‘Perromundo’

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Para vivir, con un pedazo basta.
En un rincón de carne cabe un hombre.

León Felipe

Lo que está dentro del cañón

I

Tras el incidente de Taboada, el funcionario Barniol creyó prudente acelerar el traslado de los “irreductibles” a una granja penal. Describió por los altavoces, con lujo de detalles, las condiciones infrahumanas del lugar; el régimen de trabajo a que se someterían los prisioneros; el aislamiento; los cañaverales plantados en laderas y la cuota inapelable de trescientas arrobas de caña, “cortadas y limpiadas por hombre y por día”.

La reseña truculenta ahuecó las ya enjutas filas de “plantados”. El día del traslado, tras un amargo derrumbe, menos de cincuenta hombres entregaron sus muñecas a los hierros. El resto de los prisioneros, siguiendo el plan de “rehabilitación ciudadana”, como daban en llamarle oficialmente, estaba destinado a otra colonia penal de donde eventualmente se saldría tras completar los programas de adoctrinamiento.

Los “plantados” viajaron en un camión de transportar reses. Las manos aherrojadas a los tobillos impedían cualquier movimiento coordinado. La posición de cuclillas era tolerada por unos minutos, pero inevitablemente los frenazos del camión liquidaban el precario equilibrio.

Carrillo se rompió el labio contra una de las columnas que servían de esqueleto a la carpa y tuvo que restañarse la sangre en el pantalón, y en los hombros de la camisa.

El sol del mediodía, el camión casi hermético (para que los presidiarios no supieran dónde les llevaban) y el hacinamiento increíble, produjeron un calor infernal, que a Moleón se le antojó cercano a los cien grados.

A los pocos minutos, todos los prisioneros estaban empapados en sudor y a la media hora de camino se chapoteaba en una pulgada de líquido. Los primeros síntomas de asfixia se empezaron a notar en algunos, que trataban desesperadamente de rasgar la lona encerada con los dientes. El esfuerzo, al mismo tiempo, demandaba más oxígeno, generando una más alta temperatura, que el organismo trataba de compensar con una mayor secreción sudorípara. El círculo vicioso se cerraba con la deshidratación total.

A las tres horas de recorrido los gemidos y los gritos de terror fueron momentáneamente acallados por la aparición de un extraño fenómeno: llovía dentro del camión. Sólo dos o tres de los menos ofuscados fueron capaces de entender lo que ocurría: el enorme calor había evaporado el sudor y éste, luego de condensarse en el techo del vehículo, caía en forma de gotas.

Alguno de los prisioneros creyó que había enloquecido y que el agua era una visión delirante. Los guardias que conducían el camión tenían órdenes precisas del teniente Wong de no detenerse bajo ninguna circunstancia. No hicieron caso del rumor agónico que les llegaba.


*

La muerte te ronda. Piensas en el labio herido y en lo cerca que estás del desmayo. Temes, seguramente como todos, morir asfixiado. Pero mientras los demás ahuyentan a gritos el horror a la muerte, tú lo paladeas. Eres incapaz de gritar o de dejarte llevar por la histeria. Prefieres alejarte de la escena y contemplarte sereno, serenamente temeroso, mientras bordeas la más estúpida de las muertes.

Te parece ridículo, por todo lo que tiene de trágico y por todo lo que la tragedia encierra de ridiculez, morir asfixiado en la cama de un camión de reses. Algo así como morir ahogado cruzando el Mar Rojo; o morir de cólera morbo en Kerala.

La noticia invertida, sería titular en toda la prensa: Muere una res asfixiada en un autobús; pero pasará inadvertida si se trata de un puñado de hombres asfixiados en un camión de reses.

La irrebatible paradoja que has hallado te hiende una sonrisa dolorosa sobre el labio partido. Tal vez tú seas el único capaz de reír entre todos los hombres que gritan junto a ti.

