Albis Torres: si llegara un hombre verde


Albis Torres.


En los ya lejanos años 1980, como lastimosamente ahora sucede, había muy pocos espacios para los poetas. Carentes de economía, muchas veces mal mirados, cuestionados, bajo la alerta de la duda, aún más cuando no estabas en esa lista siempre escueta y mutilada de los que se reverencian como poetas.

Existía en La Habana un espacio donde una mujer que sabía convertir sus ojos tristes en cálidos o burlones, según la ocasión, sin discurso previo ni pedir nada a cambio, abría a cualquier hora las puertas de su pequeña casa para recibirnos a todos.

Ella tenía un nombre que no parecía real, como ella misma no lo parecía, porque, aunque de una delgadez a veces extrema, poseía una energía infinita. Por eso, a casa de Albis Torres (Banes, 1947 – La Habana, 2004) uno podía ir en cualquier momento, participar de las conversaciones más insólitas, escuchar la mejor música, comer cualquier cosa, porque siempre había algo para el que llegaba, tomar café o té o simplemente agua, pero disfrutar de quien tenía un pleno dominio del difícil arte de ser anfitrión.

Todo el barrio conocía cuál era esa casa tan especial para quienes encontramos allí alivio a la hostilidad de una capital en la que, para cualquiera del interior, escaseaban los territorios afectivos como el que Albis ofrecía en su hogar. No sólo por ser la anfitriona, que pese a todo era tímida, sino porque ella era, además, la mamá de Naricita Fría, un personaje que diariamente aparecía en la televisión nacional: Wendy Guerra, una muchacha que, aunque tenía sólo edad para estar estudiando, ya hacía radio, televisión y cine, además de teatro; toda una celebridad que vivía junto a su mamá en un interior humilde de La Habana.

Albis trabajaba en la radio y, aunque ese oficio le exigía dedicación, ella se las arreglaba para pasar tiempo en su casa. Lugar en el que no había horarios, ni conversaciones comunes, para no llamarlas “triviales”, ni se hablaba sólo de un tema, sino de todo o casi todo, pero siempre desde el lugar del descubrimiento de un mundo que, fuera de ese espacio, nos parecía demasiado grande y complejo.

Yo había leído sus poemas en la antología Breaking the Silences, poesía cubana escrita por mujeres, que realizó la norteamericana Margaret Randall en el año 1976. Por supuesto, yo la conocí años más tarde a través de la pintora Zaida del Río, quien había sido incluida en ella. Y, en 1985, en una antología llamada Usted es la culpable, que fue muy leída y aceptada por los miembros de un gremio que, en su mayoría, cuando no aparecen en un proyecto, le ponen, cuando más, poca atención.

Pero yo nunca le escuché a Albis Torres leer un poema suyo. Era obvio que prefería oír los nuestros y, como éramos muy jóvenes, aprovechábamos su bondad. Hacíamos largas lecturas, en medio de interminables conversaciones que podían alcanzar la madrugada, hora en la que salíamos a comprar pan, mientras Albis se quedaba preparando lo que ella llamaba una merienda, y que todos sabíamos sería un rico convite. Ella tenía la virtud de multiplicar los panes y los peces, llenar su mesa y reponernos de la debilidad con que siempre andábamos.

Albis poseía la mejor música del mundo en discos, casetes, grabaciones y conocía con detalles la música nuestra. En su casa, conocí a muchos músicos tan importantes como Juan Formell, que era su amigo.

Estar en casa de Albis unas horas era suficiente para ponerse al tanto de los nuevos poetas que iban surgiendo, de conocer libros que era importante leer. Era la posibilidad de conocer lo mismo a un viejo y reconocido rumbero que a un poeta que uno reverenciaba, a un pintor de la vanguardia o al que interpretó, por su gran parecido, al escritor norteamericano en la película Hello, Hemingway, o a un estelar pelotero cubano.



Albis Torres.


En una de mis visitas, en una tarde lluviosa, apareció el poeta Ángel Escobar. Yo conocía su poesía, pero nunca antes nos habíamos visto. Él también me hizo saber que había leído unos poemas míos que había publicado El Caimán Barbudo. Le había preguntado al poeta Bladimir Zamora, que era periodista de esa revista, si me conocía. El Blado conoce a todos los poetas jóvenes, me dijo.

Y seguidamente comenzó a leernos poemas suyos que hacía muy poco había escrito. Su voz era gruesa, pero su tono era muy sosegado y bajo, como si no quisiera que nadie más que Albis y yo lo escucharan.

Como llovía y no podía irse, nos leyó todos los poemas que traía encima. Luego estuvimos conversando sobre la soledad, el silencio, la noche, todos temas que desde su inteligente perspectiva se hacían muy atractivos.

Sobre las once de la noche nos despedimos. Lo hicimos con un fuerte fuerte abrazo, como si ambos supiéramos que nunca más nos veríamos.

La casa de Albis Torres era muy visitada. Ella parecía tener interés por la conversación de cualquiera con posibilidad de revelarle algo. Y no había manera de no perder el sentido del tiempo cuando uno se sentaba frente a ella.

Ahora que mi amigo Miguel Ángel ha tenido la deferencia de regalarme el libro La habitación más tibia, publicado por Ediciones Mecenas a sólo dos años de su fallecimiento, que recoge toda la obra que se recuperó de ella, he vuelto a Jovellar 111 con esa alegría con la que llegaba siempre a La Habana, dispuesto a visitar a Albis Torres antes de hacer cualquier otra cosa.

Y si llegara un hombre verde
y si llegara un hombre verde
y si llegara un hombre verde o azul
en una nave.
Y si llegara.
qué diría de mí, tan despeinada,
sin adornos ni gracia.
Qué diría de todos por mi culpa.

(“Ciencia Ficción”,Albis Torres)





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