de hojas cuadriculadas. No sé por qué pensé en hojas cuadriculadas. No sé por qué con ella siempre venían a mi mente imágenes tan absurdas.
Me gustó mucho, dijo, quizá suponiendo que yo estaría encantado de escuchar algo así.
Claro que te gustó, tienes cara de loca, pensé. Pero no dije nada.
Me preguntó si tenía trabajo. Le dije que sí, que era Especialista de Recursos Humanos del Banco Nacional.
Especialista “A”, enfaticé, aunque sin exagerar el gesto.
Ella miró como si me viera por primera vez y echó a reír de nuevo, ahora con más deseos. Cuando se cansó me dijo que yo no tenía tipo de Especialista de Recursos Humanos, que conocía bien a los del hospital, amiguísimos suyos, y que los Especialistas de Recursos Humanos no hacían esas cosas. Mucho menos si eran Especialistas “A” (aquí se esforzó en imitarme y lo hizo bastante bien, por cierto).
Le pregunté que con cuántos Especialistas de Recursos Humanos se había acostado antes. La vi exprimir un poco su pequeño cerebro, luego respondió que con ninguno.
Tú eres el primero, dijo.
Los del hospital son medio maricones, dijo.
Entonces cómo carajo sabes qué hacen en la cama los Especialistas de Recursos Humanos. Cómo sabes qué se les ocurre cuando escapan de sus asfixiantes montañas de polvo, de archivos, de expedientes, del terrible mar de papeles. Qué sabes de lo que piensa uno cuando tiene delante a ese pobre diablo que suda frío, se esfuerza por causar la mejor impresión, ruega por su oportunidad para ganar un salario miserable y decente. Qué tarros sabes tú de la vida, flaca de mierda, todo eso pensé decirle. Pero ya la conversación se ponía tediosa, mejor cambiar de tema.
¿Te gusta que te cojan el culo?, le dije.
Ella se quedó pensando, como si no entendiera la pregunta, como si un inmenso signo de interrogación se le hubiera atorado en el cerebro.
Me pareció que si la dejaba hablar no me iba a gustar la respuesta, así que la puse de espaldas otra vez. Empecé a darle lengua, primero en la espalda, luego en las caderas. La mordí suave, después un poco más fuerte, le separé las nalgas, hundí la cara y dejé que ese olor de sexo acumulado y seco me inundara. Ella primero estiró las manos para apartarme la cabeza, pero sin demasiado convencimiento, entonces gimió un par de veces, se acurrucó contra la almohada y me dejó hacer. A la mañana siguiente fui hasta mi casa para recoger un poco de ropa y los binoculares y me mudé a su apartamento.
Al Innombrable le pareció bien que me decidiera a comenzar esta relación. ¡Ya era hora!, dijo, verás qué bien le hace a tu espiritualidad una nueva compañía.
El Innombrable suele llenar el tiempo con ese tipo de frases, frases pretenciosas en realidad, vacías, para justificar su salario. Suelta las frases y luego se queda mirándome. Yo lo miro. Y mientras ambos aquilatamos el efecto de nuestras miradas la frase pasa un segundo plano, va perdiendo su efecto, transformándose minuto tras minuto en placebo terapéutico. Creo que su profesión está algo confusa, como la mía, como la de la flaca, como la de mi ex, como la de los vecinos que viven al otro lado de la calle.
También me dijo que fuera sincero con ella, que le hablara de mis deseos, de mi ser más profundo: “porque la sinceridad es la primera piedra sobre la que se construye el puente de la confianza”.
Y yo, que de puentes no sé mucho, pero que a las mujeres les sé un mundo, no por gusto soy Especialista “A” en Recursos Humanos, dejé a tan hermosa idea posarse en un árbol más inocente. Preferible esta vez no correr el riesgo. Mejor guardarme mis voces y mis placeres, no cometer el mismo error que con la ex. La muy sofisticada ex: intelectualoide-metatrancosa, refinada, con su carita de ángel y sus griticos de “no, no, por allí no, que me duele”. Como si yo no supiera que al final todo se trataba de un juego, un juego de la muy puta para hacerme reventar de las ganas.
Pero de todos modos la flaca lo supo. Aunque nos esforcemos en poner los parches, la convivencia termina por desnudar cualquier secreto. Todo termina por saberse y lo que va a suceder, inevitablemente sucede. La primera vez que le conté lo que veía casi todas las noches en el edificio de enfrente, fue como a los cuatro meses de vivir juntos. Ella llegó antes de lo esperado y no la escuché entrar al cuarto. Me sorprendió con los binoculares en la mano derecha y el rabo en la izquierda, en plenitud de forma, como compete a un miembro que se ejercita todas las noches.
Serían como las diez menos cuarto, corrían los créditos de la telenovela (el televisor del apartamento 42 se deja ver a través de las persianas de la sala). También podía ver a mamá 42. Un piso más arriba, sobre la mesa del comedor del 45, un calvo (esposo de mamá 42) se entretenía en chuparle el dedo gordo del pie derecho a la mulata traductora de francés, mientras dos pisos más abajo, un poco a la derecha, en el 36, la nena 42 (quince años muy prometedores) le hacía comprender al escritor que no siempre edad y experiencia van de la mano.