Moleón calla, pero su rostro demudado te indica que nunca hallaría un pretexto para sonreír. Cuánto de egolatría habrá en esa majestuosidad con que siempre has enfrentado el peligro. Cuánto de masoquismo en esa búsqueda constante de los más crudos riesgos. Cuánto de deseos de autodestrucción. Cuánto de perverso deleite en la eficacia con que embridas tus represiones. Cuánto de suicidio se esconde tras el luzbelismo.

¿No buscaría Luzbel la muerte? ¿No sería su castigo la vida eterna?

Ahí, en el fondo de ese camión, mientras te observas morir, buscar una interpretación cabal a los signos de tus actos. No te basta referirlos a un precario esquema de valores. Puedes esgrimir el valor justicia, cobija endeble de todas las teorías políticas; pero no te satisface una simplificación tan pueril a las puertas de la muerte.

Legítimamente enmascarado, has ido buscando tu propia destrucción. ¿Qué te ha impulsado a ello? Los samuráis castigaban la falta ajena con la muerte propia. El cuchillazo en el vientre era una sanción horrible contra el transgresor.

¿Buscas un castigo ejemplar contra alguien? Nada compensará el horror de tu muerte. El olor de la muerte te ha traído, como un soplo, las manos de Oscar. Las manos de Oscar se acercan amenazantes a tus recuerdos. Aprietan.


*

Pobre Oscar. Pobre, con sus manitas de marqués. Manitas blancas y lampiñas, frágiles como la vida de un canario.

Le conocí cuando comenzaba a estudiar en la Universidad. Era una mezcla extraña de timidez y vehemencia, resuelta en una ecuación malgeniosa de monosílabos filosos o parrafadas delirantes.

Pelos sobre la frente; gafas oscuras; ropa holgada, fuera de moda, siempre gris o negra; zapatos sucios; barba de dos días (lo cual era un misterio porque siempre era de dos días); un libro bajo el sobaco sudoroso (generalmente Camus, obligada lectura por aquel entonces); medias arrolladas sobre los tobillos, vencidas por una vejez ingrata, al margen del jabón; un cigarrillo detrás de otro, humeante procesión que hacía alto en la halitosis en su camino al enfisema; camisa moteada de café y ceniza, con un asesino cerco de mugre amenazando el cuello de su dueño: la estampa acusaba los síntomas del poeta y del neurótico, condiciones irremplazables del revolucionario.

Observé que se sumaba entusiasmado a las algaradas estudiantiles. Vi que no se arredraba frente a los disparos de la policía (eran los tiempos más turbulentos del anterior gobierno) y resolví sondearlo para incorporarlo a la célula de Acción y Sabotaje que dirigía desde el momento que terminó mi adiestramiento en la maldita casa de Orta.

Comencé por decirle que, si bien las manifestaciones estudiantiles eran indispensables en la movilización y toma de conciencia de las masas, los revolucionarios de calidad se reservaban para acciones coordinadas que entrañaban un mayor riesgo, pero cuyos resultados iban dirigidos al corazón mismo de la dictadura.

Oscar iba asintiendo pausadamente (lo que no dejó de sorprenderme) y acaso cerrara sus ojos, tras los cristales casi negros de sus gafas, con el objeto de desnudar de visiones la palabra que le llegaba.

Luego le hablé de la habilidad con que estas minorías valientes habían estructurado la Resistencia en células pequeñas, de cinco miembros, con un coordinador que trasmitía las órdenes y mantenía contacto con un superior jerárquico, de manera que la intervención de la policía nunca pudiera desarticular el aparato completo.

A estas alturas, Oscar sabía de sobra mi propósito de incorporarlo al Movimiento, pero no dijo nada, reservando su decisión para el final de la perorata.

Un poco ofuscado por el silencio de mi interlocutor, aceleré el ritmo de los argumentos hasta que, al fin, con bastante torpeza, le revelé que dirigía una célula de Acción y Sabotaje y le indiqué que necesitaba a una persona como él para completarla.

Con el mayor aplomo, me contestó que ardía en deseos de sumarse al Movimiento por una vía seria, como la que yo le proponía, y que desde ese momento contara con él para lo que se presentase.