La flaca abrió la boca: ¡Eres un cochi…!, comenzó a balbucear, aunque sin mucha convicción (si de algo carecía la flaca, además de carnes, era de convicciones), quizá dándose cuenta de que no tenía sentido hacerse la sorprendida con algo que ya sabíamos. Le ordené que se quedara callada e hice que se acercarse. Dudó solo unos segundos. La acomodé junto a la ventana, delante de mí. Puse los binoculares en sus manos, corrí un poco más la cortina y le indiqué a dónde tenía que mirar. Levanté su saya, estiré el blúmer. Mojé un par de dedos en su boca. Te presento al Señor Búho, le dije. Cuando escuché los primeros gemidos la incliné un poco y la penetré sin dejar de imaginar las escenas al otro lado de la calle, viéndolas a través de la flaca, con sus ojos. En lo adelante esa complicidad se volvió parte de nuestro juego sexual. Y hubiera deseado que fuera así por siempre ¡Qué voy a hacer, si en el fondo sigo siendo un romántico!
Al llegar del hospital ella abría la puerta del cuarto sin hacer ruido, a gatas, despacio. La sentía llegar a mi portañuela, apartar mi mano, decir: “Buenas noches, Señor Búho”, antes de tragar cuanto podía. Después nos tirábamos en la cama para terminar el retozo. Por desgracia aquella alegría no duró mucho. Nada bueno lo hace. Lo mismo sucedió con mi ex. Las mujeres no saben lo que quieren. Se creen muy inteligentes cuando en realidad no saben ni un tarro de la vida.
Todo parecía seguir igual, y a la vez no.
Los días y las noches.
Los papeles en la oficina.
Las obligadas visitas al Innombrable.
Incluso los vecinos seguían en lo suyo, como si cada noche el universo se redujera a sus tres apartamentos. Pero la flaca se me fue apagando. Hablar con ella volvió a perder el encanto, transformándose en este intercambio de monosílabos y frases incoherentes. Comencé a notarla extraña incluso desde antes de que dijera que se aburría, que dejara en paz a los vecinos y la escuchara, que había cosas más importantes: sus aspiraciones, sus sueños, sus problemas. Lo dicho: estupideces y malacrianzas por el estilo.
Hay algo, algo que quiero decirte, algo importante. Eso me dijo ayer. ¡Importante…!
¡Ay… la flaca!
¡Importante…!
Eso también dijo esta noche, después de darle un tirón a la puerta, mientras soltaba la cartera y los zapatos. Justo esta noche, cuando yo la esperaba en la ventana con tantos deseos. Pensé en el Innombrable. Ignoré el ruido y cuando terminaron sus lamentaciones le dije: ven, mi flaca, ven. Y me puse de frente para que saludara al Señor Búho.
Como no le hizo el menor caso, le pregunté:
A ver, ¿qué tienes que decirme?
Pero ella me ignoró. Se sentó en la cama.
Cuando acabes quiero que te vayas, dijo, esto no puede terminar nada bien.
Me sorprendió su resolución, es cierto. No así la teatralidad de la frase. Fui hasta la cama, me acosté junto a ella, le metí una mano entre los muslos y ella la apartó de un tirón. Se puso histérica.
En serio, dime, a ver, ¿qué es eso tan importante?
¡Nada! ¡Acaba de irte!, gritó.
Puso su preciosa cara de ausencia de cuando se desconectaba del mundo, de mí, y no sé qué me pasó por la mente, escuché una voz extraña y mis manos comenzaron a temblar. A veces me sucede que alguien me habla, ordena que haga algo que no quiero o no entiendo. El Innombrable sabe más de esas cosas. Después hubo otra voz, no sé si de la flaca, una voz que me alcanzó junto al brillo de sus ojos perrunos y suplicantes. Pero alguna de las órdenes no llegó nunca a mis manos, o si lo hizo fue demasiado débil, porque seguí apretando hasta escuchar algo quebrarse, fue un chasquido seco que percutió en mis propios huesos y subió como un corrientazo, un crrrrack muy parecido al que solía escuchar cuando de pequeño les rompía el pescuezo a los pollos que criábamos en el patio para las fiestas familiares.
Luego llegó la calma. Quedé yo mismo tan tieso como la flaca hasta que sentí ese escalofrío en la espalda, ese erizamiento de mil ojos sobre mí. Me levanté y fui hasta la ventana. En el edifico de enfrente quedaban pocas luces encendidas. Hubo un viento ligero que sacudió las cortinas. Más tarde solo silencio: una calma de pensamientos vacíos rota únicamente por la certeza de que el Innombrable no estaría para nada satisfecho, y de que al menos en esta cuadra, y en este momento, no sería el único en buscar más allá de la noche.
Buenas noches, Señor Búho – Nguyen Peña Puig.
Milena V. Hidalgo Castro
A las nueve de la noche ya estaban ebrios, sentados en el piso siguiendo los patrones circulares dibujados por mí, embarcados en un debate sobre su relación con Dios, a la espera de su turno para hablar.