Aquella firmeza me hizo dudar de mis dotes de psicólogo, porque siempre presumí que a su carácter inestable correspondería una demostración vehemente de adhesión, o una repulsa nerviosa, por miedo a lo que le proponía; nunca una calmada aquiescencia.

Quedamos citados para el día siguiente, donde, en un apartamento que yo había alquilado en una zona céntrica, comenzaría a adiestrarlo en el terrorismo, tal y como el gigantesco Orta había hecho conmigo.

Comencé por las armas de fuego. Aprendió rápidamente a armarlas y desarmarlas. Luego, en el frigorífico de Ascunce, disparó con revólver, pistola y metralleta.

Le parecieron (un tanto infantilmente) maravillosos los silenciadores que habíamos fabricado para unos flamantes M-3 y preguntó, cándidamente, por qué no le poníamos a todos los fusiles.

Le expliqué que sólo funcionaban eficientemente con las balas cuya velocidad no excediera los 1225 pies por segundo, es decir, con balas “lentas”.

Como presentía, sus manos blandas, como palomas hervidas, resultaron hábiles en el manejo de los explosivos. Sólo me aterraba su increíble capacidad de distracción, sus olvidos frecuentes y ciertas irresponsabilidades que fueron creciendo en sus actos, en la medida que se involucraba en las actividades de nuestra célula.

De la Jefatura Central, una tarde, por conducto de Pablo, el correo habitual, me llegó una orden tajante: el dieciséis de octubre sería “la Noche de las Cien Bombas”.

A mí, es decir, a mi célula, correspondía poner veinte de esos cien artefactos. Entre Oscar, Ignacio y yo, preparamos veinte “patas de elefante”; veinte niples rellenos de clorato de potasio puro, accionados por cápsulas de ácido sulfúrico.

El ácido corroía la cápsula de plástico, y al entrar en contacto con el clorato se producía la explosión. Cada cápsula duraba unos siete minutos en ser destruida.

A cada uno nos tocaría colocar cuatro bombas. Asigné los lugares; distribuí el material y entregué una pistola cargada y dos peines de repuesto por persona. Salvo en caso de extremo peligro, prohibí usar las armas de fuego.

Ordené que las bombas, disfrazadas dentro de cajas de regalos, fuesen puestas donde no hirieran a inocentes. Acordamos que deberían estallar entre una y una menos cuarto de la noche señalada. A la mañana siguiente, nos veríamos en la cafetería de la Escuela de Derecho, pero sin dirigirnos la palabra, para no despertar sospechas. Sólo comprobar si todo andaba bien.

Cumplí con mi deber sin poder evitar los remordimientos que siempre me atenazaban. No recuerdo si fueron cien o setenta, pero esa noche la ciudad no durmió.

A la mañana siguiente me dirigí a la Universidad, pero la hallé clausurada, con un cordón de policías impidiendo el acceso. Me preocupó no poder, de inmediato, conocer la suerte de Oscar, Ignacio o Emilio (a Armando lo vi de lejos aproximarse a la Universidad) y decidí que era mejor no utilizar el teléfono, seguramente “intervenido”, y esperar a que avanzara el día antes de localizarlos en los lugares acostumbrados.

A eso de las doce, el titular de un periódico del mediodía se me metió en los ojos como una lanza: MUEREN DOS HOMBRES AL ESTALLAR UNA BOMBA.

Sin leer más supe que Oscar era uno de esos muertos. Luego seguía la narración parcial de un testigo, reconstruida más tarde por nosotros.

En uno de los sitios convenidos, Oscar descendió del auto y echó la caja dentro de un tacho de basura. Regresaba al vehículo cuando notó que un pordiosero se acercaba al lugar donde había dejado la bomba. Supuso que el pordiosero pasaría de largo y se detuvo a comprobarlo.

Frente al tacho, el pordiosero vaciló, tomó la caja e hizo ademán de abrirla. Oscar le gritó que no lo hiciera. Habían pasado unos tres minutos desde que había llenado la cápsula y la había introducido en la caja.

El pordiosero le miró asustado. Echó a correr. Oscar, sin pensarlo, comenzó a correr tras el pobre hombre. Los gritos de Oscar, su prisa, convencieron al infeliz de que había dado con algo de valor.

Oscar le alcanzó, forcejearon, la palabra “bomba”, como un argumento desesperado, brotó de la boca de Oscar, pero sólo para preceder a una explosión prolongada, larga, que recortó en fragmentos exánimes dos vidas extrañas.

Siempre me ha obsesionado el destino de aquellas manos lánguidas; siempre me he preguntado cómo sudarían al sentir los temblores letales de la bomba. Siempre me ha inquietado la imagen de las manos toscas del pordiosero, hechas para la rapiña impuesta por el hambre, disputándole la muerte más horrenda a las manos tiernas e inofensivas de Oscar.

Oscar comenzó a morirse por las manos. El estallido debe haberle arrancado de cuajo aquellos dedos finos; debe haberle pulverizado las uñas estrechas y alargadas; debe haberle teñido de negro aquella piel blancuzca que yo estrené en el maldito oficio y que recuerdo milímetro a milímetro.


*

La boca no ha dejado de dolerte. Sientes el labio abultado y la encía inflamada. El silencio de algunos te hace sospechar lo peor. Sientes todo tu cuerpo entumecido. Te duelen los huesos. Estás profundamente agotado y casi totalmente deshidratado.

Moleón se ha quedado como dormido. Sabes que no ha muerto porque su pecho se hincha levemente. Pero ¿estás tan seguro de que tú mismo vives?

Llevas varias horas de trayecto. Alguien (a quien no puedes identificar) llora impúdicamente con pausas y quejidos entrecortados de los que sólo son posibles en la niñez.

Te preguntas cómo es posible que se arrastre hasta la etapa adulta la manera de llorar de los niños. Te parece monstruoso ese llanto. Una especie de profanación. Lo mismo que si un niño abandonado en una playa, se abstuviera de llorar.

Te imaginas la enorme inmadurez del que gime; y luego te percatas de que también es absurdo, de que también es ridículo, enfrentarse a la muerte con aires de solemnidad.


*

Al final del recorrido, se detuvo el camión. El teniente Wong miró su reloj y enfiló sus pasos hacia la puerta trasera. Creyó percibir unos gritos, pero los atribuyó a “la protesta constante de ese bonche levantisco”.

Con parsimonia, distribuyó a sus hombres estratégicamente.

―Cabo Troncoso, usted y dos soldados irán formándolos en un pelotón para llevarlos al barracón.

―Sí, teniente.

―Sargento Estévez, usted con tres hombres se situará de manera que, al que intente escapar, le dispara.

―Espinosa, en la medida que bajen, les va quitando las esposas.

Y luego, sonriendo:

―Estos hijos de puta deben de venir molidos.

Cuando descorrió el encerado, vio unas figurejas chorreadas de agua y de miedo que cerraban los ojos al resplandor. Unos sapos amoratados. Unos animales muy raros.

El soldado Espinosa tuvo que entrar al camión a quitarles las esposas a los treinta y ocho supervivientes. Allí decidió que a los nueve muertos era más fácil bajarlos aherrojados.

―Si se las quito, teniente, se joroban muy fácilmente, se ponen blanditos y es muy difícil bajarlos.

―Bueno, bueno, como usted crea, pero acabe pronto, por lo que más quiera.

El cabo Troncoso cerró los ojos para tragarse, sin que nadie lo viera, un “Dios mío” traicionero que se le echaba afuera.



© Fragmento de la novela Perromundo de Carlos Alberto Montaner.





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Orlando Luis Pardo Lazo

En ese país perverso que ha desaparecido por el genocidio cultural que significó la Revolución Cubana, la frase carlos-alberto-montaner podía significar tanto el estigma público (es decir, la histeria estatal) como varios años de cárcel.








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